Tiempo de odio (31 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: Tiempo de odio
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Una catapulta cuesta quinientos florines, una trebusetta doscientos, un fundíbulo como mínimo ciento cincuenta, la más sencilla balista ochenta. Los que sirven las máquinas, bien entrenados, cobran nueve florines y medio de sueldo. La columna que va hacia Vengerberg, incluyendo los caballos, los bueyes y los utensilios más pequeños, vale por lo menos trescientos ases. De un as, dicho de otro modo, un marco de metal puro que pese media libra, se sacan sesenta florines. El producto anual de una mina grande son cinco o seis mil ases...

La columna de sitio adelantó a la caballería ligera. Por las señales en los pendones Evertsen reconoció a los coraceros tácticos del principado de Winneburg, una de las columnas trasladadas desde Cintra. Sí, pensó, éstos tienen de qué alegrarse. La batalla ganada, el ejército de Aedirn a la desbandada. No se lanzará a los destacamentos de reserva a una lucha pesada con un ejército regular. Perseguirán a los que están en retirada, suprimirán los grupos dispersos y faltos de mandos, matarán, robarán y quemarán. Están contentos porque se les promete una guerra agradable y alegre. Una guerra que no causa problemas. Y que no mata.

Evertsen calculaba.

La caballería táctica aúna diez destacamentos de coraceros normales y cuenta con dos mil caballos. Aunque los winneburgianos no participarán ya en ninguna batalla de importancia, en los enfrentamientos caerán no menos que un sexto de ellos. Luego vendrán los campamentos y vivaques, la comida podrida, la suciedad, las chinches, los mosquitos, el agua pasada. Y sucederá lo de siempre, lo que es inevitable: tifus, disentería y malaria, que matarán a no menos de un cuarto. A esto hay que añadir a ojo de buen cubero los accidentes imprevistos, por lo general un quinto del total. A casa volverán ochocientos. No más. Y seguramente menos.

Por el camino pasaba el siguiente destacamento de coraceros, detrás de la caballería apareció un cuerpo de infantería. Marchaban arqueros vestidos con amarillas aljubas y cascos redondos, ballesteros con capelinas planas, hacheros y piqueros. Detrás de ellos venían los escuderos, veteranos de Vicovaro y Etolia, acorazados como cangrejos, más allá una confusión multicolor: lansquenetes a sueldo procedentes de Metinna, mercenarios de Thurn, Maecht, Geso y Ebbing...

Pese al bochorno, los destacamentos marchaban con gallardía, el polvo que levantaban las botas de los soldados se arremolinaba sobre el camino. Tronaban los tambores, tremolaban los estandartes, se agitaban y brillaban las moharras de las picas, las jabalinas, las alabardas y las lanzas. La soldadesca iba ligera y alegre. Así marchaba un ejército vencedor. Un ejército invencible. ¡Adelante, muchachos, adelante, a la lucha! ¡A Vengerberg! ¡A acabar con el enemigo, a vengarse por Sodden! ¡Cumplir el alegre servicio, llenar las alforjas de botín y a casa, a casa!

Evertsen miraba. Y calculaba.

 

—Vengerberg cayó al cabo de una semana de asedio —terminó Jaskier—. Te asombrará, pero allí los gremios defendieron valientemente hasta el final las torres y las zonas de muralla asignadas. Así que masacraron a toda la guarnición y a todos los habitantes de la ciudad, como unas seis mil personas. Al correrse la noticia de esto, comenzó un enorme éxodo. Los pelotones deshechos y la población civil comenzaron a huir a Temería y Redania. La multitud de refugiados siguió el valle del Pontar y los desfiladeros de Mahakam. Pero no todos pudieron escapar. Las avanzadillas a caballo de los nilfgaardianos los persiguieron, les cortaron el camino de huida... ¿Sabes de qué se trataba?

—No lo sé. No sé mucho de... No sé mucho de guerra, Jaskier.

—De los prisioneros. De los esclavos. Querían llevar al cautiverio al mayor número de gente posible. Es la mano de obra más barata para los nilfgaardianos. Por eso persiguieron con tanta saña a los refugiados. Fue una enorme caza de seres humanos, Geralt. Una caza fácil. Porque el ejército había huido y nadie defendía a los refugiados.

—¿Nadie?

—Casi nadie.

 

—No lo conseguiremos... —dijo Villis con la voz ronca, al tiempo que miraba a su alrededor—. No vamos a conseguir escapar... Su perra madre, la frontera está ya tan cerca... Tan cerca...

Rayla se puso de pie en los estribos, miró al camino que se retorcía por entre las colinas cubiertas de monte. El camino, hasta donde alcanzaba la vista, estaba salpicado de haberes desechados, cadáveres de caballos, carros y carretas arrojados a los lados. Detrás de ellos, al otro lado del bosque, columnas negras de humo hendían los cielos. Cada vez se oían más cerca los bramidos, los ruidos crecientes de una lucha.

—Están acabando con la protección de la retaguardia —dijo con sequedad la mercenaria—. Ahora es nuestro turno.

Villis palideció, uno de los soldados que les estaba escuchando aspiró haciendo mucho ruido. Rayla tiró de las riendas, dio la vuelta al semental que respiraba roncamente y que alzaba la cabeza con esfuerzo.

—Y de todas formas no vamos a escapar —dijo, tranquila—. Los caballos se van a caer dentro de nada. Antes de que alcancemos el desfiladero nos alcanzarán y nos degollarán.

—Arrojemos todo y metámonos en el bosque —dijo Villis, sin mirarla—. De uno en uno, cada uno a su suerte. Puede que consigamos... sobrevivir.

Rayla no respondió, con la mirada y un movimiento de cabeza señaló al desfiladero, a la senda, a la última fila de la larga columna de refugiados que se dirigía hacia la frontera. Villis comprendió. Lanzó una atroz blasfemia, saltó de la silla, se tambaleó, se apoyó en la espada.

—¡Bajad de los caballos! —gritó a los soldados con la voz ronca—. ¡Cerrad el camino con lo que haya a mano! ¿Qué miráis? ¡Una vez te pare tu madre y una vez se diña! ¡Somos soldados! ¡Somos la retaguardia! Tenemos que detener la persecución, retardar...

Guardó silencio.

—Si retardamos la persecución, esas gentes conseguirán cruzar a Temería, al otro lado de las montañas —terminó Rayla, bajando también del caballo—. Allí hay mujeres y niños. ¿Por qué desencajáis los ojos? Es nuestro negocio. Para esto nos pagan, ¿lo habéis olvidado?

Los soldados se miraron unos a otros. Por un momento Rayla pensó que al final se escaparían, que empujarían a los sudorosos y reventados caballos a un último, imposible esfuerzo, que echarían a correr detrás de la columna de refugiados, hacia el desfiladero de la salvación. Se equivocaba. Los había juzgado mal.

Volcaron un carro sobre el camino. Construyeron una barricada a toda prisa. Provisional. Baja. Absolutamente insuficiente.

No esperaron mucho rato. En el barranco entraron dos caballos, resoplando, tropezando, salpicando espuma. Sólo uno llevaba jinete.

—¡Blaise!

—Preparaos... —El mercenario se tiró desde la silla a los brazos de los soldados—. Preparaos, su puta madre... Están justo detrás de mí...

El caballo bufó, bailoteó unos pasos hacia un lado, cayó sobre las ancas, rodó pesadamente sobre un costado, coceó, extendió el cuello, lanzó un agudo relincho.

—Rayla... —dijo Blaise con voz ronca, volviendo la vista—. Dadme... Dadme algo. He perdido la espada...

La mujer soldado miró al humo de los incendios que se elevaba hacia el cielo, señaló con un movimiento de la cabeza un hacha apoyado sobre un carro volcado. Blaise agarró el arma, vaciló. La pierna izquierda le chorreaba sangre.

—¿Qué hay de los otros, Blaise?

—Los han exterminado —jadeó el mercenario—. A todos. Todo el destacamento... Rayla, no son nilfgaardianos... Son Ardillas... Son los elfos los que nos han alcanzado. Los Scoia'tael van en vanguardia, por delante de los nilfgaardianos.

Uno de los soldados gimió desgarradoramente, otro se sentó pesadamente en el suelo, cubriéndose el rostro con las manos. Villis maldijo, tirando de las correas de su semicoraza.

—¡A sus puestos! —gritó Rayla—. ¡Detrás de la barricada! ¡No nos cogerán vivos! ¡Os lo prometo!

Villis escupió, luego de lo cual se arrancó de la hombrera la insignia tricolor, negra, dorada y roja, de los servicios especiales del rey Demawend, la arrojó entre los arbustos. Rayla, mientras acariciaba y limpiaba su propia señal, sonrió torvamente.

—No sé si eso te ayudará Villis. No lo sé.

—Lo prometiste, Rayla.

—Lo prometí. Y mantendré mi promesa. ¡A vuestros puestos, muchachos! ¡Ballestas y arcos en grupo!

No tuvieron que esperar mucho.

Cuando rechazaron la primera ola, sólo quedaron seis de ellos. La lucha fue corta, pero cruenta. Los soldados movilizados de Vengerberg lucharon como diablos, su fiereza no se quedaba atrás de la de los mercenarios. Ninguno de ellos quería caer vivo en manos de los Scoia'tael. Preferían morir luchando. Y murieron acribillados por las flechas, murieron de pinchazos de lanzas y de golpes de espadas. Blaise murió tendido, cosido a puñaladas por dos elfos que se lanzaron sobre él después de subirse a la barrera. Ninguno de los elfos se levantó. Blaise también tenía un puñal.

Los Scoia'tael no les dejaron descansar. Un segundo comando se lanzó sobre ellos. Villis, atravesado por tercera vez por una lanza, cayó.

—¡Rayla! —gritó, apenas audible—. ¡Lo prometiste!

La mercenaria, arrojando el cuerpo de otro elfo, se volvió rápida.

—Adiós, Villis —apoyó la punta de la espada por debajo del esternón del yacente y apretó con fuerza—. ¡Hasta la vista en el infierno!

Al cabo de un momento estaba sola. Los Scoia'tael la rodeaban por todos lados. La mujer soldado, regada de sangre de los pies a la cabeza, alzó la espada, giró, agitó sus negras trenzas. Estaba de pie entre cadáveres, horrible, sangrienta como un demonio. Los elfos retrocedieron.

—¡Venid! —grito con voz salvaje—. ¿A qué esperáis? ¡No me cogeréis viva! ¡Soy Rayla la Negra!

—Gláeddyv vort, beanna —dijo sereno un hermoso elfo rubio, de rostro de querubín y grandes ojos de niño de color aciano. Se separó de los Scoia'tael que la rodeaban, que seguían vacilando. Su caballo blanco como la nieve resopló, agitó con ímpetu la cabeza hacia abajo y hacia arriba, removió con una pezuña la arena bañada en sangre del camino.

—Gláeddyv vort, beanna —repitió el jinete—. Tira la espada, mujer.

La mercenaria adoptó una sonrisa macabra, se limpió la cara con las vueltas de sus mangas, extendiendo el sudor mezclado con polvo y sangre.

—¡Demasiado me costó mi espada para tirarla ahora, elfos! —gritó—. ¡Para quitármela, vais a tener que romperme los dedos! ¡Soy Rayla la Negra! ¡Venga, venid!

No tuvo que esperar mucho.

 

—¿No llegaron refuerzos a Aedirn? —preguntó el brujo después de un largo rato—. Al parecer existían pactos. Acuerdos de ayuda mutua... Tratados...

—Redania —Jaskier carraspeó— está sumida en el caos desde la muerte de Vizimir. ¿Sabes que el rey Vizimir fue asesinado?

—Lo sé.

—La reina Hedwig asumió el gobierno, pero los desórdenes se han adueñado del país. Y el terror. La persecución a los Scoia'tael y a los espías nilfgaardianos. Dijkstra recorrió como un loco todo el país, los cadalsos se anegaron en sangre. Dijkstra todavía no puede andar. Lo llevan en palanquín.

—Me lo imagino. ¿Te ha perseguido?

—No. Podía, pero no lo ha hecho. Ah, no importa. En cualquier caso, una Redania sumida en el caos no estaba en situación de organizar un ejército capaz de apoyar a Aedirn.

—¿Y Temería? ¿Por qué el rey Foltest de Temería no ayudó a Demawend?

—En cuanto comenzó el ataque a Dol Angra —dijo Jaskier en voz baja—, Emhyr var Emreis mandó un embajador a Wyzima.

 

—Diablos —gruñó Bronibor, mirando la puerta cerrada—. ¿Sobre qué estarán debatiendo tanto rato? ¿Por qué Foltest se ha rebajado a negociar, por qué le ha concedido audiencia a ese perro nilfgaardiano? ¡Habría que haberlo decapitado y haber mandado su cabeza a Emhyr! ¡En un saco!

—Por los dioses, voievoda. —El sacerdote Willemer se atragantó—. ¡Pero si es un embajador! ¡La persona de un embajador es sagrada e inviolable! No se debe...

—¿No se debe? ¡Os diré lo que no se debe! ¡No se debe estar inactivo y contemplar cómo un agresor destruye un país con el que estamos aliados! ¡Lyria ya ha caído, y Aedirn está cayendo! ¡Demawend solo no puede detener a Nilfgaard! ¡Hay que mandar a Aedirn un cuerpo expedicionario, hay que aligerar a Demawend atacando la orilla izquierda del Yaruga! ¡Allí hay pocos soldados, la mayoría de los coraceros fueron enviados a Dol Angra! ¡Y nosotros, aquí, celebramos consejo! ¡En vez de luchar, charlamos! ¡Y encima, damos hospitalidad a un embajador nilfgaardiano!

—Callad, voievoda. —El conde Hereward de Ellander amonestó al viejo soldado con una fría mirada—. Así es la política. Hay que saber mirar algo más lejos de la punta de la lanza o de la testa del caballo. Hay que escuchar al embajador. El emperador Emhyr no nos lo ha enviado sin alguna razón.

—Por supuesto que no sin razón —gritó Bronibor—. Emhyr está aniquilando Aedirn en este mismo momento y sabe que si entramos en guerra, y con nosotros Redania y Kaedwen, lo venceremos, lo expulsaremos de Dol Angra a Ebbing. ¡Sabe que si atacamos Cintra, le golpeamos en blando, le obligamos a luchar en dos frentes! ¡De eso es de lo que tiene miedo! Así que intenta asustarnos para que no intervengamos. ¡Con esta tarea y no otra ha venido aquí el embajador nilfgaardiano!

—Así que es necesario escuchar al embajador —repitió el conde—. Y tomar una decisión acorde con los intereses de nuestro reino. Demawend provocó irracionalmente a Nilfgaard y ahora está pagando las consecuencias. Y a mí no me corre prisa en absoluto el morir por Vengerberg. Lo que está pasando en Aedirn no es asunto nuestro.

—¿No es asunto nuestro? ¿Qué es lo que vos pedís, por mil diablos? ¿Consideráis que no es asunto nuestro el que los nilfgaardianos estén en Aedirn y Lyria, a la orilla derecha del Yaruga, el que sólo Mahakam nos separe de ellos? Hay que tener poco seso...

—Basta de disputas —avisó Willemer—. Ni una palabra más. Viene el rey.

Las puertas de la sala se abrieron. Los miembros del consejo real se levantaron, haciendo crujir las sillas. Muchas de las sillas estaban vacías. Los atamanes de la corona y la mayor parte de los mandos estaban junto con sus destacamentos en el valle del Pontar, en Mahakam y junto al Yaruga. También estaban vacías las sillas que solían ocupar los hechiceros. Los hechiceros... Sí, pensó el sacerdote Willemer, las sillas de los hechiceros aquí, en el palacio real de Wyzima, se mantendrán vacías mucho tiempo. Quién sabe si no para siempre.

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