Read Todo bajo el cielo Online
Authors: Matilde Asensi
La mirada neutral continuó.
—¿Recuerda que va a venir al muelle personal del consulado para recogernos?
—Por eso mismo voy a ponerme lo que te he dicho. Es la ropa que mejor me sienta. ¡Ah, y el bolso y los zapatos blancos, por favor!
Cuando todos los baúles estuvieron cerrados y la ropa que había pedido dispuesta a los pies de la cama, mi sobrina salió del camarote sin decir una sola palabra más. Para entonces, yo ya me encontraba bastante recuperada gracias a la engañosa inmovilidad de la nave que, según pude advertir por las ventanillas, avanzaba lentamente entre un denso tráfico de buques tan grandes como el nuestro y un enjambre de veloces barquichuelas con velas cuadradas bajo cuyos sombrajos se cobijaban pescadores solitarios o, increíblemente, familias enteras de chinos, con ancianos, mujeres y niños.
Según decía la guía de viajes
Thomas Cook
que había comprado precipitadamente en la librería americana Shakespeare and Company el día antes de zarpar, estábamos remontando el río Huangpu, a cuyas orillas se encontraba la gran ciudad de Shanghai, cerca de la confluencia de esta corriente con la desembocadura del gran Yangtsé, el Río Azul, el más largo de toda Asia, que cruzaba el continente de Oeste a Este. Aunque parezca extraño, a pesar de que Rémy había vivido en China durante los últimos veinte años, yo jamás había visitado este país. Ni él me había pedido en ningún momento que fuera, ni yo me había sentido tentada por semejante viaje. La familia De Poulain tenía grandes sederías en Lyon, sustentadas por la materia prima que, en un principio, mandaba desde China el hermano mayor de Rémy, Arthème, que tuvo que volver a Francia para hacerse cargo del negocio tras la muerte del padre. A Rémy, que hasta entonces había disfrutado de una vida ociosa y despreocupada en París, no le quedó más remedio que hacerse cargo del puesto de Arthème en Shanghai, es decir, que con cuarenta y cinco años recién cumplidos, y sin haber dado jamás un palo al agua, se convirtió de la noche a la mañana en apoderado y agente de las hilanderías familiares en la metrópoli más importante y rica de Asia, la llamada «París del Extremo Oriente». Yo tenía entonces veinticinco años y, con sinceridad, me sentí muy aliviada cuando se marchó, dueña de la casa y libre para hacer lo que me diera la gana —que era exactamente lo que él había estado haciendo mientras yo estudiaba en la Académie—. Bien es verdad que, a partir de ese momento, tuve que depender exclusivamente de mis magros ingresos, pero el tiempo y la distancia sanearon la desquiciada relación entre Rémy y yo, convirtiéndonos en buenos amigos. Nos escribíamos mucho, nos lo contábamos todo y, qué duda cabe que, sin su puntual ayuda económica, me habría encontrado en verdaderos apuros en más de una ocasión.
Cuando terminé de vestirme, el bullicio en el barco era ya considerable. Por el tipo de luz que entraba por las ventanillas de mi camarote deduje que serían, aproximadamente, las cuatro de la tarde y, por los ruidos, que debíamos de estar atracando en los muelles de la compañía naviera en Shanghai. Si el viaje había transcurrido según lo previsto y si la memoria no me fallaba, aquel día tenía que ser el jueves 30 de agosto. Antes de abandonar el camarote y subir a la cubierta, me permití añadir un último toque escandaloso a mi veraniego atuendo de viuda cuarentona, soltando las cintas de las solapas de mi blusa y anudándome al cuello el suave y hermoso fular de seda blanca con bordados de flores que Rémy me regaló en 1914, tras volver a París con motivo de la guerra.
Cogí el bolso y, ante el espejo, me calé bien el sombrero sobre el pelo corto a lo
garçón
, me retoqué el maquillaje, me puse un poco de colorete para que no se me notaran tanto las ojeras y la palidez del rostro —por suerte, aquel año se llevaban los tonos lívidos— y, con paso vacilante, me encaminé hacia la puerta y hacia lo desconocido: estaba ni más ni menos que en Shanghai, la ciudad más dinámica y opulenta del Extremo Oriente, la más famosa, conocida en el mundo entero por su incontrolada pasión hacia todo tipo de placeres.
Desde la cubierta vi a Fernanda descendiendo por la pasarela con firmes andares. Se había puesto su terrible capotita negra y tenía exactamente el mismo aspecto que un cuervo en un campo de flores. La barahúnda era tremenda: cientos de personas se agolpaban para abandonar la nave mientras que otros cientos, o quizá miles, se amontonaban en el muelle, entre los cobertizos, los edificios de las Aduanas y las oficinas que ostentaban la bandera tricolor francesa, descargando fardos y equipajes, ofreciendo autos de alquiler, hoteles, transporte en esos carritos de dos ruedas llamados
rickshaws
, o, simplemente, esperando a familiares y amigos que llegaban, como nosotras, en el
André Lebon
. Policías vestidos de amarillo, con la cabeza velada por sombreros en forma de cono y bandas de tela en las piernas, intentaban poner orden en el caos golpeando brutalmente con varas cortas a todos los chinos descalzos y semidesnudos que, cargando al hombro una oscilante pinga de bambú con cenachos, vendían comida o vasos de té a los occidentales. Los gritos de los pobres culíes eran inaudibles entre el fragor humano, pero se les veía huir de la vara a toda velocidad para ir a detenerse pocos metros más allá y seguir con su actividad.
Fernanda era perfectamente visible entre la multitud; ni todas las coloridas pamelas y sombreros del mundo, ni todos los brillantes parasoles chinos, ni todos los toldos de todos los
rickshaws
de Shanghai hubieran conseguido ocultar a aquella enlutada y rolliza figura que avanzaba entre la gente como un carro de combate alemán hacia Verdún. No podía imaginar qué la animaba a alejarse del buque con tanta resolución, pero estaba demasiado ocupada tratando de no ser atropellada por el resto del pasaje como para inquietarme por alguien que, además de hablar el francés perfectamente —había recibido la educación propia de las muchachas españolas de familia con posibles, es decir, francés, costura, religión, algo de pintura y algo de piano—, que además de hablar francés, digo, podía merendarse a un par de pequeños chinos con coleta en un abrir y cerrar de ojos.
Descendí por la pasarela y el fuerte olor a podredumbre y suciedad que subía desde el muelle me hizo sentir de nuevo las agonías del mareo náutico. Como avanzábamos con mucha lentitud me dio tiempo a impregnar un pañuelo de batista con algunas gotas de colonia y a ponérmelo sobre la nariz y la boca, ocurrencia que fue rápidamente imitada por otras damas de mi entorno mientras los caballeros se resignaban, con cara de póquer, a respirar aquel terrible hedor fecal imposible de ignorar. Supuse entonces que el tufo procedía de las aguas sucias del Huangpu, al tener también algo de efluvio a pescado y a grasa quemada, pero más tarde descubrí que era el aroma habitual de Shanghai, un aroma al que, con el tiempo y sin remedio, terminabas acostumbrándote. Y, así, tras un buen rato, pisé suelo chino por primera vez en mi vida con el rostro embozado tras una máscara perfumada que sólo me dejaba los ojos al descubierto y cuál no sería mi sorpresa al encontrar allí mismo, al pie de la escalerilla, a mi diligente sobrina acompañada por un elegante caballero que, cortésmente, se deshizo en amables saludos tras darme el pésame por el fallecimiento de Rémy. Se trataba de
monsieur
Favez, agregado del cónsul general de Francia en Shanghai, Auguste H. Wilden, quien tenía el inmenso placer de invitarme a almorzar al día siguiente en su residencia oficial si, naturalmente, yo no había hecho otros planes y si me encontraba ya recuperada del viaje.
Acababa de llegar y mi agenda empezaba a estar repleta: por la mañana, reunión con el abogado de Rémy y, a mediodía, comida con el cónsul general de Francia. En realidad, yo iba a necesitar al menos un par de vidas para estabilizarme sobre tierra firme, sin embargo, por razones inexplicables, Fernanda parecía fresca, descansada y pletórica. Nunca, en el mes y medio que la conocía, había visto a mi sobrina exudar tan intensamente algo parecido a la alegría. ¿Sería el hedor de Shanghai o, quizá, que las multitudes la alteraban? En fin, por lo que fuese, aquella niña presentaba los mofletes encendidos y el rictus agrio de la cara se le había dulcificado muchísimo, sin contar con el valor y la determinación que había demostrado al lanzarse ella sola entre la multitud para localizar al agregado consular (quien, por cierto, la miraba a hurtadillas con una expresión de estupor muy poco diplomática). Sin embargo, aquella agradable impresión resultó tan efímera como un rayo de sol en una tormenta: mientras resolvíamos los trámites y papeleos en las oficinas de la Compagnie con ayuda de M. Favez, Fernanda volvió a ser sólo un rostro amurallado y una personalidad de metal sólido.
Un puñado de culíes cargaron en un abrir y cerrar de ojos nuestros bártulos en el portaequipajes del espléndido auto de M. Favez —un Voisin blanco descapotable con rueda de repuesto trasera y manivela de arranque plateada— y, sin más demora, salimos del muelle con un encantador chirrido de neumáticos que me hizo soltar una exclamación de regocijo y puso una sonrisa satisfecha en el rostro del agregado mientras hacía circular el auto por el lado izquierdo del Bund, la hermosa avenida emplazada en la ribera oeste del Huangpu. Ya sé que no parecía una viuda que había llegado a Shanghai con el propósito de hacerse cargo del cuerpo de su marido, pero me daba exactamente lo mismo. Peor hubiera sido aparentar un luto falso, especialmente cuando toda la colonia francesa de la ciudad debía de saber a la perfección que Rémy y yo vivíamos separados desde hacía veinte años y, con toda seguridad, le conocían cien, o quizá mil, aventuras galantes. Rémy y yo nos casamos por interés; yo, para tener seguridad y un techo bajo el que cobijarme en un país extranjero y él, una esposa legal que le permitiera acceder a la cuantiosa herencia de su madre, que murió desesperada por ver sentar la cabeza a su hijo libertino. Cumplidos los objetivos, nuestro matrimonio fue una hermosa historia de amistad y por eso precisamente no pensaba vestir de negro ni llorar a lágrima viva una ausencia que jamás había sido otra cosa. Sólo yo sabía lo que me dolía perder a Rémy y, ciertamente, no estaba dispuesta a manifestarlo en público.
Mientras mis ojos saltaban de un personaje extraño a otro de los que transitaban por la populosa calle, M. Favez nos explicó que Shanghai, cuya población estaba compuesta mayoritariamente por celestes, era, sin embargo, una ciudad internacional controlada por occidentales.
—¿Celestes...? —le interrumpí.
—Así llamamos aquí a los chinos. Ellos se consideran aún miembros del Imperio del Hijo del Cielo, es decir, del último emperador, el joven Puyi
1
, que sigue viviendo en la Ciudad Prohibida de Pekín aunque no tiene ningún poder desde 1911, cuando el doctor Sun Yatsen derrocó a la monarquía y estableció la República. Pero eso no impide que los chinos sigan creyéndose superiores a los occidentales y por eso les llamamos, irónicamente, celestes. O amarillos. También les llamamos amarillos —puntualizó con una sonrisa.
—¿Y no le parece un poco ofensivo? —me sorprendí.
—¿Ofensivo...? Pues no, la verdad. Ellos nos llaman bárbaros, Narices Grandes y
Yang-kwei
, «diablos extranjeros». Quid pro quo, ¿no le parece?
En Shanghai existían tres importantes divisiones territoriales y políticas, siguió explicándonos el agregado mientras conducía a toda velocidad haciendo sonar la bocina para apartar a personas y vehículos; la primera, la Concesión Francesa, donde nos encontrábamos, una alargada franja de terreno a la que también pertenecía el muelle del Bund en el que había atracado el
André Lebon
; la segunda, la vieja ciudad china de Nantao, un espacio casi circular ubicado al sur de la Concesión Francesa y rodeado por un hermoso bulevar construido sobre los restos de las antiguas murallas que fueron derribadas tras la revolución republicana de 1911; y, por último, y mucho más grande que las anteriores, la Concesión Internacional, al norte, gobernada por los cónsules de todos los países con representación diplomática.
—¿Y todos mandan igual? —pregunté, sujetándome contra el pecho el fular que el viento me lanzaba hacia la cara.
—
Monsieur
Wilden tiene plena autoridad en la parte francesa,
madame
. En la Internacional, se nota más el peso político y económico de Inglaterra y de Estados Unidos, que son las naciones más fuertes en China, pero hay colonias de griegos, belgas, portugueses, judíos, italianos, alemanes, escandinavos... Incluso de españoles —recalcó amablemente; yo era francesa por matrimonio, pero mi origen se delataba sin ninguna duda gracias a mi acento, mi nombre (Elvira), mi pelo negro y mis ojos marrones—. Por otra parte, en estos últimos tiempos —continuó explicando mientras sujetaba el volante con mucha fuerza—, Shanghai se ha llenado de rusos, tanto de los rusos bolcheviques que viven en el consulado y sus inmediaciones, como de rusos blancos que han huido de la revolución. Éstos son los más numerosos.
—En París ha ocurrido lo mismo.
M. Favez giró la cara hacia mí un instante, se rió, y, luego, volvió a mirar rápidamente hacia la avenida, tocando la bocina y maniobrando con pericia para no chocar contra un tranvía atestado de celestes con sombreros occidentales y largas vestiduras chinas que viajaban, incluso, colgados de las barras exteriores del vehículo. Todos los tranvías de Shanghai estaban pintados de verde y plata, y exhibían vistosos rótulos publicitarios con extraños caracteres.
—Sí,
madame
—concedió—, pero a París han ido los rusos ricos, la aristocracia zarista; a esta ciudad sólo han llegado los pobres. En realidad, la raza más peligrosa, si se me permite decirlo así, es la nipona, que lleva mucho tiempo intentando apoderarse de Shanghai. De hecho, han creado su propia ciudad dentro de la Concesión Internacional. Los imperialistas japoneses tienen grandes ambiciones sobre China y, lo que es peor, también tienen un ejército muy poderoso... —De repente se dio cuenta de que, quizá, estaba hablando demasiado y sonrió con turbación—. Aquí, Mme. De Poulain, en esta hermosa ciudad que es el segundo puerto del mundo y el primer mercado de Oriente, vivimos dos millones de personas, ¿sabe?, de las cuales sólo cincuenta mil somos extranjeros y el resto, amarillos. Nada es sencillo en Shanghai, como ya tendrá oportunidad de comprobar.
Fue una lástima que sólo viéramos el corto tramo del Bund que pertenecía a Francia porque, aquel primer día, y como M. Favez torció pronto a la izquierda entrando en el Boulevard Edouard VII, no pudimos disfrutar de las maravillas arquitectónicas de la calle más impresionante de Shanghai, a lo largo de la cual se encontraban los hoteles más lujosos, los clubes más espléndidos, los edificios más altos y los bancos, las oficinas y los consulados más importantes. Todo ello frente a las aguas sucias y malolientes del Huangpu.