Un avión sin ella (26 page)

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Authors: Michel Bussi

Tags: #Intriga

BOOK: Un avión sin ella
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¡Eso no se tenía en pie!

Me sequé de nuevo la frente. Estaba sereno, tranquilo. Nuevas preguntas, un giro cualquiera, era, en el fondo, todo lo que esperaba en esta investigación. Tenía todo el tiempo del mundo para comprobar cada una de mis hipótesis. Rebusqué en mi mochila y saqué el tamiz que había tenido el cuidado de llevar. Un tamiz de madera y de nailon, de esos de los que se sirven todavía los buscadores de oro en los ríos o en la arena. ¡Iba a peinar ese montón de tierra!

Si quedaba el más mínimo trozo de hueso, de perro, de bebé o de diplodocus, lo encontraría.

Me pasé en ello más de cinco horas, sin exagerar. Un arqueólogo no habría tenido mi paciencia.

La recompensa a mi obstinación no me fue dada sino a mitad de la tarde. Bien que me los merecía, después de todo, mis cien mil francos anuales. En mi tamiz, una vez apartado con la punta del índice el más mínimo guijarro, una vez transformada toda la tierra en polvo, brillaba, bajo el sol, una minúscula anilla dorada.

El eslabón de una joya.

Un óvalo de apenas un milímetro por dos.

De oro.

* * *

—¿Quieres mi foto, gilipollas?

Marc levantó la mirada, todavía perdida en la cima del monte Terrible, como expulsado bruscamente de un sueño. La algarabía de la estación contrastaba con el silencio del bosque de pinos adonde lo había llevado su lectura.

Como una buena parte de los viajeros del vestíbulo, se volvió hacia ese grito de demente. No se trataba más que de un incidente banal de estación: una chica histérica insultaba a su vecino. Los viajeros se encogieron de hombros y se desentendieron de la escena. Todos salvo Marc.

Marc había reconocido la voz femenina. El sueño se transformaba en pesadilla. A una treintena de metros, delante de un cajero automático, Malvina de Carville denostaba a un tipo detrás de ella; el hombre le sacaba al menos tres cabezas. No había ninguna duda. Nada de casualidades, sólo la locura que se obstinaba.

Malvina lo había seguido.

Capítulo 35

2 de octubre de 1998, 15.21

La moto se paró en el camino de Chauds-Soleils, justo delante de la Rosaleda. El motero se bajó con agilidad, se quitó el casco, se despeinó el largo cabello negro y pulsó el telefonillo.

—¿Sí?

—Un paquete para la señora de Carville. Correo especial. Es urgente, por lo visto. Vengo directamente de la sede.

—No está disponible en este momento. Meta el sobre en el buzón…

—Debo entregárselo en mano.

—Ahora mismo no, entonces. Es imposible interrumpirla en varios minutos. ¿Puede esperar?

El motero suspiró: .

—No demasiado, no. ¿Quién es usted?

—Linda, la enfermera…

—Eso servirá —dijo el mensajero después de una breve duda—. Confío en usted. ¿Le dará el sobre a la señora de Carville?

—Creo que seré capaz…

El motero se fue con una risita: .

—Oiga, Linda. ¡Menudo follón tienen montado! Ambulancias, bomberos, polis. Me ha costado muchísimo cruzar el Marne. ¿Han cercado a un asesino en serie o qué?

—¡Casi! Acaban de encontrar el cuerpo de una mujer en el bosque de Coupvray, el de justo encima de la casa. Asesinada, según he entendido. Todavía no saben si es la bala perdida de un cazador o un asesinato. ¿Se da cuenta? Un asesinato. ¡En Coupvray!

—Al menos esto le da un poco de animación al barrio…

Linda recogió el gran sobre de papel kraft. Dudó si llamar a Mathilde de Carville. Estaba con su jardín en el invernadero. La señora de Carville odiaba que se la interrumpiese cuando se ocupaba de sus flores. Su cristalera se había convertido en su capilla. La jardinería era su comunión, un instante sagrado que Linda no tenía ningunas ganas de profanar. Qué más podía hacer. El sobre esperaría el regreso de la señora. Linda lo dejó al lado del teléfono, en el secreter de la entrada.

No quería dejar a Léonce de Carville demasiado tiempo solo. Sobre todo no quería retrasarse, tenía todavía su aseo por hacer, el pijama por poner, la comida por dar, las perfusiones por poner. Si se las apañaba bien, podía estar tranquila hacia las seis de la tarde. Léonce de Carville estaría limpio, alimentado, acostado. Linda podría volver a su casa. Recoger a su bebé, disfrutar un poco de él…

Se acercó a Léonce de Carville y empujó la silla de ruedas hasta el baño. Era el momento que más odiaba. Echar al anciano sobre la mesa. Tan práctico como llevar un colchón. Cuando lo logró, Linda resopló y pulsó el botón elevador. El cuerpo se alzó en horizontal a la altura de la cintura. Todo el baño estaba automatizado, equipado con material de último grito, el mismo de cualquier hospital. Mejor, incluso. Nada que decir por ese lado. Podía trabajar bien. Mathilde de Carville ponía los medios necesarios.

Linda empezó a desvestir al inválido.

Cuando lo empujaba, para desabrocharle la ropa, para pasarle las manos por las mangas, Linda tenía casi la impresión de que el anciano reaccionaba, como si se prestase a ese juego, como si la ayudase. Tres días antes, Linda había creído incluso que Léonce de Carville le había sonreído. De manera voluntaria. Ella sabía perfectamente que eso era imposible. O al menos eso era lo que decían los médicos. El inválido era incapaz de reconocer un rostro, una voz, un sonido o acordarse de sus gestos de un día para otro. Así que ayudarla a pasar el brazo por el agujero de la manga…

Linda sacó el pantalón de tela por las piernas flácidas del anciano. Luego el
slip
, manchado. Algunas hojas de arce pegadas a la tela cayeron a la alfombrilla de baño.

«¡Y si se equivocaban!», pensó Linda.

Desde hacía cerca de seis años se encargaba de los cuidados de Léonce, dos horas por la mañana y tres por la tarde; le gustaba convencerse de que aquel hombre no era sólo un tubo digestivo que se empuja en una silla como se pasean las compras en un carrito.

Linda hizo que corriese el agua templada; luego llenó de espuma el guante en el jabón. Comenzaba siempre el aseo por los órganos genitales, luego por la parte inferior del cuerpo. Linda era mamá desde hacía ahora siete meses. El pequeño Hugo. Era capaz de diferenciar una sonrisa real de una sonrisa gástrica; de diferenciar una mirada con entendimiento de una mirada perdida tras un velo.

El guante subía por la pierna izquierda. En el fondo, Linda quería mucho a Léonce, aunque todo el mundo en esa casa siniestra lo odiaba. Su mujer. Su propia nieta, esa peste de Malvina. Le habían dicho tantas cosas malas acerca de Léonce de Carville. Que había sido un jefe tiránico, capaz de poner de patitas en la calle a centenares de trabajadores de repente, en Venezuela, en Nigeria, en Turquía. Un tipo sin escrúpulos. Un tío duro. ¿Y qué? Le importaba un bledo. Desde hacía seis años, para ella, Léonce de Carville no era más que un maniquí de caucho. Un anciano sin defensas. Un pobre ser frágil que ya no la tenía más que a ella para protegerlo, cuidarlo, prestarle un poco de atención, de ternura. ¡Como su bebé!

Ambos se entendían bien. El viejo y la enfermera. Cinco horas al día. Ningún médico en el mundo podía percibir ese vínculo. Todavía menos Mathilde y Malvina de Carville. Sí, Léonce de Carville podía comunicarse todavía. A su manera…

¡Sonó un portazo!

La mano enguantada de Linda se detuvo bruscamente sobre la tripa blanda del anciano. Era la puerta de entrada. Linda creía, no obstante, haberla cerrado. Dejó el guante, dio unos pasos hasta la entrada.

Nadie. Sólo una corriente de aire. No era raro, la Rosaleda era un inmenso edificio de más de diez dormitorios y veinte estancias en la que siempre había al menos una puerta o una ventana abierta. Linda volvió al baño. Léonce esperaba. Desnudo. La necesitaba. Igual que su pequeño Hugo, no había que dejarlo solo.

Linda cometió un error. Perdida en sus pensamientos entre Hugo y Léonce, no prestó atención a un detalle. No miró en el secreter, al lado de la puerta de entrada.

El sobre de papel kraft ya no estaba allí.

Linda resopló de nuevo. Había terminado el aseo de Léonce de Carville, lo había vestido con un pantalón y una camisa de pijama limpios, como cada día. Se negaba a ponerle un pañal para adultos, como se utilizaba incluso en las clínicas más caras. Qué le iba a hacer, le cambiaba el pijama y las sábanas todas las mañanas.

Linda subió al inválido a la cama articulada de su habitación, justo al lado del baño. Habían tenido que hacer una puerta nueva para que la silla de ruedas pudiera pasar. La cama también era la mejor del mercado, funcionaba completamente de manera eléctrica. Nada que decir. En el aspecto médico, Léonce de Carville estaba mejor allí que en la habitación de un pudridero para personas mayores, en esas residencias donde se amontona a los viejos como en una fosa común. Léonce de Carville, al menos, tenía derecho a morir con lujo. Solo, pero lujosamente. Mathilde de Carville dormía en la planta de arriba desde hacía años.

Linda cogió la almohada de plumas de encima de la cama y la dejó en la silla más cercana. Metía esa gruesa almohada blanca en la espalda de Léonce de Carville para incorporarlo en su cama y ponerlo cómodo cuando le daba de comer. Linda miró su reloj. Le serviría la cena en menos de una hora.

Se aseguró una última vez de que el tronco del anciano estaba bien atado a la cama articulada. El inválido tenía ahora los ojos muy abiertos, fijos, como siempre después de su aseo, sólo unos ligeros parpadeos. Linda había oído hablar de ese tipo parapléjico que había escrito un libro simplemente dictando las letras, las palabras, las frases, parpadeando. ¡Increíble! ¿Y si con su Léonce pasaba lo mismo? ¿Y si, a pesar de las peroratas de los médicos, su cerebro continuaba funcionando en el interior? Prisionero de una concha de algodón. ¿Y si Léonce de Carville tenía algo que decirle? ¿Algo que contarle? Simplemente, no comprendía su forma de comunicación. ¿Qué tenía en la cabeza ese anciano? Linda se había enterado de que Léonce de Carville había sido un tipo extraordinario. Un empresario. Uno de los más grandes. Salido de la nada, había forjado una riqueza considerable, fábricas por el mundo entero. Había dirigido un imperio. Había sido el faraón a la cabeza de una inmensa pirámide. Era a ella a quien le correspondía el deber de mantener su recuerdo momificado, de embalsamar su cuerpo. Era sin duda por eso, por ese poder, por lo que le habían odiado tanto. Por celos. Los débiles se vengaban de él ahora que ya no podía defenderse. Unos débiles que se lo debían todo, no obstante. Esa finca, la Rosaleda, por ejemplo.

Linda dejó sobre la mesilla de noche de Léonce de Carville un pequeño
walkie talkie
, como los que se utilizan para oír los lloros de un bebé de una habitación a otra. Siempre situaba el otro en la cocina mientras preparaba la comida. Así se sentía tranquila. La situación era algo ridícula, también. ¿Qué podía pasarle al inválido mientras ella estaba en la cocina?

Linda, al salir, le echó una última ojeada al anciano, que tenía los ojos todavía muy abiertos.

Un genio salido de la nada. De nuevo en el punto de partida.

La sombra se deslizó silenciosamente a espaldas de Linda, se ocultó entre la pared y la escalera. Linda podría haberla visto si hubiese vuelto la cabeza, sólo un cuarto del cuello. La chica se fue derecha a la cocina.

Linda trataba de preparar ella misma la comida de Léonce de Carville. Su puré. Se sentía en la obligación de utilizar productos frescos. Verduras, jamón, más de una docena de ingredientes que compraba en el mercado de Marne-la-Vallée, que pelaba, cortaba y mezclaba. Léonce de Carville escupía la mitad y cagaba el resto, pero Linda no cedía en sus principios. Desde hacía un mes, además, mataba dos pájaros de un tiro. ¡Hacía puré de más para Léonce y guardaba la mitad para Hugo! A la hora en que volvía a su casa, era perfecto. Mismo menú para el viejo Léonce y el bebé Hugo. Linda era una chica organizada. No le había dicho nada a Mathilde de Carville, ¡pero la viejales no iba a joderla por dos puerros, tres patatas y una loncha de jamón!

Linda dejó el
walkie talkie
de bebé al lado de la batidora y empezó a pelar las dos zanahorias que tenía delante.

Le gustaba ese momento de silencio. La tranquilizaba.

La sombra pasó por delante de la puerta de la cocina y empujó la del dormitorio de Léonce de Carville. Entró en la habitación con precaución. Linda no había oído ni visto nada.

La mirada del inválido se clavó en la silueta que avanzaba. Los ojos muy abiertos. Petrificados de miedo, como si hubiese comprendido su intención. La sombra titubeó. Esa mirada fija en ella parecía irreal. Amenazante casi. El titubeo no duró más que un breve segundo. La sombra avanzó. No sentía ninguna piedad por ese cuerpo inerte tumbado delante de ella. Sólo odio y desprecio.

La sombra se acercó más, decidida. Había reparado en la almohada dejada al lado de la cama. La sombra sonreía. Era la solución ideal. Rápida. Silenciosa. Se dirigió hacia la silla. La mirada del inválido no la había seguido, todavía se clavaba, desorbitada, en la puerta abierta. La sombra se sentía un poco más tranquila. Su miedo no era más que una ilusión. El inválido no la había reconocido, ya no reconocía nada, por otra parte. Bajo sus pies, el parquet crujió ligeramente.

La punta del cuchillo de Linda se quedó en el aire. La enfermera había oído un ruido en el dormitorio de Léonce. ¡Un crujido! Automáticamente, sin ni siquiera dejar el cuchillo sobre la mesa de la cocina, Linda se dirigió a la entrada y se fue hacia el dormitorio del inválido. ¡Seguro que no era el viejo el que se había levantado!

A su pesar, apretó el mango del cuchillo de cocina en la palma de su mano. Esa tarde había tomado un cariz extraño. En primer lugar, el crimen en el bosque. La poli por todas partes. Luego, ese mensajero, ese sobre. El portazo de hacía un rato. Ese crujido en el dormitorio de un impedido, ahora.

Linda tendió el brazo. El cuchillo barrió el espacio delante de ella. Su brazo temblaba. Esa casa siempre le había dado miedo, como las casas solariegas encantadas de las películas.
Psicosis
y todo lo demás. Linda evitaba pensar en ello normalmente, pero siempre había experimentado ese malestar. Le flaqueaban las piernas. Tenía escalofríos.

Linda levantó una vez más delante de ella la hoja y entró en la habitación. La mirada de Léonce de Carville la miró fijamente. Vacía. Vacía como el resto de la habitación. ¡Nadie! Linda expulsó la tensión con una risa nerviosa. Esa casa y esa familia de chalados la iban a volver loca. ¡Había llegado a pasearse con un cuchillo de cocina en la mano por un parquet que chirriaba! Tenía que buscarse otra cosa, otro empleo, de eso no faltaba, familias adineradas, a orillas del Marne. El viejo Carville se lo perdía. Olvidaría esa curiosa ternura que sentía por él. Ahora tenía a Hugo.

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