Todos los cuentos de los hermanos Grimm (109 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: Todos los cuentos de los hermanos Grimm
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—Pero, ¿dónde tienes la alhaja que te di en la puerta de la iglesia?

—¿Qué alhaja? —preguntó ella—. No me diste ninguna.

—Yo mismo te la puse en el cuello; si no lo sabes, es que no eres la novia verdadera.

Apartóle el velo del rostro y, al ver su extrema fealdad, retrocediendo asustado exclamó:

—¿Cómo has venido aquí? ¿Quién eres?

—Soy tu prometida, y he tenido miedo de que la gente se burlase de mí si me presentaba en público, y mandé a la fregona que se pusiera mis vestidos y fuese a la iglesia en mi lugar.

—¿Y dónde está esa muchacha? —dijo él—. Quiero verla. ¡Ve a buscarla!

Salió ella y dijo a los criados que la fregona era una embustera, y les dio orden de que la bajasen al patio y le cortasen la cabeza.

Sujetáronla los criados, y ya se disponían a llevársela cuando ella prorrumpió en gritos de auxilio y el príncipe, oyéndolos, salió de su habitación y ordenó que la dejasen en libertad.

Trajeron luces, y el príncipe vio que llevaba en el cuello el collar que le había dado en la puerta de la iglesia.

—Tú eres la auténtica novia —exclamó—, la que estuviste conmigo en la iglesia. Ven a mi cuarto.

Y, cuando estuvieron solos, le dijo:

—En la entrada de la iglesia pronunciaste el nombre de la doncella Maleen, que fue mi amada y prometida. Si lo creyera posible, diría que la tengo ante mí, pues tú te pareces a ella en todo.

Respondió ella:

—Yo soy la doncella Maleen, que por ti vivió siete años encerrada en una mazmorra tenebrosa; por ti he sufrido hambre y sed, y he vivido hasta ahora pobre y miserable; pero hoy vuelve a brillar el sol para mí. Contigo me han unido en la iglesia, y soy tu legítima esposa.

Y se besaron y fueron ya felices todo el resto de su vida.

La falsa novia fue decapitada en castigo de su maldad.

La torre que había servido de prisión a la doncella Maleen permaneció en pie mucho tiempo todavía y, cuando los niños pasaban por delante de ella, cantaban:

«Cling, clang, corre.

¿Quién hay en esa torre?

Pues hay una princesa

encerrada y presa.

No ceden sus muros,

recios son y duros.

Juanillo colorado,

no me has alcanzado.»

La bota de piel de búfalo

U
N soldado que nada teme, tampoco se apura por nada. El de nuestro cuento había recibido su licencia y, como no sabía ningún oficio y era incapaz de ganarse el sustento, iba por el mundo a la ventura, viviendo de las limosnas de las gentes compasivas.

Colgaba de sus hombros una vieja capa, y calzaba botas de montar de piel de búfalo; era cuanto le había quedado.

Un día que caminaba a la buena de Dios, llegó a un bosque. Ignoraba cuál era aquel sitio, y he aquí que vio sentado sobre un árbol caído a un hombre bien vestido que llevaba una cazadora verde. Tendióle la mano el soldado y, sentándose en la hierba a su lado, alargó las piernas para mayor comodidad.

—Veo que llevas botas muy brillantes —dijo al cazador—; pero si tuvieses que vagar por el mundo como yo, no te durarían mucho tiempo. Fíjate en las mías; son de piel de búfalo, y ya he andado mucho con ellas por toda clase de terrenos —al cabo de un rato, levantóse—. No puedo continuar aquí —dijo—; el hambre me empuja. ¿Adónde lleva este camino, amigo Botaslimpias?

—No lo sé —respondió el cazador—, me he extraviado en el bosque.

—Entonces estamos igual. Cada oveja, con su pareja; buscaremos juntos el camino.

El cazador esbozó una leve sonrisa y, juntos, se marcharon andando sin parar hasta que cerró la noche.

—No saldremos del bosque —observó el soldado—; mas veo una luz que brilla en la lejanía; allí habrá algo de comer.

Llegaron a una casa de piedra y, a su llamada, acudió a abrir una vieja.

—Buscamos albergue para esta noche —dijo el soldado— y algo que echar al estómago, pues, al menos yo, lo tengo vacío como una mochila vieja.

—Aquí no podéis quedaros —respondió la mujer—. Esto es una guarida de ladrones, y lo mejor que podéis hacer es largaros antes de que vuelvan, pues si os encuentran, estáis perdidos.

—No llegarán las cosas tan lejos —replicó el soldado—. Llevo dos días sin probar bocado, y lo mismo me da que me maten aquí que morir de hambre en el bosque. Yo me quedo.

El cazador se resistía a quedarse; pero el soldado lo cogió del brazo:

—Vamos, amigo, no te preocupes.

Compadecióse la vieja y les dijo:

—Ocultaos detrás del horno. Si dejan algo, os lo daré cuando estén durmiendo.

Instaláronse en un rincón y al poco rato entraron doce bandidos armando gran alboroto. Sentáronse a la mesa, que estaba ya puesta, y pidieron la cena a gritos. Sirvió la vieja un enorme trozo de carne asada, y los ladrones se dieron el gran banquete.

Al llegar el tufo de las viandas a la nariz del soldado, dijo éste al cazador:

—Yo no aguanto más; voy a sentarme a la mesa a comer con ellos.

—Nos costará la vida —replicó el cazador, sujetándolo del brazo.

Pero el soldado se puso a toser con gran estrépito. Al oírlo los bandidos, soltando cuchillos y tenedores, levantáronse bruscamente de la mesa y descubrieron a los dos forasteros ocultos detrás del horno.

—¡Ajá, señores! —exclamaron—. ¿Conque estáis aquí?, ¿eh? ¿Qué habéis venido a buscar? ¿Sois acaso espías? Pues aguardad un momento y aprenderéis a volar del extremo de una rama seca.

—¡Mejores modales! —respondió el soldado—. Yo tengo hambre; dadme de comer, y luego haced conmigo lo que queráis.

Admiráronse los bandidos, y el cabecilla dijo:

—Veo que no tienes miedo. Está bien. Te daremos de comer, pero luego morirás.

—Luego hablaremos de eso —replicó el soldado.

Y, sentándose a la mesa, atacó vigorosamente el asado.

—Hermano Botaslimpias, ven a comer —dijo al cazador—. Tendrás hambre como yo, y en casa no encontrarás un asado tan sabroso como éste.

Pero el cazador no quiso tomar nada. Los bandidos miraban con asombro al soldado, pensando: «Éste no se anda con cumplidos».

Cuando hubo terminado, dijo:

—La comida está muy buena; pero ahora hace falta un buen trago.

El jefe de la pandilla, siguiéndole el humor, llamó a la vieja:

—Trae una botella de la bodega, y del mejor.

Descorchóla el soldado, haciendo saltar el tapón y, dirigiéndose al cazador, le dijo:

—Ahora, atención hermano, que vas a ver maravillas. Voy a brindar por toda la compañía.

Y, levantando la botella por encima de las cabezas de los bandoleros, exclamó:

—¡A vuestra salud, pero con la boca abierta y el brazo en alto!

Y bebió un buen trago.

Apenas había pronunciado aquellas palabras, todos se quedaron inmóviles, como petrificados, abierta la boca y levantando el brazo derecho.

Dijo entonces el cazador:

—Veo que sabes muchas tretas, pero ahora vámonos a casa.

—No corras tanto, amiguito. Hemos derrotado al enemigo; y es cosa de recoger el botín. Míralos ahí, sentados y boquiabiertos de estupefacción; no podrán moverse hasta que yo se lo permita. Vamos, come y bebe.

La vieja hubo de traer otra botella de vino añejo, y el soldado no se levantó de la mesa hasta que se hubo hartado para tres días.

Al fin, cuando ya clareó el alba, dijo:

—Levantemos ahora el campo; y, para ahorramos camino, la vieja nos indicará el más corto que conduce a la ciudad.

Llegados a ella, el soldado visitó a sus antiguos camaradas y les dijo:

—Allí, en el bosque he encontrado un nido de pájaros de horca; venid, que los cazaremos.

Púsose a su cabeza y dijo al cazador:

—Ven conmigo y verás cómo aletean cuando los cojamos por los pies.

Dispuso que sus hombres rodearan a los bandidos y luego, levantando la botella, bebió un sorbo, y agitándola encima de ellos exclamó:

—¡A despertarse todos!

Inmediatamente recobraron la movilidad; pero fueron arrojados al suelo y sólidamente amarrados de pies y manos con cuerdas.

A continuación, el soldado mandó que los cargasen en un carro, como si fuesen sacos, y dijo:

—Llevadlos a la cárcel.

El cazador, llamando aparte a uno de la tropa, le dijo unas palabras en secreto.

—Hermano Botaslimpias —exclamó el soldado—, hemos derrotado felizmente al enemigo y vamos con la tripa llena; ahora seguiremos tranquilamente, cerrando la retaguardia.

Cuando se acercaban ya a la ciudad, el soldado vio que una multitud salía a su encuentro lanzando ruidosos gritos de júbilo y agitando ramas verdes; luego avanzó toda la guardia real formada.

—¿Qué significa esto? —preguntó, admirado, al cazador.

—¿Ignoras —respondióle éste— que el Rey llevaba mucho tiempo ausente de su país? Pues hoy regresa, y todo el mundo sale a recibirlo.

—Pero, ¿dónde está el Rey? —preguntó el soldado—. No lo veo.

—Aquí está —dijo el cazador—. Yo soy el Rey y he anunciado mi llegada.

Y, abriendo su cazadora, el otro pudo ver debajo las reales vestiduras.

Espantóse el soldado y, cayendo de rodillas, pidióle perdón por haberlo tratado como a un igual sin conocerlo llamándole con un apodo. Pero el Rey le estrechó la mano, diciéndole:

—Eres un bravo soldado y me has salvado la vida. No pasarás más necesidad, yo cuidaré de ti. Y el día en que te apetezca un buen asado, tan sabroso como el de la cueva de los bandidos, sólo tienes que ir a la cocina de palacio. Pero si te entran ganas de pronunciar un brindis, antes habrás de pedirme autorización.

La llave de oro

U
N día de invierno en que una espesa capa de nieve cubría la tierra, un pobre muchacho hubo de salir a buscar leña con un trineo.

Una vez la hubo recogido y cargado, sintió tanto frío, que antes de regresar a casa quiso encender fuego y calentarse un poquitín. Al efecto apartó la nieve, y debajo, en el suelo, encontró una llavecita de oro.

Creyendo que donde había una llave debía estar también su cerradura, siguió excavando en la tierra y, al fin, dio con una cajita de hierro. «¡Con tal que ajuste la llave! —pensó—. Seguramente hay guardadas aquí cosas de gran valor».

Buscó y, al principio, no encontró el agujero de la cerradura; al fin descubrió uno, pero tan pequeño que apenas se veía.

Probó la llave y, en efecto, era la suya. Diole vuelta, y… Ahora hemos de esperar a que haya abierto del todo y levantado la tapa. Entonces sabremos qué maravillas contenía la cajita.

LEYENDAS INFANTILES
San José en el bosque

E
RASE una vez una madre que tenía tres hijas; la mayor era mala y displicente; la segunda, pese a sus defectos, era ya mucho mejor, y la tercera, un dechado de piedad y de bondad.

La madre, cosa extraña, prefería a la mayor y, en cambio, no podía sufrir a la pequeña, por lo cual solía mandarla a un bosque con objeto de quitársela de encima, convencida de que un día u otro se extraviaría y nunca más volvería a casa. Pero el ángel de la guarda, que vela por los niños buenos, no la abandonaba, y siempre la conducía por el buen camino.

Sin embargo, una vez el angelito hizo como que se distraía, y la niña no logró encontrar el sendero para regresar. Siguió caminando hasta el anochecer y, viendo a lo lejos una lucecita, dirigióse a ella a toda prisa y llegó ante una pequeña choza.

Llamó, abrióse la puerta y, al franquearla, se encontró ante una segunda puerta, a la cual llamó también. Acudió a abrirla un hombre anciano, de aspecto venerable y blanquísima barba. Era el propio San José, que le dijo cariñoso:

—Entra, pequeña, siéntate junto al fuego en mi sillita y caliéntate; iré a buscarte agua límpida si tienes sed; pero, en cuanto a comida, aquí en el bosque no tengo nada para ofrecerte, como no sean unas raicillas que habrás de pelar y cocer.

Dióle San José las raíces; la muchachita las raspó cuidadosamente y, sacando luego el trocito de tortilla y el pan que le había dado su madre, lo puso todo al fuego en un pucherito y lo coció en un puré.

Cuando estuvo preparado, díjole San José:

—¡Tengo tanta hambre! ¿No me darías un poco de tu comida?

La niña le sirvió de buen grado una porción mayor de la que se quedó para sí misma; pero Dios bendijo su cena, y la muchachita quedó saciada.

Luego dijo el santo:

—Ahora, a dormir; pero sólo tengo una cama. Tú te acuestas en ella, y yo me echaré en el suelo, sobre la paja.

—No —respondió la niña—, tú te quedas con la cama; a mí me basta con la paja.

Pero San José la cogió en brazos y la llevó a la camita, donde la chiquilla se durmió después de haber rezado sus oraciones.

Al despertarse a la mañana siguiente, quiso dar los buenos días al viejo, mas no lo vio. Lo buscó por todas partes sin lograr encontrarlo, hasta que finalmente, detrás de la puerta, descubrió un saco con dinero, tan pesado que apenas podía llevarlo; y encima estaba escrito que era para la niña que había dormido allí aquella noche.

Cargando con el saco, emprendió el camino de vuelta a su casa, a la que llegó sin contratiempo, y como entregó todo el dinero a su madre, la mujer no pudo por menos que darse por satisfecha.

Al otro día entráronle ganas a la hermana segunda de ir al bosque, y la madre le dio bastante más tortilla y pan que a su hermanita la víspera.

Discurrieron las cosas como con la pequeña. Llegó al anochecer a la cabaña de San José, quien le dio raíces para cocerlas y, cuando ya estuvieron preparadas, le dijo igualmente:

—¡Tengo hambre! Dame un poco de tu cena.

Respondióle la muchacha:

—Haremos partes iguales.

Y cuando el santo le ofreció la cama, diciéndole que dormiría él sobre la paja, respondió la niña:

—No, duerme en la cama conmigo; hay sitio para los dos.

Pero San José la cogió en brazos, la acostó en la camita, y él se echó sobre la paja.

Por la mañana, al despertarse la niña, San José había desaparecido, y la muchacha, detrás de la puerta, encontró un saquito de un palmo de largo con dinero, y encima llevaba también escrito que era para la niña que había pasado la noche en la casita.

La chiquilla se marchó con el saquito y, al llegar a su casa, lo entregó a su madre; pero antes se había guardado, en secreto, dos o tres monedas.

Picóse con todo esto la mayor, y se propuso ir también al bosque al día siguiente. La madre le puso toda la tortilla y todo el pan que quiso la muchacha y, además, queso.

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