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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástica

Sueño del Fevre (18 page)

BOOK: Sueño del Fevre
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—¡Ah! —suspiró Julian mientras miraba a Cynthia, complacido—. Bien, ahora ya somos sólo cinco. Si tenemos cuidado, podemos hacer que cada muchacha nos dure hasta un mes o dos, si bebemos poco a poco. Sí, creo que así podemos aguantar hasta el invierno. Para entonces, uno de los otros nos hará llegar alguna noticia, quizá. Ya veremos. Hasta entonces, puedes quedarte conmigo, querida. Y Michelle también. Y tú, Kurt.

Armand pareció desmoronarse.

—¿Y yo? —barboteó—. Damon, por favor...

—¿Qué sucede, Armand? ¿Es la sed? ¿Se debe a ella ese temblor? Contrólate. ¿Te pondrás a desgarrar y morder cuando consigamos a esas amiguitas de Billy? Ya sabes cuánto me disgustaría... —continuó con los ojos semicerrados—. También tengo mis planes para ti, Armand.

Armand bajó la mirada y la fijó en su taza vacía.

—Yo me quedo —anunció Sour Billy.

—¡Ah! —exclamó Julian—. Naturalmente, Billy. ¿Qué íbamos a hacer sin ti?

A Sour Billy Tipton no le agradó mucho la sonrisa que mostró Julian, pero no había nada que pudiera hacer al respecto.

Poco tiempo después, partieron hacia el lugar que Billy había prometido enseñarles. La casa estaba a la salida del Vieux Carré, en la parte americana de Nueva Orleans, pero no a gran distancia. Damon Julian iba delante, caminando por las estrechas callejas iluminadas por farolas de gas codo con codo con Cynthia, luciendo una fantasmal sonrisa mientras contemplaba los balcones de hierro forjado, las verjas que se abrían a los jardines, con sus fuentes y adornos, y las lámparas de gas colgando de los soportes de hierro. Sour Billy les indicaba la dirección. Pronto llegaron a la parte más oscura y mísera de la ciudad, donde los edificios eran de madera o de ladrillos de poca calidad que casi se deshacían al tacto, hechos de arena y caparazones de ostras y moluscos. Ni siquiera las instalaciones de gas habían llegado hasta aquel rincón, pese a que la ciudad ya gozaba de la luz de gas desde hacía más de veinte años. En las esquinas, las lamparas de aceite colgaban de pesadas cadenas de hierro dispuestas en diagonal sobre las calles, aguantadas por grandes ganchos clavados en los muros de los edificios. Las lámparas ardían con una luz humeante y sensual. Julian y Cynthia pasaron de zonas de luz a otras en sombras nuevamente a la luz y otra vez a las sombras. Sour Biliy y los demas los seguían.

Un grupo de tres hombres surgió de un callejón y se cruzo con ellos. Julian los ignoró, pero uno de los hombres reconoció a Sour Billy al pasar bajo una luz.

—¡Tú! —dijo el hombre.

Sour Billy volvió la vista hacia el grupo, sin decir nada. Eran unos jóvenes criollos, medio borrachos y, por tanto peligrosos.

—Yo le conozco a usted, monsieur —dijo el hombre, se acercó a Sour Billy, con su rostro moreno enrojecido por el alcohol y la ira—. ¿Se ha olvidado de mí? Yo estaba con Georges Montreuil el día que le dejó en ridículo en la Lonja Francesa.

Sour Billy le reconoció entonces.

—Bien, bien —masculló.

—Monsieur Montreuil desapareció una noche de junio, tras una velada de juego en el “San Luis”—dijo el hombre fríamente.

—No sabe cuánto lo siento —respondió Sour Billy—. Supongo que debió ganar demasiado y le asaltaron para su desgracia.

—No, monsieur. Perdió. Llevaba semanas seguidas perdiendo. No tenía nada que mereciera la pena robarle. No, no creo que fuera un robo. Más bien creo que fue usted, señor Tipton. Había estado preguntando por usted. Quería tratarle como la escoria que es. Usted no es un caballero. Si lo fuera, yo le desafiaría. Sin embargo, si se atreve a asomar otra vez la nariz por el Vieux Carré, tiene usted mi palabra de que le azotaré por las calles como si fuera un negro, ¿me oye?

—Le oigo —contestó Sour Billy, al tiempo que escupía sobre la bota del hombre.

El criollo maldijo y su rostro empalideció de rabia. Se adelantó un paso e intentó atacar a Sour Billy, pero Damon Julian se interpuso entre ambos y detuvo al agresor poniéndole una mano contra el pecho.

—Monsieur —musitó Julian con una voz dulce como vino y miel. El hombre se detuvo, confuso—. Puedo asegurarle que el señor Tipton no le causó ningún daño a su amigo, señor.

—¿Quién es usted? —preguntó el otro.

Incluso medio borracho, el criollo reconocía perfectamente que Julian era un tipo de persona muy distinto a Sour Billy, sus ropas elegantes, sus rasgos fríos, su voz cultivada le catalogaban inmediatamente como un caballero. Los ojos de Julian brillaron peligrosamente a la luz de la lámpara.

—Soy el patrono del señor Tipton —dijo Julian—. ¿Quiere que tratemos este asunto en otro sitio que no sea la calle? Sé de un lugar cerca de aquí donde podremos sentarnos bajo la luz de la luna y tomar una copa mientras charlamos. ¿Me permite invitarle a usted y a sus amigos a un refrigerio?

Uno de los criollos se adelantó hasta donde estaba el primero.

—Vamos a ver qué nos cuentan, Richard.

De mala gana, el hombre aceptó.

—Billy —dijo entonces Julian—, enséñanos el camino.

Sour Billy disimuló una sonrisa, asintió y emprendió la marcha. En el cruce siguiente, torció por un callejón y continuó hasta un patio que estaba a oscuras. Sour Billy se sentó en el borde de una fuente cubierta de verdín. El agua mojó sus pantalones, pero no se preocupó por ello.

—¿Qué es esto? —preguntó el amigo de Montreuil—. ¡Aquí no hay ninguna taberna!

—Bueno —dijo Sour Billy Tipton—, bueno. Debo haberme confundido.

Los demás criollos habían entrado en el patio, seguidos del grupo de Julian. Kurt y Cynthia se quedaron a la entrada del callejón y Armand se acercó a la fuente.

—Esto no me gusta —dijo uno de los hombres.

—¿Qué significa esto?

—¿Significar? —repitió Julian—. ¡Ah! Un patio oscuro, la luz de la luna, un pozo... Su amigo Montreuil murió en un lugar como éste, monsieur. No en este precisamente, sino en uno muy parecido. No, no mire a Billy. No tuvo nada que ver. Si quiere pelearse con alguien, tendrá que hacerlo conmigo.

—¿Con usted? —dijo el amigo de Montreuil—. Como quiera. Permítame retirarme un momento. Mis compañeros serán mis padrinos.

—Desde luego —contestó Julian. El hombre se retiró unos pasos y conferenció brevemente con sus dos amigos. Uno de ellos se adelantó. Sour Billy se levantó del brocal del pozo y se situó junto a él.

—Yo seré el padrino del señor Julian —dijo—. ¿Quiere que acordemos las reglas?

—Usted no es un padrino adecuado —empezó a decir el hombre. Tenía un rostro atractivo y el cabello castaño oscuro.

—Las reglas... —repitió Sour Billy, al tiempo que se llevaba la mano a la espalda—. A mí me encantan los cuchillos.

El hombre emitió un pequeño gruñido y dio un paso atrás, tambaleándose. Bajó la mirada, aterrorizado. El cuchillo de Sour Billy se había clavado profundamente en su garganta y una lenta mancha de sangre se esparcía por su traje.

—Dios. —murmuró el hombre.

—Yo soy así —continuó Sour Billy—. No soy un caballero, ni un monsieur, ni un padrino adecuado. Tampoco los cuchillos son armas adecuadas.

El hombre cayó de rodillas y sus amigos advirtieron entonces lo que acababa de suceder, y empezaron a alarmarse.

—Ahora le toca al señor Julian —prosiguió Sour Billy—. El tiene gustos distintos. Su arma favorita —sonrió— son los dientes.

Julian se ocupó del amigo de Montreuil, el llamado Richard. El otro dio la vuelta y empezó a correr. Cynthia se abrazó a él en el callejón y le dio un beso largo y húmedo. El hombre luchó por desasirse, pero no pudo liberarse del abrazo. Las blancas manos de la mujer se cerraron sobre la nuca del criollo y sus uñas largas y afiladas como navajas de afeitar le abrieron las venas. En boca de la mujer sofocó su grito.

Sour Billy sacó el cuchillo del cuello del hombre mientras Armand se inclinaba para atender a su víctima, aún agonizante. A la luz de la luna, la sangre que corría por la hoja parecía casi negra. Billy empezó a limpiarla en la fuente, pero luego dudó, se la llevó a los labios y lamió su superficie, con cuidado. Hizo un gesto extraño. Tenía un sabor terrible, en nada parecido a lo que había soñado. Sin embargo, aquello cambiaría cuando Julian le convirtiera en uno de los suyos, estaba seguro.

Sour Billy limpió el cuchillo y lo guardó. Damon Julian le había cedido a Kurt el cuerpo de Richard y estaba de pie, solitario, contemplando la luna. Sour Billy se aproximó a él.

—Nos han ahorrado un buen dinero —dijo.

Julian sonrió.

CAPÍTULO ONCE
A bordo del vapor
SUEÑO DEL FEVRE
, Natchez, agosto de 1857

La noche se hizo interminable para Abner Marsh. Tomó una cena ligera para tranquilizar a su estómago y calmar sus temores, y poco después se retiró a su camarote, pero no le fue fácil conciliar el sueño. Durante horas, permaneció con la mirada puesta en las sombras y la mente absorbida por confusos pensamientos de sospecha, ira y culpabilidad. Marsh sudaba como un condenado bajo las sábanas, finas y limpias.

Cuando logró conciliar el sueño, no cesó de moverse y agitarse y se despertó varias veces. Tuvo sueños furtivos e incoherentes, sueños de sangre, de barcos ardiendo y dientes amarillentos, y siempre Joshua York, pálido y frío bajo una luz escarlata, con los ojos llenos de fiebre y de muerte.

El día siguiente fue el más largo que Abner había conocido. Todos sus pensamientos le llevaban una y otra vez al mismo punto. A mediodía, ya sabía qué hacer. Le habían descubierto, y eso ya no se podía evitar. Tendría que reconocerlo ante Joshua en la primera oportunidad. Si significaba el fin de la sociedad, que así fuera, aunque el pensamiento de perder el
Sueño del Fevre
hacía que se sintiera enfermo y desgraciado. La mera posibilidad le hundía en la misma desesperación que había sentido cuando vio los destrozos que el hielo había causado en sus barcos. Pensó en que aquél sería su final, y que quizá era lo que se merecía por traicionar la confianza de Joshua. Sin embargo, las cosas no podían seguir como hasta entonces. Además, pensó, Joshua tenía que oír el relato de sus propios labios, lo que significaba que tenía que hablar con él antes de que lo hiciera aquella mujer, Katherine. Por tanto, dio órdenes concretas.

—Quiero que se me avise en el mismo instante en que regrese el capitán York. Sea la hora que sea, y esté dónde esté, avísenme de inmediato.

Después, aguardó, mientras disfrutaba hasta dónde le era posible de una fastuosa cena compuesta por cerdo asado, con judías verdes y cebollas, seguido de medio pastel de frambuesa.

Faltaban dos horas para la medianoche cuando se le acercó un miembro de la tripulación.

—El capitán York ha regresado, capitán. Trae consigo a algunas personas. El señor Jaffers las está instalando en camarotes.

—¿Ha subido Joshua a su camarote? —preguntó Marsh. El hombre asintió y Abner se encaminó hacia las escaleras, con el puño fuertemente asido al bastón.

Al llegar ante la puerta del camarote, dudó un instante, echó hacia atrás sus anchos hombros y dio unos golpes secos en ella con la empuñadura del bastón. York abrió al tercer golpe.

—Entre, Abner —le dijo con una sonrisa. Marsh entró, cerró la puerta tras sí y se apoyó contra la madera mientras York cruzaba la estancia y reanudaba lo que estaba haciendo. Acababa de sacar una bandeja de plata y tres vasos. Sacó un cuarto.

—Me alegro de que haya venido. He traído a bordo a unas personas que quiero que conozca. Vendrán a tomar una copa en cuanto se hayan instalado en sus camarotes.

York tomó una botella de su bebida privada del rincón donde las guardaba, buscó su cuchillo e hizo saltar el sello de cera.

—No se preocupe por eso —le dijo Marsh con brusquedad—. Joshua, tenemos que hablar.

York dejó la botella sobre la bandeja y volvió la cara hacia Marsh.

—¡Ah! ¿Sobre qué? Parece usted trastornado, Abner.

—Mire, Joshua: Yo tengo una copia de cada llave del barco. El señor Jeffers me las guarda en la caja fuerte. Cuando usted fue a Natchez, tomé la de este camarote y entré para husmear.

Joshua York apenas se movió, pero al escuchar las palabras de Marsh sus labios se crisparon ligeramente. Abner Marsh le miraba de frente, como debe hacer un hombre en tales ocasiones, y notó la frialdad y la furia de quien se siente traicionado en la mirada de su socio. Casi hubiera preferido que Joshua empezara a gritarle, o incluso que desenvainara un arma, antes que soportar aquella mirada.

—¿Y encontró algo que le interesara? —preguntó York al fin, con voz inexpresiva.

Abner Marsh apartó su mirada de los ojos grises de Joshua y señaló el escritorio con el bastón.

—Esos libros —dijo—. Están llenos de muertos.

York no respondió. Dirigió una breve mirada al escritorio, frunció el ceño y se sentó en uno de los sillones mientras se servía una copa de aquella bebida suya tan espesa y repugnante. Tomó un poco, y sólo entonces le hizo un gesto a Abner para que se sentara.

—Siéntese —le ordenó. Una vez Marsh hubo tomado asiento frente a él, York añadió una pregunta terminante—: ¿Por qué?

—¿Por qué? —repitió Marsh, un poco enfadado—. Quizá porque estaba harto de tener un socio que no me cuenta nada, que no confía en mí.

—Tenemos un pacto.

—Ya lo sé, Joshua. Y lo siento mucho, si eso sirve para algo. Lamento haberlo hecho, y lamento aún más que me descubrieran —continuó con una sonrisa triste—. Esa Katherine me vio salir, y posiblemente se lo dirá a usted. Mire, comprendo que debería haberme dirigido directamente a usted para hablarle de lo que me estaba corroyendo. Voy a hacerlo ahora. Quizá sea demasiado tarde, pero aquí estoy, Joshua. Amo a este barco nuestro como nunca he amado nada, y el día que le quitemos los cuernos al
Eclipse
va a ser el más grandioso de mi vida. Pero he estado pensando y he llegado a la conclusión de que prefiero renunciar a ese día y a este barco, antes de dejar que las cosas continúen como están. El río está lleno de canallas, estafadores, predicadores extravagantes, abolicionistas, republicanos y todo tipo de gentes extrañas, pero de todas ellas, la más extraña es usted. Lo juro. Lo del horario nocturno no me importa, ni me quita el sueño. Esos libros llenos de muertos ya son otra cosa, pero no le incumbe a nadie lo que otro hombre lea o deje de leer. Una vez conocí a un piloto del Gran Turco que tenía unos libros capaces de hacer enrojecer de vergüenza al mismísimo Karl Framm. En cambio, lo que no puedo soportar son esas paradas suyas, esos viajes a tierra por su cuenta, usted solo. Está retrasando el barco, maldita sea, y está arruinando nuestra reputación antes incluso de que la tengamos. Bueno, Joshua, eso no es todo. Le observé la noche que regresó de Nueva Madrid. Tenía sangre en las manos. Niéguelo si quiere, o insúlteme si lo prefiere, pero estoy completamente seguro. Tenía usted sangre en las manos, vaya si la tenía.

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