Taxi (5 page)

Read Taxi Online

Authors: Khaled Al Khamissi

Tags: #Humor

BOOK: Taxi
6.55Mb size Format: txt, pdf, ePub

Y al fin, solicitó mi veredicto:

—¿No opina usted que es una historia extraña?

12

Estaba charlando con el taxista y resultó ser un seguidor del Zamalek desde hacía mucho tiempo. Tanto que, cuando era pequeño, solía ir al estadio para ver a Taha Basri, Mahmud El Jawaga, Ali Jalil y otros tantos que estaban en su mejor momento, como Hasan Shehata y Faruq Gaafar. Ese año, durante el invierno de 2005, el Zamalek estaba perdiendo contra todos los equipos.

Intenté que se hiciera del Ahly, como yo, pero me dijo que el Zamalek iba cada vez peor y que necesitaba a alguien que estuviera a su lado; no como el Ahly que estaba en la cumbre y no necesitaba a nadie que lo animara.

—El Zamalek es como Egipto, por eso todos tenemos que estar a su lado para detener su retroceso.

—¿Y cómo podemos ayudar nosotros? —le pregunté.

—Podemos ayudar a Egipto preparando a nuestros hijos para la guerra. Es cierto que desde que Mubarak maneja el timón lo ha dirigido de tal forma que no ha tenido ningún conflicto con nadie. Y para ser sinceros, bravo, eso es lo mejor que podía haber hecho. Si los americanos dicen «a la derecha», vamos a la derecha; «a la izquierda», vamos a la izquierda. Eso era importante en la etapa anterior, para que pudiéramos respirar, la economía pudiera fortalecerse y pudiéramos levantar cabeza. Sinceramente, creo que el hombre ha sabido sacar al país de cualquier crisis. Sin embargo, la guerra está al caer. Los israelíes son incapaces de no meterse en guerras. La paz acabaría con ellos y lo saben perfectamente, por eso están constantemente pinchando. Siria e Iraq están en su punto de mira, provocan a Irán y tienen a Palestina que arde porque así reciben más dinero de Estados Unidos y sus jóvenes se vuelven más sionistas. Si las cosas se calmaran, los judíos volverían a Europa. Vamos, que al final se darán media vuelta y la tomarán con nosotros. Si no es mañana, será pasado; por eso el papel de cada uno en el país es preparar a sus hijos para la guerra: porque está al caer. Ahora tenemos que transmitir al Ejército el mismo espíritu con el que luché mientras estuve en él del 68 al 73. Tengo un familiar que es oficial en el Ejército. Es muy inteligente y fue a la Unión Soviética para recibir entrenamiento. El Ejército se gastó mucho dinero en él y lo mandó fuera varias veces hasta que adquirió una buena formación. ¿Sabe dónde trabaja ahora este oficial? Trabaja en un cuartel de las Fuerzas Armadas en Madinat Naser. ¿Y qué es lo que hace? Organiza fiestas, compra comida y la sirve. Lo han convertido en chef para un restaurante. Qué desastre. Han cogido a un oficial en el que el país se ha gastado miles y miles de libras y lo han convertido en camarero. Lo peor de todo es que él está contentísimo y da saltos de alegría con su situación actual. En su opinión, ¿cuántos años vamos a aguantar sin guerra?

—No tengo ni idea —me sinceré.

—Yo creo que no más de diez años, quizá quince. Vamos, que cuando mi hijo de diez años se licencie en la universidad, ya habrá estallado la guerra contra Israel.

Y tras un intenso silencio, concluyó:

—El problema lo tienen ellos, no nosotros. Son ellos los que no pueden aceptar la paz, y que la hagamos con nosotros mismos no tiene sentido. La paz hay que hacerla con otro, ¿o no?

Se rió de su propio chiste para terminar diciendo:

—Yo, personalmente, les estoy explicando a mis hijos la situación para que cuando suenen los tambores estén listos para responder a la llamada.

13

Al pasar por los muros de la Universidad de El Cairo, le revelé al taxista mi fuerte nostalgia por mis días universitarios. Le confesé mis sueños para nuestro Egipto de cuando estaba dentro de esos muros, y que todavía hasta hoy me siguen conmoviendo, a pesar de haber transcurrido veinte años desde que me licencié. Le dije que la mayoría de los que se habían dedicado a engañar dentro de esos muros habían llegado al poder y que la mayoría de los que soñaron vieron los castillos de sus ilusiones destrozados por catapultas.

—¿En qué facultad estaba?

—En Economía y Ciencias Políticas.

—O sea, que usted estudió política.

—Sí —confesé.

—Genial, qué oportunidad tan buena, porque hace tiempo que tengo una pregunta que quiero hacer.

—¿Y cuál es esa pregunta que espero poder responder?

—¿Qué pasaría si llegáramos y le dijéramos a Estados Unidos: «Tenéis armas nucleares y armas de destrucción masiva y si no os deshacéis de todas ellas, vamos a cortar nuestras relaciones con vosotros, os vamos a declarar la guerra y nos vamos a ver obligados a usar la fuerza militar para proteger a Cuba, que es un país pequeño y tenemos que cuidarlo»? No sería más que palabrería, pero obligaríamos a todo el mundo a ponerse de nuestro lado, como lo hicieron ellos cuando dijeron lo mismo a Iraq, que es lo que están diciendo ahora a Irán. No estoy diciendo que entremos en guerra con ellos. Seguro que usted me entiende: usaríamos los mismos argumentos que usan ellos contra todos los países, como por ejemplo, exigirles supervisar las elecciones norteamericanas porque no tenemos garantías de que sea un proceso electoral limpio, o les exigiríamos observadores internacionales para las urnas. Tendríamos toda la razón al decirlo porque en todo Estados Unidos y en todo el mundo están diciendo que hubo fraude en las elecciones que ganó Bush, y que su hermano amañó las elecciones en su estado y le hizo ganar. Diríamos que, como tenemos que defender la democracia, vamos a enviar una serie de jueces egipcios para asegurarnos de la corrección del proceso democrático. Usted sabe que si hiciéramos eso, les haríamos entender lo que hacen ellos a la gente y sacaríamos el fuego que nos arde en el pecho. Es como cuando le ha ocurrido una desgracia que no tiene solución y lo paga con cualquiera: se tranquiliza pero la desgracia sigue estando ahí. O también podríamos demandar a Estados Unidos por apoyar el terrorismo internacional y por aliarse con países no democráticos, y presentar pruebas. Y como usted sabe, conseguir pruebas a este respecto es muy sencillo.

Y así, al hacer una jugada como ésta, estaríamos en pro de la democracia y en contra del terrorismo. De esta forma algunos países se aliarían con nosotros en contra de Estados Unidos.

Y podríamos reclamar también la imposición de sanciones económicas contra Estados Unidos si no cumpliera lo dicho. Por ejemplo, cogemos lo que Rice les suelta en la cara todos los días a los países pobres y se lo soltamos a ellos. Lo más importante es que todos nosotros anulemos lo que dicen los americanos. Tendríamos que decir «blanco protestante irlandés de Estados Unidos, negro musulmán de Estados Unidos, hispano de Estados Unidos, blanco católico de Estados Unidos, negro protestante de Estados Unidos», exactamente igual a como dicen últimamente ellos: «Han muerto seis shiíes de Iraq y dos sunníes de Iraq». Y los hijos de puta de nuestros periodistas repiten las mismas palabras; dicen: «Un copto de Egipto y un musulmán de Egipto». Tenemos que pedir a gritos la defensa de los derechos de los negros en Estados Unidos, y poner una demanda si un blanco escocés de Estados Unidos asesina a un africano negro de Estados Unidos; como mínimo tenemos que poner todo patas arriba: es africano, como nosotros. Tenemos nosotros más relación con él que la que tiene un blanco italiano con pecas en la mejilla de Estados Unidos con un copto de Egipto. Vamos, que nuestro papel es defender los derechos de la minoría negra allí y tenemos que intervenir por pequeño que sea el problema. Ya sé que hablo mucho y que me repito pero estoy esperando a que me responda, pero se queda callado y no lo hace.

—La verdad es que estoy pensando en lo que has dicho —reconocí.

—Es que yo tengo siempre la radio puesta y todos los días me amargan con las palabras de los norteamericanos, son cosas que le sacan a uno de quicio. Lo que dicen es muy peligroso porque la gente está a punto de estallar. «Nosotros os damos de comer… nosotros os limpiamos la caquita… haced esto, no hagáis lo otro…». Dentro de poco vamos a explotar y se acabó. Por eso se me ha ocurrido esta idea: hacerles a ellos lo que nos hacen a nosotros. El que tiene una casa de cristal no debe tirar ladrillos a la gente. Y estos tienen casas de cristal agrietado plagadas de cáncer.

—Vale, ¿por qué no se lo propone a alguien?

—A ver, me estoy desahogando, estoy hablando por hablar. Aquí están dispuestos a que los norteamericanos nos hagan cualquier cosa. La única sugerencia que les gustaría a los norteamericanos sería la de colocar cámaras en cada una de las casas egipcias para poder controlar la explosión demográfica.

14

Esta vez, el taxista era nubio. Muy raras veces se encuentra uno con un taxista nubio en El Cairo, es algo extremadamente extraño. ¿Por qué no trabajan los nubios como taxistas, teniendo en cuenta que trabajan como chóferes en empresas, para individuales, para embajadas y para cuerpos internacionales? No sé por qué, pero la cuestión invita a reflexionar.

Era un joven nubio, como digo. Me contó que había llegado recientemente a El Cairo y que intentaba establecerse, así que estuve explicándole la topografía de la ciudad:

—A la derecha, por aquí a la calle Sherif; ¿ya sabes quién era Sherif? Era el abuelo de la reina Nazli. Luego a la derecha y otra vez a la derecha llegas a Sabry Abu Ilm, Sabry Basha, que fue ministro de Justicia cuando la gente solía decir: «Camina recto y perturbarás a tu enemigo»; todo recto está la plaza de Sulayman Basha, la estatua es de Talaat Harb, pero incluso cincuenta años después seguimos llamando a la calle y a la plaza Sulayman Basha, que fue Sulayman el Francés, que vino a Egipto para establecer el ejército egipcio moderno con Muhammad Ali y su hijo Ibrahim. Aquí, en El Cairo, el Gobierno cambia los nombres de las calles sin que la gente se dé cuenta. Ya puede pasar un año, diez o cincuenta que la gente lo sigue llamando igual. Ésta es Antijana, y ésta Champollion. Todos esos nombres han cambiado, pero el Gobierno va a su aire y nosotros al nuestro. No conozco a nadie que sepa los nombres nuevos, y eso que ya llevan cincuenta años. Pero bueno, no le des importancia, los de Aswan sois de lo mejor que hay.

—Muchísimas gracias, es usted muy amable.

—¿De qué parte de Aswan eres? —le pregunté.

—De entre Aswan propiamente dicha y Abu Simbel.

—¿Y de qué trabajabas allí?

—Probé de todo. Luego acabé trabajando un poco en Toshka.

—¿¡En serio!? ¡El proyecto nacional del momento! —exclamé sorprendido.

—No, ni nacional ni nada. Ese proyecto ya está muerto.

—¿Cómo que está muerto?

—Teníamos una gran esperanza en él y creíamos que por fin el mundo nos sonreía, pero por desgracia está totalmente acabado. De hecho lo que me ha traído a El Cairo es que no hay nada en lo que trabajar, nada de nada.

—Si eso que dices es cierto, menuda faena.

—Lo que le digo es totalmente cierto. La historia para nosotros, que somos los que vivimos allí, se acabó. Es que, sencillamente, no hay trabajo, pero de ahí a decir «menuda faena», ¡por Dios! La vida tiene sus altibajos, pero no hay nada que sea una faena.

—Claro que es una faena, Egipto se gastó una millonada en este proyecto —le contradije.

—¿Una millonada? Vale, ¿y por qué no dividieron el dinero entre la gente? ¿No somos setenta millones? Es decir, unos diez millones de familias. Si hubieran dado a cada una mil libras, habríamos estado rezando oraciones por ellos hasta el día en que muriéramos. ¿No se ha dado cuenta usted de que ni en los periódicos se dice nada del proyecto? Antes, las noticias de Toshka aparecían hasta debajo de las piedras, pero ahora busque donde busque no encuentra ni un mísero comentario.

—¿Y cuánto llevas en El Cairo?

—Llevo tres meses. Vinimos ocho jóvenes juntos y alquilamos una habitación en Bulaq El Dacror por ochenta libras, diez cada uno. En un café conocí al dueño de este coche, y como llevo conduciendo toda mi vida e incluso tengo el permiso pues hice unos papeles y demostré ser residente en El Cairo. Con este coche hago un turno de ocho horas al día.

—¿Y cuánto pagas por el turno?

—Sesenta libras. El coche está bien, como puede ver. De momento me tiene a prueba, pero espero que salga bien.

—¿Y deseas quedarte en El Cairo?

—Le voy a responder con otra pregunta: ¿Qué hay allí que me haga volver de nuevo?

15

Estaba parado frente al New Ramses College, en la calle Ahmad Lutfi Al Sayed, donde también se encuentra el colegio de mis hijos. La calle estaba saturada y había un gran número de autobuses públicos lanzándome a la cara toneladas de desperdicios de los tubos de escape. Estuve a punto de ahogarme de la cantidad de contaminación que me rodeaba. Me estaba preguntando qué estaba haciendo mi querido El Cairo con los pulmones de mis hijos, cuando vi un taxi que se me acercaba y que se detuvo con alegría al haber dado con un cliente. Me subí sin precisarle a dónde me dirigía, que es lo que dicta la costumbre. Él estaba fumando y el humo me daba en la cara.

Esa serpiente en forma de humareda que reptaba en el aire en dirección a mis pulmones era insoportable. Mis pulmones mandaron un mensaje de alarma al cerebro en un tono muy hostil para que actuase de inmediato y detuviese como fuera la silenciosa danza de humo. Reflexioné un poco y llegué a la conclusión de que, si le pedía con educación que apagara el cigarro por consideración hacia mi pecho, rechazaría mi petición con altivez, así que decidí intentarlo poniendo tono rudo, con la esperanza de que se imaginara de inmediato que era policía, se sintiera intimidado por mi poder y tirara el cigarrillo.

—¡Tira ese cigarro! Suficiente tengo con respirar esta mierda —le espeté con voz severa.

Me escudriñó. Colocó mi cara en una mano, la de un policía en la otra y sopesó las dos de acuerdo con su criterio. Acto seguido, tiró el cigarro por la ventana. En ese momento, me di cuenta de que mi cara podía pasar por la de un policía.

—Ve a Aguza —le ordené continuando con mi papel de chico duro.

—Enseguida.

Sabía que si pronunciaba aunque sólo fuera una palabra, se descubriría todo el entramado y el conductor volvería a fumar, por lo que opté por permanecer en silencio.

—Lo que usted mande. Le voy a contar algo —me propuso.

—Adelante.

—Estuve trabajando para un millonario y tenía un sueldo de setecientas libras al mes, aparte de regalos, ropa y dinero extra en fiestas, además de otras cosas. Dejé esa buena vida porque tenía prohibido fumar. Ahora soy taxista, trabajo todo el día rompiéndome los lomos para ser libre y fumar a mis anchas. Pero, por ser usted, he tirado el cigarro; era un Marlboro, por cierto.

Other books

Apprehended by Jan Burke
The Call of Distant Shores by Wilson, David Niall, Eggleton, Bob
Heartbroke Bay by D'urso, Lynn
Cinnamon Kiss by Walter Mosley
Ogniem i mieczem by Sienkiewicz, Henryk
Trouble Walks In by Sara Humphreys
Reality Ever After by Cami Checketts