Taxi
es un libro singular, que ofrece una imagen realista y precisa sobre la sociedad árabe actual, vista a través de los ojos de unos observadores privilegiados: los taxistas de El Cairo. El escenario es el taxi, un escenario ambulante que revela los secretos de la ciudad; pero, al mismo tiempo, es una esfera dentro de la cual se encuentra el protagonista, que habla sobre sus sufrimientos y esperanzas, sus sueños y sus fracasos. A su lado se sienta el pasajero-autor, que está presente pero cuya voz no oímos salvo en contadas ocasiones. Con su realismo, su exquisita sensibilidad y su simpatía, llega como una brisa refrescante en un día caluroso, en el que se acumularan las mentiras, la hipocresía y la antipatía.
"Su insólita aproximación, lúcida prosa y rara comprensión del aliento urbano, hacen de Taxi tal vez la más interesante de las obras que abordan las transformaciones sociales y políticas que se han dado en Egipto durante las cinco últimas décadas."
Omayma Abdel-Latif
"Me es difícil imaginar un lector que no comparta mi intenso asombro por este libro."
Yalal Amin
Khaled Al Khamissi
Taxi
ePUB v1.0
Polifemo721.08.12
Título original:
Taxi
Khaled Al Khamissi, 2006.
Traducción: Alberto Canto García y Khaled Musa Sánchez
Editor original: Polifemo7 (v1.0)
ePub base v2.0
Dedico este libro
a la vida,
que habita en las palabras de la gente sencilla:
Que se trague la nada que lleva años habitándonos.
Nuestra Señora, con el Niño Jesús en brazos, bajó a la Tierra para visitar un monasterio. Orgullosos, los frailes hicieron cola para honrarla; uno declamó poemas, otro mostró miniaturas para la Biblia, otro recitó el nombre de los santos. Al final de la cola se encontraba un padre humilde, que no había tenido la suerte de instruirse con los sabios de la época. Sus padres eran personas sencillas, que trabajaban en un circo. Cuando llegó su turno, los monjes intentaron dar por terminado el homenaje, por miedo a que comprometiese la imagen del monasterio. Pero él también quería demostrar su amor por la Virgen. Avergonzado, sintiendo la mirada de reproche de sus hermanos, sacó unas naranjas de su zurrón y empezó a lanzarlas al aire, haciendo malabarismos que sus padres le habían enseñado en el circo. Fue en ese momento cuando el Niño Jesús sonrió, y empezó a hacer palmas de alegría. Sólo a él la Virgen le tendió los brazos, y le dejó coger un poco a su hijo.
Paulo Coelho
Maktub
Hace muchos años que soy un cliente asiduo de los taxis. Con ellos he recorrido las calles y los callejones de El Cairo, gracias a lo cual conozco sus recovecos y sus resaltes mejor que cualquier taxista (una «mentirijilla» piadosa no hace daño a nadie).
Me apasiona conversar con los taxistas, pues son, ciertamente, uno de los termómetros de la espabilada calle egipcia. Este libro recopila entre sus tapas historias que he vivido y conversaciones que he mantenido con taxistas entre abril de 2005 y marzo de 2006.
Digo que este libro recopila algunas historias y no todas, debido a que algunos amigos abogados me dijeron que la publicación de algunas de ellas sería suficiente para encarcelarme, acusado de difamación y calumnias; y que, de la misma forma, escribir los nombres propios que aparecen en ciertos chistes o historietas que están al alcance de todos en la calle egipcia, es algo peligroso. ¡Peligroso! Es algo que me entristece porque los cuentos populares y los chistes egipcios se van a perder sin que nadie los recopile.
He intentado transmitir estas historias tal y como son, con la lengua de la calle; una lengua especial, espontánea, viva y sincera, completamente diferente del lenguaje de los salones y conferencias al que estamos acostumbrados.
Mi papel aquí, sin lugar a dudas, no es el de revisar la precisión de los datos que he recopilado y escrito. Aquí lo importante es lo que dice un individuo de la sociedad en un momento determinado de la historia acerca de un tema en particular, pues lo sociológico está por encima de lo cognitivo en la lista de prioridades de este libro.
La mayoría de los taxistas pertenece a un estrato social que está machacado económicamente. Trabajan en un profesión muy agotadora físicamente, pues estar sentado permanentemente en coches hechos polvo les lesiona la columna vertebral; el estado de constante griterío existente en las calles de El Cairo destruye su sistema nervioso; el continuo atasco les debilita psicológicamente y el correr en busca de la comida —en el sentido literal de la palabra «correr»— castiga al máximo los nervios de sus cuerpos. A esto se añade el constante tira y afloja de una continua negociación: por un lado, entre ellos y los clientes por la ausencia de una tarifa fija a la hora de pagar; y por otro, entre ellos y los policías, que por lo general, les tratan de una forma que haría que el difunto Marqués de Sade
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se sintiera cómodo en su tumba.
A todo esto hay que sumarle que si calculáramos de forma científica las ganancias del taxi —es decir, teniendo en cuenta todos los elementos, a saber: el desgaste de los coches, el alquiler del conductor, los impuestos, el coste de las reparaciones, las multas, etc.—, veríamos que es una empresa de la que sólo se puede salir perdiendo. Sus dueños creen que ganan con el taxi porque no tienen en cuenta los numerosos gastos inesperados. Como resultado de todo esto, los coches se encuentran en un estado lamentable —deteriorados y sucios— y sus conductores trabajan en ellos como esclavos.
Son numerosos los decretos que han contribuido al aumento sin precedentes del interés por el taxi. Tal es así que el número de taxis en todo El Cairo ha llegado a los ochenta mil. El decreto más importante es el que se promulgó a mediados de los 90 y por el cual se ha permitido que cualquier coche antiguo se haya podido transformar en taxi. El segundo decreto más importante es el que ha permitido a los bancos financiar los coches, entre ellos los taxis. De esta forma, un gran número de parados se ha unido al gremio de los taxistas, entrando así en un ciclo de verdadera tortura para pagar los plazos. El esfuerzo de estos sufridores ha significado más ganancias para los bancos, para las empresas de coches y para los importadores de piezas de recambio.
Como resultado general se encuentran taxistas de todos los tipos y de todos los niveles educativos, desde el analfabeto hasta el que ha obtenido un máster —aún no me he encontrado a ningún taxista que haya terminado el doctorado—. Estos taxistas poseen una amplia experiencia dentro de la sociedad, pues prácticamente viven en la calle y coinciden diariamente con una sorprendente amalgama de personas. Gracias a las conversaciones que mantienen se forman opiniones que son muy representativas de una parte —de la mayoría, en realidad— de la sociedad egipcia.
La verdad sea dicha, a menudo encuentro que los análisis políticos de algunos taxistas son más profundos que los de muchos de los analistas que llenan el mundo con sus gritos. La civilización de este pueblo se manifiesta en su sencillez. Este grandioso e impresionante pueblo, el egipcio, es en verdad un maestro para aquel que quiera aprender.
Khaled Al Khamissi
21 de marzo de 2006
¡Dios mío! ¿Cuántos años tendría ese taxista? ¿Y cuántos aquel coche? No daba crédito a mis ojos cuando me senté a su lado… Tenía tantas arrugas en el rostro como estrellas hay en el cielo. Cada arruga se juntaba con la siguiente con ternura, como si se tratase de un rostro egipcio esculpido por Mujtar
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. En sus manos, agarradas firmemente al volante, se marcaban las venas como las arterias del Nilo que alimentan la tierra seca. A pesar del ligero temblor de sus manos, el volante no giraba ni a izquierda ni a derecha y el coche avanzaba firme hacia el frente. Sus ojos, sumergidos en dos gigantescos párpados, emanaban un estado de paz interior que nos transmitía, tanto a mí como al resto del mundo, una gran tranquilidad.
Sentí —sólo con sentarme a su lado y percibir el magnetismo que desprendía— que todo iba bien. Por alguna razón desconocida me acordé de mi poeta belga preferido, Jacques Brel
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, y de lo equivocado que estaba cuando compuso un famoso poema que cantaba: «
Qué bella es la muerte comparada con la senectud, / pues la muerte en cualquier forma es preferible a la vejez
». Si Brel se sentara junto a ese hombre como lo hago yo ahora, borraría su poema.
—Seguro que usted conduce desde hace mucho tiempo.
—Soy taxista desde el 48.
No me había imaginado que ejerciera la profesión de taxista desde hacía casi sesenta años. No le pregunté por su edad, pero sí lo hice sobre qué había sacado en claro.
—Y después de toda su experiencia, ¿qué podría decirle a alguien como yo, para que pueda aprender algo?
—Que soy una hormiga negra sobre una roca negra en una noche de profunda oscuridad, a la que Dios le provee su sustento —se lamentó el chófer.
—¿A qué se refiere?
—Le voy a contar una historia que me ha pasado este mes, para que me entienda.
—Venga —le dije yo.
—Llevaba diez días malísimo, incapaz de levantarme de la cama. Como soy pobre, vivo al día, y pasada una semana no había en casa ni un duro. Yo lo sabía pero mi mujer me lo ocultaba. Cuando le preguntaba «¿Y qué hacemos?», ella me respondía «Todavía nos va bien», siendo la verdad que estaba mendigando comida a los vecinos. Y claro, mis hijos, suficiente tienen con lo suyo: uno de ellos no puede casar más que a la mitad de sus hijos y el otro lleva al nieto, que está enfermo, de hospital en hospital. Vamos, que no podemos pedirles nada. Se supone que soy yo quien tiene que ayudarles. A los diez días le dije a mi mujer que tenía que trabajar. Ella insistía gritándome que si salía, la mataría del disgusto. La verdad es que no tenía fuerzas ni para pisar la calle. Pero pensé que tenía que hacerlo, así que le conté una mentira piadosa: que iba a bajar al café a que me diera el aire porque estaba harto. Salí, arranqué el coche y me dije: «Dios proveerá». Conduje hasta el parque de El Orman y vi un Peugeot 504 estropeado cuyo taxista me estaba haciendo señas. Me detuve, se me acercó y me dijo: «Tengo a uno que va al aeropuerto. ¿Lo llevas tú? Es que se me ha estropeado el coche». ¿Se da cuenta de la sabiduría de Dios? ¡Tenía un 504 nuevecito y va y se queda tirado! Le contesté que sí, que lo llevaba. El cliente se subió a mi taxi. Era de Omán, de donde el Sultán Qabus
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. Me preguntó cuánto le iba a llevar y le dije que lo que me diera. Se aseguró, «Es decir, va a coger lo que le pague». «Vale», le contesté. De camino me enteré de que iba a la terminal de carga porque tenía un asunto que tratar. Le conté que mi nieto trabajaba allí y que podía ayudarle a solucionar el papeleo de las aduanas. Me contestó que muy bien, y efectivamente fuimos y encontramos a mi nieto; ese día trabajaba. Fíjese en que era perfectamente posible que no hubiese estado. Acabamos lo que tenía que hacer y lo llevé de vuelta a Doqqi. Volvió a preguntarme: «¿Cuánto es, buen hombre?». Le respondí: «Habíamos acordado que lo que creyera usted conveniente». Me dio cincuenta libras. Las cogí, le di las gracias y arranqué el coche. Me preguntó: «¿Está satisfecho?». «Sí, lo estoy», le reconocí. Continuó diciendo: «Mire usted. Se supone que las aduanas me habrían costado 1.400 libras, de las cuales he pagado 600. O sea, las 800 de diferencia que iba a pagar de todas formas, pues se las pago a usted. Es decir, lo que me ha ahorrado, más 200 libras de la carrera hacen 1.000 libras. ¡Tómelas y las otras cincuenta de regalo!».