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Authors: Martin Gardner

Tags: #Ciencia, Ensayo

¿Tení­an Ombligo Adan y Eva? (4 page)

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Si Johnson no comparte esta creencia de Newton, ¿por qué es incapaz de admitir que el azar, combinado con las leyes de la naturaleza, es el método de creación de Dios? Sospecho que es debido a su agenda oculta de defensa del presbiterianismo conservador. A pesar de la aversión que le tenía Einstein, la palabra «azar» no es una palabrota. Es absolutamente imprescindible, y de un modo muy bello, en la mecánica cuántica.

A veces pienso que las leyes cuánticas constituyen la única manera, o tal vez la mejor manera, por la que Dios pudo crear un universo monstruoso, capaz de generar, después de miles de millones de años, vida inteligente. Lo más asombroso es que un relojero inconsciente, carente de planes preconcebidos, pueda obtener tan buenos resultados. De no ser así, no estaría usted leyendo estas palabras.

Una de las cruces más amargas de Darwin fue la inquebrantable ortodoxia anglicana de su esposa. A pesar de las llorosas súplicas de ésta, él abandonó pronto sus creencias cristianas, y después de la muerte de su hija Anne, perdió por completo la fe en Dios. Sin embargo, en 1860, un año después de la publicación de
El origen de las especies
, Darwin defendía el diseño inteligente en una carta a Asa Gray:

No veo ninguna necesidad de creer que el ojo fue diseñado expresamente. Por otra parte, no me puedo conformar con contemplar este maravilloso universo, y en especial la naturaleza humana, y llegar a la conclusión de que todo es resultado de la fuerza bruta. Tiendo a verlo todo como el resultado de leyes diseñadas, cuyos detalles, buenos o malos, se dejan en manos de lo que podríamos llamar azar. Pero esta idea no me satisface en absoluto.

Siento en lo más hondo que la cuestión es demasiado profunda para el intelecto humano. Es como si un perro especulara sobre la mente de Newton.

Me siento incapaz de expresarlo mejor.

Con gran diferencia, la crítica más dura a
Darwin on Trial
es una reseña de Stephen Jay Gould publicada en el
Scientific American
de julio de 1992. Otra excelente reseña, la de la antropóloga Eugenie C. Scott, apareció en
Creation/Evolution
, vol. 13 (1993), pp. 36-47. Su conclusión era: «
Darwin on Trial
merece ser leído por científicos, no por su valor científico, que es nulo, sino por su potencial impacto social y político». El último libro de Johnson es
Defeating Darwinism by Opening Minds
(InterVarsity Press, 1997). Un anuncio en el catálogo de la editorial incluye una cita de Michael Behe: «Phillip Johnson es el pensador más claro de nuestra época en lo referente a la evolución y su impacto sobre la sociedad».

Addendum

El virulento ataque de David Berlinski contra la evolución (
Commentary
, junio de 1996), lo mismo que el libro de Phillip Johnson,
Darwin on Trial
, presenta una flagrante omisión. En ninguna parte se nos dice qué modalidad del creacionismo apoya. Al igual que Johnson, Berlinski parece pensar que la evolución puntuada de Stephen Jay Gould y sus amigos atenta de algún modo contra el principio darwiniano de que toda la vida evolucionó a base de pequeños cambios graduales. Por supuesto, los saltos de la teoría de Gould sólo son «saltos» en comparación con los larguísimos períodos durante los que ciertas especies permanecen estables. Los trilobites, por ejemplo. Los saltos de Gould duran decenas de miles de años, y se inician con pequeñas mutaciones que, por razones aún poco claras, a veces se producen más rápidamente que lo habitual.

Thomas Huxley, el bulldog de Darwin, era plenamente consciente de dichos saltos, que han proporcionado combustible a los creacionistas desde los tiempos de Darwin. De hecho, todos los argumentos en contra de la evolución utilizados por Johnson y Berlinski tienen más de un siglo de antigüedad. En la actualidad son repetidos una y otra vez por fundamentalistas protestantes que creen que Dios creó todo el universo en seis días, hace unos diez mil años, exactamente como se cuenta en el Génesis.

Commentary
(septiembre de 1996) dedicó veinte páginas a cartas a favor y en contra de Berlinski, incluyendo una carta mía que terminaba preguntándole a Berlinski: «¿Cree usted que los primeros humanos tuvieron padres animales, o que no tuvieron padres?». En sus quince páginas de respuestas a las cartas, Berlinski comentaba la mía de la siguiente manera: «En cuanto a la última pregunta del señor Gardner: durante muchos años me he preguntado si los primeros seres humanos tuvieron padres o no; lamento decir que aún no tengo respuesta». Esta declaración me parece asombrosa. Si los primeros humanos no tuvieron padres, tuvieron que ser creados de la nada por Jehová. Me pregunto si Berlinski considera la posibilidad de que Eva fuera creada a partir de una costilla de Adán.

Pensemos en un bebé de una semana. Es menos «humano» que un gorila de una semana. A lo largo del desarrollo de un niño no existe un momento preciso en el que se convierta de pronto en una persona madura. La evolución del Homo sapiens presenta un espectro similar. Si las leyes que gobiernan la evolución fueron impuestas y son mantenidas por Dios, ¿qué necesidad hay de que Dios meta un dedo en el proceso? El jefe del observatorio astronómico del Vaticano lo expresó muy bien en un programa de televisión sobre Galileo: «No existió un momento mágico. Todo el asunto es mágico». Las opiniones de Berlinski se vuelven aún más desconcertantes cuando ataca la evolución cosmológica en su artículo «Was There a Big Bang?» («¿Hubo un Big Bang?») publicado en el número de febrero de 1998 de
Commentary
. (No he leído su artículo anterior, «El alma humana a la luz de la física», en el
Commentary
de enero de 1996). Berlinski argumenta que, dado que existen serias dudas acerca del desplazamiento hacia el rojo como medida de la velocidad de alejamiento de las galaxias, es igualmente dudoso que el universo se esté expandiendo, y por lo tanto no existen razones sólidas para creer que el universo se originó en una gran explosión. Es de suponer que Berlinski prefiere un universo estático, que siempre fue tal como es o que fue creado así en un momento del pasado. La «caja negra» que se nombra en el título del libro de Behe es la célula viva. Behe cree que es demasiado compleja para haber evolucionado sin ayuda divina. La prueba principal de Behe es el flagelo giratorio de ciertas bacterias. Insiste en que no es posible concebir formas incipientes que pudieran explicar cómo evolucionó lentamente el flagelo por selección natural. Tal como sucede con Johnson y con Berlinski, Behe no nos dice nunca cómo cree que Dios ayudó al proceso evolutivo. «No te preocupes, Mike», le escribió Johnson a Behe. «Aunque el [New York]
Times
te machaque en su reseña, un terremoto cultural sacudirá Estados Unidos el 4 de agosto, cuando lo publiquen». Por supuesto, dicho terremoto no se produjo.

A quien quiera leer un ataque completo contra el diseño inteligente, con especial atención a Johnson y Behe, le recomiendo el libro de Robert T. Pennock,
Tower of Babel: The Evidence Against the New Creationism
(1999). Lo más insólito de este libro es que Pennock, a diferencia de la mayoría de los defensores de la evolución darwiniana vista como un relojero ciego, es un teísta de tradición cuáquera. No ve ninguna necesidad de suponer que Dios impulsó la evolución realizando pequeños milagros a lo largo del proceso, ya que todas las leyes que intervienen en la evolución de la vida fueron creadas y son mantenidas por una divinidad totalmente ajena.

Según Pennock, es extraño que los creacionistas que se toman tan en serio la Biblia vean a Dios como un análogo de los seres humanos y lo imaginen trasteando constantemente con el universo, de manera similar a lo que hacen los humanos para mejorar sus coches, barcos y aviones. Y les recuerda las palabras de Isaías (55:8): «Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni mis maneras son vuestras maneras, dice el Señor».

En una columna publicada en el
Wall Street Journal
(16 de agosto de 1999), Johnson menciona a un «paleontólogo chino» que «da conferencias por todo el mundo, diciendo que los fósiles hallados recientemente en su país contradicen la teoría darwinista de la evolución». Tal como se informa en el
Skeptical Inquirer
. de noviembre/diciembre de 1999, el físico David Thomas escribió a Johnson preguntándole quién era ese misterioso científico y si había publicado algún trabajo sobre los descubrimientos fósiles.

Johnson se negó a dar el nombre, añadiendo que todavía no había publicado nada en inglés. «Me quedé boquiabierto», declaró Thomas. «Esperaba que existiera un Garganta Profunda en la política, pero no en la ciencia».

II. ASTRONOMÍA
3. Objetos próximos a la Tierra: ¿monstruos letales?

¡Asteroide!, ¡asteroide!
Cruzando el cielo a toda velocidad
¿Chocará con la Tierra o la rozará?
¿Morirá todo el mundo?

ARMAND T. RINGER

En marzo de 1998, el astrónomo Brian Marsden, del Observatorio Astrofísico de Harvard-Smithsonian en Cambridge (Massachusetts), dio un aviso que ponía los pelos de punta. Basándose en 88 días de observación del asteroide 1977 XF11, su ordenador había calculado que esa enorme roca se acercaría peligrosamente a la Tierra a las 13.30, hora de la Costa Este, del 26 de octubre de 2028.

Podía pasar a sólo 48.000 kilómetros de la Tierra, tan sólo un octavo de la distancia que nos separa de la Luna. Si la roca, de kilómetro y medio de diámetro, chocara con la Tierra, la devastación sería tan espantosa que más valía no pensar en ello.

Al día siguiente, antes de que los líderes de los cultos fundamentalistas hubieran tenido tiempo de integrar este posible cataclismo en sus profecías sobre la Segunda Venida, Marsden pedía humildes disculpas. Eleanor Helin y sus colaboradores del Laboratorio de Propulsión a Chorro de la NASA localizaron una fotografía del XF11 tomada siete años atrás, que permitía un cálculo más preciso de su trayectoria. El asteroide da una vuelta alrededor del Sol cada 21 meses. En 2028, cuando cruce la órbita de la Tierra, pasará a 965.000 kilómetros de nosotros, aproximadamente dos veces y media la distancia de la Tierra a la Luna.

«Objetos próximos a la Tierra» (OPT) es el nombre que se da actualmente a los cuerpos de gran tamaño que cruzan periódicamente la órbita terrestre no muy lejos de nuestro planeta. Entre ellos hay asteroides, meteoroides —que suelen ser fragmentos de asteroides desprendidos a causa de colisiones— y cometas procedentes de zonas situadas mucho más allá de Plutón. Los desastres provocados por OPTs que chocan contra la Tierra eran un tema frecuente de los primeros relatos de ciencia-ficción, y también de algunas películas modernas de catástrofes.

Como de costumbre, el pionero del tema fue H. G. Wells.

Su novela
In the Days of the Comet
trata de los efectos que provoca en la Tierra un cometa gigante que pasa rozándola. Su relato «La estrella» es una viva descripción de la devastación causada por un gigantesco OPT. Un asteroide (Wells lo llama «un planeta») de las afueras del sistema solar se desvía de su órbita y choca con Neptuno. Los dos planetas se funden, formando una «estrella» llameante que casi destruye la Tierra antes de caer en el Sol.

El relato de Wells apareció por primera vez en el número de Navidad de 1887 de la revista londinense
The Graphic
. Tengo enmarcada en mi despacho la ilustración en color, a toda página, que muestra a los londinenses mirando hacia arriba, por donde viene la estrella, y gritando «¡Brilla cada vez más!». Un vendedor de prensa levanta un periódico con el titular «Destrucción total de la Tierra» en grandes letras escarlatas.

Esto no es estrictamente cierto. Hubo unos cuantos relatos anteriores, aunque poco conocidos, sobre el encuentro de la Tierra con objetos próximos a ella. Por ejemplo, «La conversación de Eiros y Charmian», de Edgar Allan Poe (1839). Dos antiguos terrícolas, ahora convertidos en espíritus incorpóreos, recuerdan la destrucción de la Tierra por un cometa gigante que arrebató a la atmósfera terrestre todo su nitrógeno. El oxígeno que quedó hizo que la Tierra estallara en llamas. En la obra de Everett Bleiler,
Science Fiction: The Early Years
(1990) se cita «El cometa», un relato de S. Austin, Jr., también publicado en 1839, en el que la Tierra es destruida por un cometa.

Así es cómo Wells describe lo que ocurre cuando la Tierra y la estrella giran una en torno a la otra:

Y entonces las nubes se cerraron, emborronando la visión del cielo; el trueno y el rayo tejieron una funda alrededor del mundo; en toda la tierra cayó un diluvio de lluvia como jamás se había visto, y allá donde los volcanes llameaban con un color rojo que contrastaba con el dosel de nubes, descendían torrentes de fango.

En todas partes, las aguas arrasaban la tierra, dejando ruinas repletas de barro, y la tierra quedaba cubierta de restos, como una playa azotada por la tormenta con todo lo que ha llegado flotando hasta ella, incluyendo los cadáveres de hombres y animales, sus hijos. Durante días, las aguas corrieron sobre la tierra, arrastrando al pasar el suelo, los árboles y las casas, amontonando enormes diques y excavando gigantescas gargantas en el campo. Así fueron los días de tinieblas que siguieron a la estrella y su calor. Durante todos ellos, y durante muchas semanas y meses, los terremotos continuaron.

Todavía me acuerdo de cuando era adolescente y leí en
Science and Invention
de Hugo Gernsback, que era entonces mi revista favorita, las seis entregas de una ridícula novela que se publicó desde julio hasta diciembre de 1923. El autor era Ray Cummings, y su novela se titulaba
Around the Universe: An Astronomical Comedy
. Trataba de una nave espacial que transportaba a Tubby, a su novia y a un astrofísico llamado Sir Isaac. Después de explorar el universo, se enteran de que los malvados marcianos planean invadir la Tierra. Para impedirlo, Sir Isaac hace que su nave vuele en círculos alrededor de un pequeño asteroide, hasta desviarlo ligeramente de su órbita. Esto provoca una serie de colisiones con asteroides más grandes, todas calculadas con exactitud por Sir Isaac, hasta que por fin se forma una gigantesca bola de fuego que choca con Marte y aniquila a sus habitantes.

Esto no es tan disparatado como parece. Las órbitas de los asteroides son caóticas. Una minúscula alteración en una órbita podría iniciar un «efecto mariposa» semejante al provocado por Sir Isaac. Incluso nuestro sistema solar es inestable. Un OPT gigante que se aproximara a un planeta pequeño o chocara con él podría poner en marcha una reacción en cadena capaz de sacar a un planeta del sistema solar. [Ver «Crack in the Clockwork» («Una grieta en el engranaje»), de Adam Prank, en Astronomy, mayo de 1998, pp. 54-59.] Newton era perfectamente consciente de esta inestabilidad, y creía que era necesario que Dios interviniera de vez en cuando para reajustar las órbitas planetarias y mantener el sistema en perfecto funcionamiento. Las novelas de ciencia-ficción que tratan de OPTs que chocan con la Tierra son demasiado numerosas para citarlas todas. En el cine, Nueva York ha sido destruida dos veces por OPTs. Fue devastada en una espantosa película de 1979,
Meteoro
, que desperdiciaba los talentos de Sean Connery, Natalie Wood, Henry Fonda y Trevor Howard. En una película anterior y aun más absurda,
Cuando los mundos chocan
(1951), una estrella errante llamada Ballus arrasa Nueva York con una ola gigantesca. La reciente alarma del XF11 ha proporcionado magnífica publicidad a dos nuevas películas de catástrofes que tratan de impactos de OPTs, y que aún no se han estrenado cuando escribo esto:
Armagedon
, de Disney, protagonizada por Bruce Willis, y Deep Impact, de la Paramount, con Robert Duvall. Se puede apostar a que los efectos visuales de ambas películas serán muy superiores a su rigor científico.

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