Read Un barco cargado de arroz Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
—¿Qué?
—A veces tenía sus rarezas y algunos amigos que...
—Hábleme de esos amigos.
—No, yo no sé nada, pero un día vinieron a buscarlo dos hombres jóvenes, rubios y con pinta... no sé, poco recomendable, que hablaban muy poco español. Dijeron que querían verlo, y en cuanto el señor Arcadio los tuvo delante se puso rojo como un tomate y bastante enfadado. Los llevó fuera de la oficina y desde aquí pudimos oír que les prohibía volver a aparecer por siempre jamás. Fue raro.
—¿Cuánto hace de eso?
—Quizá un par de meses. Y no volvieron nunca.
—¿Le contó usted eso al señor Ayguals?
—¿A don Adolfo?, ¡ni hablar, no iba a molestarlo con esas tonterías!
—¿Viene a menudo el señor Ayguals por esta oficina?
—No, nunca, tiene mucho trabajo en su empresa.
—¿No se reunían él y Arcadio Flores?
—Aquí, no, desde luego. Supongo que lo harían en el despacho de la fábrica, pero no lo sé.
—¿Qué me dice de Adolfo Ayguals?
Se tensó visiblemente y adoptó una postura digna y orgullosa.
—Don Adolfo es un santo, un santo de altar. Un hombre con su fortuna y su trabajo no suele preocuparse por los demás, y él ha montado esta fundación en la que hacemos una gran labor. Sólo tiene que ver cómo se portó con Virtudes y conmigo. Virtudes es soltera y yo soy viuda. Ya tenemos una cierta edad, y hemos trabajado toda la vida en Textiles Ayguals. Pues en vez de prejubilarnos en alguna de las reestructuraciones de personal, nos pasó a trabajar en la fundación. Pocos hombres serían capaces de una cosa así.
—Me hago cargo. Tenemos una orden de registro del local y también un permiso del juez para llevarnos una copia de la contabilidad. No se alarme, es simple rutina.
—¿Sabe algo de esto don Adolfo?
—Ahora mismo nos dirigiremos a su despacho para hablar con él, usted no se preocupe.
—Es que si no lo autoriza don Adolfo...
—Incluso don Adolfo está por debajo de la ley, señora.
Le hice una seña de marcha a Garzón, que seguía procurándole atenciones a aquella mujer sensible. Le faltó tiempo para reprocharme los conocimientos que le había atribuido.
—¿Conque primeros auxilios, eh? No era necesario decir eso.
—Seguro que lo ha hecho usted muy bien.
—Sí, le he propinado doscientos golpecitos en la espalda y a cada uno de ellos le correspondía un: «Tranquilícese.»
—No creo que se pudiera hacer mucho más.
—¿De dónde habrá sacado estas secretarias? Parecen de una campaña de empleo para la tercera edad.
—Deben de ser ideales para el ejercicio de la caridad, además, son perros muy fieles. Yo diría que están escogidas con el mayor esmero.
—¿Está pensando que el tal Ayguals...?
—Veámosle la cara. A lo mejor lleva la inocencia pintada en el rostro.
—¿Cree que algún empresario se pone esa pintura?
—No sé, pero hay que ir despacio, paso a paso. Podemos estar hablando de delitos económicos, pero lo que nos compete a usted y a mí son dos asesinatos, quizá tres.
—Eso es mucha tela para cualquier empresario.
—Es demasiada incluso para un obrero sin cualificar, subinspector.
Hicimos una inspección ocular y, aunque ya habían pasado varios días, pedimos a un equipo de huellas y rastreo que hiciera una sesión a fondo en todas las habitaciones de la fundación. Las secretarias tuvieron que transigir ante estas exigencias.
Las oficinas de Textiles Ayguals ocupaban toda la planta de un gran edificio en la Diagonal. Eran modernas y funcionales, sin nada que las distinguiera de los miles de oficinas modernas y funcionales que hay en Barcelona. Una recepcionista se encargó de asombrarse en silencio cuando nos presentamos como policías y le preguntamos por el señor Ayguals.
—¿El padre o el hijo? —respondió, sumiéndonos en el desconcierto.
—El padre, supongo. Quien sea que dirija la fundación Igualdad y Paz.
—Entonces, don Adolfo. Esperen allí, en seguida le aviso.
Nos envió a un rinconcito provisto de asientos y la vimos dar un discreto recado por el teléfono interior. Al acabar, se levantó y vino hacia nosotros.
—Estaba reunido, pero dice que los recibirá dentro de unos momentos. Pasen por aquí.
Nos acompañó hasta un despacho que poco tenía que ver con el resto de las instalaciones. Era una estancia pomposa e imponente, con muebles isabelinos y sillones de piel. Las paredes estaban cubiertas de cuadros antiguos: paisajes, marinas, algún retrato... Garzón se sentó a esperar, pero yo empecé a pasar revista a las paredes, a curiosear todos los muebles. En una mesita lateral, junto a revistas financieras, había un manojo de tarjetas. Las cogí y fui mirándolas con rapidez. Una de ellas era de Anticart, recordé esa misma galería de
brocanter
entre los papeles que habíamos encontrado en casa de Flores. Unos pasos me hicieron depositarlas en su sitio con cierta precipitación. Adolfo Ayguals apareció en la puerta, sonriente.
—¿Qué tal, señores? Discúlpenme si los he hecho esperar.
Era un hombre de unos setenta años, pinta distinguida y sonrisa cordial. Parecía cansado. Tomó asiento y me miró con curiosidad.
—Estaba admirando sus cuadros.
—Tengo una cierta afición por las antigüedades, ¿usted también?
—Me gustan, pero es una afición que no puedo permitirme.
—A veces es cuestión de buscar. No siempre las buenas piezas son caras.
—Quizá. Pero no queremos robarle su tiempo, en realidad, estamos aquí con una misión bastante desagradable. ¿Conoce usted a Arcadio Flores?
—Desde luego, trabaja en mi fundación. ¿Le ha ocurrido algo?
—Me temo que sí. Ha aparecido muerto.
—¿Cómo?
—Asesinado de un tiro.
Se cubrió la cara con ambas manos. Era una acción pésima para nosotros, que no podíamos escudriñar qué tipo de reacciones tenía. Guardamos un respetuoso silencio. Al cabo de un instante se desveló el rostro. El aspecto cansado era aún más evidente.
—No me lo puedo creer. ¿Saben quién ha sido?
—Estamos tras algunas pistas.
—Por causa de su trabajo, frecuentaba ambientes de cierta marginalidad.
—Lo sabemos. ¿Podemos hacerle algunas preguntas?
—Sí, por supuesto. Díganme.
—¿Dónde conoció a Arcadio Flores?
—Déjenme pensar... me parece que fue de modo totalmente casual, en un bar, en un restaurante... ¡en una feria de antigüedades!, eso es, no recuerdo exactamente cuál. Él es... era aficionado también.
—¿Sabía usted que Flores tenía antecedentes?
—Sí, lo sabía, sabía que había tenido algunos problemas con la ley años atrás, problemas de pequeña envergadura.
—¿Y aun así le contrató?
—Digamos que le contraté justamente por eso. Bien, no es exacto decirlo así... nos conocimos, creo que nos interesábamos los dos por el mismo objeto antiguo, y empezamos a hablar. Congeniamos. Flores era un hombre muy simpático. Yo le conté sobre los primeros pasos que daba la fundación. Le encantó conocer mi proyecto, dijo que le parecía algo que merecía la pena. Entonces se me ocurrió que, estando aún el puesto de director libre, podíamos volver a vernos en otra ocasión y hablar de nuevo.
—¿Sabe a qué se dedicaba él en esos momentos?
—Sí, me comentó que estaba como trabajador
free lance
buscando piezas de anticuario para proveer a diversas tiendas. Pero, claro, lo que yo le ofrecía era más seguro, aparte de estar más en consonancia con su sensibilidad social.
—Apuesto a que tenía mucha sensibilidad social —soltó Garzón, pero Ayguals tomó completamente en serio la ironía.
—No le quepa ninguna duda. Me contó que fue un niño proveniente de una familia muy humilde, y que eso lo marcó para siempre. Luego, cuando empezamos a hablar con más seriedad de la posibilidad de aceptar el empleo que yo le ofrecía, se sinceró confesando que había tenido algún contratiempo con la justicia.
—¿Y usted?
—Yo decidí que lo primero en una fundación que se dedica al beneficio social es no perder de vista la filosofía que impregna el proyecto. Es decir, lo apoyé y confié en él.
—¿Nunca tuvieron problemas?
—No, jamás. Llevábamos trabajando juntos casi dos años y todo fue siempre rodado.
—¿Usted controlaba las cuentas?
Se quedó un instante pensando.
—¿Las cuentas? Pues él las presentaba con toda puntualidad y..., en fin, nunca tuve ninguna queja.
—¿Pero las revisaba?
—Bueno, puede parecerles una frivolidad, pero yo no las revisaba a fondo, tengo tantas cosas que hacer... Pero siempre cuadraban, estaban bien.
—¿Se aseguraba usted de que la obra social se llevase a cabo hasta el final?
—Inspectora, por favor, yo confío en la gente que trabaja para mí. Todo funcionaba correctamente. Por lo que traslucen sus preguntas, ¿debo entender que existe alguna sospecha sobre Flores?
—Todo indica que formó una red de timos cuidadosamente escudado tras el paraguas legal de la fundación.
—¡Eso no es posible!
—Estamos seguros. Aparte de lo que él pudiera haber montado por su cuenta, creemos que también se embolsaba el dinero que su empresa le daba para invertir en la fundación.
—¿En todo este tiempo no hizo ninguna obra social?
—Algo haría, aunque poco, estamos comprobándolo.
—¡Dios!, ¿es posible? ¡Parecía un hombre cabal!
—Hay gente así, señor Ayguals, pero eso es algo que usted sin duda debe de saber, después de tantos años trabajando como empresario.
—Sí, supongo que mi edad debería haberme hecho perder toda fe en el ser humano, pero por desgracia no es así, y ahora me resulta imposible cambiar, por muchas decepciones que me lleve.
—Tanto mejor para usted. ¿Dónde celebraban las reuniones con Flores?
—Nos reuníamos muy poco, más bien hablábamos por teléfono.
—¿Dónde estaba usted el jueves día 25 a las doce de la noche?
—¿A las doce? En mi casa, naturalmente. Por causa de mi edad, procuro salir lo menos posible. De hecho, sólo voy los viernes al Liceu o al Palau de la Música. ¿Por qué?
—Simple formalidad. Pensamos que a Flores podrían haberlo matado en el despacho de la fundación, y es necesario descartar a todos los que iban a menudo por el local.
—¿De verdad pueden llegar a pensar que yo lo he matado?
—En absoluto. Señor Ayguals, ¿qué puesto tiene su hijo en la empresa?
—¿Mi hijo? Pues de momento está como supervisor general, haciéndose una idea básica del negocio para cuando tenga que sucederme.
—¿Qué edad tiene su hijo?
—Cuarenta años. Sí, ya sé lo que deben de pensar, pero somos muchos los hombres de negocios que no sabemos jubilarnos a tiempo. De cualquier modo, no creo que yo vaya a seguir al frente mucho más. Tendré que resignarme y dejar camino libre a los más jóvenes.
—¿Vive su hijo con usted?
—Sí, yo soy viudo y él está divorciado. Pensamos que sería una buena solución para los dos volver a compartir la casa familiar.
—Comprendo. En ese caso, no le importará que él nos corrobore que estaban juntos en casa el día de autos, suponiendo que él no hubiera salido.
—No lo recuerdo, la verdad.
—¿Puede decirle que venga un momento?
—¿Ahora? No tengo ni idea de dónde puede estar, quizá en alguna reunión. Si quieren pueden volver en otro momento.
—Serán cinco minutos.
—Muy bien, aunque les advierto que él de la fundación no sabe nada. Ni siquiera conocía a Arcadio Flores.
—¿Nunca habían coincidido?
—No creo. Esperen.
Llamó a una secretaria por teléfono. Le pidió que llamara a Juan Ayguals.
—Mientras esperamos, les propongo fumar un cigarrillo. No he podido dejar el vicio, aunque sé que me perjudica.
—Eso es algo común.
Tanto Garzón como yo aceptamos el cigarrillo.
—¡Sin filtro!, éste aún perjudica más —comentó mi compañero.
—Lo sé. ¿Puedo ofrecerles también un café?
En ese momento entró el hijo. Era un hombretón de casi uno noventa, con menos pelo que su padre y, desde luego con mucho menos encanto.
—¿Me llamabas?
—Estos señores son policías y quieren hacerte algunas preguntas, Juan.
—¿Pasa algo?
—Sólo queríamos saber si estaba usted con su padre en casa a las doce de la noche del jueves 25.
Reaccionó con mal humor, mirando a su padre como si aquello fuera una broma pesada.
—Oigan, pero ¿qué es esto?, ¿el día 25, en casa? ¡Y yo qué sé!
Ayguals padre se inquietó visiblemente; para hablarle adoptó un tono severo:
—Juan, han encontrado...
Lo interrumpí con un gesto de la mano.
—Es importante que nos lo diga, por favor.
Echó mano de una agenda de bolsillo y se puso a rebuscar con el ceño fruncido.
—No entiendo nada. A ver... 25... jueves..., sí, supongo que me quedé en casa. Al día siguiente tomaba el puente aéreo hacia Madrid a primera hora de la mañana. No, no salí.
—¿Y su padre también estaba en casa?
—¡Pues, bueno, sí, no sé! ¿Dónde quiere que estuviera, buscando setas en el monte?
—Juan, por favor.
—¿Alguien va a explicarme qué pasa?
—Su padre se lo explicará, nosotros ya nos vamos. Gracias por todo, señores. ¡Y gracias por el cigarrillo, señor Ayguals! Por cierto, una pequeña petición más, ¿tiene algún inconveniente en que nuestros expertos en economía verifiquen las cuentas que unen su empresa con la fundación? Supongo que usted tendrá aquí un duplicado de los libros de contabilidad de la fundación.
—No existe tal vínculo.
—En ese caso, sólo lo comprobaremos. ¿Tiene usted ese duplicado aquí?
—Lo tengo, desde luego, y no me importa que lo revisen, pero le confesaré que no me gusta que la empresa se vea implicada en nada de este asunto. En realidad, nada tiene que ver con la fundación.
—Descuide, se hará con toda confidencialidad.
—Está bien, como gusten.
Ni habíamos llegado al coche cuando Garzón disparó el primer dardo:
—Aquí hay algo que apesta. ¿Se cree usted esa versión del hombre de confianza al que nunca se piden cuentas y al que conoció por pura casualidad?
—Ni una sola palabra.
—Pues ya somos dos.
—O están ambos en el ajo o el padre encubre al hijo.
—Es evidente que no le hizo ninguna gracia que lo llamáramos.