Read Travesuras de la niña mala Online
Authors: Mario Vargas Llosa
Yo sabía que nunca sería uno de ellos, porque, pese a creerme una persona bastante libre de prejuicios, jamás me sentiría natural dejándome crecer los pelos hasta los hombros o vistiéndome con capas, collares y blusas tornasoladas, ni practicando entreveros sexuales colectivos. Pero sentía una gran simpatía y hasta una envidia melancólica por esos muchachos y muchachas, entregados sin la menor aprensión al confuso idealismo que guiaba sus conductas y sin imaginar los riesgos que por todo ello estaban obligados a correr.
Todavía en esos años, aunque no por mucho tiempo más, los empleados de los bancos, aseguradoras y compañías financieras de la City vestían el atuendo tradicional de pantalón a rayas, chaqueta negra, sombrerito bombín y el infaltable paraguas negro bajo el brazo. Pero, en las callecitas de casas de dos o tres pisos, con jardincillos a la entrada y en la parte trasera, de Earl's Court, se veía a las gentes vestidas como si fueran a un baile de disfraces, incluso en harapos, a menudo descalzas, pero siempre con un sentido estético aguzado, buscando lo llamativo, lo exótico, lo distinto, y con detalles de picardía y humor. A mí me maravillaba mi vecina, Marina, una colombiana que había venido a Londres a estudiar danza. Tenía un hámster que constantemente se le escapaba al
pied-á-terre
de Juan y a mí me daba tremendos sustos pues solía treparse a la cama y acurrucarse entre las sábanas. Marina, aunque vivía con grandes apuros de dinero y debía de tener muy poca ropa, rara vez se vestía dos veces de la misma manera: aparecía un día con unos grandes overoles de payaso y un tongo en la cabeza y al día siguiente con una minifalda que prácticamente no dejaba ningún secreto de su cuerpo librado a la fantasía de los paseantes. Un día me la encontré en la estación de Earl's Court montada en unos zancos y con la cara desfigurada por la
Union Jack
, la bandera británica, pintada de oreja a oreja.
Muchos hippies, acaso la mayoría, procedían de la clase media o alta, y su rebelión era familiar, dirigida contra la regulada vida de sus padres, contra lo que consideraban la hipocresía de sus costumbres puritanas y las fachadas sociales tras las que escondían su egoísmo, su espíritu insular y su falta de imaginación. Eran simpáticos su pacifismo, su naturismo, su vegetarianismo, su afanosa búsqueda de una vida espiritual que diera trascendencia a su rechazo de un mundo materialista y roído por prejuicios clasistas, sociales y sexuales con el que no querían saber nada. Pero todo ello era anárquico, espontáneo, sin centro ni dirección, ni siquiera ideas, porque los hippies —por lo menos los que conocí y observé de cerca—, aunque decían identificarse con la poesía de los
beatniks
—Allen Ginsberg hizo un recital de sus poemas en Trafalgar Square en el que cantó y bailó danzas hindúes y al que asistieron miles de jóvenes—, lo cierto es que leían muy poco o no leían nada. Su filosofía no estaba basada en el pensamiento y la razón sino en los sentimientos: en el
feeling
.
Una mañana en que me hallaba en el
pied-á-terre
de Juan dedicado a la prosaica tarea de planchar unas camisas y calzoncillos que acababa de lavar en la Laundromat de Earl's Court, me tocaron la puerta. Abrí y me encontré con media docena de muchachos rapados al coco, que llevaban botas comando, pantalones cortos y casacas de cuero de corte militar, algunos de ellos con cruces y medallas guerreras en el pecho. Me preguntaron por el pub Swag and Tails, que estaba a la vuelta de la esquina. Fueron los primeros
skin heads
(cabezas rapadas) que vi. Desde entonces, esas pandillas aparecían de cuando en cuando por el barrio, a veces armados de garrotes, y los benignos hippies que habían extendido en las veredas sus mantas para vender sus chucherías artesanales tenían que salir volando, algunos con sus criaturas en los brazos, porque los
skin heads
les profesaban un odio cerril. No era sólo un odio a su modo de vida sino también clasista, porque esos matones, jugando a los SS, procedían de sectores obreros y marginales y encarnaban su propio tipo de rebelión. Se convirtieron en las fuerzas de choque de un partido minúsculo, el National Front, racista, que pedía la expulsión de los negros de Inglaterra. Su ídolo era Enoch Powell, un parlamentario conservador que, en un discurso que causó revuelo, había profetizado de manera apocalíptica que «correrían ríos de sangre en Gran Bretaña» si no se atajaba la inmigración. La aparición de los cabezas rapadas creó cierta tensión y hubo algunos hechos de violencia en el barrio, pero aislados. En lo que a mí concierne, todas esas cortas estancias en Earl's Court fueron muy gratas. Hasta el tío Ataúlfo lo advirtió. Nos escribíamos con cierta frecuencia; yo le contaba mis descubrimientos londinenses y él me daba sus quejas sobre los desastres económicos que la dictadura del general Velasco Alvarado comenzaba a causar en el Perú. En una de sus cartas, me dijo: «Veo que lo pasas muy bien en Londres, que esa ciudad te hace feliz».
El barrio se había llenado de pequeños cafés y restaurantes vegetarianos, y casas donde se ofrecían todas las variedades de té de la India, atendidas por chicas y chicos hippies que preparaban ellos mismos esas perfumadas infusiones a la vista del diente. El desprecio de los hippies al mundo industrial los había incitado a resucitar la artesanía en todas sus formas y a mitificar el trabajo manual: tejían bolsas, confeccionaban sandalias, aros, collares, túnicas, turbantes, colguijos. A mí me encantaba ir a sentarme a leer allí, como lo hacía en los
bistrots
de París —pero qué distinto era el ambiente de cada sitio—, sobre todo a un garaje con cuatro mesitas, donde atendía Annette, una chica francesa de largos cabellos sujetados en trenza y unos pies muy bonitos, con la que solíamos tener largas conversaciones sobre las diferencias entre el yoga asanas y el yoga pranayama, de los que ella parecía saber todo y yo nada.
El
pied-á-terre
de Juan era minúsculo, alegre y acogedor. Estaba en el primer piso de una casa de dos plantas, dividida y subdividida en pequeños apartamentos, y constaba de un solo dormitorio, con un bañito y una cocinilla empotrada. La habitación era amplia, con dos ventanales que le aseguraban una buena ventilación y una excelente vista sobre Philbeach Gardens, callecita en forma de medialuna, y sobre el jardín interior, al que la falta de cuidado había convertido en un hirsuto bosquecillo. En una época, en ese jardín hubo una carpa sioux en la que vivía una pareja de hippies con dos niñitos que gateaban. Ella venía al
pied-á-terre
a calentar los biberones de sus hijos y me enseñaba una manera de respirar reteniendo el aire y paseándolo por todo el cuerpo que, me decía muy seria, evaporaba todas las tendencias belicosas del instinto humano.
Además de la cama, el cuarto tenía una gran mesa llena de objetos raros comprados por Juan Barreto en Portobello Road y, en las paredes, multitud de grabados, algunas imágenes del Perú —el inevitable Machu Picchu en lugar preferente— y fotos de Juan con gentes diversas y en lugares distintos. Y un alto de cajas donde guardaba libros y revistas. Había también algunos libros en una repisa, pero lo que abundaba en el lugar eran los discos: tenía una excelente colección de rock-and-roll y de música pop, inglesa y norteamericana, en torno a un aparato de radio y tocadiscos de primera calidad.
Un día en que por tercera o cuarta vez examinaba las fotografías de Juan —la más divertida era una tomada en el paraíso equino de Newmarket, en la que mi amigo aparecía montado en un pura sangre de soberbia estampa coronado con una herradura de flores de acanto cuyas riendas sujetaban un jockey y un señor rozagante, sin duda el propietario, ambos riéndose del pobre jinete que parecía muy inseguro arriba de ese Pegaso—, una de las fotos me llamó la atención. Tomada en medio de una fiesta, las personas risueñas que miraban a la cámara, tres o cuatro parejas, iban muy bien vestidas y con copas en las manos. ¿Qué? Un mero parecido. Volví a escudriñarla y deseché la idea. Ese día regresaba a París. Los dos meses que estuve sin volver a Londres aquella sospecha me estuvo rondando hasta volverse una idea fija. ¿Podía ser que la ex chilenita, la ex guerrillera, la ex madame Arnoux, estuviera ahora en Newmarket? Me lo pregunté muchas veces, acariciando entre los dedos la escobillita Guerlain que ella dejó en mi departamento el último día que la vi y que yo llevaba siempre conmigo, como un amuleto. Demasiado improbable, demasiada casualidad, demasiado todo.
Pero no conseguí arrancarme la sospecha —la ilusión— de la cabeza. Y empecé a contar los días para que un nuevo contrato me devolviera al
pied-á-terre
de Earl's Court.
—¿La conoces? —se sorprendió Juan, cuando por fin pude señalarle la foto e interrogarlo—. Es Mrs. Richardson, la mujer de ese tipo tan
flamboyant
que ves allí, medio zampado. De origen mexicano, creo. Habla un inglés graciosísimo, te morirías de risa si la oyes. ¿Seguro que la conoces?
—No, no es la persona que creía.
Pero estuve totalmente seguro de que sí era. Aquello del «inglés graciosísimo» y su origen «mexicano» me convencieron. Tenía que ser ella. Y aunque, muchas veces, en los cuatro años corridos desde que desapareció de París me había dicho que era mucho mejor que hubiera sido así, porque aquella peruanita aventurera había causado ya bastantes desarreglos en mi vida, cuando tuve la certidumbre de que había reaparecido en una nueva encarnación de su mudable identidad, apenas a cincuenta millas de Londres, sentí un desasosiego, una urgencia irresistibles de ir a Newmarket y volver a verla. Pasé muchas noches —Juan dormía donde Mrs. Stubard— íntegramente despierto, en un estado de ansiedad que me hacía latir el corazón como atacado de taquicardia. ¿Era posible que hubiera llegado allá? ¿Qué aventuras, enredos, temeridades, la habían catapultado a ese enclave de la sociedad más exclusiva del mundo? No me atreví a hacerle más preguntas a Juan Barreto sobre Mrs. Richardson. Temía que si confirmaba la identidad de nuestra compatriota, ésta se viera en un embrollo de los mil diablos. Si se hacía pasar por mexicana en Newmarket, por algo turbio sería. Concebí una estrategia sinuosa. De una manera indirecta, sin volver a mencionar para nada a la dama de la fotografía, trataría de que Juan me llevara a conocer ese edén de la hípica. Aquella larga noche de palpitaciones y desvelo, e, incluso, de una violenta erección, llegué, en un momento, a tener un ataque de celos con mi amigo. Imaginaba que el retratista equino no sólo pintaba óleos en Newmarket, sino que además entretenía en sus ratos de ocio a las aburridas esposas de los dueños de establos y, acaso, entre sus conquistas figuraba Mrs. Richardson.
¿Por qué no tenía Juan una pareja estable, como tantos otros hippies? En las fiestas a las que me llevaba casi siempre terminaba desapareciéndose con una chica, y a veces hasta con dos. Pero, una noche, me sorprendí viéndolo acariciar y besar en la boca con mucho ímpetu a un muchachito pelirrojo, delgado como un canuto, al que estrujaba en sus brazos con furia amorosa.
—Espero que no te haya chocado lo que has visto —me dijo después, algo amoscado.
Le contesté que a mis treinta y cinco años ya nada me chocaba en el mundo y aún menos que otras cosas que los seres humanos hicieran el amor al derecho o al revés.
—Yo lo hago de las dos maneras y así soy feliz, viejo —me confesó, distendiéndose—. Creo que me gustan más las chicas que los chicos, pero en todo caso no me enamoraría de una ni de otro. El secreto de la felicidad, o, por lo menos, de la tranquilidad, es saber separar el sexo del amor. Y, si es posible, eliminar el amor romántico de tu vida, que es el que hace sufrir. Así se vive más tranquilo y se goza más, te aseguro.
Una filosofía que hubiera suscrito con puntos y comas la niña mala, pues la venía practicando sin duda desde siempre. Creo que ésa fue la única vez que hablamos —mejor dicho, habló él— de cosas íntimas. Llevaba una vida totalmente libre y promiscua, pero, al mismo tiempo, había conservado ese prurito tan extendido entre peruanos de evitar las confidencias en materia sexual y tocar siempre el tema de manera velada e indirecta. Nuestras conversaciones versaban principalmente sobre el lejano Perú, del que nos llegaban noticias cada vez más ruinosas sobre las grandes nacionalizaciones de haciendas y empresas de la dictadura militar del general Velasco, que, según las cartas de mi tío Ataúlfo, cada día más desmoralizadas, nos iban a retroceder a la Edad de Piedra. Aquella vez, Juan me confesó también que, aunque en Londres buscaba todas las ocasiones de aplacar sus apetitos («Ya lo he visto», le bromeé), en Newmarket se comportaba como un casto varón, pese a que no le faltaban posibilidades de diversión. Pero no quería, por algún enredo de cama, comprometer el ganapán que le había dado una seguridad y unos ingresos que no pensó alcanzar jamás. «Yo también tengo treinta y cinco años, y, ya lo habrás visto, esa edad, aquí en Earl's Court, es la ancianidad.» Era cierto: la juventud física y mental de los pobladores de ese barrio londinense a ratos me hacían sentirme prehistórico.
Me costó buen tiempo y una delicada maraña de insinuaciones y preguntas de apariencia anodina, ir empujando a Juan Barreto a que me llevara a conocer Newmarket, el célebre lugar de Suffolk que desde mediados del siglo XVII encarnaba la pasión albiónica por los pura sangre. Le hacía muchas preguntas. Cómo eran las gentes de allí, las casas donde vivían, los rituales y tradiciones de que se rodeaban, las relaciones entre propietarios, jockeys y preparadores. Y en qué consistían las subastas en el Tattersalls en que se pagaban esas sumas extraordinarias por los caballos estrellas y cómo era posible que se subastara un caballo por partes, como si fuera desarmable. A todo lo que él me contaba, yo poco menos que aplaudía —«qué interesante, hombre»—, poniendo una cara entusiasmada: «Qué suerte que hayas podido conocer por adentro un mundo así, hermano».
Al fin, dio resultado. Había una subasta de caballos de cierre de temporada y, luego, un criador italiano casado con una inglesa, el
signor
Ariosti, daba una cena en su casa a la que invitó a Juan. Mi amigo le preguntó si podía llevar a un compatriota y aquél dijo que encantado. Los diecisiete días que debí esperar para que llegara aquella fecha los recuerdo como unas nebulosas con súbitos ataques de sudor frío y exaltaciones de adolescente, imaginando que iba a ver a la peruanita, y unas noches insomnes en las que no hacía otra cosa que recriminarme: era un imbécil reincidente por seguir enamorado de una loca, de una aventurera, de una mujercita sin escrúpulos con la que ningún hombre, y yo menos que cualquier otro, podría mantener una relación estable, sin terminar pisoteado. Pero, en los intervalos de esos soliloquios masoquistas, sobrevenían otros, de alegría e ilusión: ¿habría cambiado mucho? ¿Conservaría esa manerita atrevida que tanto me atraía, o vivir en el mundo estratificado de los caballistas ingleses la habría domesticado y anulado? El día que tomamos el tren a Newmarket —había que cambiar de línea en la estación de Cambridge— me asaltó la idea de que todo aquello era una elucubración fantasiosa y que la tal Mrs. Richardson era efectivamente nada más y nada menos que una pinche señora de origen mexicano. «Y qué tal si has estado todo este tiempo corriéndote una paja, Ricardito.»