Ursicino tuvo una discusión fuerte a puerta cerrada con el
comes
. No alzaron la voz pero los tonos llegaron a ser crispados. Ursicino estaba dispuesto a negociar un pago a cambio de que se retirasen. Pero la respuesta del
comes
fue más que fría. Zanjó la discusión con el que suelta un nudo cortándolo con la espada.
—Es tu ciudad. —Se palpaba la ira bajo la voz controlada—. Pero los
victores flavii
están a mi mando. No hemos venido aquí para ver cómo los godos se marchan con los costales bien repletos. No hay nada que negociar con esa gentuza. Las defensas de esta ciudad son fuertes y están en buen estado. Y contamos con hombres más que de sobra. No tienen ninguna posibilidad de entrar.
Había flexionado los dedos, como quien empuña una espada. Quizás ese gesto, repetido ahora junto al parapeto, ha sido lo que ha hecho recordar el incidente a Ursicino.
—Es más. Si las circunstancias y mis órdenes fuesen otras, tal vez saldría a darles una lección. Aunque sean muchos más, no serían enemigos para nuestro bandon en campo abierto.
Ursicino se había frotado las manos, antes de tenderlas hacia el brasero que calentaba la estancia.
—No me da miedo la lucha. Pero si no les pagamos devastarán nuestro campo. Nos causarán muchas más pérdidas que si les pagamos un tributo negociado.
Mayorio había asentido. Sabía que el temor del
senior loci
era a que les incendiasen las cabañas, talaran árboles, rompieran acequias.
—Entiendo pero no estoy de acuerdo. No podrán causar muchos daños. No podrán. No son más que un hatajo de oportunistas reunidos para un golpe de fortuna. Una aventura que, cuando la decidieron, debió parecerles fácil.
»La guerra es mi oficio. En esos de ahí afuera no veo planificación alguna. No están organizados ni tienen cohesión. Les falta hasta un líder claro. La jugada les ha fallado y ahora están aquí atascados, muchas millas al norte de los Campos Góticos. En territorio hostil. Sin víveres ni combustible para un cerco prolongado.
»¿Cuánto podrán aguantar con la comida racionada y pasando frío? No han traído con ellos más que provisiones de boca. No creo que tengan ni para una semana. Y no creo que sus caudillos sean tan alocados como para aguantar hasta que se les agoten. Si lo hiciesen y no consiguieran entrar, tendrían luego que retirarse hacia el sur sin nada que llevarse a la boca.
»No. No pueden devastar tu campiña, descuida. Ahorrarán fuerzas para atacar las murallas. Y si les pagases estaríamos dando muestras de debilidad o así lo entenderían ellos. Sentando un precedente para que otros repitan la incursión con la esperanza de arrancaros también un tributo.
Ursicino se había plegado a ese último argumento. Pero en realidad cedió sobre todo por miedo a que el
comes
se disgustase. No era que temiese que los romanos volviesen sus armas contra él. Pero sí a que se marcharan si trataba de negociar con los godos. En eso le tenían atrapado.
Puesto ante el dilema, tomó la decisión que en aquel momento le pareció mejor. Pero ahora, al escuchar el ruido de un pequeño ejército que se acerca entre la niebla, no está ya tan seguro de haber hecho lo correcto.
Ahí parado, sintiendo la humedad y con los ojos puestos en el agua que bulle en los cántaros, no puede evitar el imaginarse a esa muchedumbre desordenada, sedienta de sangre. Surgiendo de la bruma para asaltar las murallas, echar abajo las puertas, pasar a cuchillo a los habitantes de la ciudad. Su ciudad.
No es temor físico. Se siente capaz de medirse él solo contra todos. No obstante, le recome la duda. ¿Ha elegido lo adecuado? También él participa de esa sensación colectiva de que las cosas están cambiando. De que todas estas tierras de Hispania entran en otro ciclo. Debe medir cada uno de sus pasos si es que quiere estar presente en el nuevo mundo que se está fraguando.
Se aparta del lecho de brasas y llamas. ¿Debiera reunirse con sus burgarios astures? No. No será ahí donde se decida la lucha. Su lugar está aquí, en las puertas.
Ya han subido todos a los parapetos. Los romanos, cubiertos de armadura, acechan entre las almenas. Empuñan esos arcos tan raros suyos, tienen flechas puestas en las cuerdas. Junto a ellos se estacionan hombres de la milicia urbana, con grandes paveses sujetos a dos manos. Ha sido eso una petición del
comes
. Se ocuparán de proteger a los arqueros de los proyectiles que puedan venir por lo alto.
Deambula de un lado a otro para aliviar la tensión de la espera. Regresa al fuego y las cántaras de agua hirviendo.
¿Seguro que es aquí donde debe estar? Sí, porque es el lugar clave. Pero todo esto está defendido por los romanos y sus aliados britones. Sobre esta puerta Decumana se concentrará el ataque y es lógico estacionar aquí a los mejores. Aunque esto le ha costado caras largas entre sus
fideles
y los más bravos de sus mercenarios. Tuvo que apaciguarles con la excusa de que había cedido ese lugar a los romanos por cortesía, ya que habían acudido en su auxilio.
Va y viene junto a los cántaros. Se agradece el calor de las brasas. Hace frío. Está muy húmedo. ¡Qué mal día para morir en combate!
Ve al
comes
que sigue ahí parado, escuchando. ¿Qué es lo que estará esperando? Ya podía compartir ese secreto con él. ¿Acaso no es el
senior saldaniae?
Ya están cerca. Resuena el himno y el ruido de armas y equipos entre la niebla. Retumba cada vez que cientos de botas pisan a la vez con fuerza el suelo. Los romanos aguardan arco en mano. También lo hacen los de la milicia, con los grandes escudos apoyados en el suelo y cambiando miradas entre ellos. Ursicino va de un lado a otro como una fiera enjaulada.
De golpe se rompe el himno. Se escuchan gritos atroces de dolor, imprecaciones. Ursicino se para en seco. ¿Qué ocurre?
Sea lo que sea, es lo que estaba esperando el
comes
. Lanza un baladro largo e inarticulado. Algún tipo de voz de mando que otros repiten. Sus hombres alzan arcos, tensan cuerdas, y a otra voz, esta de su
vicarius
Balambor, sueltan a la vez. Una descarga cerrada de flechas contra los enemigos que estén en la carretera y aledaños, invisibles por la niebla, a una distancia que Ursicino no sabría precisar.
El
comes
sí y con exactitud, a juzgar por el clamor que se alza en las brumas. Chillidos de dolor que se suman a los que ya se oían. Peticiones de auxilio a gritos, rugidos de rabia, órdenes a voz en cuello.
No necesita Ursicino de la vista para saber qué pasa. Ya ha conocido en días precedentes la potencia de esos arcos de palas desiguales. Ha visto el alcance que tienen. Ha sido testigo de cómo sus flechas de varas engañosamente cortas perforan escudos y llegan a atravesar a hombres de lado a lado.
Y han disparado a la distancia correcta, pese a que no se ve nada. ¿Qué argucia habrán usado los romanos? Algún tipo de trampa. Seguro que esos que salieron fueron a prepararla. ¿Qué tipo de trampa será? Una muy grande. Han caído muchos atacantes en ella, a juzgar por el griterío que se levantó…
Ya los romanos disparan una segunda tanda de flechas con restallar de cuerdas. Los proyectiles se pierden al instante en los vapores. Se oye su zumbido de enjambre y, un instante después, otro griterío renovado. Puede imaginarse Ursicino a los godos perdidos y confusos en el limbo blanco que cubre hoy el mundo. Sin saber qué ocurre, iracundos, atemorizados mientras de la nada les llueven saetas.
El clamoreo vuelve a cambiar de cualidad. Los gritos de estupor y dolor se funden en un rugido unánime de rabia. Y por el ruido ahora es fácil colegir que se han lanzado a la carrera. A la carga, casi a ciegas.
Es obvio que, pese a la sorpresa y que esas descargas inesperadas deben haberles causado no pocas bajas, los godos no se han desmoralizado. Más bien lo contrario. Se han enfurecido como toros lanceados.
Eso supone Ursicino y eso piensa el
comes
. Sus hombres siguen tirando contra la niebla, con ángulo cada vez más bajo. Tras la segunda descarga han comenzado a hacerlo a discreción, porque los novatos no pueden seguir el ritmo de los veteranos. Mayorio no esperaba otra cosa de ellos. Están todavía muy verdes en lo que al arco huno respecta. Manejarlo bien requiere toda una vida de práctica, como le comentó hace un rato a Hafhwyfar.
Hafhwyfar. ¿Dónde estará ella ahora? Los ojos se le van por un pestañeo hacia la izquierda. Más allá de la plataforma sobre la puerta, defienden los britones. Pero no consigue ver nada.
Ya llega el enemigo, bramando como un monstruo de mil cabezas. Su sitio como
comes
está sobre la misma puerta Decumana.
Se acerca a la plataforma a paso rápido pero sin correr. Un jefe ha de procurar no correr jamás. Los de la milicia urbana están atizando los fuegos. El agua hierve en los cántaros. Se asoma a las almenas.
A través de la ranura entre el yelmo y el embozo de malla, alcanza a entrever cómo unas primeras figuras surgen de entre las nieblas. Sombras difusas a unas docenas de pasos de los muros. Y tras ellos toda una masa humana compacta. Siluetas humanas, grandes óvalos que deben ser escudos elípticos. Una multitud desorganizada que se detiene por un instante. Que se apretuja y que casi recula al columbrar ella a su vez las grandes sombras de las murallas.
Los defensores descargan sobre ellos un chaparrón de proyectiles. Los
comites
flechas, los britones dardos, los astures de Ursicino venablos y piedras que lanzan a mano con gran acierto y fuerza.
Todo eso no detendrá a los atacantes. Están borrachos de licor y de ira colectiva. Al amparo de sus paveses, avanzan tirando a su vez con más saña que acierto. Las lanzas se remontan a través de cortinas de bruma. Unas golpean contra los parapetos. Otras llegan a caer dentro. No causan grandes daños gracias a los voladizos de las almenas y a los paveses con los que los de la milicia techan a los arqueros.
Vuelan en ambas direcciones los proyectiles. Los godos ya están casi al pie de las murallas, escudos en alto, blandiendo armas y rugiendo de rabia. Por el camino llega un grupo numeroso y apiñado. Forman una sombra grande, imprecisa. Alguien grita:
—¡Ariete! ¡Ariete! ¡Ariete!
Traen uno con ellos, sí. No es posible distinguir muchos detalles, tanto por culpa de los vapores como porque se acercan en testudo. Pero el artefacto es grande. O bien sus carpinteros han armado algún tipo de ingenio o bien han logrado encontrar un tronco recto, muy alto y lo bastante grueso.
Mayorio brama:
—¡El agua!
Están disparando desde arriba contra la testudo, pero flechas y lanzas rebotan o se clavan en el techo y las paredes de escudos. Retumba un primer golpe de ariete contra las puertas. Lo dan con tal ímpetu que el baluarte parece retemblar con el impacto y las puertas de tablones gruesos resuenan.
Disparan contra lo alto de la puerta desde ambos lados del camino. Les llueven los proyectiles. Un venablo golpea de refilón contra el voladizo más próximo. Rebota y de puro milagro no hiere al
comes
.
Un segundo testerazo, acompañado de un ¡hop! hondo que sale de una veintena de gargantas, hace retumbar a las puertas como a un tambor de madera.
—¡Esa agua!
Sus
comites
han sacado ya una tanda de cántaros mediante pértigas que pasan por las asas. Acuden ya, con las cántaras a distancia gracias a las varas, llevando entre cada dos un recipiente. Abajo los atacantes siguen apelotonados con firmeza bajo los escudos. Han aprendido las lecciones de días pasados.
Pero todavía les quedan otras más duras que aprender. Un tercer impacto. Retemblor, retumbar y chascar de madera dura que se astilla. Los
comites
, siempre al amparo de los paveses de la milicia, suspenden los cántaros más allá de las almenas. A un grito de Mayorio, giran y abaten las pértigas. Media docena de recipientes de cerámica recalentada, rebosantes de agua hirviendo, caen sobre la testudo de los sitiadores.
Golpazos, restallar de cacharros que saltan en mil pedazos, siseo de agua hirviente al resbalar. Aullidos horribles de hombres escaldados. No necesita asomarse Mayorio para comprobar los efectos. Los cántaros al caer desde lo alto han descolocado el techo de escudos y, al impacto, se han roto en mil pedazos. El agua hirviente se ha derramado por los intersticios para abrasar a los hombres agrupados bajo la testudo.
Ya sueltan los romanos una segunda descarga de cántaros. Más golpes, más estallido de recipientes. Los gritos son atroces. Los
comites
acuden con la tercera tanda. Y todavía quedan en las brasas suficientes para una cuarta. Pero no van a ser necesarias.
Los de abajo han sido incapaces de sufrir esa lluvia de líquido hirviendo y cerámica ardiente. Los que aún se pueden tener en pie retroceden, muchos de ellos escaldados. Se desbandan. Vuelven la espalda y huyen a la carrera. Al pie de las puertas quedan escudos, lanzas, el ariete y heridos que se revuelcan aullando como perros.
Ese fracaso es el final del ataque. La retirada se contagia. Los que están justo a ambos lados del camino se repliegan cubriéndose con sus escudos y arrastran con ese acto a los contiguos. En un abrir y cerrar de ojos, los atacantes vuelven a ser una masa imprecisa, esta vez sumergiéndose en la niebla hasta desaparecer.
Mayorio grita que dejen de tirar con los arcos. Asoma el cuerpo entre dos almenas. Por los bultos y los lamentos, ahí abajo deben de haber quedado abrasados su buena docena de atacantes. No está mal para solo haber podido disponer de agua. Hubiera sido mejor brea o aceite, pero por desgracia no abundan por estas tierras.
Se aproxima Ursicino.
—¿Por qué has mandado a tus arqueros parar?
—¿Y para qué seguir disparando? Se han retirado. Sería tirar al azar en la niebla y conviene ahorrar flechas. Además, no creo que esos vuelvan a la carga. Apuesto una cántara de vino, no de agua, a que de esta levantan el asedio.
El
senior loci
se quita de un tirón el casco, como si le oprimiese. Recuerda Mayorio el consejo que le dio hace un rato a Claudia Hafhwyfar, pero opta en esta ocasión por callar. Su interlocutor sabrá lo que hace. Este, por su parte, tampoco cuestiona la forma en que plantea el
comes
la situación. Vista la eficacia con la que ha solventado el ataque con ariete contra la puerta, lo mejor es plegarse a su experiencia.