Un asesinato musical (23 page)

BOOK: Un asesinato musical
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Abrió las puertas de nuevo, entró corriendo en la sala y se detuvo junto a la funda de violín abierta sobre una butaca de la primera fila. Tzilla se quedó sujetando la puerta, sin saber a qué lado de ella situarse. Avigdor, el concertino, continuaba en la sala, parado junto a la primera fila, como si la distancia que lo separaba de las puertas fuese excesiva para él. Al ver que Michael regresaba a la carrera y se detenía junto a la funda de su violín, retrocedió asustado, y luego se aproximó a él, vacilante.

—Es mi violín —dijo con manifiesta aprensión—. No debería haberlo dejado así. Es un instrumento muy valioso, pero al... —su voz se apagó, pero el ademán que hizo en dirección al fondo del escenario fue suficientemente expresivo.

Michael tomó asiento junto a la funda, la cogió y se la puso en las rodillas. Contempló las fotografías pegadas en el fieltro rojo que forraba el interior de la tapa, una pareja joven y un bebé. Luego pasó delicadamente un dedo sobre cada una de las cuerdas, tocó el paño que reposaba doblado bajo el instrumento rojizo y reluciente, y palpó el trozo de resina envuelto en un papel y guardado en un compartimento. A continuación sacó el sobre fino y semitransparente y extrajo con cuidado las cuerdas enrolladas. «Cuatro», murmuró a la vez que las iba tocando con las yemas de los dedos. Avigdor se retorcía las manos a su lado.

—Siempre tengo cuatro —dijo con voz trémula—, por si se rompen. Nunca se sabe... siempre estoy preparado...

—Y ésta es la más fina —dijo Michael, y desenrolló una de las cuerdas.

—Es la cuerda
mi
—dijo Avigdor, como disculpándose porque se llamara así—. Es la más aguda, por eso es la más fina.

—¡Doctor Solomon! —gritó Michael a pleno pulmón, y Solomon salió apresuradamente de detrás del escenario y corrió hasta el borde del mismo, donde se detuvo bajo la mortecina iluminación—. ¿Podría haber...? —empezó a preguntar Michael, pero se interrumpió. Miró a Avigdor, miró la cuerda y subió al escenario—. ¿Podría haber sido una cuerda de violín? —susurró acercándose mucho a Solomon a la vez que estiraba la cuerda
mi.

Solomon palpó la cuerda con las manos enguantadas, luego se quitó el guante derecho y volvió a tocarla. Asintió con la cabeza y canturreó:

—Podría ser, ¿por qué no? —tras una pausa, añadió—: Si es suficientemente larga. Habrá que medirla... para que se pueda enroscar en ambas manos, se necesitan unos setenta u ochenta centímetros de longitud —agregó en voz alta.

—Shhh, baje la voz —le advirtió Michael.

Solomon lo miró desconcertado.

—Quiero mantenerlo en secreto. Como el caso de las tiras del sujetador. ¿Lo recuerda? ¿Recuerda que no dijimos cómo habían estrangulado a la mujer?

Solomon asintió con un gesto.

—Dijo usted que era mejor para pasarlos por el detector de mentiras.

—Cuanto menos sepan ellos, más sabremos nosotros —sentenció Michael, y añadió con menor seguridad—: Tal vez.

Echó una ojeada a la sala en penumbra, donde Avigdor se había desplomado en la butaca de al lado del violín. Tzilla seguía de pie al final del pasillo.

—¡Shimshon! —llamó Michael—. ¡Venga ahora mismo!

El joven perito se precipitó hacia ellos como si hubiera estado esperando aquella llamada.

—Podría ser —salmodió el doctor Solomon mientras manoseaba la cuerda—. Desde luego que sí, aunque tal vez se queda un poco corta.

—¿Tiene que ser precisamente de un violín? —preguntó Michael.

El doctor Solomon frunció el ceño, pensativo.

—No, también tendré que echar un vistazo a las cuerdas de viola —dijo sin canturrear en absoluto—. Antes hacían las cuerdas de tripas de gato —comentó riéndose—. ¿Hay por aquí una viola? También necesitamos un chelo, y quizá un contrabajo. Tenemos que verificar la longitud y el grosor de las cuerdas.

—Los músicos están ahí fuera con sus instrumentos —le recordó Shimshon.

—Traeré a alguno que tenga una viola —se ofreció Tzilla, que entretanto también había subido al escenario.

—No quiero que se enteren de lo que andamos buscando —dijo Michael—. A partir de ahora, máximo sigilo.

—Entonces, ¿cómo vamos a verificarlo? —preguntó Shimshon—. ¿Cómo lo descubriremos?

—Tenemos que idear algo. Preguntarlo indirectamente. Y habrá que fijarse en sus manos.

—Nada nos impide empezar por los violistas —dijo Tzilla—. La mayoría de los instrumentistas de cuerda siguen aquí. Algunos iban a trabajar con él —señaló el fondo del escenario y se estremeció—. Voy a traer a alguno mientras vosotros pensáis cómo preguntárselo.

—Traiga también a un chelista —le dijo el doctor Solomon cuando Tzilla empujaba las pesadas puertas.

—Voy a desmayarme —dijo débilmente Avigdor desde la sala en penumbra—. Estoy mareado.

—Enseguida le traemos un poco de agua —prometió Michael, y bajó del escenario—. Quédese quieto y respire profundamente —le indicó a la vez que se sentaba a su lado—. Estire las piernas e inspire hondo —luego preguntó con desenfado—: ¿Dónde se encontraba usted mientras Gabriel van Gelden estaba entre bastidores?

Avigdor se atragantó y pasó un buen rato tosiendo hasta que al fin consiguió decir:

—Yo... yo... —Michael aguardaba—. Después del ensayo, cuando él se retiró del escenario, supuse que nos íbamos a tomar un descanso. Hasta que volviera para hablarnos. Así que salí a la calle, a tomar el aire. Y a comer algo. Hay un quiosco que vende sándwiches. Esta mañana ni tuve tiempo de desayunar.

Michael manoseaba la funda del violín.

—¿Están aquí todas sus cuerdas de repuesto? —preguntó.

Avigdor asintió con la cabeza. Su respiración era un jadeo superficial, las manos le temblaban.

—Siempre llevo cuatro cuerdas de repuesto —explicó—. Más vale prevenir.

El doctor Solomon se acercó desde el escenario.

—Permítame —dijo; cogió las cuatro cuerdas y las palpó cuidadosamente, una a una. Luego le hizo una seña a Michael y echó a andar hacia las escaleras laterales de la sala—. Podría ser —le dijo a Michael cuando éste se le aproximó—, y las cuerdas más gruesas del violín también servirían —echó una ojeada a Avigdor y éste alzó la vista, la cabeza le temblaba—. Voy a hacerle un par de preguntas —dijo Solomon, y se alejó.

Michael no alcanzó a oír las preguntas, pero sí la respuesta de Avigdor:

—Ésta es la cuerda
la,
y ésta la
re
—masculló.

—¿Y ésta? —inquirió el doctor Solomon a la vez que le mostraba la cuerda de mayor grosor.

—Ésa es la
sol
—explicó Avigdor con un hilo de voz trémula—. Pero... pero ¿no pensará que...? —preguntó inquieto—. ¡Es imposible! —exclamó, y Michael vio la imagen del cuello cercenado de Gabriel van Gelden en los ojos de Avigdor, que parpadeaba frenéticamente.

—De momento no le comente nada a nadie, por favor —le advirtió.

Avigdor se atragantó, tragó saliva, meneó la cabeza y se retorció las manos.

—¿La viola tiene también cuatro cuerdas? —preguntó Solomon.

Avigdor asintió con la cabeza y dijo:

—Sí, pero son una quinta, o sea, cinco notas, más graves.

—Así que son más gruesas que las cuerdas de violín —aclaró Solomon.

Las puertas de madera se abrieron lentamente una vez más dando paso a Tzilla. La seguían Yaffa, del laboratorio, y otras dos mujeres. Una de ellas, delgada y con el pelo muy corto, cargaba con la funda de una viola, y la otra, más joven, casi una niña, con una larga trenza bamboleante sobre el pecho, traía consigo un chelo.

Tzilla cogió a Michael del brazo y se lo llevó aparte:

—Estas dos no han salido a la calle durante el descanso ni después del ensayo —le dijo—. La del pelo corto dice que estuvo esperando con la chelista para tratar de convencer a Gabriel van Gelden de que al menos la contratara como suplente. Es alumna de su madre o algo por el estilo. En fin, creo que están libres de sospecha... Les he dicho que estábamos haciendo un registro. Ninguna de las dos ha llegado a ver el cadáver. Piensan que andamos buscando un cuchillo.

La violista abrió la funda y sacó su instrumento a petición de Michael, quien lo colocó junto al violín de Avigdor; el tono de la viola se apagaba hasta el ocre en contraste con el reluciente marrón rojizo del violín. Como si buscara algo, Michael sacó de la funda el paño y lo extendió, desenvolvió la resina y manoseó el sobre semitransparente.

—Y esto ¿qué es? —preguntó.

La violista extrajo una cuerda enroscada e inspeccionó el sobre para cerciorarse de que no guardaba ninguna más.

—Sólo una cuerda —dijo en tono de disculpa—. La
sol.

—¿Es la más gruesa? —preguntó Solomon mientras manoseaba la cuerda.

—No, es la
sol
—dijo la instrumentista, sorprendida por la pregunta—. La más gruesa es la
do.

—¿Cuántas tenía esta mañana? —quiso saber Michael.

—Una —confesó—. Mi intención era... me olvidé... en casa tengo más —aseguró.

—¿Tenía la cuerda
do
o
sol
en su funda esta mañana? —preguntó Michael.

—Es la cuerda
sol
—replicó ella sin comprender nada—. De hecho, debería haber tenido una
la
de repuesto, porque en el último ensayo fue ésa la que se me rompió, pero...

Michael tocó la cuerda
sol
de repuesto y luego se volvió hacia el instrumento y palpó la cuerda
la
firmemente tensada. Le tendió la viola a Solomon, quien susurró tras examinarla:

—Sí, sin lugar a dudas —luego desenroscó la cuerda
sol
al máximo, frunció los labios titubeante y añadió—: Pero la longitud... no sabría decirlo, se necesita al menos un metro de longitud para rodear el pilar y enroscarse los extremos en las manos.

A continuación hablaron con la chelista, quien abrió el estuche de su instrumento, se arrodilló junto a él y extrajo el chelo cuidadosamente. Retiró el paño y las partituras de la funda y sacó las cuerdas de repuesto de un sobre sin que mediara petición alguna. Michael se arrodilló a su lado. Solomon tomó asiento en una butaca vecina y se frotó las rodillas.

La chelista tenía tres cuerdas de repuesto. A la vez que mascaba la punta de su trenza, asintió con la cabeza confirmando que eran las tres únicas cuerdas que tenía desde por la mañana.

Pidieron a las dos mujeres que aguardaran fuera.

—Pueden dejar aquí sus instrumentos. Las llamaremos dentro de un momento —dijo Tzilla, y se llevó a Avigdor hacia las puertas—. Usted espere aquí también. Vamos, siéntese en esta butaca —la oyeron decirle con dulzura.

—No tiene ni medio milímetro de diámetro —dijo Shimshon, con la cuerda
re
del chelo en las manos.

—Con plena certeza, menos de medio milímetro —ratificó Solomon—. Es finísima... una cuerda así habría sido perfecta, y además... Un momento, voy a medirla —se sacó una cinta métrica del bolsillo, estiró la cuerda a sus pies, y anunció tras medirla—: Un metro exacto.

—En definitiva —reflexionó Michael en voz alta—, ¿habría valido una cuerda de cualquiera de estos instrumentos?

—Las finas sí, sin duda —dijo Solomon, y se puso a canturrear—. Quedan incluidas, por tanto, las cuerdas
la
de violines, violas y chelos. Pero no estoy seguro de que la longitud de las de violín sea correcta. Nunca se sabe de qué te puede valer lo que has aprendido. Ahora, de pronto, estoy sacando partido de las clases de violín que tanto me amargaban de pequeño.

Michael asintió con un gesto, y estaba a punto de decir algo cuando se abrieron las puertas de madera y entraron dos hombres y dos mujeres. Yaffa los saludó con la mano y los llamó por señas. Michael sólo conocía al hombre bajito y calvo, pero identificó a todos como peritos del laboratorio.

—Nos han llamado —le dijo el calvo a Shimshon—, y aquí estamos.

—Comenzad con los instrumentistas de cuerda —le dijo Michael a Tzilla, y luego explicó a los peritos, arracimados a espaldas de Shimshon—: ¿Por qué habríamos de buscar un sedal de pesca en un auditorio? ¿Acaso se viene aquí a pescar? Podemos partir del supuesto de que lo que pretendemos encontrar es una cuerda de violín de determinado tamaño.

—¿De verdad cree que las cosas son tan sencillas? —preguntó Shimshon con acritud—. ¿Que a orillas de un río hay que buscar un sedal y en un auditorio, una cuerda de violín?

Michael se encogió de hombros.

—A veces es así de fácil. Solomon dice que ha sido un alambre o una cuerda de plástico finos, y aquí tenemos una cuerda muy fina.

—Las cuerdas se desgarran —objetó Shimshon.

—No sé yo —interrumpió el calvo—. Antes las cuerdas de violín se hacían con intestinos de cordero, pero ahora son de metal revestido de plástico.

—No se desgarran, se rompen, debido a la fatiga de los materiales —interpuso Michael, pensando de nuevo en la cuerda que se le había roto a Nita en casa y recordando la sorpresa que le produjo el imprevisto chasquido de la cuerda, que quedó colgando sobre el puente del chelo. Le maravillaron los movimientos precisos y eficaces con que Nita sustituyó la cuerda tranquila y rápidamente. Él se le acercó, con la nena en brazos, y observó cómo desenroscaba la clavija de madera con la mano derecha y extraía el extremo de la cuerda rota, y no le pasó inadvertido el cuidado con que enhebraba la cuerda de repuesto en el cordal y luego la tendía sobre el puente y el mango hasta el clavijero. A continuación, enroscó la cuerda en la clavija y la tensó, después la pulsó con el oído atento, pulsó otras cuerdas y, de pronto, al sorprenderlo mirándola fijamente a las manos, alzó la vista y sonrió divertida, como si Michael fuera un niño hechizado por las manos de un mago.

—¿Qué pasa? —le preguntó riéndose.

Él se encogió de hombros y dijo:

—Nada, es que nunca había visto hacer esto. Lo que me gustaría saber es... ¿por qué se rompen?

—Se rompen sin más —repuso Nita alegremente—. Igual que el estante de la cocina que se cayó el otro día. Te pregunté por qué se había caído sin que nadie lo tocara, y sin que hubiese nadie en la cocina o hubiéramos puesto en él algo más de lo habitual o algo más pesado, y tú me dijiste: «¡Es la fatiga de los materiales!». Pues, por lo visto, eso también se aplica a las cuerdas de un chelo.

—¿No tiene nada que ver con la manera en que estabas tocando? —inquirió Michael cauteloso—. La habías pulsado con mucha fuerza.

El rostro de Nita se nubló.

—Es un pasaje difícil —se defendió—. Me gustaría verte a ti tratando de tocar un
pizzicato
fuerte. Mira, aquí dice
fortissimo
—dijo señalando el atril con la cabeza—. Compruébalo tú mismo.

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