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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (55 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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—Es cabello —dijo el prefecto, mirándolo bajo la luz.

El magistrado dio otro golpe con su mazo.

—No es el pelo de mi hijo —se interpuso la viuda Kang, sorprendiendo a todos los presentes—. Este monje vive cerca de nuestra casa. Sólo va al río a buscar agua.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó el prefecto, clavando los ojos en los de Kang—. ¿Cómo podrías saberlo?

—Lo veo allí a todas horas. Nos trae agua y algo de madera. Tiene un hijo. Cuida nuestro santuario. Es sólo un pobre monje, un mendigo. Que ha quedado cojo como consecuencia de la utilización de estas cosas vuestras —dijo ella, señalando el instrumento de tortura.

—¿Qué está haciendo esta mujer aquí? —preguntó el prefecto al magistrado.

El magistrado se encogió de hombros, parecía enfadado.

—Es un testigo como cualquier otro.

—Yo no pedí testigos.

—Nosotros la llamamos —dijo uno de los oficiales del gobernador—. Hacedle más preguntas.

El magistrado se dirigió a ella.

—¿Puedes dar fe de la presencia de este hombre el día diecinueve del mes pasado?

—Estaba en mi propiedad, tal como he dicho antes.

—¿Ese día en particular? ¿Cómo puedes saberlo?

—La fiesta de la anunciación de Guanyin fue al día siguiente, y Bao Ssu nos ayudó con los preparativos. Trabajamos todo el día preparando los sacrificios.

Un silencio total invadió la habitación. Luego el dignatario dijo secamente: —¿Entonces eres budista?

La viuda Kang lo observó con calma.

—Soy la viuda de Kung Xin, que antes de su muerte era un yamen local. Mis hijos Kung Yen y Kung Yi han aprobado ambos sus exámenes y están sirviendo al emperador en Nankín y...

—Sí, sí. Pero pregunto si eres budista.

—Sigo las costumbres de los han —dijo Kang fríamente. El oficial interrogador era un manchú, uno de los oficiales de alto rango del emperador Qianlong. Comenzaba a enrojecer un poco.

—¿Qué tiene que ver eso con tu religión?

—Todo. Por supuesto. Sigo las tradiciones antiguas, para honrar a mi esposo, a mis parientes y a mis antepasados. Cómo ocupo las horas antes de reunirme nuevamente con mi esposo no le incumbe a nadie más que a mí, por supuesto. Simplemente es el trabajo espiritual de una mujer mayor, una que no ha muerto todavía. Pero yo vi lo que vi.

—¿Cuántos años tienes?

—Cuarenta y un sui.
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—Y pasaste todas las horas del día diecinueve del noveno mes con este mendigo que está aquí.

—Las suficientes como para saber que no pudo haber ido hasta el mercado de la ciudad y regresar. Naturalmente, trabajé en el telar por la tarde.

Otro silencio en la cámara. Luego el oficial manchú hizo un irritado gesto al magistrado.

—Hazle más preguntas al hombre.

Con una venenosa mirada a Kang, el magistrado se inclinó hacia adelante para gritarle a Bao: —¿Por qué tienes tijeras en tu bolsa?

—Para hacer talismanes.

El magistrado golpeó la cuña aún con más fuerza que antes, y Bao aulló una vez más.

—¡Dime realmente para qué eran! ¿Por qué llevas una coleta en tu bolsa? Golpeó duramente después de cada pregunta.

Luego las preguntas las hizo el prefecto, cada una acompañada por un golpe con el mazo del furioso magistrado y continuos gemidos de Bao.

Finalmente, ya de color escarlata y sudando a mares, Bao gritó: —¡Basta! Por favor, basta. Confieso. Os contaré lo que ocurrió.

El magistrado descansó su mazo sobre una de las cuñas.

—Cuéntanos.

—Fui engañado por un brujo para que les ayudara. Al principio yo no sabía de qué se trataba. Me dijeron que si no les ayudaba robarían el alma de mi hijo.

—¿Cómo se llamaba ese brujo?

—Bao Ssu-nen, casi como yo. Venía de Suzhou, y tenía muchos aliados trabajando para él. Podía sobrevolar toda China en una noche. Me dio un poco de polvo aturdidor y me dijo lo que tenía que hacer. ¡Por favor, aflojad la prensa, por favor! Ahora os estoy diciendo todo. No podía dejar de hacerlo. Tuve que hacerlo por el alma de mi hijo.

—Así que sí cortaste coletas el diecinueve del mes pasado.

—¡Sólo una! Sólo una, por favor. Cuando me obligaron a hacerlo.

¡Por favor, aflojad un poco la prensa! El oficial manchú levantó las cejas y miró a la viuda Kang.

—De modo que tú no pudiste haber estado tanto tiempo con él como dices. Tal vez sea mejor así para ti.

Alguien se rió por lo bajo.

Kang dijo con su voz ronca y seca: —Evidentemente, ésta es una de esas confesiones de las que hemos oído hablar, obtenidas gracias a la tortura. Todo el miedo al robo de almas está basado en confesiones como ésta, y lo único que hace es crear un sentimiento de pánico entre los sirvientes y los trabajadores. Nada podía ser un peor servicio para el emperador...

—¡Silencio! —Vosotros enviáis estos informes y hacéis que el emperador se preocupe terriblemente y, luego, cuando se hace una investigación como debe ser, se revela la sucesión de mentiras forzadas...

—¡Silencio! —¡Sois transparentes por arriba y por abajo! ¡El emperador lo verá! El oficial manchú se puso de pie y señaló a Kang.

—Tal vez quieras ocupar el lugar de este brujo en la prensa.

Kang no dijo nada. Shih temblaba junto a ella, que se inclinó sobre él y adelantó un pie hasta que dejó de estar cubierto por la túnica, calzado con una pequeña zapatilla de seda. Clavó sus ojos en los del manchú.

—No sería la primera vez.

—Sacad a esta demente criatura del interrogatorio —dijo el manchú tajantemente; su rostro se había teñido de un rojo oscuro.

El pie de una mujer mostrado durante la instrucción de un crimen tan serio como el robo de almas: eso estaba más allá de toda norma.
6

—Soy un testigo —dijo Kang, sin moverse.

—Por favor —le dijo Bao—. Marchaos, señora. Haced lo que os dice el magistrado. — Apenas pudo moverse un poco para mirarla—. Todo irá bien.

Entonces, madre e hijo se marcharon. En el camino de regreso a casa, sobre el palanquín, Kang lloró mientras apartaba las manos reconfortantes de Shih.

—¿Qué sucede, madre? ¿Qué sucede?

—He avergonzado a tu familia. He destruido las esperanzas más valiosas de tu padre. Shih parecía asustado.

—Es sólo un mendigo.

—¡Calla! —siseó. Luego maldijo como uno de los sirvientes—. ¡Ese manchú! ¡Miserables extranjeros! Ni siquiera son chinos, verdaderos chinos. Todas las dinastías comienzan bien, limpian la degradación de la que ha caído. Pero después le llega el turno a su corrupción. Y ahí están los Qing. Por eso les interesa tanto el tema del corte de coletas. Ésa es la marca que ellos nos imponen, la huella impresa en cada hombre chino.

—Pero es así, madre. ¡Tú no puedes cambiar las cosas!

—No. ¡Oh, estoy tan avergonzada! He perdido la razón. Nunca debería haber ido allí. No he hecho más que colaborar con los golpes en los pobres tobillos de Bao.

Una vez llegados a la casa, ella se dirigió a la zona de las mujeres. Ayunaba, trabajaba con sus tejidos durante todas las horas que permanecía despierta, y no quería hablar con nadie.

Luego, llegaron noticias de que Bao había muerto en prisión, víctima de una fiebre que no tenía nada que ver con el interrogatorio, o al menos eso habían dicho los carceleros. Kang se encerró en su habitación, llorando, y no quiso salir. Cuando lo hizo, días después, pasó todas sus horas de vigilia tejiendo o escribiendo poemas; comía en el telar o en el escritorio donde escribía. Se negó a enseñar algo más a Shih, incluso a hablarle, lo cual lo perturbó bastante; en realidad, eso le asustaba más que nada de lo que pudiera haberle dicho. Pero disfrutaba jugando junto al río. A Xinwu se le pidió que se mantuviera lejos de él, y era cuidado por los sirvientes.

A mi pobre mono se le cayó el melocotón.

A la luna nueva se le olvidó brillar.

Ya no se subirá más al pino, ya no irá más con el pequeño mono en la espalda.

Regresa como una mariposa, y yo seré tu sueño.

Un día, no mucho tiempo después de aquello, Pao trajo a Kang una pequeña coleta negra, que había sido encontrada, enterrada debajo de la morera, por un sirviente que había estado removiendo la tierra. Estaba cortada en ángulo, y éste coincidía con lo que quedaba en la cabeza de Shih.

Kang resopló al ver la coleta; entró en la habitación de Shih y le dio un duro golpe en una oreja. El niño gritó su dolor y preguntó el porqué del castigo. Kang lo ignoró y regresó llorando a la zona de las mujeres; y cogió unas tijeras y cortó toda la seda que estaba extendida en los marcos para ser bordada. Las criadas gritaron alarmadas, no podían creer lo que veían sus ojos. La señora de la casa se había vuelto loca. Nunca la habían visto llorar así, ni siquiera después de la muerte de su esposo.

Más tarde, ella ordenó a Pao que no dijera nada sobre la coleta encontrada. De todas maneras, los sirvientes se enteraron del descubrimiento; Shih no abandonaba su habitación. No parecía importarle.

A partir de entonces, la viuda Kang dejó de dormir por las noches. A menudo llamaba a Pao para pedirle vino.

—Lo he visto otra vez —solía decir—. Esta vez era un monje joven, llevaba otro traje. Era un hui-hui. Y yo era una joven reina. Entonces me salvaba y escapábamos juntos. Ahora su fantasma tiene hambre y vaga entre los mundos.

Dejaban ofrendas para él al otro lado de la puerta, y en las ventanas. Kang seguía despertando a toda la casa con sus gritos en sueños, como los de un pavo real, y a veces la encontraban caminando dormida entre los edificios del recinto, hablando en lenguas extrañas y hasta con voces que no eran la suya. La costumbre era no despertar a alguien que caminaba dormido, para que el espíritu no se asustara ni se confundiera y olvidara el camino de regreso al cuerpo. Así que iban delante de ella, moviendo los muebles para que no se lastimara, y pellizcaban al gallo para que cantara más temprano. Pao intentó hacer que Shih escribiera una carta a sus hermanos mayores y les contara lo que estaba sucediendo, o al menos que escribiera lo que su madre decía por las noches, pero Shih se negó. Finalmente, Pao contó lo que sucedía a la hermana del jefe de sirvientes del hermano mayor de Shih, en el mercado cuando estaba de visita en Hangzhou, y así las noticias llegaron a oídos del hermano mayor, en Nankín. Sin embargo, no visitó a su madre; no le permitían hacer una pausa en sus tareas.
7

Pero hizo que un erudito musulmán lo visitara, un médico que procedía de la frontera, y puesto que este hombre tenía un interés profesional en circunstancias como las de la viuda Kang, unos meses más tarde pasó a visitarla.

El recuerdo

Kang Tongbi recibió al visitante en el salón junto al patio delantero consagrado a las visitas de la casa, y se sentó observándolo detenidamente mientras él explicaba quién era, en un chino claro aunque con extraño acento. Su nombre era Ibrahim ibn Hasam. Era un hombre menudo y de aspecto frágil, aproximadamente de la misma estatura y complexión de Kang, sus cabellos eran blancos. Nunca se quitaba unas gafas para leer, y sus ojos nadaban detrás de los cristales como los peces de un estanque. Era un verdadero hui, oriundo de Irán, aunque había vivido en China durante casi todo el reinado del emperador Qianlong; como casi todos los extranjeros que ya llevaban mucho tiempo en China, se había comprometido a quedarse el resto de su vida.

—China es mi hogar —dijo, algo que sonó extraño con su acento. Asintió atentamente con la cabeza al ver la expresión de Kang—. No soy un han puro, obviamente, pero me gusta vivir aquí. De hecho, pronto volveré a vivir en Lanzhou, para estar entre la gente de mi misma fe. Creo que he aprendido bastante estudiando con Liu Zhi para poder servir a aquellos que desean un mejor entendimiento entre los chinos musulmanes y los chinos han. En cualquier caso, ésa es mi esperanza.

Kang asintió amablemente con la cabeza al escuchar aquella inverosímil tarea.

—¿Y habéis venido aquí para...?

Él hizo una reverencia.

—He estado ayudando al gobernador de la provincia en estos conocidos casos de...

—¿Robos de almas? —preguntó Kang repentinamente.

—Pues... Sí. En cualquier caso, coletas cortadas. No es tan fácil determinar si se trata de brujería o simplemente de rebelión contra la dinastía. Ante todo, soy un erudito, un erudito religioso, pero también he estudiado las artes médicas, por eso me llamaron para ver si podía aportar algún dato que pudiera ayudar a esclarecer el asunto. También he estudiado casos de... posesión del alma. Y otras cosas semejantes.

Kang lo miró fríamente. Él dudó un poco antes de continuar.

—Vuestro hijo mayor me ha informado de que habéis tenido algún incidente de esta clase.

—Yo no sé nada de eso —contestó ella secamente—. A mi hijo menor le cortaron la coleta, eso es todo lo que sé. El caso ha sido investigado sin ningún resultado en particular. En cuanto al resto, lo ignoro. Duermo, y me he despertado algunas veces con frío y en algún sitio que no era mi cama. En cualquier otro lugar del recinto, de hecho. Mis sirvientes me dicen que he estado diciendo cosas que ellos no entienden. Hablando en una lengua que no es chino.

Los ojos de él nadaban detrás de los cristales.

—¿Habláis alguna otra lengua, señora?

—Desde luego que no.

—Lo siento. Vuestro hijo dijo que erais muy culta.

—Mi padre se complacía en enseñarme los clásicos, tanto a mí como a sus hijos.

—Tenéis reputación de ser una excelente poetisa.

Kang no respondió, pero se sonrojó un poco.

—Espero tener el privilegio de leer algunos de vuestros poemas.

Podrían ayudar en mi trabajo.

—¿En qué consiste vuestro trabajo?

—Bueno..., en curar a quien recibe visitaciones, si es posible. Y en ayudar al emperador en la investigación de los cortes de coletas.

Kang frunció el ceño y miró hacia otro lado.

Ibrahim tomó unos cuantos sorbos de té y esperó. Parecía tener la habilidad de esperar más o menos indefinidamente.

Kang hizo un gesto a Pao para que volviera a llenar la taza de Ibrahim.

—Proceda, entonces.

Ibrahim hizo una reverencia en su asiento.

—Gracias. Tal vez podríamos empezar hablando de este monje que murió, Bao Ssu.

Kang se puso rígida en la silla.

—Sé que es difícil —murmuró Ibrahim—. Todavía estáis al cuidado de su hijo.

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