Tiempo de odio (11 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: Tiempo de odio
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—¡Al cadalso y no a la mazmorra!

El pregonero siguió leyendo más anuncios del burgrave y del concejo del burgo y Ciri perdió el interés. Precisamente tenía la intención de escaparse de la multitud cuando de pronto sintió una mano sobre la nalga. Una mano nada casual, desvergonzada y a todas luces experimentada.

La angostura, parecía, le impedía darse la vuelta, pero Ciri había aprendido en Kaer Morhen cómo moverse en lugares en los que resulta difícil. Se dio la vuelta, provocando un algo de confusión. El joven sacerdote de cabeza afeitada que estaba detrás de ella sonreía con una sonrisa arrogante y muchas veces practicada. Bien, decía aquella sonrisa, ¿y ahora qué vas a hacer? Te ruborizarás maravillosamente y con este rubor se acabará todo, ¿verdad?

El sacerdote por lo visto no había tenido nunca nada que ver con ninguna pupila de Yennefer.

—¡Las manos a los bolsillos, zoquete calvo! —escupió Ciri, palideciendo de rabia—. ¡Agárrate tu propio culo, tú... sepulcro blanqueado!

Aprovechándose del hecho de que, encajado entre la multitud, el sacerdote no podía moverse, tenía intención de darle una patada, pero Fabio se lo impidió arrastrándola lejos del sacerdote y del lugar del suceso. Viendo que hasta temblaba de rabia, la tranquilizó, convidándola a unas cuantas hojuelas espolvoreadas con azúcar molida, ante cuya vista Ciri olvidó el incidente al instante. Estaban de pie delante de un puesto, en un lugar desde el que veían el cadalso con la picota. En la picota no había sin embargo malhechor alguno y el mismo cadalso estaba decorado con guirnaldas de flores y servía a un grupo de músicos ambulantes vestidos como papagayos, quienes, de oído, hacían rasgar los rabeles y chillar a gaitas y pífanos. Una joven morena vestida con una zamarra llena de lentejuelas cantaba y bailaba, golpeando una pandereta y taconeando alegremente con unas pequeñas botas.

Por el monte iba la maga, la mordieron las culebras.

Todas las bichas murieron, y allí sólo quedó ella.

La multitud reunida en torno al cadalso se moría de risa y seguía el ritmo con las palmas. El vendedor de hojuelas echó al aceite hirviendo una porción más. Fabio se chupó los dedos y tiró de la manga de Ciri.

Había puestos sin número y por todos lados se ofrecía algo delicioso. Comieron aún un pastelillo de crema cada uno, luego, a medias, anguila ahumada, después de lo cual, para quitar el sabor, probaron una cosa muy rara, frita y pinchada en un palo. Luego se detuvieron delante de unos barriles de col fermentada y fingieron que probaban para comprar mayor cantidad. Cuando se fueron y no compraron, la vendedora les llamó caganidos.

Siguieron andando. Por el resto del dinero que les quedaba Fabio adquirió un cestillo de peras de agua. Ciri miró al cielo, pero vio que todavía no era el mediodía.

—¿Fabio? ¿Qué son esas tiendas y esas casetas, allí, junto a la muralla?

—Entretenimientos variados. ¿Quieres verlos?

—Sí.

Delante de la primera tienda de campaña había solamente hombres que cambiaban el peso de un pie a otro por la excitación. Les alcanzaba el sonido de una flauta que provenía del interior.

—«Leña, la negra... —Ciri leyó con dificultad el deformado letrero de la lona— ... muestra durante el baile todos los secretos de su cuerpo»... ¡Vaya tontería! ¿Qué secretos...?

—Sigamos adelante, adelante. —Fabio la espoleó al tiempo que se ruborizaba ligeramente—. Oh, mira, esto es interesante. Aquí hay una adivina que predice el futuro. Todavía me quedan dos reales, esto basta...

—Es tirar el dinero —refunfuñó Ciri—. ¡Vaya una predicción, por dos reales! Para predecir hay que ser profetisa. Profetizar es un gran talento. Incluso entre las hechiceras como mucho una de cada cien posee esta habilidad...

—A la más mayor de mis hermanas —se entrometió el muchacho— la adivina le adivinó que se iba a casar y se cumplió. No pongas esa cara, Ciri. Ven, nos dejaremos adivinar...

—No quiero casarme. No quiero adivinas. Hace calor y esa tienda apesta a incienso, no voy a entrar. Si quieres, ve solo, yo te espero. Sólo que no sé para qué quieres esa profecía. ¿Qué es lo quieres saber?

—Bueno... —tartamudeó Fabio—. Sobre todo... Si voy a viajar. Me gustaría viajar. Ver todo el mundo...

Lo hará, pensó Ciri de pronto, sintiendo un vértigo en la cabeza. Navegará en grandes veleros blancos... Llegará a países que nadie antes que él había visto... Fabio Sachs, el descubridor... Con su nombre se bautizará un cabo, la punta de un continente que hoy todavía no tiene nombre. Cuando tenga cincuenta y cuatro años, mujer, un hijo y tres hijas, morirá, lejos de casa y de los suyos... De una enfermedad que hoy todavía no tiene nombre...

—¡Ciri! ¿Qué te pasa?

Se limpió el rostro con la mano. Tenía la sensación de que estaba sumergida en el agua, de que nadaba hacia la superficie desde el fondo de un lago profundo y frío como el hielo.

—Nada... —murmuró, al tiempo que miraba a su alrededor y recobraba la consciencia—. Me ha dado un vértigo... Es por el calor. Y por el incienso de esta tienda...

—Más bien por la col —dijo, serio, Fabio—. No teníamos que haber comido tanto. A mí también me molesta la tripa.

—¡No me pasa nada! —Ciri alzó con garbo la cabeza. De verdad se sentía mejor. Los pensamientos que le habían atravesado la cabeza como un tornado se habían disuelto, perdidos en el olvido—. Venga, Fabio. Sigamos.

—¿Quieres una pera?

—Por supuesto que quiero.

Al pie de la muralla, un grupo de mozuelos jugaba a la peonza apostando dinero. La peonza, envuelta con precisión en un cordel, había de ser puesta a girar con un hábil tirón que recordaba a un golpe de látigo, de modo que trazara círculos sobre unos campos pintados con tiza. Ciri había ganado siempre a la peonza a todos los muchachos de Skellige, también a todas las adeptas del santuario de Melitele. Estaba planteándose ya la idea de sumarse al juego y librarles a los bribones aquéllos no sólo de sus monedas de real sino hasta de sus pantalones remendados cuando de pronto unos fuertes gritos llamaron su atención.

Al mismo final de la fila de tiendas y casetas, apretado contra la muralla y las escaleras de piedra, había un extraño cercado semicircular, formado por unas lonas extendidas entre unos larguísimos varales. Entre dos de los varales había una entrada que taponaba un hombre alto y picado de viruelas, vestido con unos pantalones cosidos y rayados metidos dentro de unas botas marineras. Delante de él se amontonaba un grupo de personas. Tras arrojar en la mano del picado unas monedas, las personas iban desapareciendo de una en una detrás de la lona. El picado ponía el dinero en un cedazo de buen tamaño, que hacía tintinear al tiempo que gritaba roncamente.

—¡Venid acá, buenas gentes! ¡Venid acá! ¡Con vuestros propios ojos veréis al ser más repugnante que los dioses crearan! ¡Horror y terror! ¡Un basilisco vivo, el monstruo venenoso de los desiertos zerrikanos, el diablo encarnado, un insaciable devorador de hombres! ¡Jamás habéis visto un monstruo así, paisanos! ¡Capturado recientemente, traído de ultramar en una carabela! ¡Contemplad, contemplad a un basilisco vivo y peligroso con vuestros propios ojos porque algo así nunca más veréis en lugar alguno! ¡Última oportunidad! ¡Aquí, en mi tienda, por sólo tres duros! ¡Hembras con niños a dos duros!

—Ja —dijo Ciri, espantando una avispa de las peras—. ¿Un basilisco? ¿Y vivo? Tengo que verlo. Hasta ahora sólo lo había visto en dibujos. Ven, Fabio.

—Ya no tengo dinero...

—Yo tengo. Pagaré por ti. Ven, sin miedo.

—Son seis. —El picado miró a los reales que había echado en el puño—. Tres duros por cabeza. Más barato, sólo hembras con niños.

—Él —Ciri señaló a Fabio con una pera— es un niño. Y yo soy una hembra.

—Más barato sólo hembras con niños en los brazos —ladró el picado—. Venga, echa dos duros más, mañosa señorita, o lárgate y deja pasar a otros. ¡Aprisa, gente! ¡Sólo tres sitios libres!

Detrás del cercado de lonas se amontonaban los vecinos, rodeando en un estrecho ovillo una tribuna hecha de tablas, sobre la que había una jaula de madera cubierta por un paño. Después de dejar pasar a los espectadores que faltaban para completar, el picado subió a la tribuna, tomó un largo palo y retiró con él el paño. Se elevó un desagradable hedor a carroña y a reptil. Los espectadores empalidecieron y retrocedieron un poco.

—Sed precavidas, buenas gentes —avisó el picado—. ¡No os acerquéis demasiado porque es peligroso!

En la jaula, visiblemente demasiado pequeña para él, yacía, hecho un ovillo, un lagarto cubierto de escamas oscuras de extraño dibujo. Cuando el picado golpeó en la jaula con un palo, el reptil se revolvió, restregó las escamas contra los barrotes, estiró un largo cuello y dio un penetrante silbido, mostrando unos dientes cónicos, blancos y agudos, que contrastaban fuertemente con las escamas casi negras que rodeaban el hocico. Los espectadores se repusieron sonoramente. Se escucharon los penetrantes ladridos de un desgreñado perro al que una mujer con aspecto de vendedora ambulante sujetaba en los brazos.

—Mirad atentamente, buenas gentes —gritó el picado—. ¡Y alegraos de que en nuestra tierra no habiten semejantes escuerzos! ¡He aquí al monstruoso basilisco de la lejana Zerrikania! ¡No os acerquéis, no os acerquéis porque aunque esté encerrado en la jaula ya sólo su aliento pudiera envenenaros!

Ciri y Fabio por fin se abrieron paso a empujones por entre el montón de espectadores.

—¡El basilisco —continuó el picado desde lo alto, apoyándose en el palo como un guardia en una alabarda— es la bestia más ponzoñosa del mundo! ¡Puesto que el basilisco es el rey de todas las culebras! ¡Si hubiera más basiliscos este mundo se hundiría por entero! Por suerte, este monstruo es rareza grande, puesto que nace de huevos puestos por el gallo. Y vosotros mismos sabéis, paisanos, que no todo gallo pone huevos, sino sólo aquellos indecentes que, en la forma misma que una clueca, el agujero le ponen a otro gallo.

Los espectadores reaccionaron con una risa coral a la broma anterior —o mejor dicho posterior—. Solamente no rió Ciri, quien todo el tiempo estaba observando con atención al ser, el cual, asustado por el ruido, se hizo un rollo, se apretó contra los barrotes y los mordisqueó, intentando en vano desplegar en la estrechura la membrana herida de las alas.

—¡Los huevos puestos por tales gallos —continuó el picado— han de ser empollados por ciento y una sierpes venenosas! Y cuando del huevo sale un basilisco...

—Esto no es un basilisco —afirmó Ciri dándole un mordisco a una pera. El picado la miró de reojo.

—... cuando el basilisco sale, digo —siguió—, éste devora todas las sierpes del nido, tragando todo su veneno, pero ello perjuicio ninguno le causa. Él mismo a su vez se llena tanto de veneno que no sólo es capaz de matar con los dientes, y hasta con el toque, ¡sino incluso con el mismo aliento! Y si un caballero a caballo toma y con una pica atraviesa al basilisco, ¡entonces el veneno por el palo sube y golpea a la montura y de inmediato mata en el sitio a jinete y caballo!

—Eso es una mentira mentirosa —dijo Ciri en voz alta y escupió unos pipos.

—¡Verdad verdadera! —protestó el picado—. ¡Mata, a jinete y caballo mata!

—¡Seguro!

—¡Calla, morilla! —gritó la vendedora del perrillo—. ¡No molestes! ¡Queremos asombrarnos y escuchar!

—Ciri, déjalo —susurró Fabio, tomándola por un costado. Ciri le miró con rabia, echó mano al cestillo y sacó otra pera.

—Ante el basilisco —el picado alzó la voz entre el creciente murmullo de los espectadores— toda fiera muere de súbito con sólo escuchar su silbido. Toda fiera, incluso el dragón, qué digo dragón, el cocodrilo incluso y el cocodrilo es la más terrible, quien lo ha visto lo sabe. Sólo un animal no teme al basilisco, y éste es la marta. La marta, cuando divisa al monstruo en el desierto, corre al bosque a toda prisa y allá busca unas hierbas sólo por ella conocidas y las come. Entonces la ponzoña del basilisco ya no asusta a la marta y lo puede morder hasta la muerte...

Ciri soltó una carcajada e imitó con la boca un sonido prolongado y bastante poco elegante.

—¡Eh, listilla! —El picado no aguantó—. ¡Si no entra en tu gusto, entonces lárgate! ¡No hay obligación de escuchar ni de mirar al basilisco!

—Eso no es un basilisco.

—¿No? ¿Y entonces qué es, señora sabihonda?

—Una viverna —afirmó Ciri, y luego tiró el rabo de la pera y se chupó los dedos—. Una viverna común y corriente. Joven, pequeña, hambrienta y sucia. Pero una viverna y eso es todo. En la Vieja Lengua: wywern.

—¡Oh, miraila! —gritó el picado—. ¡Vaya una lista y sabia que nos ha tocado! Cierra los morros o te...

—¡Hola! —habló un mozalbete de cabello claro, ataviado con una boina de terciopelo y un jubón de escudero sin armas pintadas y que sujetaba por los hombros a una muchacha delicada y paliducha que llevaba un vestido de color albaricoque—. ¡Más despacio, maese atrapafieras! ¡No amenacéis a una noble, pues con mi espada fácilmente os castigaría! ¡Y además, algo me huele aquí a engaño!

—¿Qué engaño, joven señor caballero? —se atrancó el picado—. Miente esta moco... ¡Quería decir que se equivoca esta doncella de noble nacimiento! ¡Esto es un basilisco!

—Esto es una viverna —repitió Ciri.

—Pero, ¿qué coño verna? ¡Basilisco! ¡Miradlo si no, cuan severo, cómo silba, cómo muerde la jaula! ¡Y qué dentadura tiene! ¡Dentadura tiene, os digo, como...!

—Como una viverna —se enfadó Ciri.

—¡Si la razón toda perdiste —el picado clavó en ella una mirada que no hubiera avergonzado a un auténtico basilisco—, acércate! ¡Acércate para que pueda echar el aliento sobre ti! ¡Ahora verán todos cómo te desplomas lívida de la ponzoña! ¡Venga, acércate!

—Por supuesto. —Ciri soltó el brazo de la tenaza de Fabio y dio un paso al frente.

—¡No lo permitiré! —gritó el escudero de cabellos claros, soltando a su albaricocada acompañante y cortándole el paso a Ciri—. ¡Esto no puede ser! Demasiado te arriesgas, hermosa dama.

Ciri, a quien todavía nunca nadie había titulado así, se ruborizó ligeramente, miró al mozalbete y agitó las pestañas de una forma que había probado muchas veces con Jarre el escribano.

—No hay riesgo alguno, noble caballero —sonrió seductoramente, contra las advertencias de Yennefer quien muy a menudo le había recordado el refrán acerca del tonto que se ríe de otro tonto—. No me pasará nada. Ese aliento ponzoñoso no es más que un cuento.

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