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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (54 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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—¿Por qué os han interrogado? —preguntó Kang duramente.

El hombre dudó y miró al niño.

—Mi hijo y yo estábamos viajando para regresar al templo del Bosque de Bambú Púrpura; parece que en aquel momento le cortaron la coleta a un muchacho.

Kang silbó, y el hombre la miró a los ojos, con una mano en alto.

—No somos brujos —dijo—. Por eso nos dejaron ir. Pero mi nombre es Bao Ssu, cuarto hijo de Bao Ju, y un mendigo que tenían a mano fue interrogado acerca de la maldición del jefe de una aldea, y éste nombró a un brujo que decía haber conocido, llamado Bao Ssu-ju. Pensaron que yo podría ser aquel hombre. Pero yo no soy ningún ladrón de almas. Simplemente un pobre monje con su hijo. Al final trajeron otra vez al mendigo, y éste confesó que se lo había inventado todo, para que no lo interrogaran más. Entonces nos dejaron ir.

Kang los observaba sin merma de sus sospechas. No meterse en problemas con los magistrados era una regla primordial; así que como mínimo eran culpables de eso.

—¿A ti también te torturaron? —le preguntó Shih al muchacho.

—Estuvieron a punto de hacerlo —respondió el niño—, pero en lugar de eso me dieron una pera, y yo les dije que el nombre de padre era Bao Ssu-ju. Pensé que estaba bien.

Bao seguía mirando a la viuda.

—¿Os importa que saquemos agua del río?

—No. Por supuesto que no. Adelante.

Y no dejó de observarlo mientras el hombre cojeaba por el sendero que bajaba al río.

—No podemos dejarlos entrar —decidió ella—. Shih, no te acerques a ellos. Pero pueden cuidar la puerta del santuario. Hasta que llegue el invierno, eso será mejor para ellos que andar los caminos, supongo.

Aquello no sorprendió a Shih. Su madre siempre estaba adoptando a gatos callejeros y a concubinas extraviadas, ayudaba a mantener el orfanato del pueblo y hacía rendir al máximo sus fondos financiando a las monjas budistas. Con frecuencia hablaba de convertirse ella misma en una de ellas. Escribía poesía:

—Estas flores sobre las que camino lastiman mi corazón —solía recitar de uno de sus poemas diurnos—. Cuando terminen mis días de arroz y de sal, copiaré los sutras y oraré todo el día. ¡Pero mientras tanto, más vale que todos nos pongamos a trabajar!

Fue así que el monje Bao y su hijo se convirtieron en rasgos distintivos de la puerta y de aquella parte del río, en medio del bambú y el santuario oculto en aquel bosque cada vez más ralo. Bao nunca recuperó un andar normal, pero ya no cojeaba tanto como la noche del día de la iluminación de Guanyin, y lo que él no podía hacer, lo hacía por ambos su hijo Xinwu, que era bastante fuerte teniendo en cuenta su tamaño. El siguiente día de Año Nuevo se unieron a los festejos, y Bao se las había arreglado para conseguir algunos huevos y pintarlos de rojo, para poder dárselos a Kang y a Shih y a los habitantes del hogar.
3

Bao ofreció los huevos con gran seriedad:

—Ge Hong contó que Buda dijo que el cosmos tiene forma de huevo y que la Tierra es como la yema que está dentro. —Al darle uno a Shih dijo—: Aquí tienes, ponlo longitudinalmente en la mano e intenta romperlo.

Shih parecía asustado, y Kang se opuso:

—Es demasiado bonito.

—No os preocupéis, es fuerte. Adelante, intenta romperlo. Si lo consigues, yo lo limpiaré.

Shih apretó con mucha cautela, inclinando hacia un lado la cabeza, y luego con más fuerza. Apretó hasta que su antebrazo se tensó. El huevo seguía entero. La viuda Kang lo cogió y lo intentó ella misma. Sus brazos eran muy fuertes por los trabajos de bordado, pero el huevo aguantó intacto.

—¿Lo veis? —dijo Bao—. La cáscara de huevo es frágil, pero la curva es resistente. La gente también es así. Cada persona es débil, pero juntas son fuertes.

Después de aquello, los días festivos religiosos, Kang solía reunirse con Bao junto a la puerta y discutir las escrituras budistas con él. El resto del tiempo ignoraba a ambos y se concentraba en su mundo dentro de las cuatro paredes.

Los estudios de Shih iban bastante mal. Él no parecía ser capaz de entender las operaciones aritméticas más allá de la suma y era incapaz de memorizar los clásicos más allá de las primeras palabras de cada párrafo. Su madre estaba completamente decepcionada.

—Shih, sé que tú no eres un muchacho tonto. Tu padre era un hombre brillante, tus hermanos son serios pensadores y tú siempre has sido rápido para encontrar razones para exculparte de todo y para que las cosas se hagan como tú quieres. Piensa en las ecuaciones como si se tratara de excusas, ¡y estarás bien! ¡Pero lo único que haces es pensar en la manera de no pensar en las cosas!

Tanto menosprecio, expresado con tonos de voz extremadamente agudos, nadie podía aguantarlo. No sólo eran las palabras de Kang, sino la forma en que las decía, con una nota de aspereza y la voz de una corneja, y la curva de sus labios, y la mirada asesina, encendida y santurrona a la vez —aquella manera que tenía de mirar como si te sacudiera con sus palabras — nadie podía enfrentarse a todo aquello. Lamentándose tristemente como siempre, Shih se alejó de esta última explosión fulminante.

Poco después de ese episodio, él regresó corriendo del mercado, lamentándose en serio. Chillando, en realidad, preso de un ataque de histeria.

—¡Mi coleta, mi coleta, mi coleta!

Se la habían cortado. Los sirvientes gritaban consternados, durante unos instantes todo fue un caos, pero el alboroto fue cortado de repente al igual que la pequeña coleta de Shih cuando sonó la voz de la viuda.

—¡Callaos todos!

Cogió a Shih por los brazos y lo sentó en el alféizar de la ventana donde tantas veces lo había examinado. Le secó brutalmente las lágrimas y lo acarició.

—Cálmate, tranquilízate. ¡Tranquilízate! Cuéntame lo ocurrido.

Con sollozos e hipos compulsivos contó la historia. Se había detenido en el camino de regreso a casa desde el mercado para observar a un malabarista, cuando de repente alguien le había tapado los ojos con las manos y le habían puesto un trapo que le cubrió toda la cara, tanto los ojos como la boca. Entonces comenzó a sentirse mareado y se desplomó en el suelo; cuando se levantó, no había nadie, y le faltaba la coleta.

Kang lo miraba atentamente mientras él contaba su historia; cuando terminó y se quedó mirando fijamente el suelo, ella frunció los labios y se acercó a la ventana. Miró durante un buen rato a través de ella los crisantemos que estaban debajo del viejo y nudoso enebro. Finalmente la jefa de los sirvientes, Pao, se acercó a ella. A Shih se lo llevaron para que se lavara la cara y comiera algo.

—¿Qué debemos hacer? —preguntó Pao en voz baja. Kang lanzó un pesado suspiro.

—Tendremos que denunciarlo —dijo sombríamente—. Si no lo hiciéramos, seguramente la gente se enteraría igual, por los sirvientes que hablan en el mercado. Y entonces se pensaría que estamos fomentando una rebelión.
4

—Por supuesto —dijo Pao, aliviada—. ¿Debo ir a informar al magistrado?

La respuesta se hizo esperar mucho. Pao miraba a la viuda Kang fijamente, cada vez más asustada. Kang parecía estar presa de un encantamiento maligno, como si estuviera en ese mismo momento luchando contra los ladrones de almas para salvar el alma de su hijo.

—Sí. Ve con Zunli. Nosotros iremos después con Shih.

Pao se fue. Kang vagó por la casa, mirando un objeto tras otro, como inspeccionando las habitaciones. Finalmente salió por la puerta principal y bajó lentamente por el sendero junto al río.

En la orilla debajo del gran roble encontró a Bao y a su hijo Xinwu, en el lugar donde estaban siempre.

—A Shih le han cortado la coleta —dijo.

El rostro de Bao se puso gris. Su frente comenzó a sudar.

—Ahora mismo lo llevamos al magistrado —agregó ella.

Bao asintió con la cabeza, tragando saliva. Lanzó una mirada a Xinwu.

—Si quieres ir de peregrinaje a un santuario lejano —dijo Kang con aspereza—, nosotros podríamos cuidar de tu hijo.

Bao asintió una vez más con la cabeza, con el rostro afligido. Kang miró el agua del río que fluía bajo la luz vespertina. Los rayos de sol que se reflejaban en el agua le obligaban a entrecerrar los ojos.

—Si te vas —agregó—, estarán seguros de que fuiste tú quien lo hizo.

El agua del río seguía fluyendo. Más abajo, Xinwu arrojaba piedras al agua y gritaba con cada chapoteo.

—Lo mismo sucederá si me quedo —dijo Bao finalmente.

Kang no respondió.

Después de un rato, Bao llamó a Xinwu y le dijo que debido a que él tenía que hacer una larga peregrinación, Xinwu se quedaría con Kang y Shih y el resto de la gente de la casa.

—¿Cuándo regresarás? —preguntó Xinwu.

—Pronto.

Xinwu estaba satisfecho, o poco dispuesto a pensar en ello.

Bao estiró la mano y tocó la manga de Kang.

—Gracias.

—Vete. Ten cuidado, que no te cojan.

—Lo tendré. Si puedo, enviaré un mensaje al templo del Bosque de Bambú Púrpura.

—No. Si no sabemos nada de ti, querrá decir que estás bien.

Él asintió con la cabeza. Cuando estaba a punto de irse, dudó unos instantes.

—Sabéis, señora, todos los seres han vivido muchas vidas. Vos decís que ya nos conocemos, pero antes de la festividad de Guanyin yo nunca había estado ni siquiera cerca de aquí.

—Lo sé.

—Así que debe ser que nos conocimos en otra vida.

—Lo sé. —Lo miró brevemente—. Vete.

Se alejó cojeando río arriba por el camino de la orilla, mirando a su alrededor para ver si alguien lo estaba mirando. De hecho, había algunos pescadores en la otra orilla, sus sombreros de paja brillaban bajo el sol.

Kang llevó a Xinwu hasta la casa, luego se sentó en una silla de manos para llevar a Shih, que no dejaba de lloriquear, a la ciudad, a las oficinas del magistrado.

El magistrado parecía estar tan disgustado como lo había estado la viuda Kang por tener que vérselas con semejante episodio. Pero, como ella, no podía permitirse ignorarlo, y entonces entrevistó a Shih, airadamente, e hizo que los guiara hasta el lugar donde había sucedido todo. Shih señaló un lugar en el camino cerca de un bosquecillo de bambú, apenas fuera de la vista de los primeros puestos del mercado de aquel distrito. Ninguna de las personas que estaban allí habitualmente había visto a Shih ni a un desconocido aquella mañana. Era un callejón sin salida.

Así que Kang y Shih se fueron a casa, y Shih lloraba y se quejaba diciendo que se sentía mal y que no podía estudiar. Kang lo miró fijamente y le dejó el día libre; además le dio una dosis saludable de yeso en polvo mezclado con cálculo biliar de vaca. No supieron nada de Bao ni del magistrado, y Xinwu se adaptó bien a los sirvientes de la casa. Kang dejó tranquilo a Shih durante un tiempo, hasta que un día se enfadó con él y cogió lo que le quedaba de la coleta y lo arrastró hasta el asiento de examen, diciendo:

—¡Con alma robada o no, aprobarás tus exámenes!

Y miró fijamente aquel rostro gatuno, hasta que el niño comenzó a musitar la lección del día anterior al corte de la coleta, sintiendo pena de sí mismo, e implacable ante el desprecio de su madre. Pero ella era aún más implacable. Si quería cenar tenía que aprender.

Luego llegaron noticias que decían que Bao había sido capturado en las montañas del oeste y que había sido traído de regreso para ser interrogado por el magistrado y el prefecto del distrito. Los soldados que llegaron con la noticia querían que Kang y Shih bajaran a la prefectura inmediatamente; habían traído un palanquín para llevarlos.

Kang silbó al oír las noticias y regresó a sus aposentos para vestirse adecuadamente para el viaje. Los sirvientes vieron que le temblaban las manos, en realidad le temblaba todo el cuerpo, y sus labios estaban blancos a pesar de la pintura que utilizaba para darles color. Antes de abandonar su habitación se sentó ante el telar y lloró amargamente. Luego se puso de pie y volvió a pintarse los ojos, y salió para reunirse con los guardias.

En la prefectura, Kang bajó de la silla y arrastró a Shih con ella hasta la cámara de examen del prefecto. Allí, los guardias estuvieron a punto de detenerla, pero el magistrado ordenó que la dejaran pasar, agregando amenazadoramente:

—Ésta es la mujer que le daba cobijo.

Shih se encogió de vergüenza al escuchar aquello y miró a los oficiales escondiéndose detrás del traje de seda bordada de Kang. Junto con el magistrado y el prefecto había varios oficiales que vestían unas túnicas rayadas con cintas en los brazos y decoradas con las insignias de oficiales de más alto rango: oso, venado, hasta una águila.

No hablaban, sin embargo, se limitaban a estar sentados en su silla observando al magistrado y al prefecto, quienes estaban de pie junto al desgraciado Bao. Bao estaba amarrado a un dispositivo de madera que le mantenía los brazos en alto sobre la cabeza. Sus piernas estaban atadas por los tobillos a una prensa.

La prensa que apretaba los tobillos tenía un mecanismo muy sencillo. Tres postes se erguían a partir de una base de madera; el del medio, entre los tobillos de Bao, había sido fijado a la base. Los otros dos estaban unidos al del medio aproximadamente a la altura de la cintura por una barra de hierro que pasaba a través de los tres, dejando sueltos a los dos de los extremos, aunque unos grandes pernos indicaban que únicamente podían moverse hacia afuera y hasta cierto punto. Los tobillos de Bao estaban atados a ambos lados del poste central; las puntas inferiores de los postes de los extremos hacían presión en la parte exterior de los tobillos de Bao.

Las puntas superiores habían sido separadas del poste central por cuñas de madera. Todo estaba ya lo más apretado que podía llegar a estar; cualquier golpe más que el magistrado diera a las cuñas con su mazo presionaría aún más los tobillos de Bao.

—¡Responde a la pregunta! —rugió el magistrado, inclinándose hacia abajo para gritar en el rostro de Bao.

Se enderezó, caminó lentamente, y le dio a la cuña más cercana un golpe seco con el mazo.

Bao aulló de dolor.

—¡Soy un monje! ¡He estado viviendo con mi hijo junto al río! ¡No puedo caminar mucho más lejos! ¡No voy a ninguna parte!

—¿Por qué tienes estas tijeras en tu bolsa? —le preguntó el prefecto tranquilamente—. Tijeras, polvos, libros. Y un trozo de coleta.

—¡Eso no es cabello! ¡Es mi talismán del templo, mirad cómo está trenzado! Son escrituras del templo... ¡ah!

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