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Authors: Matilde Asensi

Todo bajo el cielo (5 page)

BOOK: Todo bajo el cielo
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—¡Oh,
madame
! —exclamó, sacando un pañuelo no muy limpio del bolsillo de su chaqueta de hilo y pasándoselo por la cara—. Rémy estaba bastante enfermo, madame. Su salud se había deteriorado mucho. Este testamento es de hace diez años y en él la nombra a usted heredera de todos sus bienes, excepción hecha de su participación en las hilanderías familiares por razones que ya se podrá imaginar. La situación era entonces muy distinta, claro. Pero las cosas cambiaron y Rémy no modificó su última voluntad a pesar de mis sugerencias al respecto. Estaba muy enfermo,
madame
. Lo malo es que, según la ley francesa, usted hereda el patrimonio, sí, pero también las deudas pendientes.

—Pero ¿por qué? —dejé escapar casi en un grito.

—Lo dice la ley. Usted era su esposa.

—¡No, no estoy hablando de eso! Me refiero a por qué no sabía yo todo esto, a por qué jamás me dijo que estaba enfermo, que tenía deudas... ¿Es que no murió asesinado por unos maleantes que entraron a robar en su casa? Lleva usted un rato dando vueltas sin decirme realmente nada.

El jurisconsulto se echó hacia atrás en su asiento y allí se quedó durante unos minutos, mirando a través de mí como si yo no estuviera, sin pestañear, perdido en sus pensamientos. Al final, tras retorcerse las guías del bigote repetidamente, se inclinó de nuevo sobre la mesa y, contemplándome con mucha tristeza por encima de los quevedos, me dijo:

—Cuando la banda de ladrones entró en la casa, Rémy estaba
nghien
,
madame
. Por eso pudieron con él.

—¿
Nghien
?—repetí a duras penas.

—En estado de necesidad..., de necesidad de opio, quiero decir. Rémy era adicto al opio.

—¿Adicto al opio? ¿Rémy...?

—Sí,
madame
. Siento ser yo quien se lo comunique, pero su esposo, en los últimos años, derrochó su fortuna en opio, juego y burdeles. Le pido por favor que no vaya a pensar mal de Rémy. Era un hombre excelente, ya lo sabe usted. Estas tres aficiones corrompen en general a todos los hombres de Shanghai, sean chinos u occidentales. Muy pocos escapan. Es esta ciudad... Siempre es culpa de esta dichosa ciudad. Aquí la vida consiste en eso,
madame
, en eso y en hacerse rico si queda tiempo. Todo el mundo derrocha el dinero a manos llenas, sobre todo en las apuestas. He visto caer a muchos hombres prominentes y desvanecerse muchas fortunas. Llevo tanto tiempo en Shanghai que nada me sorprende. Lo de Rémy estaba cantado, y discúlpeme la expresión. Sé que usted me entiende. Antes de la guerra ya se veía venir. Luego, perdió el control. Eso fue todo.

Me pasé la mano por la frente y noté que tenía sudor frío en la palma. Mi crisis nerviosa, quizá por la enorme pena que sentía en aquel momento, se había detenido. Realmente, si era sincera conmigo misma, Rémy había tenido el único final posible para él, y no me refería a su muerte violenta, injusta a todas luces, sino a esa caída en picado hacia la destrucción personal. Era el hombre más divertido, amable y elegante del mundo, pero también era débil, y el destino había tenido la mala ocurrencia de ir a colocarle en el lugar más inadecuado para él. Si en París desaparecía durante días y volvía a casa en unas condiciones lamentables, ¿qué no iba a sucederle en Shanghai, donde, por lo visto, era fácil y común dejarse llevar sin control por las apetencias y los placeres? Un hombre como él no podía resistirse. Lo que no conseguía entender era de dónde había sacado, teniendo tantas deudas, el dinero que me mandaba de vez en cuando a través del Crédit Lyonnais. El sueldo que la viuda del pintor Paul Ranson me pagaba por dar clases en su Académie no daba para muchas alegrías, así que, en ocasiones, le pedía ayuda en mis cartas y, casi a vuelta de correo, tenía a mi disposición una suma generosa en la oficina del Crédit del Boulevard des Italiens.

M. Julliard interrumpió el hilo de mis pensamientos.

—Ahora, Mme. De Poulain, tendrá usted que saldar las deudas de Rémy o exponerse a pleitos y embargos. De hecho, ya hay algunos litigios en marcha que no van a detenerse con su muerte.

—Pero, ¿y su hermano? Yo no tengo nada.

—Como ya le he dicho,
madame
, Arthème pagó gran parte de los débitos hace algunos años. Los abogados de la empresa, así como
monsieur
Voillis, el nuevo apoderado, me han comunicado que la familia se desentiende de cualquier problema relacionado con Rémy o con usted, a la que me han pedido que comunique la conveniencia de no solicitarles ninguna ayuda ni hacerles ninguna reclamación.

El orgullo me hizo dar un respingo.

—Dígales que no se preocupen, que para mí no existen. Pero le repito, M. Julliard, que yo no tengo nada, que no puedo hacer frente a esos pagos.

De nuevo sentía crecer el ritmo de los latidos de mi corazón y de nuevo el aire encontraba problemas para entrar en mis pulmones.

—Lo sé,
madame
, lo sé, y no imagina cómo lo lamento —murmuró el abogado—. Si usted me lo permite, voy a proponerle algunas soluciones en las que he estado pensando para que pueda afrontar esta situación.

Empezó a remover enérgicamente los papeles del legajo de tal manera que terminaron por inundar su mesa.

—¿Y los criados, M. Julliard? —le pregunté—. ¿Cómo voy a pagar a los criados?

—¡Oh, no se preocupe por eso! —exclamó, distraído—. Los amarillos trabajan por el techo y la comida. Así son las cosas aquí; hay mucha miseria y mucha hambre,
madame
. Quizá Rémy le diera una pequeña cantidad de vez en cuando a la señora Zhong porque la apreciaba mucho, pero usted no está obligada... ¡Ah, ésta es! —Se interrumpió, sacando una hoja del desordenado montón—. Bueno, veamos... Ante todo,
madame
, tendrá que vender las casas, tanto la de aquí como la de París. ¿Tiene usted alguna otra propiedad con la que pudiéramos contar?

—No.

—¿Nada? ¿Está segura? —El pobre hombre no sabía cómo insistir y yo apenas podía respirar—. ¿Alguna propiedad en su país, en España? ¿Una casa, tierras, algún negocio...?

—Yo... No. —Mi garganta emitió un leve silbido y me agarré con desesperación al borde del asiento—. Mi familia me desheredó y hoy lo tiene todo mi sobrina. Pero no puedo...

—¿Quiere un poco de agua,
madame
? ¡El té! —recordó de pronto. Se levantó de golpe y se dirigió corriendo hacia la puerta. Poco después tenía entre mis manos una bonita taza china con tapadera que desprendía un aroma delicioso. Di pequeños sorbos hasta que me encontré mejor. El abogado, lleno de preocupación, se había plantado a mi lado.

—M. Julliard —supliqué—. No puedo disponer de nada en Europa y no voy a pedirle ayuda a mi sobrina. No me parecería correcto.

—Muy bien,
madame
, como usted diga. Quizá, con un poco de suerte, consigamos sacar lo suficiente con las casas y su contenido.

—¡Pero no puedo perder la casa de París! ¡Es mi hogar, el único que tengo!

¿A los cuarenta y tantos años iba a empezar de nuevo? No, imposible. Cuando me fui de España era joven y poseía empuje y energía para afrontar la pobreza, pero ahora ya no era la misma, los años me habían restado brío y no me sentía capaz de vivir en alguna buhardilla inmunda de un barrio peligroso.

—Tranquilícese, Mme. De Poulain. Le prometo que haré todo lo que pueda para ayudarla. Pero las casas hay que venderlas, no queda otra solución. ¿O podría usted reunir trescientos mil francos en las próximas semanas?

¿Cuánto había dicho...? No podía ser. ¿Trescientos mil...?

—¡Trescientos mil francos! —grité horrorizada. La moneda francesa y la española iban más o menos a la par, así que estábamos hablando, nada más y nada menos, que de... ¡trescientas mil pesetas! ¡Si yo sólo ganaba quince duros al mes en la Académie! ¿Cómo iba a conseguir esa cantidad? Además, después de la guerra, la vida en París se había vuelto insoportablemente cara. Hacía mucho tiempo que nadie podía comprar en sitios como Le Louvre o Au Bon Marché. La gente hacía verdaderas economías para sobrevivir y los pocos que aún tenían dinero habían visto muy mermadas sus rentas.

—No se preocupe. Venderemos las casas y organizaremos una almoneda. Rémy era un gran coleccionista de arte chino. Seguro que conseguimos acercarnos al total.

—Mi casa de París es muy pequeña... —musité—. Valdrá unos cuatro mil o cinco mil francos nada más. Y, eso, porque está cerca de L'Ecole de Médecine.

—¿Quiere que me ponga en contacto con un abogado amigo mío para que se encargue de la venta?

—¡No! —exclamé con la poca fuerza que me quedaba—. Mi casa de París no se vende.

—¡
madame
...!

—¡Que no!

M. Julliard se batió en retirada, apesadumbrado.

—Muy bien, Mme. De Poulain, como usted diga. Pero vamos a tener problemas. Por la casa de Rémy podríamos conseguir unos cien mil francos, más o menos, y con la almoneda, si todo va bien, otros treinta o cuarenta mil. Todavía faltará muchísimo dinero.

Tenía que salir de aquel despacho. Tenía que llegar a la calle para poder respirar. No debía quedarme allí ni un minuto más si no quería sufrir una crisis nerviosa delante del abogado.

—Déjeme unos días para pensar,
monsieur
—dije, poniéndome en pie y sujetando mi bolso con fuerza—. Encontraré una solución.

—Como usted quiera,
madame
—repuso el abogado, abriéndome con solicitud la puerta de la oficina—. La estaré esperando. Pero no deje que pase mucho tiempo. ¿Podría firmarme ahora los papeles para empezar a organizar la venta y la subasta?

No podía entretenerme ni un segundo.

—Otro día, M. Julliard.

—Muy bien,
madame
.

Cuando alcancé la calle, tuve que apoyarme contra la pared un momento para que las piernas no me dejaran caer. El culí de mi
rickshaw
dejó de dormitar en cuanto me vio y se levantó del asiento para coger los varales, dispuesto a volver al punto de origen, pero yo no podía caminar, no podía recorrer los escasos dos metros que me separaban del vehículo. Estaba asustada, acobardada; sentía que todo se hundía bajo mis pies, que mi vida entera se tambaleaba. Iba a perder todo cuanto tenía. Podría vivir un tiempo en casa de alguna amiga o alojarme en alguna pensión barata de Montparnasse; podría mantenerme con la venta de mis cuadros y con mi trabajo en la Académie, pero no podría costearme otra vivienda. Me tapé los ojos con las manos y empecé a llorar silenciosamente. Perder mi casa, aquel bonito apartamento de tres habitaciones en las que entraba a raudales una poderosa luz del sureste que yo consideraba indispensable para conseguir la pureza de línea y de color en mis pinturas, me provocaba una angustia terrible, un miedo insoportable. Rémy, con su muerte, me quitaba todo cuanto me había dado en vida. Estaba igual que veinte años atrás, antes de conocerle.

Durante el camino de regreso, entre llantos interminables, me vine abajo por fin. Nada iba a ser fácil durante las próximas semanas y la vuelta a París se convertía en otra pesadilla. Con todo, de repente me di cuenta de que aún existía otro problema con el que no había contado: acostumbrada a estar sola, a pensar siempre de manera individual, había olvidado que ahora tenía una sobrina a mi cargo que debía seguirme a donde yo fuera hasta su mayoría de edad y a la que tenía que sostener y alimentar mientras estuviera bajo mi tutela. Sentí como si la vida me odiara y hubiera decidido hundirme en el barro pisándome con una bota de hierro. ¿Cómo podían acumularse tantos problemas al mismo tiempo? ¿Quién me había echado una maldición? ¿Es que no tenía bastante con la ruina económica?

Llegué a tiempo a la casa para cambiarme de ropa y volver a salir. Tuve que zafarme de la señora Zhong y de Fernanda, que aparecían como sombras en mi camino, y creo que, a pesar de mis esfuerzos, mi sobrina se percató de que algo pasaba. Me encerré en la habitación de Rémy y, tras lavarme la cara con agua fría, recompuse mi aspecto poniéndome un vestido de muselina de color verde y una pamela a juego, más adecuada para el mediodía. Hubiera dado cualquier cosa por no tener que salir, por meterme en la cama y quedarme allí para siempre, dejando que el mundo se hundiera, pero el maquillaje de mi rostro y los retoques con el lápiz labial me apremiaban más que la huida de la realidad; el cónsul general de Francia en Shanghai me estaba esperando para comer y quizá, sólo quizá, M. Wilden podría ayudarme. Un cónsul siempre tiene poder, información y recursos para afrontar cualquier situación incómoda en un país extranjero y yo era una viuda francesa en China con muchos apuros. A lo mejor se le ocurría algo.

A las doce y media en punto, M. Favez se presentó en la puerta de la casa al volante de su maravilloso Voisin cabriolé.

—Tiene usted mala cara, Mme. De Poulain —comentó preocupado mientras me ayudaba a subir al auto—. ¿Se encuentra bien?

—No he podido descansar,
monsieur
. La cama china de mi marido ha resultado bastante incómoda.

El agregado soltó una alegre carcajada.

—¡Nada como una blanda cama europea,
madame
!

Bueno, en realidad, nada como tener mucho dinero en el banco para no preocuparse por las deudas de juego, opio y burdeles de un golfo como Rémy. Empezaba a sentir un afilado rencor hacia aquella cigarra jaranera que tanta gracia me había hecho siempre. Era un estúpido redomado, un imbécil sin cerebro incapaz de dominar sus apetencias. No me sorprendía lo más mínimo que su hermano hubiera decidido apartarle de los negocios; sin duda, la empresa hubiese quebrado con su mal hacer y sus desfalcos. Existe una línea que permite al ser humano divertirse e, incluso, propasarse en esta diversión, sin que se produzcan efectos irreparables en su vida cotidiana, en su trabajo y en su familia. Rémy no conocía esa línea. Para él, lo primero era lo que demandaba su cuerpo, lo segundo, también, y lo tercero, más de lo mismo. ¿Alcohol?, alcohol; ¿mujeres?, mujeres; ¿juego?, juego; ¿opio?, pues opio, y todo hasta caer exhausto, hasta el límite.

El cónsul Wilden y su esposa, la encantadora Jeanne, fueron realmente amables conmigo. Él era un hombre de mi edad, inteligente, elegante y profundo conocedor de la cultura china. De hecho, llevaba dieciocho años en el país y había vivido en ciudades de nombres tan exóticos como Tchong-king, Tcheng-tou y Yunnan. Jeanne y él se esforzaron mucho por consolarme cuando, llorando, les expliqué lo que me había comunicado el abogado de Rémy por la mañana. Su trato con mi marido había sido siempre muy cortés, me contaron, y, desde que llegaron a Shanghai en 1917, le habían visto en repetidas ocasiones con motivo de la celebración en el consulado de las fiestas nacionales francesas y de las Navidades. Rémy era para ellos un caballero amable y divertido, con el que Jeanne siempre se reía muchísimo por la gracia que tenía para contar chistes y para hacer un comentario agudo en el momento preciso. Sí, claro que conocían sus problemas económicos. La comunidad extranjera era muy pequeña y todo se acababa sabiendo. El caso de Rémy, sin ser el único, había sido muy comentado por la gran cantidad de amigos que tenía. Él cuidaba mucho su red social y siempre estaba dispuesto a ayudar a cualquiera que lo necesitara. Cientos de personas acudieron al funeral, afirmaron los Wilden, y toda la colonia francesa había sentido terriblemente su muerte, sobre todo por cómo se había producido.

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