Read Travesuras de la niña mala Online
Authors: Mario Vargas Llosa
«Aunque no te lo creas, el que resultó fascinado por la viejita fui yo. Iba a verla no sólo para que me diera de comer, sino porque la pasaba bacán conversando con ella. Tenía un cuerpo de setenta, pero un espíritu de quince. Y, muérete, la volví una hippy.»
Juan caía por la casita de St. John's Wood una vez por semana, bañaba y peinaba a Esther, ayudaba a Mrs. Stubard a podar y regar el jardín, y, a veces, la acompañaba a hacer la compra al vecino almacén de Sainsbury. Los aburguesados residentes de St. John's Wood observarían extrañados a la asimétrica pareja. Juan la ayudaba a cocinar —le enseñó las recetas peruanas de la papa rellena, el ají de gallina y el ceviche—, le lavaba los platos y luego tenían conversadas sobremesas en las que Juan le hacía oír conciertos de los Beatles y los Rolling Stones, le contaba sus mil y una aventuras y anécdotas de los chicos y chicas hippies que había conocido en sus peregrinaciones por Londres, la India y el Nepal. La curiosidad de Mrs. Stubard no se contentó con las explicaciones de Juan sobre cómo el cannabis agudizaba la lucidez y la sensibilidad, principalmente para la música. Al final, venciendo sus prejuicios —era una metodista practicante—, dio dinero a Juan para que le hiciera probar la marihuana. «Era tan inquieta que, te juro, hubiera sido capaz de aventarse una cápsula de LSD si yo la animaba.» La sesión de marihuana se hizo con el fondo musical de la banda sonora de Yellow Sub—marine, la película de los Beatles que Mrs. Stubard y Juan fueron a ver del brazo a un cine de estreno en Picadilly Circus. Mi amigo estaba asustado de que a su protectora y amiga el viaje le sentara mal, y, en efecto, terminó quejándose de dolor de cabeza y quedándose dormida patas arriba sobre la alfombra de la sala, después de dos horas de una excitación extraordinaria, en las que habló como una lora, lanzando carcajadas y haciendo unas figuras de ballet ante los ojos estupefactos de Juan y Esther.
La relación se convirtió en algo más que amistad, en un compañerismo cómplice y fraterno, pese a las diferencias de edad, lengua y procedencia. «Con ella me sentía como si fuera mi mamá, mi hermana, mi compinche y mi ángel de la guarda.»
Como si los testimonios de Juan sobre la subcultura hippy no le bastaran, Mrs. Stubard le propuso un día que invitara a dos o tres de sus amigos a tomar el té. Él tenía toda clase de dudas. Temía las consecuencias de aquel intento de mezclar el agua y el aceite, pero, al final, organizó la reunión. Seleccionó a tres entre las más presentables de sus amistades hippies y les advirtió que si hacían pasar un mal rato a Mrs. Stubard, o se robaban algo de su casa, él, rompiendo su vocación pacifista, les apretaría el pescuezo. Las dos chicas y el muchacho —René, Jody y Aspern— vendían incienso y unos bolsos tejidos según supuestos modelos afganos en las calles de Earl's Court. Se comportaron más o menos bien y dieron buena cuenta de la torta de fresas inflada de crema y de los pastelillos que les preparó Mrs. Stubard, pero, cuando encendieron un palito de incienso explicando a la dueña de casa que así se purificaría espiritualmente el ambiente y el karma de cada uno de los presentes se manifestaría mejor, resultó que Mrs. Stubard tenía un organismo alérgico a las nubecillas purificadoras: le vinieron unas ruidosas e imparables rachas de estornudos que le enrojecieron los ojos y la nariz y dispararon los ladridos de Esther. Superado este incidente, la velada procedió más o menos bien hasta que René, Jody y Aspern explicaron a Mrs. Stubard que formaban un triángulo amoroso y que hacer el amor a tres era rendir culto a la Santísima Trinidad —Dios Padre, Dios Hijo y Espíritu Santo— y una manera todavía más firme de poner en práctica la divisa «Hagan el amor, no la guerra», que había aprobado en la última demostración de Trafalgar Square contra la guerra de Vietnam nada menos que el filósofo y matemático Bertrand Russell. Para la moral metodista en la que había sido educada, aquello del amor tripartito resultó algo que Mrs. Stubard no había imaginado ni en la pesadilla más escabrosa. «A la pobre se le descolgó la mandíbula y el resto de la tarde estuvo mirando con un estupor catatónico al trío que le llevé.
Después, me confesó, con aire melancólico, que, educándola como se educaban las inglesas de su generación, a ella la habían privado de muchas cosas curiosas de la vida. Y me contó que nunca había visto desnudo a su marido, porque, desde el primero hasta el último día, hicieron el amor a oscuras.
De visitarla una vez por semana, Juan pasó a dos, a tres y, finalmente, a vivir con Mrs. Stubard, quien le arregló el cuartito que había sido el de su finado esposo, pues en los últimos años tuvieron cuartos separados. La convivencia, contrariamente a lo que Juan temía, fue perfecta. La dueña de casa no intentaba entrometerse para nada en la vida de Juan, ni le preguntaba por qué algunas noches se quedaba a dormir afuera o llegaba a acostarse cuando los vecinos de St. John's Wood partían al trabajo. Le dio llave de la casa. «Lo único que le preocupaba es que me diera un baño un par de veces por semana», se reía Juan. «Porque, aunque no te lo creas, casi tres años de hippy callejero me quitaron la costumbre de la ducha. En casa de Mrs. Stubard, poco a poco, fui redescubriendo la perversión miraflorina de la ducha diaria.»
Además de ayudarla en el jardín, en la cocina, a pasear a Esther y sacar a la calle el tarro de la basura, Juan tenía con Mrs. Stubard largas pláticas familiares, cada uno con una taza de té en las manos y una fuente de galletitas de jengibre frente a ellos. Él le contaba cosas del Perú y ella de una Inglaterra que, desde la perspectiva del
swinging London
, parecía prehistórica: niños y niñas que hasta los dieciséis años permanecían en severos internados y donde, salvo en los barrios mal afamados de Soho, St. Pancras y el East End, la vida cesaba a las nueve de la noche. La única diversión que se permitían Mrs. Stubard y su esposo era ir de vez en cuando a algún concierto o a alguna ópera en el Covent Garden. En las vacaciones de verano pasaban una semana en Bristol, en casa de unos cuñados, y otra en los lagos de Escocia, que a su esposo le encantaban. Mrs. Stubard nunca había salido de Gran Bretaña. Pero se interesaba por las cosas del mundo: leía
The Times
con atención, empezando por las necrológicas, y escuchaba en la radio las noticias de la BBC a la una y a las ocho de la noche. Nunca se le había pasado por la cabeza comprar un aparato de televisión e iba al cine rara vez. Pero tenía un tocadiscos, donde oía sinfonías de Mozart, de Beethoven y de Benjamin Britten.
Un buen día vino a tomar el té con ella su sobrino Charles, el único pariente cercano que le quedaba. Era preparador de caballos en Newmarket, todo un personaje según su tía. Y debía de serlo, a juzgar por el Jaguar rojo que estacionó en la puerta de la casa. Joven y jovial, de rubios pelos crespos y cachetes encarnados, se sorprendió de que en la casa no hubiera una sola botella de
good Scotch
y que tuviera que contentarse con una copa de un vinito dulce de moscatel que, después del té y los consabidos pastelitos de pepino y la torta de queso y limón, sacó Mrs. Stubard para agasajarlo. Se mostró muy cordial con Juan, aunque tuvo dificultad para situar en el mundo el exótico país del que procedía el hippy de la casa —confundía al Perú con México—, algo que él mismo se censuró con espíritu deportivo: «Me compraré un mapamundi y un manual de geografía para no volver a meter la pata como hoy». Se quedó hasta el anochecer, contando anécdotas de los pura sangre que preparaba en Newmarket para las carreras. Y les confesó que había resultado preparador porque no pudo ser jockey, debido a su contextura robusta. «Ser jockey es terriblemente sacrificado, pero, también, la profesión más hermosa del mundo. ¡Ganar el Derby, triunfar en Ascot, imagínense! Mejor que sacarse el primer premio de la lotería.»
Antes de irse estuvo contemplando, complacido, el carboncillo que Juan Barreto le había hecho a Esther. «Ésta es una obra de arte», dictaminó. «Yo, en mis adentros, me reía de él tomándolo por un palurdo», se recriminaba Juan Barreto. Algún tiempito después mi amigo recibió unas líneas que, luego del encuentro callejero con Mrs. Stubard y Esther, cambiaron definitivamente el rumbo de su vida. ¿Se animaría el «artista» a pintar un retrato de Primrose, la yegua estrella del establo de Mr. Patrick Chick, a la que él preparaba, y cuyo dueño, feliz con las satisfacciones que le daba en los hipódromos, quería eternizarla en un óleo? Le ofrecía 200 libras si el retrato le gustaba; si no, Juan podría quedarse con la tela y recibiría 50
pounds
por el esfuerzo. «Todavía me zumban las orejas del vértigo que tuve leyendo aquella carta de Charles.» Juan revolvía los ojos con excitación retrospectiva.
Gracias a
Primrose
, a Charles y a Mr. Chick, Juan Barreto dejó de ser un hippy insolvente y pasó a ser un hippy de salón, al que su talento para inmortalizar en las telas a potrancas, yeguas, reproductores y corredores («bichos de los que yo era completamente ignorante») fue abriendo poco a poco las puertas de las casas de los dueños y criadores de caballos de Newmarket. A Mr. Chick el óleo de
Primrose
le gustó y le alcanzó al maravillado Juan Barreto las 200 libras prometidas. Lo primero que hizo Juan fue comprarle a Mrs. Stubard un sombrerito con flores y un paraguas que hacía juego con él.
Habían pasado cuatro años desde entonces. Juan no se acababa de creer del todo la fantástica mutación de su fortuna. Había pintado por lo menos un centenar de óleos de caballos e innumerables dibujos, apuntes, bocetos a lápiz y a carboncillo y tenía tanto trabajo que los dueños de establos de Newmarket debían esperar semanas para que atendiera sus pedidos. Se había comprado una casita en el campo a medio camino entre Cambridge y Newmarket y un
pied-á-terre
en Earl's Court, para sus temporadas en Londres. Todas las veces que venía a la ciudad iba a visitar a su hada madrina y a sacar de paseo a Esther. Cuando la perrita murió él y Mrs. Stubard la enterraron en el jardín de la casa.
Vi a Juan Barreto varias veces en el curso de aquel año, en todas mis idas a Londres, y lo tuve alojado unos días en mi piso de París durante unas vacaciones que se tomó para ver en el Grand Palais una exposición dedicada a «El Siglo de Rembrandt». La moda hippy había entrado en Francia apenas y las gentes se volvían en la calle a mirar a Juan por su indumentaria. Era una excelente persona. Cada vez que yo iba a Londres a trabajar le avisaba con antelación y él se las arreglaba para dejar Newmarket y darme por lo menos una noche de música pop y disipación londinense. Gracias a él hice cosas que nunca había hecho, pasar noches blancas en discotecas o en fiestas hippies en las que el olor de la hierba impregnaba el aire y se servían unos pasteles preparados con hachís que disparaban al novato que era yo en unos gelatinosos viajes suprasensibles, a veces divertidos y a veces pesadillescos.
Lo que resultó para mí más sorprendente —y agradable, por qué no— fue lo fácil que resultaba en esas fiestas acariciar y hacer el amor a cualquier chica. Sólo entonces descubrí hasta qué punto se habían ensanchado los marcos morales en los que yo había sido educado por mi tía Alberta y que, en cierta forma, seguían regulando más o menos mi vida en París. Las francesas tenían, en el imaginario universal, la fama de ser libres, desprejuiciadas y de no oponer demasiados remilgos a la hora de irse a la cama con un varón, pero, en verdad, quienes llevaron esa libertad a un extremo sin precedentes fueron las chicas y los chicos de la revolución hippy londinense, que, por lo menos en el círculo de conocidos de Juan Barreto, se iban a la cama con el desconocido o la desconocida con quien acababan de bailar y volvían al poco rato como si nada a seguir la fiesta y repetir el plato.
—La vida que has llevado en París es la de un funcionario de la Unesco, Ricardo —se burlaba Juan—, la de un miraflorino puritano. Te aseguro que en muchos ambientes de París hay la misma libertad que aquí.
Seguramente era verdad. Mi vida parisina —mi vida, en general— había sido bastante sobria, incluso en los períodos sin contrato de trabajo, en los que, casi siempre, en lugar de echar una cana al aire, me dedicaba a perfeccionar el ruso con un profesor particular, porque, aunque podía interpretarlo, no me sentía tan seguro con la lengua de Tolstoi y Dostoievski como con el inglés y el francés. Le había tomado el gusto y leía en ruso más que en ningún otro idioma. Aquellos esporádicos fines de semana en Inglaterra, participando en las noches de música pop, hierba y sexo del
swinging London
, marcaron una inflexión en lo que había sido antes (y seguiría siendo después) una vida muy austera. Pero en aquellos fines de semana londinenses, que me regalaba a mí mismo luego de terminar un contrato de trabajo, gracias al retratista de caballos terminé haciendo cosas en las que no me reconocía: bailar como un desmelenado y sin zapatos, fumar hierba o mascar pepitas de peyote y, casi siempre, como remate de esas noches agitadas, hacer el amor, a menudo en los lugares más inaparentes, bajo las mesas, en cuartos de baño minúsculos, en clósets, en jardines, con alguna chica, a veces muy joven, con la que apenas cambiábamos palabra y de cuyo nombre no volvería a acordarme después de aquella vez.
Juan insistió mucho, desde nuestro primer encuentro, en que cada vez que fuera a Londres me quedara en su
pied-á-terre
de Earl's Court. Él lo ocupaba apenas porque la mayor parte del tiempo la pasaba en Newmarket transfiriendo equinos de la realidad a las telas. Yo le haría un favor desapolillando el pisito de cuando en cuando. Si coincidíamos en Londres, tampoco habría problema porque él podía dormir donde Mrs. Stubard —seguía conservando su cuarto— y, en último caso, en su
pied-á-terre
se podía instalar una cama plegable en el único dormitorio. Insistió tanto que, al final, acepté. Como no permitió que le pagara ni un centavo por el alquiler, yo trataba de compensarlo trayéndole cada vez, de París, alguna buena botella de Bordeaux, unos quesos Camembert o Brie y unas latas de
pâté de foie
que le hacían brillar los ojos. Juan era ahora un hippy que no hacía dietas ni creía en el vegetarianismo.
Me gustó mucho Earl's Court, me enamoré de su fauna. El barrio respiraba juventud, música, unas vidas sin orejeras ni cálculos, grandes dosis de ingenuidad, la voluntad de vivir al día, fuera de la moral y los valores convencionales, buscando un placer que rebufa los viejos mitos burgueses de la felicidad —el dinero, el poder, la familia, la posición, el éxito social— y lo encontraba en formas simples y pasivas de existencia: la música, los paraísos artificiales, la promiscuidad y un absoluto desinterés por el resto de los problemas que sacudían a la sociedad. Con su hedonismo tranquilo, pacífico, los hippies no hacían daño a nadie; tampoco ejercían el apostolado, no querían convencer ni reclutar a esas gentes con las que habían roto para llevar su vida alternativa: querían que los dejaran en paz, absortos en su egoísmo frugal y su sueño psicodélico.