Todos los cuentos de los hermanos Grimm (28 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: Todos los cuentos de los hermanos Grimm
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—Pretendes hacerte pasar por hermano nuestro, el que despreció el oro y la plata porque pedía algo mejor. No cabe duda de que él volverá con gran magnificencia, en una carroza como un verdadero rey, y no hecho un pordiosero.

Y le dieron con la puerta en las narices.

Él, indignado, púsose a golpear su mochila tantas veces que salieron de ella ciento cincuenta hombres perfectamente armados, los cuales formaron y se alinearon militarmente. Mandóles rodear la casa, mientras dos recibieron orden de proveerse de varas de avellano y zurrar la badana a los dos insolentes hasta que se aviniesen a reconocerlo.

Todo aquello originó un enorme alboroto; agrupáronse los habitantes para acudir en socorro de los atropellados; pero nada pudieron contra la tropa del mozo.

Al fin, llegó el hecho a oídos del Rey el cual, airado, envió al lugar del suceso a un capitán al frente de su compañía, con orden de arrojar de la ciudad a aquellos aguafiestas.

Pero el hombre de la mochila reunió en un santiamén una tropa mucho más numerosa y rechazó al capitán con todos sus hombres, que hubieron de retirarse con las narices ensangrentadas.

Dijo el Rey:

—Hay que parar los pies a ese aventurero, cueste lo que cueste.

Y al día siguiente envió contra él huestes más numerosas, pero no obtuvo mejor éxito que la víspera. El adversario le opuso más gente y, para terminar más pronto, dando un par de vueltas a su sombrerillo comenzó a entrar en juego la artillería, que derrotó al ejército del Rey y lo puso en vergonzosa fuga.

—Ahora no haré las paces —dijo— hasta que el Rey me conceda la mano de su hija y me nombre regente del reino.

Y, mandando comunicar su decisión al Rey, dijo éste a su hija:

—¡Dura cosa es la necesidad! ¿Qué remedio me queda, sino ceder a lo que exige? Si quiero tener paz y guardar la corona en mi cabeza, fuerza es que me rinda a sus demandas.

Celebróse, pues, la boda; pero la princesa sentía gran enojo por el hecho de que su marido fuese un hombre vulgar, que iba siempre con un sombrero desastrado y una vieja mochila a la espalda. ¡Con qué gusto se habría deshecho de él!

Así, se pasaba día y noche dándole vueltas a la cabeza para poner en práctica su deseo. Pensó: «¿Estarán, tal vez, en la mochila sus prodigiosas fuerzas?». Y empezó a tratarlo con fingido cariño hasta que, viendo que se ablandaba su corazón, le dijo:

—¿Por qué no tiras esa vieja mochila? Te afea tanto que me da vergüenza de ti.

—Querida —respondióle—, esta mochila es mi mayor tesoro; mientras la posea, no temo a ningún poder del mundo.

Y le reveló la virtud mágica de que estaba dotada.

Ella le echó los brazos al cuello como para abrazarlo y besarlo; pero con un rápido movimiento le quitó el saco del hombro y escapó con él.

En cuanto estuvo sola, se puso a golpearlo y ordenó a los soldados que detuviesen a su antiguo señor y lo arrojasen de palacio. Obedecieron ellos, y la pérfida esposa envió aún otros más con orden de echarlo del país.

El hombre estaba perdido, de no haber contado con el sombrerillo. No bien tuvo las manos libres, le dio un par de vueltas, y en el acto empezó a tronar la artillería destruyéndolo todo, por lo que la princesa no tuvo más remedio que presentarse a pedirle perdón.

De momento se mostró cariñosa con su marido, simulando amarlo muchísimo, y supo trastornarlo de tal modo que él le confió que, aun en el caso de que alguien se apoderase de su mochila, nada podría contra él mientras no le quitase también el sombrerillo.

Conociendo, pues, su secreto, la mujer aguardó a que estuviese dormido; entonces le arrebató el sombrero y lo hizo arrojar a la calle.

Pero todavía la quedaba al hombre el cuerno y, en un acceso de cólera, se puso a tocarlo con todas sus fuerzas. Pronto se derrumbó todo: murallas, fortificaciones, ciudades y pueblos, matando al Rey y a su hija. Y si no hubiese cesado de soplar el cuerno, sólo con que hubiera seguido tocándolo un poquitín más, todo habría quedado convertido en un montón de ruinas, sin dejar piedra sobre piedra.

Ya nadie se atrevió a resistirlo, y se convirtió en rey de todo el país.

El amadísimo Rolando

H
ABÍA una vez una mujer que era una bruja hecha y derecha la cual tenía dos hijas: una, fea y mala, a la que quería por ser hija suya; y otra, hermosa y buena, a la que odiaba o ser su hijastra.

Tenía ésta un lindo delantal, que la otra le envidiaba mucho, por lo que dijo a su madre que de todos modos quería hacerse con la prenda.

—No te preocupes, hija mía —respondióle la vieja— lo tendrás. Tiempo ha que tu hermanastra se ha hecho merecedora de morir; esta noche, cuando duerma, entraré y le cortaré la cabeza. Tú cuida sólo de ponerte al otro lado de la cama, y que ella duerma del lado de acá.

Perdida habría estado la infeliz muchacha, de no haberlo oído todo desde un rincón. En todo el día no la dejaron asomarse a la puerta y, a la hora de acostarse, la otra subió la primera a la cama, colocándose arrimada a la pared; pero cuando ya se hubo dormido, su hermanastra, callandito, cambió de lugar pasando a ocupar el del fondo.

Ya avanzada la noche, entró la vieja de puntillas; empuñando con la mano derecha un hacha, tentó con la izquierda para comprobar si había alguien en primer término y luego, cogiendo el arma con ambas manos, la descargó… y cortó el cuello a su propia hija.

Cuando se hubo marchado, levantóse la muchacha y se fue a la casa de su amado, que se llamaba Rolando.

—Escúchame, amadísimo Rolando —dijo llamando a su puerta—, debemos huir en seguida. Mi madrastra quiso matarme, pero se equivocó y ha matado a su propia hija. Por la mañana se dará cuenta de lo que ha hecho, y estaremos perdidos.

—Huyamos, pues —díjole Rolando—; pero antes quítale la varita mágica; de otro modo no podremos salvarnos si nos persigue.

La muchacha volvió en busca de la varita mágica; luego, cogiendo la cabeza de la muerta, vertió tres gotas de sangre en el suelo: una, delante de la cama; otra, en la cocina, y otra, en la escalera. Hecho esto, volvió a toda prisa a la casa de su amado.

Al amanecer, la vieja bruja se levantó y fue a llamar a su hija para darle el delantal; pero ella no acudió a sus voces. Gritó entonces:

—¿Dónde estás?

—Aquí en la escalera, barriendo —respondió una de las gotas de sangre.

Salió la vieja pero, al no ver a nadie en la escalera, volvió a gritar:

—¿Dónde estás?

—En la cocina, calentándome —contestó la segunda gota de sangre.

Fue la vieja a la cocina, pero no había nadie, por lo que preguntó de nuevo en alta voz:

—¿Dónde estás?

—¡Ah!, en la cama, durmiendo —dijo la tercera gota.

Al entrar en el aposento y acercarse al lecho, ¿qué es lo que vio la bruja? A su propia hija bañada en sangre. ¡Ella misma le había cortado la cabeza!

Enfurecióse la hechicera y se asomó a la ventana; y como por sus artes podía ver hasta muy lejos, descubrió a su hijastra que huía junto con su novio amadísimo.

—¡De nada os servirá! —exclamó—. ¡No vais a escaparos, por muy lejos que estéis!

Y, calzándose sus botas mágicas, que con cada paso andaban el camino de una hora, salió en su persecución y les dio alcance en poco tiempo.

Pero la muchacha, al ver acercarse a su madrastra, valiéndose de la varita mágica transformó a su amadísimo Rolando en un lago, y ella misma se convirtió en un pato que nadaba en el agua.

La vieja se detuvo en la orilla y se puso a echar migas de pan y todo lo posible por atraer al animal; pero éste se guardo bien de acercarse, por lo que la vieja, al anochecer, hubo de volverse sin haber conseguido su propósito.

Entonces, la muchacha y su amadísimo Rolando recobraron su figura humana y siguieron andando durante toda la noche, hasta la madrugada. Transformóse entonces la doncella en una hermosa flor, en medio de un seto espinoso, y convirtió a su amadísimo Rolando en violinista.

Al poco rato llegó la bruja a grandes zancadas y dijo al músico:

—Mi buen músico, ¿me permites que arranque aquella hermosa flor?

—Ya lo creo —respondió él—; yo tocaré mientras tanto.

Metióse la vieja en el seto para arrancar la flor, pues sabía muy bien que era; pero el violinista se puso a tocar y la mujer, quieras que no, empezó a bailar, pues era aquella una tonada mágica.

Y, tanto más vivamente tocaba él, más violentos saltos tenía que dar ella, por lo que las espinas le rasgaron todos los vestidos y le desgarraron la piel dejándola ensangrentada y maltrecha. Y como el músico no cesaba de tocar, la bruja tuvo que seguir bailando hasta caer muerta.

Al verse libres, dijo Rolando:

—Voy ahora a casa de mi padre a preparar nuestra boda.

—Yo me quedaré aquí entretanto —respondió la muchacha— aguardando tu vuelta; y para que nadie me reconozca, me transformaré en una roca encarnada.

Marchóse Rolando y la doncella, transformada en roca, se quedó en el campo esperando el retorno de su amado. Pero al llegar llegar Rolando a su casa, cayó en los lazos de otra mujer, que consiguió hacerle olvidar a su prometida.

La infeliz muchacha permaneció largo tiempo aguardándolo, y al ver que no volvía, invadida de tristeza se transformó en flor pensando: «¡Alguien pasará y me pisoteará!».

Ocurrió, empero, que un pastor que apacentaba su rebaño en el campo, viendo aquella flor tan bella, la cortó y guardó en su cofre. Desde aquel día, todas las cosas marcharon a las maravillas en casa del pastor.

Cuando se levantaba por la mañana, se encontraba con todo el trabajo hecho: las habitaciones, barridas; limpios de polvo las mesas y los bancos; el fuego, encendido en el hogar, y las vasijas, llenas de agua. A mediodía, al llegar a casa, la mesa estaba puesta y servida una sabrosa comida.

El hombre no acertaba a comprender aquello, pues jamás veía a nadie en su vivienda, la cual era además tan pequeña que nadie podía ocultarse en ella. De momento estaba muy complacido con aquellas novedades; pero, al fin, se alarmó y fue a consultar a una adivina.

Díjole ésta:

—Eso es cosa de magia. Levántate un día temprano y fíjate si se mueve algo en la habitación; si ves algo que se mueve, sea lo que fuere, échale en seguida un paño encima, y el hechizo quedará aprisionado.

Así lo hizo el pastor, y a la mañana siguiente al apuntar el alba, vio cómo el arca se abría y de ella salía la flor. Pegando un brinco, echóle una tela encima e inmediatamente cesó el encanto, presentándosele una bellísima doncella que le confesó ser aquella flor, la cual había cuidado hasta entonces del orden de su casa.

Contóle su historia y, como al mozo le gustara la joven, le preguntó si quería casarse con él. Mas la muchacha respondió negativamente, pues seguía enamorada de su amadísimo Rolando; le permanecería fiel, aunque la hubiera abandonado. Prometióle, sin embargo, que no se marcharía, sino que seguiría cuidando de su casa.

Entretanto, llegó el día señalado para la boda de Rolando. Siguiendo una vieja costumbre del país, hízose un pregón invitando a todas las muchachas a asistir al acto y a cantar en honor de la pareja de novios. Al saberlo la fiel muchacha sintió una profunda tristeza, y pensó que el corazón iba a estallarle en el pecho. No quería ir a la fiesta, pero las otras doncellas fueron a buscarla y la obligaron a que las acompañara.

Procuró ir demorando el momento de cantar; pero al final, cuando ya todas hubieron cantado, no tuvo más remedio que hacerlo también. Mas al iniciar su canto y llegar su voz a oídos de Rolando, levantóse éste de un salto y exclamó:

—¡Conozco esta voz; es la de mi verdadera prometida y no quiero otra!

Todo lo que había olvidado, revivió en su memoria y en su corazón, y así fue cómo la fiel doncella se casó con su amadísimo Rolando y, terminada su pena, comenzó para ella una vida de dicha.

El pájaro de oro

E
N tiempos remotos vivía un rey cuyo palacio estaba rodeado de un hermoso parque donde crecía un árbol que daba manzanas de oro. A medida que maduraban, las contaban; pero una mañana faltó una.

Diose parte del suceso al Rey, y él ordenó que todas las noches se montase guardia al pie del árbol. Tenía el Rey tres hijos, y al oscurecer envió al mayor de centinela al jardín.

A la medianoche, el príncipe no pudo resistir el sueño, y a la mañana siguiente faltaba otra manzana. A la otra noche hubo de velar el hijo segundo; pero el resultado fue el mismo: al dar las doce se quedó dormido, y por la mañana faltaba una manzana más.

Llegó el turno de guardia al hijo tercero; éste estaba dispuesto a ir, pero el Rey no confiaba mucho en él y pensaba que no tendría más éxito que sus hermanos; de todos modos, al fin se avino a que se encargara de la guardia.

Instalóse el jovenzuelo bajo el árbol, con los ojos bien abiertos, y decidido a que no lo venciese el sueño. Al dar las doce oyó un rumor en el aire y, al resplandor de la luna, vio acercarse volando un pájaro cuyo plumaje brillaba como un ascua de oro.

El ave se posó en el árbol, y tan pronto como cogió una manzana, el joven príncipe le disparó una flecha. El pájaro pudo aún escapar, pero la saeta lo había rozado y cayó al suelo una pluma de oro. Recogióla el mozo, y a la mañana la entregó al Rey, contándole lo ocurrido durante la noche.

Convocó el Rey su consejo, y los cortesanos declararon unánimemente que una pluma como aquella valía tanto como todo el reino.

—Si tan preciosa es esta pluma —dijo el Rey—, no me basta con ella; quiero tener el pájaro entero.

El hijo mayor se puso en camino; se tenía por listo y no dudaba que encontraría el pájaro de oro.

Había andado un cierto trecho, cuando vio en la linde de un bosque una zorra y, descolgándose la escopeta, dispúsose a disparar contra ella. Pero la zorra lo detuvo, exclamando:

—No me mates y, en cambio, te daré un buen conejo. Sé que vas en busca del pájaro de oro y que esta noche llegarás a un pueblo donde hay dos posadas frente a frente. Una de ellas está profusamente iluminada, y en su interior hay gran jolgorio; pero guárdate de entrar en ella; ve a la otra, aunque sea poco atrayente su aspecto.

«¡Cómo puede darme un consejo este necio animal!», pensó el príncipe oprimiendo el gatillo; pero erró la puntería, y la zorra se adentró rápidamente en el bosque con el rabo tieso.

Siguió el joven su camino, y al anochecer llegó al pueblo de las dos posadas, en una de las cuales todo era canto y baile, mientras la otra ofrecía un aspecto mísero y triste.

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