El Azul y el Alado intercambiaron unas cuantas palabras. Ciri no escuchó cuáles, pero el tono de ambos caballeros no dejaba lugar a dudas. No se trataba de palabras de amistad. El Azul, de pronto, se levantó sobre los estribos, señaló bruscamente a Ciri, dijo algo en alta voz y con rabia. En respuesta, el Alado le gritó igualmente rabioso, agitó la mano envuelta en su guantelete acorazado, seguramente para decirle al Azul que se largara. Y entonces comenzó.
El Azul espoleó al rucio con las espuelas y se echó hacia adelante, alzando el hacha que llevaba enganchada a la silla. El Alado azuzó a su bayo, sacando la espada de su vaina. Sin embargo, antes de que los hombres armados tuvieran tiempo de enzarzarse en la lucha, atacó Dos Colmillos, espoleando al galope a su caballo con el asta de su espontón. El escudero del Alado se lanzó hacia él sacando su espada, pero Dos Colmillos se incorporó en la silla y le clavó el espontón directamente en el pecho. La larga moharra se introdujo con un chasquido a través del escapulario y de la loriga, el escudero gimió desgarradoramente y cayó del caballo al suelo, sujetando con las dos manos el asta que tenía clavada hasta el fondo.
El Azul y el Alado se encontraron con un estampido y un chasquido. El hacha era más peligrosa, pero la espada más rápida. El Azul recibió un golpe en el hombro, un fragmento de las hombreras metálicas voló hacia un lado, el jinete, girando y tirando de las riendas, vaciló sobre la silla, sobre la armadura azul brillaron manchas de color carmín. El galope separó a los luchadores. El alado nilfgaardiano dio la vuelta a su caballo, pero entonces cayó sobre él Dos Colmillos, que agarraba la espada con las dos manos, dispuesto para el golpe. El Alado tiró de las riendas, Dos Colmillos, dirigiendo al caballo sólo con los pies, pasó galopando a un lado. El Alado pudo todavía tajarlo al paso. Ante los ojos de Ciri, el metal de la bufa se rajó, de bajo la hoja brotó la sangre.
Ya volvía el Azul, agitando el hacha y gritando. Ambos acorazados intercambiaron chasqueantes golpes y se separaron. Sobre el Alado cayó de nuevo Dos Colmillos, los caballos se chocaron, las espadas tintinearon. Dos Colmillos cortó al Alado, rajándole los brazales y el escudo. El Alado se enderezó y descargó desde la derecha un potente tajo en el costado del peto. Dos Colmillos se balanceó en la silla. El Alado se puso de pie en los estribos y cortó otra vez con fuerza, entre las ya destrozadas hombreras y el yelmo. La ancha y afilada espada se introdujo con un estampido en el metal, se atascó. Dos Colmillos se tensó y se estremeció. Los caballos se alejaron, pateando y mordiendo el bocado. El Alado se apoyó en el fuste, arrancó la espada. Dos Colmillos se deslizó de la silla y cayó bajo los cascos. Las herraduras chocaron contra la armadura machacada.
El Azul volvió el rucio, atacó, levantando el hacha. Guiaba con dificultad el caballo con ayuda de la mano herida. El Alado lo notó, le salió hábilmente por la derecha, se enderezó en los estribos para lanzar un tajo terrible. El Azul paró el golpe con el hacha y arrancó la espada de las manos del Alado. Los caballos chocaron de nuevo. El Azul era un verdadero forzudo, la pesada hacha en sus manos se alzaba y caía como si fuera un palito. Cayó sobre la armadura del Alado con un estampido tal que el bayo casi se quedó sentado sobre sus ancas. El Alado se tambaleó, pero aguantó en la silla. Antes de que el hacha pudiera caer de nuevo, soltó las riendas y dobló la mano izquierda, agarrando una pesada maza de granada que llevaba colgando de un cabestrillo, y le golpeó un revés en el yelmo al Azul. El yelmo sonó como una campana, ahora era el Azul el que se balanceaba en la silla. Los caballos gruñeron, intentaron morderse y no se querían separar.
El Azul, claramente aturdido por el golpe de la maza, todavía consiguió golpear con su hacha en el peto a su contrincante. El que ambos se mantuvieran todavía en las sillas parecía un verdadero milagro, pero simplemente era causado por los altos arzones que les sujetaban. Por los costados de ambos caballos fluía la sangre, que se veía mejor en la clara capa del rucio. Ciri miraba con horror. En Kaer Morhen le habían enseñado a luchar, pero no se imaginaba de qué forma podría presentar combate a uno de aquellos forzudos. Y parar siquiera uno de aquellos potentes golpes.
El Azul agarró con las dos manos el mango del hacha que estaba clavado profundamente en el pecho del Alado, se enderezó y tiró de él, intentando derribar a su contrincante de la silla. El Alado le golpeó con fuerza con su maza, una, dos, tres veces. La sangre brotaba de bajo el barbote del yelmo, salpicaba las armas azules y el cuello del rucio. El Alado pinchó al bayo con las espuelas, el repentino salto del caballo sacó el afilado hacha de su pecho. El Azul, que estaba inclinado sobre la silla, dejó caer el mango. El Alado cambió su maza a la mano derecha, la lanzó, con un terrible golpe clavó la cabeza del Azul al cuello del caballo. Agarrando las riendas del rucio con su mano libre, el nilfgaardiano golpeó con la maza, la armadura azul sonaba como una olía de hierro, la sangre fluía de bajo el almete destrozado. Todavía un golpe más y el Azul cayó con la cabeza hacia delante bajo los cascos del rucio. El rucio retrocedió, pero el bayo del Alado, a todas luces entrenado para ello, pateó al caído con estrépito. El Azul todavía vivía, de lo que daban fe sus desesperados gritos de dolor. El bayo siguió pateándolo, con tal ímpetu, que el Alado, herido, no se mantuvo en la silla y cayó con un estampido junto al otro.
—Se han matao, su perra madre —se lamentó el Pillador que tenía agarrada a Ciri.
—Señores caballeros, al infierno con ellos —escupió otro.
Los pajes del Azul miraron desde lejos. Uno de ellos dio la vuelta al caballo.
—¡Quieto, Remiz! —gritó Llorón—. ¿A ónde vas? ¿A Sarda? ¿Tienes prisa en llegar al cadalso?
Los pajes se detuvieron, uno miró, haciéndose sombra con la mano.
—¿Eres tú, Llorón?
—¡Yo! ¡Ven acá, Remiz, no temas! ¡Los importantones éstos no son asunto nuestro!
Ciri estaba harta de indiferencia. Se, soltó hábilmente del Pillador que la tenía sujeta, echó a correr, se acercó al rucio del Azul, de un salto se encaramó a la silla de alto fuste.
Lo hubiera conseguido, puede ser, si los pajes de Sarda no hubieran estado montados y en caballos frescos. La alcanzaron sin esfuerzo, le quitaron las riendas. Saltó y echó a correr en dirección al bosque, pero de nuevo la alcanzaron los caballos. Uno le agarró al vuelo de los cabellos, tiró, la arrastró. Ciri gritó, se colgó de sus manos. Los jinetes la echaron directamente a los pies de Llorón. Silbó el palo, Ciri gritó y se hizo un ovillo, cubriéndose la cabeza con las manos. El palo silbó de nuevo y la golpeó en las manos. Se revolcó por el suelo, pero Llorón se acercó, le dio de patadas y luego le puso la bota en la espalda.
—¿Querías huir, arpía?
El palo silbó. Ciri aulló. Llorón golpeó de nuevo y le atizó en la espalda.
—¡No me golpees! —gritó, encogiéndose.
—¡Así que hablas, so guarra! ¿Se te ha desatao la lengua? Yo ahora te...
—¡Acuérdate, Llorón! —gritó alguno de los Pilladores—. ¿Le quieres sacar la vida o qué? ¡Ella vale demasiado como para echarla a perder!
—Rayos —dijo Remiz, desmontando—. ¿Acaso fuera ésta que Nilfgaard busca de hace una semana?
—Ella es.
—¡Ja! Todas las guarniciones la buscan. ¡Es no sé qué importante presonaje para Nilfgaard! ¡Paece que algún mago poderoso dijo que había de estar por estos alredores! Tal se hablaba en Sarda. ¿Dónde la pillasteis?
—En la Sartén.
—¡No es posible!
—Lo es, lo es —dijo Llorón rabioso, torciendo el gesto—. ¡La tenemos, y la recompensa es nuestra! ¿Qué hacís ahí como momios? ¡Atarme esta pájara y a la silla con ella! ¡Nos largamos de aquí, mochachos! ¡Vivo!
—El noble Sweers —dijo uno de los Pilladores— todavía respira...
—No será por mucho rato. ¡El perro le rebanó! Vamos drechos a Amarillo, mochachos. A ver al prefecto. Le damos la moza y agarramos la recompensa.
—¿A Amarillo? —Remiz se rascaba la frente, mirando al campo de la reciente batalla—. ¡Allá ya nos saludará el verdugo! ¿Qué le dirás al prefecto? ¿Los caballeros apaleados y vosotros enteros? Cuando todo se aclare el prefecto os mandará colgar y a nosotros en una jaula nos mandará a Sarda... Y entonces los Varnhagen nos sacarán la piel a tiras. Vosotros, si queréis, veros para Amarillo, pero yo mejor me quedaré en los montes...
—Tú eres mi cuñao, Remiz —dijo Llorón—. Y anque eres un hideputa, porque le dabas leña a mi hermana, pariente eres. Así que voy a salvarte el pellejo. Iremos a Amarillo, te digo. El prefecto sabe que entre los Sweers y los Varnhagen hay asuntos de familia. Se encontraron, se pegaron los unos a los otros, algo normal en ellos. ¿Y qué le íbamos a hacer? Y la moza, estate atento, la encontramos después. Nosotros, los Pilladores. Tú también, desde ahora, eres un Pillador, Remiz. El prefecto no tie ni puta idea de cuántos íbamos con el Sweers. No nos va a contar...
—¿Y no te olvidas de algo, Llorón? —preguntó prolongadamente Remiz, al tiempo que miraba al otro paje de Sarda.
Llorón se volvió despacio y, de improviso, sacó un cuchillo y lo clavó con fuerza en la garganta del paje. El paje gorgoteó y se derrumbó a tierra.
—Yo no me olvido de na —dijo frío el Pillador—. Bueno, y ahora estamos nosotros y nosotros. No hay testigos, y cabezas para partir la recompensa no hay muchas. ¡A los caballos, mochachos, a Amarillo! ¡Hay una buena porción de camino entoavía entre nosotros y la recompensa, no perdamos más tiempo!
Cuando salieron de un oscuro y húmedo hayedo, vieron a los pies de la montaña una aldea, unos cuantos tejados de bálago en el interior de un círculo formado por una estacada baja que lo separaba del meandro de un río no muy grande.
El viento traía el olor del humo. Ciri movió los entumecidos dedos de las manos, atados con unas sogas al arzón de la silla. Estaba completamente entumecida, le dolía el culo de una manera insoportable, un montón de ampollas la torturaban. Estaba en la silla desde el amanecer. Por la noche no había podido descansar porque la habían obligado a dormir con las manos atadas a las muñecas de sendos Pilladores que yacían uno a cada lado. A cada uno de sus movimientos, los Pilladores reaccionaban con blasfemias y amenazas a su vida.
—Una alquería —dijo uno.
—Lo veo —respondió Llorón.
Bajaron, los cascos de los caballos crujían entre las altas hierbas quemadas por el sol. Al poco se encontraron en un camino lleno de baches que conducía directamente a la aldea, hacia un puente de madera y una puerta en la empalizada.
Llorón detuvo el caballo, se levantó en los estribos.
—¿Cuál es este pueblo? Nunca hicimos alto acá. Remiz, ¿conoces estos alredores?
—Antes —dijo Remiz— este pueblo se llamaba Río Blanco. Pero como comenzara una revuelta, algunos de los de acá se unieron a los revoltosos, entonces los Varnhagen de Sarda lo prendieron fuego, muerte dieron a las gentes o los llevaron de siervos. Ahora acá habitan sólo colonos nilfgaardianos, todos neocolonos. Y llaman a la aldea Glyswen. Estos colonos son gentes malas, creídos. Os digo: no hagamos acá un alto. Sigamos alante.
—Ha de darse descanso a los caballos —protestó uno de los Pilladores— y forraje. Y a mí mesmo me suenan las tripas como si unos músicos anduvieran tocando dentro. Qué más nos darán a nosotros los neocolopos esos, payasos sólo, canijos. Les pondré ante sus morros la orden del prefecto, al cabo el prefecto es nilfgaardiano como ellos son. Veréis que se nos pondrán de rodillas.
—Ay, sí —resopló Llorón—, habrás visto ningún nilfgaardiano que se ponga de rodillas. Remiz, ¿y en el tal Glyswen hay taberna?
—Hay. La taberna no la quemaron los Varnhagen.
Llorón se volvió en la silla, miró a Ciri.
—Hay que desalarla —dijo—. No sea que alguien la conozca... Darla un capotillo. Y la caperuza sobre la testa... ¡Vaya! ¿Ande vas, guarrilla?
—Tengo que ir detrás de las matas...
—¡Te voy a dar yo a ti matas, so zorra! ¡Mea en el camino! Y no te olvides: en el pueblo ni abrir el pico. ¡No te creas que eres muy lista! Sólo que chilles y te rajo el pescuezo. Si yo no consigo florines por ti, nadie los consigue.
Siguieron al paso, los cascos de los caballos resonaban sobre el puentecillo. De detrás de la empalizada salieron inmediatamente las figuras de unos colonos armados con lanzas.
—Hacen guardia a la puerta —murmuró Remiz—. Tengo curiosidad por saber por qué...
—Yo también —le respondió Llorón, levantándose en los estribos—. Guardan el portón y por el lao del molino la valla está caída y puede uno entrar con un carro si tiene gana...
Se acercaron, detuvieron los caballos.
—¡Saludos, señores! —gritó Llorón jovial, aunque algo innatural—. ¡A los buenos días!
—¿Quién sois? —preguntó el más alto de los colonos.
—Nosotros, compadre, sernos del ejército —mintió Llorón, apoyado en la silla—. Al servicio de su señoría el señor prefecto de Amarillo.
El colono pasó la mano por el asta de su lanza, miró a Llorón de reojo. Indudablemente no recordaba en qué bautizo se había hecho compadre del Pillador.
—Nos mandó acá el noble señor prefecto —siguió mintiendo Llorón— para hacer pesquisas de cómo les fuera a sus compatriotas, las buenas gentes de Glyswen. Su merced envía saludos y enquiere si no les hará falta a las gentes de Glyswen alguna ayuda.
—Nos las vamos apañando —dijo el colono. Ciri se dio cuenta de que hablaba la común de forma parecida al Alado, con el mismo acento, aunque en el estilo de habla intentaba imitar la jerga de Llorón—. Acostumbrados nos hemos a apañárnoslas solos.
—Contento será el señor prefecto, cuando esto le contemos. ¿Abierta está la taberna? Se nos han secado los gaznates...
—Abierta —habló sombrío el colono—. De momento, abierta.
—¿De momento?
—De momento. Pues vamos a espiazar la taberna, los cabrios y las tablas bien valen para el pósito. La taberna, beneficio ninguno da. Nosotros trabajamos de sol a sol y no vamos a la taberna. Sólo los forasteros acuden a ella, y los más, gentes de las que no nos alegramos. Ahora también unos tales pausan allá.
—¿Quienes? —Remiz palideció ligeramente—. ¿No serán por un casual, del fuerte de Sarda? ¿No serán los nobles señores Varnhagen?
El colono frunció el ceño, movió los labios como si tuviera gana de escupir.