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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga, Relato

Tu rostro mañana 2-Baile y sueño (35 page)

BOOK: Tu rostro mañana 2-Baile y sueño
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Esa era casi la conclusión del vago informe que sobre mí había leído en el viejo fichero del edificio sin nombre, quién sabía por quién redactado, por alguien que había aludido a personas concretas, sin que yo supiera cuáles (o bien era a arquetipos), y con un destinatario: 'Puede que no le importe gran cosa lo que le suceda a nadie...', rezaba aquel texto en inglés que se me había dedicado. 'Las cosas ocurren y él toma nota, sin sentirse atañido las más de las veces, menos aún involucrado. Quizá por eso percibe tantas. Tantas no se le escapan, que casi da miedo imaginar lo que sabe, cuánto ve y cuánto sabe. De mí, de ti, de ella. Sabe más de nosotros que nosotros mismos...' Y más adelante añadía: 'No hace uso de su saber, es muy raro. Pero lo tiene, y si un día sí hiciera uso, habría que temerlo entonces. Yo creo que no perdona'. Y terminaba, insistiendo un poco en este punto: 'Sabe que no se comprende y que no va a hacerlo. Y así, no se dedica a intentarlo. Creo que no encierra peligro. Pero sí que hay que temerlo'.

Podía ser verdad lo primero, que rara vez me desviviera por lo que pasaba a mi alrededor (acaso por eso no le había sujetado el brazo a Reresby, con la lansquenete en alto). Lo segundo era exagerado desde mi punto de vista: por mucho que yo creyera saber no sabía tanto, la diferencia es siempre enorme entre esas dos cosas que se confunden continuamente, creer saber y saber de cierto. Y quién era 'yo'
,
quién era 'tú', quién era 'ella' en aquel informe. ¿'Yo' era Tupra? ¿'Tú' era Pérez Nuix, o ella era 'ella'? De pronto se me ocurrió que 'yo', el que allí escribía, el que cavilaba, el que me había observado, tenía que conocerme de más tiempo y con profundidad mayor que mis compañeros (aunque esa ocurrencia supuso un momentáneo olvido de a qué se dedicaban ellos, o nos dedicábamos, con gran arbitrariedad y audacia). ¿Era Wheeler, era la señora Berry, era el propio Toby Rylands, que lo había redactado o dictado y dejado listo hacía años, solamente por si acaso, cuando yo vivía aún en Oxford y ni siquiera estaba casado y no era previsible que regresara a Inglaterra una vez cumplido mi contrato universitario? ¿Tanto inútil acumulaban? ¿Podía haberse adelantado tanto? Y entonces, ¿'tú' era su hermano, era Wheeler, al que apenas había tratado durante mi estancia? ¿Y quién podía ser 'ella' sino Clare Bayes, que fue mi única 'ella' de aquellos tiempos? 'Sabe más de nosotros que nosotros mismos.' Quizá esa era una manera de referirse a la Congregación, así se llama a sí mismo el conjunto de los
dons
o profesores de la Universidad, siguiendo la fuerte tradición clerical del lugar, y los dos hermanos eran miembros. Peter me había dicho que era Toby quien primero le había hablado de mí y de mi don supuesto: 'De hecho, tú y yo llegamos a conocernos por eso, él despertó mi curiosidad. Que tú podías ser como nosotros acaso...'. Ahí también había otro 'nosotros', y éste no era oxoniense, sino que aludía a lo que ambos eran o habían sido, intérpretes de personas o traductores de vidas. 'Eso me lo había adelantado, y me lo confirmó después en alguna ocasión en que surgió hablar del viejo grupo.' Esas habían sido sus palabras mientras yo desayunaba, y luego había sido aún más explícito: 'Toby me dijo que siempre admiraba el don especial que tenías para captar los rasgos característicos y aun esenciales de tus amigos y conocidos, a menudo inadvertidos, ignorados por ellos mismos...'.

Luego todo podía ser, todo podía, hasta que aquella fuera la voz de Rylands desde la ultratumba, informando sobre mí a Wheeler o al mismísimo Tupra, antiguo discípulo suyo de lo que fuera, al fin y al cabo, eso no debía olvidarlo. (Uno nunca sabe hasta qué punto y de qué modo es observado por quienes lo rodean, por los más próximos y los más leales, que aparentaron renunciar a la objetividad hace mucho y darlo a uno por descontado, o por consabido, o por inviolable, o por innegociable, o concedernos toda la gracia; no sabemos los juicios que en silencio se siguen haciendo y que por fuerza serán cambiantes, nuestras mujeres y nuestros maridos, nuestros padres y nuestros hijos, nuestros mejores amigos: a ellos los consideramos seguros y a salvo durante tiempo indefinido, como si fueran a permanecer así siempre, cuando no cabe duda de que sus rostros varían y para ellos los nuestros, de que podemos quererlos y acabar odiándolos, de que pueden estar incondicionalmente de nuestra parte hasta que un día nos ponen la proa y empiezan a buscar sólo arruinarnos, perdernos, hundirnos y que suframos. Y aun expulsarnos de la tierra y del tiempo, es decir, aniquilarnos.)

En cuanto a lo tercero, que yo no encerrara peligro pero sí debiera ser temido, y que además no perdonara (aunque eso se expresaba sólo como creencia), me parecía aún más exagerado. Claro que no estoy seguro de que nadie sepa si ha de ser o no temido, a menos que lo procure a conciencia, que se lo trabaje, para dominar voluntades y marcar pautas o llevar voces cantantes, como parte de un plan o una estrategia, o como una forma bastante extendida de andar por el mundo, si bien lo pienso. De no ser así, cómo explicarlo, uno no se percibe como temible porque nunca se teme a sí mismo. Y entre los que se afanan por ello, por ser temibles y temidos, lo consiguen de verdad sólo unos cuantos. Tupra y Wheeler, cada uno a su modo, eran dos buenos ejemplos del logro; y si entre ambos había nexos, y si los había a su vez entre cada uno y el maestro o amigo o el hermano muerto; si entre los tres había semejanzas y vínculos de carácter, o no eran de eso, sino de capacidad, la de aquel don compartido del que yo participaba asimismo según su sagaz criterio, entonces no era imposible que también yo, sólo que sin proponérmelo, debiera ser en efecto temido, y aquel escrito estuviera en lo cierto. Con Tupra no había sido sincero ya en una oportunidad, en la interpretación de Incompara: había accedido a la petición de Pérez Nuix, y así había callado u omitido o mentido. Y tal vez sólo eso me convertía ya en temible, o lo que es lo mismo, en no fiable, o lo que se le asemeja mucho, en traicionero. (Pedir, pedir, es la maldición más frecuente después de contar; ojalá no nos pidieran nunca, y sólo se nos dieran órdenes.)

'Ya lo creo', habría vuelto a contestarle a Tupra, acerca de Reresby. 'Aunque no intimide al principio ni inste a ponerse en guardia, sino que más bien invite a apartar el escudo y quitarse el yelmo para mejor dejarse captar por él, por su cálida y envolvente atención, por ese ojo suyo que sondea el pasado y acaba por enaltecer al mirado; aunque de entrada resulte cordial, risueño, abiertamente simpático para ser insular, con una vanidad blanda e ingenua que no sólo no molesta, sino que hace que se lo mire con ligera ironía y con instintivo y también leve afecto, aun así encierra un infinito peligro y hay que temerlo infinitamente, ya lo creo. Seguramente es hombre que tolera muy mal que no se haga lo que él juzga justo, preciso, conveniente o bueno. Sobre todo, pudiéndose hacer.'

YTupra me habría hecho entonces la pregunta más difícil de responder:

'¿Crees que habría podido matarte a ti, Jack, ahí en el cuarto de baño de los lisiados, si le hubieras sujetado el brazo, si hubieras intentado impedirle que decapitara al fantoche? Tú creíste que lo iba a matar y te parecía mal, muy mal. Aunque detestaras al individuo te causaba espanto. ¿Por qué no lo frenaste? ¿Fue porque pensaste que en vez de a uno era capaz de matar a dos y que saldríais todos perdiendo aún más? ¿Dos muertos en lugar de uno, y uno de ellos tú? Quiero decir, ¿lo crees capaz de matarte a ti, no un amigo pero sí alguien a su cargo, un empleado, un contratado, un compañero, un colega, un asociado de su mismo bando? Dime qué piensas, dímelo ya, di lo que sea. Ten el valor para ver. Ten la irresponsabilidad de ver. Sobre algo así uno cree saber'.

Yyo habría vuelto a la tentación habitual del principio, de las primeras sesiones en que me interrogaban acerca de gentes famosas o desconocidas escrutadas en vídeo o en carne y hueso desde el falso vagón de tren o frente a frente, y a menudo me preguntaban cosas demasiado específicas sobre aspectos de las personas que suelen ser impenetrables a primera vista e incluso también a la última, aun de las más allegadas, uno puede pasarse la vida al lado de alguien y verlo morir en sus brazos, y a la hora de su muerte ignorar todavía de qué es capaz y de qué no, y no estar seguro siquiera de sus verdaderos anhelos, ni enterado de si los cumplió con razonable contento o bien rabió durante la existencia entera, y esto último es lo más frecuente a no ser que carezca uno de ellos, lo cual rara vez se da, siempre se cuela uno modesto. (Sí, uno puede estar convencido, pero no saber de cierto.)

Así que habría querido contestar 'No lo sé', las tres palabras que nunca interesaban ni casi eran aceptables en el edificio sin nombre, en el nuevo grupo heredero y degradado del viejo, eso lo fui comprobando cada vez más, que no caían en gracia sino en el desdén y el vacío. No sólo para Tupra no eran aceptables: tampoco lo resultaban para Pérez Nuix, Mulryan y Rendel, ni probablemente para Branshaw y Jane Treves, que aunque fueran colaboradores tan sólo esporádicos no debían de admitírselas ni a sus soplones y confidentes de más bajo rango. El 'Quizá' estaba consentido —qué remedio—, pero causaba mala impresión, era escasamente apreciado y a la postre se pasaba por encima de él como si uno no hubiera aportado ni avanzado nada, producía el mismo efecto de un voto en blanco o una abstención, cómo decir: la actitud con que se recibía no tenía casi nunca un correlato verbal, pero equivalía a mascullar: 'Vaya, hombre, qué útil. Pasemos, pues, a otra cosa'; y a veces se fruncía el ceño o se torcía con fastidio el gesto. A aquellas alturas de mi atrevimiento inducido y de mi trabajada o desarrollada penetración, habría sido inverosímil que hubiera respondido así a la pregunta final sobre Reresby en su inacabable noche: 'Quizá. Es improbable. No es descartable. Quién sabe. No lo sé'. Así que me habría tocado arriesgar y, tras meditarlo un instante, por fin habría emitido mi dictamen o apuesta más sinceros, es decir, más creídos por mí de verdad o, como le gusta repetir a la gente, de corazón:

'Creo que no le habría sido fácil, que le habría costado hacerlo, que habría procurado ahorrárnoslo, esto es, que me habría dado una oportunidad o dos antes de descargar el golpe, la oportunidad de desistir. Tal vez una herida, un corte, un aviso o dos. Pero sí, también creo que habría podido matarme si hubiera visto que yo me empeñaba y que iba en serio, o que cabía que consiguiera frustrarle la ejecución ya decidida. Por pesado, por insistente, habría podido matarme a mí también. Lo único es que, por lo que se ha visto, no tenía aún decidida esa ejecución'.

'¿Quieres decir que lo habrías descompuesto, que le habrías hecho perder el control, que se le habría ido la mano tan gravemente en un arrebato de impaciencia, soberbia, ira?', acaso habría querido Tupra averiguar, ofendido acaso por tal posibilidad.

'No, no es eso', habría reconocido yo. 'Habría sido por lo que he dicho antes, porque tolera muy mal que no se haga lo que según él es debido, pudiéndose hacer. Lo que él ya ha resuelto con causa, con sus propias o asumidas causas, que a veces le surgen tras larga reflexión o maquinación y otras veces muy rápidamente, un fulgor, como si sus ojos abarcadores en seguida miraran a la altura adecuada, y supieran de un solo vistazo lo que ha de venir. De uno solo, enfocando con nitidez, sin vuelta atrás. No sé cómo explicarlo: podría haberme matado por disciplina, eso de lo que ha prescindido el mundo; por determinación, por afán práctico, por un plan; por la costumbre de salvar obstáculos y haberme convertido yo en uno imprevisto, gratuito, superfluo, no trazado: desde su punto de vista sin razón de ser.' Pero luego habría sido incapaz de no expresar una duda postrera, porque era una duda real, y habría añadido: 'O quizá no, quizá no habría podido, pese a todo eso, por una sola razón: quizá yo le caiga demasiado bien, y todavía no se ha cansado de que sea así'.

Cuando nos levantamos y fuimos por los abrigos, los del matrimonio y el mío, Tupra quiso pasar de nuevo un momento por el lavabo de los inválidos. No me lo dijo, pero lo vi. Me hizo una indicación de que siguiera yo con Flavia hasta el guardarropa, me entregaron las fichas para que los fuera pidiendo, y vi cómo él y Manoia se desviaban hacia allí, atravesaban la primera puerta, supuse que la segunda también, pero de cierto ya no supe más. No tenía espíritu para alarmarme otra vez, sólo para irme enconando: lo que había sucedido ya era bastante, y que De la Garza no hubiera muerto —me di cuenta— apenas lo hacía mejor. Yo lo había visto así, con expresión de muerto, de quien se da por muerto y se sabe muerto. Tres o cuatro, cinco veces, podía haberle estallado el corazón. 'Lo mismo va Reresby y lo mata ahora', pensé sin creerlo, 'aún lleva la espada a la espalda. O acaso va a cerciorarse sólo de su obediencia. O tal vez quiera mostrarle su obra a Manoia, darse o darle la satisfacción. O puede que sea este último el que haya exigido contemplar la labor y darle o no la aprobación, el
"Basta cosí"
o el
"Non mi basta".
O a lo mejor ese siciliano, napolitano o calabrés no va a comprobar, sino a rematar él en persona, él mismo'. Tardaron muy poco, casi fue entrar y salir, aún teníamos los abrigos cruzados sobre el mostrador, la señora y yo, cuando ellos nos alcanzaron. Debía de haberse tratado de la cuarta o la tercera posibilidad, de rendir cuentas o de presumir; de la segunda no creía, Tupra sabría tan bien como yo que De la Garza no se habría movido una pulgada, de su sitio en el suelo. Nadie pagó nada en aquel local idiótico, o al menos yo no lo hice ni tampoco lo vi hacer. Reresby tendría crédito, o lo invitarían siempre, o sería socio con participación. O quién sabía si no se habría encargado De la Garza a nuestras espaldas, antes de su último e interrumpido baile, para conquistar a la señora también con un gesto. Pero eso no le pegaba, ni lo habría valido ella para aquel capullo.

Montamos los cuatro en el Aston Martin de las noches de coba o jactancia, esta era de las primeras; un poquito estrechos, pero no íbamos a despedir a la pareja en un taxi, nosotros éramos los anfitriones, y además era un trayecto muy corto. Los acercamos hasta su hotel, el opulento Ritz nada menos, cerca de la librería Hatchard's de Piccadilly, que yo visitaba tanto siguiendo los pasos de los insignes pretéritos, Byron y Wellington, Wilde y Thackeray, y Shaw y Chesterton; y no lejos de Heywood Hill, a la que iba más cuando vivía en Oxford, ni de las tiendas de Davidovich y Fox en St James's Street, donde Tupra compraría probablemente sus Rameses II y yo me hacía a veces con mis no tan preciosos cigarrillos Karelias, del Peloponeso.

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