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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

Un árbol crece en Brooklyn (25 page)

BOOK: Un árbol crece en Brooklyn
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A mediodía todo había terminado. Francie regresó cansada de aquella indumentaria tan pesada. Llevaba la careta toda arrugada (era de gasa almidonada y endurecida sobre un molde). Un niño le había quitado su cornetín para tener el gusto de romperlo contra sus rodillas. En el camino de vuelta se había encontrado con Neeley, que regresaba con la nariz ensangrentada porque se había liado a puñetazos con un muchacho que pretendió quitarle su cesto. No quiso decir quién había resultado ganador, pero por lo menos iba con su cesto… y el de su contrincante. Celebraron la fiesta comiendo carne estofada y macarrones caseros.

Luego pasaron la tarde escuchando los recuerdos de Johnny de cómo celebraba aquella fecha de niño.

En aquella época Francie dijo su primera mentira deliberada. Fue descubierta y decidió convertirse en escritora.

La víspera del día de Acción de Gracias hubo un examen en la clase de Francie. Seleccionaron a cuatro niñas para que cada una de ellas recitara un poema alusivo a la fiesta. Y cada una de ellas llevaba en la mano un símbolo. La primera tenía una mazorca; otra, una pata de pavo que pasaba por el pavo entero; la tercera, un cesto con manzanas, y la cuarta, un pastel de calabaza del tamaño de un plato pequeño.

Después del recital se arrojaron al canasto de papeles la mazorca y la pata de pavo. La maestra apartó las manzanas para llevárselas a su casa y preguntó si alguna de las alumnas quería el pastel. A treinta niñitas se les hacía la boca agua, treinta manos ardían por levantarse en alto, pero ninguna se movía. Algunas eran pobres y la mayoría padecían hambre, pero todas tenían demasiado orgullo para aceptar comida de caridad. Como ninguna respondía, la maestra ordenó que se tirase también el pastel. Esto era más de lo que podía resistir Francie. ¡Tirar aquel hermoso pastel, y ella que jamás había probado pastel de calabaza! Con la rapidez de un relámpago inventó una mentira y levantó la mano.

—Me alegro de que alguien se lo lleve —dijo la maestra.

—No lo quiero para mí —mintió Francie con orgullo—, conozco una familia muy pobre y me gustaría llevárselo.

—Eso está muy bien. Ése es el verdadero espíritu de la fiesta que estamos celebrando.

Francie se comió el pastel en el trayecto a su casa. Ya fuera porque no estaba acostumbrada a su sabor, o por remordimiento de conciencia, éste no le procuró ningún placer: sabía a jabón. El lunes siguiente, cuando se disponía a entrar en la clase, se encontró con la maestra en el vestíbulo y ésta le preguntó si a la familia pobre le había gustado el pastel.

—Les gustó muchísimo —contestó Francie, y viendo que la maestra la escuchaba con interés, embelleció el cuento—: En esa familia hay dos criaturas de cabellos rubios y grandes ojos azules.

—Y… ¿qué más? —sugirió la maestra.

—Y… y… son mellizas.

—¡Qué interesante!

Francie siguió inspirándose.

—Una se llama Pamela y la otra Camilla. —Dos nombres elegidos por Francie para las muñecas que no tenía.

—Y seguramente han de ser muy, muy pobres —insinuó la maestra.

—Oh, pobrísimos. Hacía tres días que no tenían nada para comer y el médico aseguró que se hubieran muerto de hambre a no ser por el pastel que les llevé.

—Era un pastel tan pequeño —comentó bondadosamente la maestra—, tan poco alimento para salvar dos vidas…

Entonces Francie comprendió que se había excedido. Odiaba aquella necesidad que la empujaba a inventar semejantes embustes. La maestra se le acercó y la estrechó entre sus brazos, y Francie vio que tenía los ojos llenos de lágrimas. Francie se desmoralizó, el remordimiento surgió de su alma en un amargo raudal.

—Fue todo una mentira. Yo me comí el pastel —confesó.

—Ya lo sabía.

—Por favor, señorita, no mande usted la queja a casa —suplicó Francie recordando su falsa dirección—. Me quedaré castigada todos los días después de clase hasta…

—No pienso castigarla por tener imaginación.

Bondadosamente, la maestra le explicó la diferencia que existe entre una mentira y un cuento. Una mentira es lo que se dice por maldad o cobardía, un cuento es lo que uno inventa respecto de algo que pudo haber sucedido; en el cuento uno no relata las cosas como han sucedido, sino tal como uno cree que debiera haber ocurrido.

Mientras la maestra hablaba, en Francie se iba desvaneciendo una gran preocupación. Últimamente le había dado por exagerar las cosas. No se atenía a la realidad y deformaba los acontecimientos para darles colorido, para hacerlos palpitantes y dramáticos. Esa tendencia de Francie enfurecía a Katie, que reprendía continuamente a la niña recomendándole que dijera la verdad tal cual era y que suprimiera la fantasía. Pero Francie no podía decir la verdad simple y escueta: tenía que engalanarla con algo de su cosecha.

Aunque Katie tenía esa misma propensión a mejorar los hechos y el mismo Johnny vivía en un mundo de ensueños, los dos trataban de combatir esa tendencia en su hija. Tal vez tuviesen un buen motivo para hacerlo. Tal vez su propio don imaginativo teñía de rosa la realidad de sus vidas cargadas de miseria y pobreza y eso fuese la causa de su conformidad. Quizá Katie pensaba que sin aquella facultad tendrían una visión más clara y precisa de las cosas, las verían tal como eran realmente y ante su vista podrían detestarlas y encontrar la forma de mejorarlas.

Francie siempre recordó lo que aquella bondadosa maestra le había dicho:

—Ya sabe, Francie, que mucha gente puede pensar que esos cuentos que inventa continuamente son mentiras, porque no es la realidad tal como ellos la ven. En adelante, cuando suceda algo, cuente lo sucedido exactamente, pero escriba para usted lo que crea que debería haber sucedido. Diga la verdad y escriba el cuento. Así no tendrá problemas.

Fue el mejor consejo que jamás recibió Francie. La verdad y la fantasía se mezclaban tanto en su mente —tal como ocurre en la mente de toda niña que lleve una vida solitaria— que no distinguía lo uno de lo otro. Fue aquella buena maestra quien le aclaró estos dos puntos. Desde aquel día escribió pequeñas historietas sobre las cosas que veía, sentía y hacía. Con el tiempo pudo decir la verdad, aunque con el leve colorido que le agregaba por instinto.

Francie sólo tenía diez años cuando descubrió su vocación por las letras. Lo que ella escribía tenía muy poca importancia. Lo importante era que los intentos de escribir historietas la mantenían en la línea divisoria entre verdad y ficción. Si no hubiera descubierto el desahogo de escribir, puede que hubiera llegado a adulta convertida en una gran embustera.

XXVII

La Navidad y los días que la precedían eran encantadores en Brooklyn. Mucho antes de la fecha se sentía la fiesta en el aire. La primera señal la daba el señor Morton, enseñando en las escuelas los villancicos. Pero el indicio más seguro era la decoración de los escaparates de los comercios.

Hay que ser niño para comprender lo maravilloso que resultan los escaparates atestados de muñecas y trineos y otros juguetes. Y esa maravilla Francie la gozaba gratis. Ver los juguetes expuestos y contemplarlos largamente a través del cristal era casi tan agradable como tenerlos.

Qué emocionante era para Francie, al doblar una esquina, encontrarse con otro comercio más, preparado para Navidad. ¡Ah! Aquellos escaparates limpios y relucientes, alfombrados de algodón salpicado de polvo de estrellas. Había muñecas con cabellera rubia, y otras, que Francie prefería, con cabello color café del bueno con abundante leche.

Tenían las caras perfectamente coloreadas y vestían unos trajes que Francie nunca había visto en toda su vida. Las muñecas estaban de pie en cajas de cartón sujetas con una cinta que, pasando por el cuello y los tobillos, atravesaba la caja por dos agujeros y se anudaba detrás.

¡Y los trineos! Eran un sueño convertido en realidad. Un trineo nuevo con una flor que algún soñador había dibujado —una flor azul con grandes y brillantes hojas verdes—, los deslizadores pintados de negro, el pulido timón de madera dura, y todo recubierto por una reluciente capa de barniz. Y para colmo, cada uno con su nombre pintado: «Pimpollo de Rosa», «Magnolia», «Rey de la Nieve», «El Volador»… Francie pensó: «Si yo pudiera tener siquiera uno solo de ésos, jamás volvería a pedirle nada a Dios el resto de mi vida».

También había patines de ruedas, de reluciente níquel, con correas de cuero castaño y ruedas impacientes, deseosas de rodar, necesitaban sólo un soplo para girar allí mismo donde estaban, apilados unos sobre otros, salpicados de nieve artificial de mica, sobre una alfombra de nubes de algodón.

Había otras cosas también magníficas. Francie no alcanzaba a contemplarlas todas. Sentía que se mareaba con el impacto de todo lo que estaba viendo y el de los cuentos que su mente iba forjando sobre aquellos juguetes.

Los arbolitos empezaban a llegar al barrio una semana antes de Navidad, con las ramas atadas para sujetar su frondosidad y tal vez para facilitar su transporte. Los vendedores alquilaban un espacio de la acera delante de algún comercio y ataban una cuerda de un poste a otro, contra la que apoyaban los arbolitos. Durante todo el día recorrían esa avenida bordeada a un lado por los arbolitos aromáticos, soplando sus entumecidos dedos sin guantes y mirando con una gélida esperanza a la gente que se detenía a contemplarlos. Algunos reservaban su árbol, otros se detenían para verlos y averiguar los precios, pero la mayoría se acercaba sólo para apretujar con superchería un manojo de hojas, que exhalaban su fragancia. El aire era frío y sereno, impregnado de olor a abetos y a mandarinas, que sólo aparecían en épocas de Navidad, y aquella mísera calle parecía bella durante un corto tiempo.

En el barrio existía una cruel costumbre relacionada con los arbolitos que quedaban sin vender hacia el final del día 24. Se decía que si uno esperaba hasta entonces, no había necesidad de comprarlos, porque se los tiraban a uno por la cabeza, lo que era literalmente verdad.

El día de Nochebuena, a medianoche, los niños buscaban a los vendedores que aún tenían árboles por vender. El vendedor arrojaba árbol por árbol, empezando por el más grande. Los muchachos se ofrecían a hacer de blanco. Si el peso del árbol no los derribaba, éste les pertenecía. Si no resistían el golpe, perdían la oportunidad de ganarse el árbol. Solamente los más groseros y algún que otro adolescente corrían el riesgo. Los demás esperaban astutamente a que llegasen los árboles menos pesados para poderlos resistir. Los pequeñuelos aguardaban a que apareciese un arbolito que no midiera más de treinta centímetros de altura y chillaban de alegría cuando ganaban uno.

Cuando Francie tenía diez años y Neeley nueve, su madre les permitió por primera vez ir a tentar la suerte. Francie, desde temprano, había elegido su árbol y se había pasado la tarde junto a su abeto rezando para que nadie lo comprase. Con gran regocijo comprobó que a medianoche el árbol estaba todavía allí. Era el más grande del barrio y tan caro que nadie podía darse el lujo de pagar su precio. Medía tres metros de altura y sus ramas estaban atadas con una cuerda blanca y nueva, terminaba en una copa afilada.

El vendedor empezó precisamente con ese árbol. Antes de que Francie tuviese tiempo de ofrecerse, un bravucón del vecindario que tenía unos dieciocho años, llamado Punky Perkins, dio un paso adelante y se ofreció de blanco. Al hombre le fastidió la confianza que se tenía el tunante y, mirando a su alrededor, preguntó:

—¿Hay algún otro que se atreva a probar suerte?

Francie se adelantó, diciendo:

—Yo, señor.

El hombre se rió burlonamente, los chicos chillaron, unas cuantas personas mayores que se habían detenido para presenciar la prueba estallaron en risotadas.

—Vamos, niña, eres demasiado pequeña —objetó el vendedor.

—Mi hermano y yo juntos no seremos demasiado pequeños.

Francie atrajo a Neeley hacia ella. Él los miró. Una chiquilla flaca de diez años, con las mejillas demacradas por el hambre, pero aún con la infantil barbilla redondeada. Observó al muchachito de cabellos rubios, ojos redondos y azules: Neeley Nolan, todo inocencia y confianza.

—Dos juntos no vale —aulló Punky.

—Calla, grosero, maleducado! —le ordenó el hombre, que en aquel momento era todopoderoso—. Estos chiquillos son unos valientes. Despejad el camino, que les voy a brindar la oportunidad de ganarse el árbol.

Los demás se apartaron formando un callejón ondulante. Francie y Neeley permanecieron de pie en un extremo y el hombre con el árbol en el otro. Parecía un embudo humano del que Francie y Neeley formaban el extremo angosto. El hombre levantó los brazos para arrojar el enorme árbol. Reparó en lo pequeñas que se veían aquellas dos criaturas que cerraban el callejón. El hombre se sintió durante medio segundo camino del calvario.

«¡Oh, Cristo Jesús! —decía su alma torturada—. ¿Por qué no se lo regalo deseándoles feliz Navidad y les dejo que se vayan? ¿Qué me importa un árbol más o menos? Este año ya no lo puedo vender y tampoco podré conservarlo para el año próximo».

Los pequeñuelos le observaron solemnemente durante ese segundo de reflexión.

«Pero si cedo —razonó—, los demás pretenderán que se los regale a todos y el año que viene nadie me comprará un árbol. Esperarán a que se los sirva en bandeja de plata, y no soy lo bastante rico para hacer una cosa así. Tengo que pensar en mí y en mis hijos».

Al fin se decidió.

«¡Qué diablos! Estos chicos tienen que vivir en el mundo, entonces, que se acostumbren a luchar, que aprendan a dar y recibir golpes en esta condenada existencia. ¡Por Dios! La verdad es que, en vez de dar, se reciben, reciben y reciben golpes en este mundo…».

Arrojó el árbol con toda su fuerza mientras su corazón gemía: «Mundo miserable y perverso».

Francie vio el árbol iniciar su carrera por el aire. Durante una fracción de segundo, el espacio y el tiempo no existieron. El mundo entero quedó estático mientras una mole oscura y monstruosa se abalanzaba Por el aire. El árbol iba hacia ella borrando cualquier recuerdo de vida. Todo quedó sumido en la nada. Sólo la punzante oscuridad y esa cosa que crecía más y más mientras se acercaba. La tambaleó el golpe. Neeley dobló las rodillas, pero ella le levantó con energía antes de que cayese del todo. Se oyó el gran ruido del árbol al chocar contra el suelo. Todo se volvió oscuro, verde y punzante. Sintió un agudo dolor en un lado de la cabeza, donde el tronco la había golpeado con fuerza.

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