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Authors: Roberto Bolaño

Tags: #Poetry, #General, #Caribbean & Latin American

The Unknown University (38 page)

BOOK: The Unknown University
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Esta esperanza yo no la he buscado.
Este pabellón
silencioso de la Universidad Desconocida.

 

This hope isn’t something I’ve sought.
This silent wing
of the Unknown University.

MANIFIESTOS Y
POSICIONES

 

 

 

MANIFESTOS AND
POSITIONS

 

LA POESÍA CHILENA ES UN GAS

Nada que añadir.
Buddy huele a pedo.

¿A quién coño le importará lo que escriba?

¿A quién le servirá de algo lo que yo
escriba?

Sin contarme a mí, por otra parte arruinado por mi propia
escritura.

El fracaso.
La miseria.
La degeneración.
La
angustia.

El deterioro.
La derrota.
Dos artículos masculinos

y cuatro femeninos.

Yo soy un gas.

 

CHILEAN POETRY IS A GAS

Nothing more to say.
Buddy smells like farts.

Who the fuck cares what I write?

Who will be the least bit served by what I
write?

Not counting myself, conversely ruined by my own writing.

Failure.
Misery.
Degeneration.
Angst.

Deterioration.
Defeat.
Two masculine words

and four feminine.

I’m a gas.

 

HORDA

Poetas de España y de Latinoamérica, lo más infame

De la literatura, surgieron como ratas del fondo de mi sueño

Y enfilaron sus chillidos en un coro de voces blancas:

No te preocupes, Roberto, dijeron, nosotros nos encargaremos

De hacerte desaparecer, ni tus huesos inmaculados

Ni tus escritos que escupimos y plagiamos hábilmente

Emergerán del naufragio.
Ni tus ojos, ni tus huevos,

Se salvarán de este ensayo general del hundimiento.
Y vi

Sus caritas satisfechas, graves agregados culturales y sonrosados

Directores de revistas, lectores de editorial y pobres

Correctores, los poetas de lengua española, cuyo nombre es

Horda, los mejores, las ratas apestosas, duchas

En el duro arte de sobrevivir a cambio de excrementos,

De ejercicios públicos de terror, los Neruda

Y los Octavio Paz de bolsillo, los cerdos fríos, ábside

O rasguño en el Gran Edificio del Poder.

Horda que detenta el sueño del adolescente y la escritura.

¡Dios mío!
Bajo este sol gordo y seboso que nos mata

Y nos empequeñece.

 

HORDE

Poets from Spain and Latin America, literature’s most

Infamous, surged like rats from the depths of my dream

And strung their squeaks together in a chorus of minim voices:

Don’t worry, Roberto, they said, we’ll make sure

You disappear, neither your immaculate bones

Nor your writings which we spit out and ably plagiarize

Will surface from the shipwreck.
Neither your eyes, nor your balls,

Will be saved from this dress rehearsal of sinking.
And I saw

Their satisfied little faces, solemn cultural attachés and rosy

Editors-in-chief, manuscript readers and poor

Copy editors, poets of the Spanish language, who go by the name of

Horde, the best, the pestilent rats, well versed

In the cold art of surviving in exchange for excrement,

Of public terror maneuvers, mass market Neruda

And Octavio Paz, cold swine, an apse

Or scratch on the Great Building of Power.

Horde holding title to the adolescent’s dream and to writing.

My God!
Under this fat greasy sun that kills

And belittles us.

 

LA POESÍA LATINOAMERICANA

Algo horrible, caballeros.
La vacuidad y el espanto.

Paisaje de hormigas

En el vacío.
Pero en el fondo, útiles.

Leamos y contemplemos su diario discurrir:

Allí están los poetas de México y Argentina, de

Perú y Colombia, de Chile, Brasil

Y Bolivia

Empeñados en sus parcelas de poder,

En pie de guerra (permanentemente), dispuestos a defender

Sus castillos de la acometida de la Nada

O de los jóvenes.
Dispuestos a pactar, a ignorar,

A ejercer la violencia (verbal), a hacer desaparecer

De las antologías a los elementos subversivos:

Algunos viejos cucú.

Una actividad que es el fiel reflejo de nuestro continente.

Pobres y débiles, son nuestros poetas

Quienes mejor escenifican esa contingencia.

Pobres y débiles, ni europeos

Ni norteamericanos,

Patéticamente orgullosos y patéticamente cultos

(Aunque más nos valdría aprender matemáticas o mecánica,

¡Más nos valdría arar y sembrar!
¡Más nos valdría

Hacer de putos y putas!)

Pavos rellenos de pedos dispuestos a hablar de la muerte

En cualquier universidad, en cualquier barra de bar.

Así somos, vanidosos y lamentables,

Como América Latina, estrictamente jerárquicos, todos

En la fila, todos con nuestras obras completas

Y un curso de inglés o francés,

Haciendo cola en las puertas

De lo Desconocido:

Un Premio o una patada

En nuestros culos de cemento.

Epílogo
: Y uno y dos y
tres, mi corazón al revés, y cuatro y cinco y seis, está roto, ya lo veis, y siete y
ocho y nueve, llueve, llueve, llueve .
.
.

 

LATIN AMERICAN POETRY

A dreadful thing, gentlemen.
Vacuity and fear.

Landscape of ants

In the void.
But deep down, useful.

Let us read and ponder their daily reflections:

Over there, the poets of Mexico and Argentina, of

Peru and Colombia, of Chile, Brazil

And Bolivia

Committed to their fields of influence,

On the verge of war (permanently), ready to defend

Their castles from the onslaught of Nothingness

Or from youth.
Ready to negotiate, to ignore,

To exercise violence (verbally), to obliterate

From anthologies any subversive elements:

A few old kooks.

An activity that is the faithful reflection of our continent.

Poor and weak, our poets are

The best at staging that phenomenon.

Poor and weak, not European

Or North American,

Pathetically proud and pathetically well read

(Though it would be more worthwhile to learn math or mechanics,

It would be more worthwhile to plow and sow!
It would be more
worthwhile

To become whores and hustlers!)

Fart-stuffed turkeys ready to speak of death

In any university, at any bar’s bar.

That’s how we are, vain and deplorable,

Like Latin America, strictly hierarchical, all

In line, all with our complete works

And a course in English or French,

Lining up outside the doors

Of the Unknown:

A Prize or a kick

In our cement asses.

Epilogue
: One two
three, my heart is in my knees, four five six, it’s broke and needs a fix, seven
eight nine, whine, whine, whine .
.
.

 

MANIFIESTO MEXICANO

Laura y yo no hicimos el amor aquella tarde.
Lo intentamos, es verdad,
pero no resultó.
O al menos eso fue lo que creí entonces.
Ahora no estoy tan seguro.
Probablemente hicimos el amor.
Eso fue lo que dijo Laura y de paso me introdujo en
el mundo de los baños públicos, a los que desde entonces y durante mucho tiempo
asociaría al placer y al juego.
El primero fue sin duda el mejor.
Se llamaba
Gimnasio Moctezuma y en el recibidor algún artista desconocido había realizado un
mural en donde se veía al emperador azteca sumergido hasta el cuello en una piscina.
En los bordes, cercanos al monarca, pero mucho más pequeños, se lavan hombres y
mujeres sonrientes.
Todo el mundo parece despreocupado excepto el rey que mira con
fijeza hacia afuera del mural, como si persiguiera al improbable espectador, con
unos ojos oscuros y muy abiertos en donde muchas veces creí ver el terror.
El agua
de la piscina era verde.
Las piedras eran grises.
En el fondo se aprecian montañas y
nubarrones de tormenta.
El muchacho que atendía el Gimnasio Moctezuma era huérfano y
ése era su principal tema de conversación.
A la tercera visita nos hicimos amigos.
No tenía más de 18 años, deseaba comprar un automóvil y para eso ahorraba todo lo
que podía: las propinas, escasas.
Según Laura era medio subnormal.
A mí me caía
simpático.
En todos los baños públicos suele haber alguna bronca de vez en cuando.
Allí nunca vimos o escuchamos ninguna.
Los clientes, condicionados por algún
mecanismo desconocido, respetaban y obedecían al pie de la letra las instrucciones
del huérfano.
Tampoco, es cierto, iba demasiada gente, y eso es algo que jamás sabré
explicarme pues era un sitio limpio, relativamente moderno, con cabinas individuales
para tomar baños de vapor, servicio de bar en las cabinas y, sobre todo, barato.
Allí, en la cabina 10, vi a Laura desnuda por vez primera y sólo atiné a sonreír y a
tocarle el hombro y decir que no sabía qué llave debía mover para que saliera el
vapor.
Las cabinas, aunque más correcto sería decir los reservados, eran un conjunto
de dos cuartos diminutos unidos por una puerta de cristal; en el primero solía haber
un diván, un diván viejo con reminiscencia de psicoanálisis y de burdel, una mesa
plegable y un perchero; el segundo cuarto era el baño de vapor propiamente dicho,
con una ducha de agua caliente y fría y una banca de azulejos adosada a la pared,
debajo de la cual se disimulaban los tubos por donde salía el vapor.
Pasar de una
habitación a otra era extraordinario, sobre todo si en una el vapor ya era tal que
nos impedía vernos.
Entonces abríamos la puerta y entrábamos al cuarto del diván,
donde todo era nítido, y detrás de nosotros, como los filamentos de un sueño, se
colaban nubes de vapor que no tardaban en desaparecer.
Tendidos allí, tomados de la
mano, escuchábamos o intentábamos escuchar los ruidos apenas perceptibles del
Gimnasio mientras nuestros cuerpos se iban enfriando.
Casi helados, sumidos en el
silencio, podíamos oír, por fin, el run run que brotaba del piso y de las paredes,
el murmullo gatuno de las cañerías calientes y de las calderas que en algún lugar
secreto del edificio alimentaban el negocio.
Un día me perderé por aquí, dijo Laura.
Su experiencia en incursiones a baños públicos era mayor que la mía, cosa bastante
fácil, pues hasta entonces yo jamás había cruzado el umbral de un establecimiento
semejante.
No obstante ella decía que de baños no sabía nada.
No lo suficiente.
Con
X había estado un par de veces y antes de X con un tipo que la doblaba en edad y al
que siempre se refería con frases misteriosas.
En total no había ido más de diez
veces, todas al mismo lugar, el Gimnasio Moctezuma.
Juntos, montados en la Benelli
que por entonces ya dominaba, intentamos recorrer todos los baños del D.F., guiados
por un afán absoluto que era una mezcla de amor y de juego.
Nunca lo logramos.
Por
el contrario, a medida que avanzábamos se fue abriendo alrededor nuestro el abismo,
la gran escenografía negra de los baños públicos.
Así como el rostro oculto de otras
ciudades son los teatros, los parques, los muelles, las playas, los laberintos, las
iglesias, los burdeles, los bares, los cines baratos, los edificios viejos y hasta
los supermercados, el rostro oculto del D.F.
se hallaba en la enorme red de baños
públicos, legales, semilegales y clandestinos.
El método empleado al inicio de la
travesía fue sencillo: le pedí al muchacho del Gimnasio Moctezuma que me diera un
par de direcciones de baños baratos.
Obtuve cinco tarjetas y anotó en un papel las
señas de una decena de establecimientos.
Éstos fueron los primeros.
A partir de cada
uno de ellos la búsqueda se bifurcó innumerables veces.
Los horarios variaban tanto
como los edificios.
A algunos llegábamos a las diez de la mañana y nos íbamos a la
hora de comer.
Éstos, por regla general, eran locales claros, desconchados, donde a
veces podíamos escuchar risas de adolescentes y toses de tipos solitarios y
perdidos, los mismos que al poco rato, repuestos, se ponían a cantar boleros.
Allí
la divisa parecía ser el limbo, los ojos cerrados del niño muerto.
No eran sitios
muy limpios o puede que la limpieza la hicieran pasado el mediodía.
En otros
hacíamos nuestra aparición a las 4 o 5 de la tarde y no nos íbamos hasta que
anochecía.
Ése era nuestro horario más usual.
Los baños a esa hora parecían
disfrutar, o padecer, una sombra permanente.
Quiero decir, una sombra de artificio,
un domo o una palmera, lo más parecido a una bolsa marsupial, que al principio uno
agradecía pero que al cabo terminaba pesando más que una losa fúnebre.
Los baños de
las 7 de la tarde, 7.30, 8 de la noche, eran los más concurridos.
En la vereda,
junto a la puerta, montaban guardia los jóvenes hablando de béisbol y de canciones
de moda.
Los pasillos resonaban con las bromas siniestras de los obreros recién
salidos de las fábricas y talleres.
En el recibidor, aves de paso, los viejos
maricas saludaban por su nombre de pila o de guerra a los recepcionistas y a los que
mataban el tiempo sentados en los sillones.
Perderse por los pasillos, alimentar una
cierta indiscreción en dosis pequeñas, como pellizcos, no dejaba de ser altamente
instructivo.
Las puertas abiertas o semiabiertas, semejantes a corrimientos de
tierra, grietas de terremoto, solían ofrecer cuadros vivos al feliz observador:
grupos de hombres desnudos donde el movimiento, la acción, corría a cargo del vapor;
adolescentes perdidos como jaguares en un laberinto de duchas; gestos, mínimos pero
terroríficos, de atletas, culturistas y solitarios; las ropas colgadas de un
leproso; viejitos bebiendo Lulú y sonriendo apoyados en la puerta de madera del baño
turco.
Era fácil hacer amistades y las hicimos.
Las parejas, si se cruzaban un par
de veces por los pasillos, ya se creían con la obligación de saludarse.
Esto era
debido a una especie de solidaridad heterosexual; las mujeres, en muchos baños
públicos, estaban en absoluta minoría y no era raro oír historias extravagantes de
ataques y de acosos, aunque, la verdad, esas historias no eran nada fiables.
Las
amistades de esta clase no pasaban de una cerveza en el bar o una copa.
En los baños
nos saludábamos y como máximo tomábamos cabinas vecinas.
Al cabo de un rato los
primeros en terminar tocaban la puerta de la pareja amiga y sin esperar respuesta
avisaban que estarían en el restaurante tal, aguardando.
Luego los otros salían,
iban al restaurante, se tomaban un par de copas y se despedían hasta la próxima.
A
veces la pareja hacía confidencias, la mujer o el hombre, sobre todo si estaban
casados, pero no entre sí, contaban su vida y uno tenía que asentir, decir que el
amor, que una pena, que el destino, que los niños.
Tierno pero aburrido.
Las otras
amistades, más turbulentas, eran de las que visitaban tu propio reservado.
Éstas
podían llegar a ser tan aburridas como las primeras, pero muchísimo más peligrosas.
Se presentaban sin preámbulos, simplemente llamaban a la puerta, un toque extraño y
rápido, y decían ábreme.
Pocas veces iban solos, casi siempre eran tres, dos hombres
y una mujer, o tres hombres; los motivos que esgrimían para semejante visita solían
ser poco creíbles o estúpidos: fumar un poco de hierba, cosa que no podían hacer en
las duchas colectivas, o vender lo que fuera.
Laura siempre los dejaba pasar.
Las
primeras veces yo me ponía tenso, dispuesto a pelear y a caer manchado de sangre
sobre las losas del reservado.
Pensaba que lo más lógico era que entraran a robarnos
o a violar a Laura, e incluso a violarme a mí, y los nervios los tenía a flor de
piel.
Los visitantes, de alguna manera, eso lo sabían y sólo se dirigían a mí cuando
la necesidad o los buenos modales lo hacían indispensable.
Todas las proposiciones,
tratos y cuchicheos iban dirigidos a Laura.
Era ella quien les abría, era ella quien
les preguntaba qué chingados se les ofrecía, era ella quien los hacía pasar al
cuartito del diván (yo escuchaba, desde el vapor, cómo se sentaban, primero uno,
luego otro, luego el siguiente, y la espalda de Laura, quieta, se traslucía a través
de la puerta de vidrio esmerilado que separaba el vapor de aquella antesala
convertida de pronto en un misterio).
Finalmente me levantaba, me ponía una toalla
en la cintura y entraba.
Los visitantes solían ser dos hombres y una mujer.
O un
hombre, un muchacho y una muchacha que al verme saludaban indecisos, como si contra
toda razón desde el principio hubieran ido allí por Laura y no por los dos; como si
sólo hubieran esperado encontrarla a ella.
Sentados en el diván sus ojos oscuros no
se perdían ni uno solo de sus gestos mientras con las manos, autónomas, liaban la
hierba.
Las conversaciones parecían cifradas en un lenguaje que no conocía,
ciertamente no en el argot de los jóvenes, que por entonces dominaba, aunque ahora
apenas recuerde un par de términos, sino en una jerga mucho más ominosa en donde
cada verbo y cada frase tenían un deje de funeral y de hoyo.
Tal vez el Hoyo Aéreo.
Tal vez una de las caras deformes del Hoyo Inmaculado.
Puede que sí.
Puede que no.
En cualquier caso yo también conversaba o intentaba hacerlo.
No era fácil, pero lo
intentaba.
A veces, junto con la mota, sacaban botellas de alcohol.
Las botellas no
eran gratis, sin embargo nosotros no pagábamos.
El negocio de los visitantes
consistía en vender marihuana, whisky, huevos de tortuga en las cabinas, pocas veces
con el beneplácito del recepcionista o de los encargados de la limpieza, que los
perseguían implacables; por tal motivo era de suma importancia que alguien los
cobijara; también vendían teatro, la pasta, en realidad, salía de allí, o
concertaban representaciones privadas en los departamentos de soltero de los
contratantes.
El repertorio de estas compañías ambulantes podía ser raquítico o
variadísimo, pero el eje dramático de su puesta en escena siempre era el mismo: el
hombre mayor se quedaba en el diván (pensando, supongo) mientras el muchacho y la
muchacha, o los dos muchachos, seguían a los espectadores a la cámara de vapor.
La
representación, por regla general, no duraba más de media hora o tres cuartos de
hora, con o sin participación de los espectadores.
Terminado el plazo, el hombre del
diván abría la puerta y anunciaba al respetable público, entre toses producidas por
el vapor que de inmediato intentaba colarse al otro cuarto, el fin del espectáculo.
Los bis bis se pagaban caros aunque sólo duraran diez minutos.
Los muchachos se
duchaban de prisa y luego recibían sus ropas de manos del hombre.
Recuerdo que se
vestían aún mojados.
Los últimos minutos los aprovechaba el cabizbajo pero
emprendedor director artístico en ofrecer a los satisfechos espectadores los
manjares de su cesto o maleta: whisky servido en vasitos de papel, canutos de maría
liados con mano experta, y huevos de tortuga que abría valiéndose de la uña enorme
que festoneaba su pulgar, y que, ya en el vaso, rociaba con jugo de limón y chile.
En nuestro reservado las cosas eran distintas.
Hablaban a media voz.
Fumaban
marihuana.
Dejaban que el tiempo pasara consultando de vez en cuando sus relojes
mientras los rostros se iban cubriendo de gotitas de sudor.
A veces se tocaban, nos
tocábamos, cosa por lo demás inevitable si todos estábamos sentados en el diván, y
el roce de las piernas, de los brazos, podía llegar a ser doloroso.
No el dolor del
sexo sino el de lo irremisiblemente perdido o el de la única pequeña esperanza
vagando por el país Imposible.
A los conocidos, Laura los invitaba a desnudarse y
entrar con nosotros en el vapor.
Raras veces aceptaron.
Preferían fumar y beber y
oír historias.
Descansar.
Al cabo de un rato cerraban la maleta y se marchaban.

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