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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástica

Sueño del Fevre (15 page)

BOOK: Sueño del Fevre
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York terminó de secarse meticulosamente sus manos largas y blancas y se volvió.

—Era muy importante. Y le advierto que puedo volver a hacerlo. Tendrá que acostumbrarse a mi manera de actuar, Abner, y procurar no hacerme muchas preguntas.

—Tenemos carga que entregar, y pasajeros que han pagado un billete para llegar a su lugar de destino, y no para pasarse días vagando por la ciudad. ¿Qué he de decirles, Joshua?

—Dígales lo que usted quiera. Tiene usted ingenio, Abner. Escuche, yo puse el dinero en nuestra sociedad ahora, espero que usted ponga las excusas —hablaba en un tono de voz cordial, pero firme—. Si le sirve de consuelo, le diré que este primer viaje es el peor. En el futuro, creo que podré prever algunas de estas misteriosas excursiones. Ya verá cómo consigue esa carrera definitiva sin problemas por mi parte —añadió con una sonrisa—. Espero que se sienta satisfecho con esto. Refrene su impaciencia, amigo mío. Acabaremos por llegar a Nueva Orleans, y todo será más sencillo ¿Puede usted aceptar lo que le digo, Abner? ¿Abner? Sucede algo?

Abner Marsh había estado con la vista muy aguzada, aunque casi sin atender a las palabras de York. Pensó que la expresión de su rostro debía ser bastante extraña.

—No —respondió con presteza—, sólo que hemos perdido dos días, nada más. Pero no importa, no importa en absoluto. Lo que usted diga, Joshua.

York asintió, con gesto satisfecho.

—Voy a cambiarme de ropa y molestaré a Toby para que me haga algo de comer; después subiré a la cabina del piloto para aprender más sobre su río. ¿Quién tiene la guardia nocturna?

—El señor Framm —dijo Marsh.

—Bien —murmuró York—. Karl es un individuo muy divertido.

—Sí que lo es —contestó Marsh—. Perdóneme, Joshua, tengo que bajar a revisarlo todo si queremos partir esta misma noche.

Se dio la vuelta bruscamente y abandonó el camarote. Sin embargo, una vez fuera, al calor de la noche, Abner Marsh se apoyó pesadamente en su bastón y contempló la oscuridad punteada de estrellas, intentando evocar con detalle lo que le había parecido ver en el interior del camarote.

Si su vista hubiera sido más aguda. Si York hubiera encendido las dos lámparas de aceite, en lugar de una sola. Si se hubiera atrevido a acercarse un poco más. Desde la distancia a que se hallaba de la cómoda, le era imposible precisar. Con todo, Marsh no podía quitarse de la cabeza que la toalla en que se había secado las manos su socio estaba llena de manchas. Manchas oscuras, rojizas. Manchas que, maldita sea, tenían todo el aspecto de ser sangre.

CAPÍTULO NUEVE
A bordo del vapor
SUEÑO DEL FEVRE
, río Mississippi, agosto de 1857

Los días se sucedieron, tediosos, mientras el
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se deslizaba Mississippi abajo.

Un vapor rápido podía hacer el recorrido de San Luis a Nueva Orleans y regreso en unos veintiocho días, contando las paradas intermedias, en las que se perdía una semana o más en los muelles para cargar y descargar mercaderías, y sumando incluso algunos posibles días de mal tiempo. Sin embargo, al paso que llevaba el
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, iba a tardar más de un mes sólo el trayecto de ida. A Abner Marsh le parecía como si el río, el tiempo y Joshua York se hubieran confabulado para retrasarlo. La niebla cayó sobre las aguas durante dos días, espesa y gris como algodón sucio. Dan Albright avanzó entre ella durante unas seis horas, manejando con cautela el vapor entre sólidos y móviles muros de niebla que se apartaban y dejaban un camino abierto tras el vapor, convirtiendo a Marsh en un manojo de nervios. Si por él hubiera sido, hubieran atracado en el mismo momento en que la niebla se cerró sobre el río antes que arriesgar el
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, pero en el río era él piloto quien decidía estas cosas y no el capitán, y Albright había insistido en seguir. Sin embargo, al final, la niebla se hizo demasiado densa incluso para él, y perdieron un día y medio en un varadero cerca de Menphis, contemplando el paso del agua enlodada y escuchando chapoteos lejanos. En una ocasión, se acercó una balsa con un incendio en la cubierta, y oyeron a sus tripulantes llamarles con unos gritos vagos y difusos que resonaron por el río antes de que el gris engullera a la balsa y los sonidos al mismo tiempo.

Cuando la niebla se levantó lo suficiente para que Karl Framm juzgara seguro volver a navegar, consiguieron avanzar menos de una hora a buen ritmo antes de topar con un banco de arena, debido a que Framm había intentado colarse por un atajo poco conocido para recuperar algún tiempo. Los marineros de cubierta, los fogoneros y los estibadores se repartieron por la orilla, bajo la supervisión de Hairy Mike, y tiraron del vapor para arrancarlo de la arena, pero el proceso llevó más de tres horas, y después tuvieron que avanzar con precauciones, con Albright delante, en la yola, sondeando el fondo. Por fin salieron de la zona peligrosa y volvieron a las aguas tranquilas, pero no acabaron ahí sus dificultades. Tres días después hubo una tormenta y en más de una ocasión el barco hubo de seguir el camino más largo en los recodos del río debido a obstáculos o aguas poco profundas en los atajos, o tuvo que avanzar a marcha lenta, con las palas casi inmóviles, mientras el piloto libre de servicio, junto con un oficial y varios marineros, se adelantaba con la yola para realizar las mediciones y gritar los resultados: «Una cuarta y dos», «una cuarta menos tres», «marca tres». Las noches eran negras y encapotadas cuando no estaban llenas de niebla. Cuando el barco se movía, lo hacía con precaución, a un cuarto de velocidad o menos, sin que se permitiera ni fumar en la cabina del piloto y con todas las ventanas cuidadosamente cerradas y cubiertas con las cortinas para que las luces del barco no estorbaran la visión del río al timonel. Las orillas parecían bajas y desoladas durante aquellas noches, y les rodeaban como cadáveres inquietos, cambiando aquí y allá de modo que no se podía discernir con exactitud dónde había aguas profundas, o siquiera dónde terminaban las aguas y empezaba tierra firme. El río estaba oscuro como un pecado, sin luna ni estrellas sobre él. Algunas noches, incluso resultaba difícil apreciar el «halcón nocturno», como denominaban al aparato situado a media altura en el mástil de la bandera que servía al piloto para situar con precisión las marcas de la ribera que utilizaban para guiarse. Sin embargo, Framm y Albright, aunque muy diferentes entre sí, eran ambos excelentes pilotos y mantuvieron al
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en movimiento siempre que fue posible. Las ocasiones en que permanecían fondeados eran momentos en los que nada en absoluto se movía en el río, salvo troncos y almadías y un puñado de barcos de fondo plano y vapores de pequeño tamaño que apenas transportaban nada.

Joshua York les ayudó bastante; todas las noches subía a la cabina del piloto y pasaba allí las horas como un buen aprendiz.

—Acabo de decirle que en una noche como ésta no puedo enseñarle nada —le comentó en cierta ocasión Framm a Marsh durante la cena—. Yo no puedo enseñarle las marcas cuando casi no las veo, ¿no cree? Pues bien, ese hombre tiene los ojos más agudos que he visto nunca para escrutar la oscuridad. Hay veces que juraría que puede ver a través del agua, y que no le importa en absoluto lo negra que esté. Lo he tenido junto a mí y he ido diciéndole cuáles son las marcas que me guían desde la orilla, y nueve veces de cada diez las ha visto él antes que yo. Anoche creo que hubiera metido el barco en otro banco de arena de no haber sido por Joshua.

Sin embargo, York también hizo que el barco se retrasara. Por órdenes suyas, se realizaron seis paradas más, una en Greenville, otra en un embarcadero privado de Tennessee, dos en pequeñas poblaciones y dos más en unos puestos de leña. En un par de ocasiones, desapareció durante toda la noche En Memphis, York no tuvo que resolver nada en tierra, pero en todos los demás lugares hizo uso de sus prerrogativas de forma casi intolerable. Cuando atracaron en Helena, pasó toda la noche fuera, y en Napoleon les hizo perder tres días, con Simon, dedicándose a Dios sabía qué. En Vicksburg todavía fue peor; pasaron allí cuatro noches antes de que Joshua York regresara al fin al
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.

El día que zarparon de Memphis, la puesta de sol fue especialmente hermosa. Los dispersos retazos de niebla adquirieron un tono anaranjado y las nubes del oeste tomaron un color rojo vívido y fiero, hasta que todo el firmamento pareció incendiarse. Sin embargo, Abner Marsh, de pie en la cubierta superior, sólo tenía ojos para el río. No había más vapores a la vista. El agua delante de ellos estaba en calma; aquí, el viento levantaba un pequeño oleaje, y allá, la corriente se deslizaba alrededor de los restos terriblemente oscuros de un árbol caído arrastrado desde la orilla, pero en general el viejo diablo estaba tranquilo. Al ponerse el sol, las aguas enfangadas adquirieron un tono rojizo, un tono que se hizo más y más intenso y oscuro hasta que el
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pareció avanzar sobre un río de sangre. Luego el sol se ocultó tras los árboles y las nubes y, poco a poco, la sangre fue oscureciéndose, hasta tomar el color marrón de la sangre seca, y al fin llegó al negro, negro de muerto, negro de sepultura. Marsh contempló cómo se desvanecía el último remolino carmesí. Aquella noche no salieron las estrellas, y Marsh bajó a cenar con sangre en su mente.

Ya habían transcurrido días desde que dejaron Nueva Madrid, y Abner Marsh no había hecho nada, ni dicho nada. Pero había estado acumulando una gran cantidad de reflexiones sobre lo que había visto, o sobre lo que no había visto, en el camarote de Joshua. Naturalmente, no podía estar seguro de haber llegado a percibir una imagen concreta. Además, aunque así fuera... Quizás Joshua se había cortado en los bosques. Pero Marsh se había fijado muy bien en las manos de York la noche siguiente y no había apreciado rastros de cortes o arañazos. Quizás había matado algún animal, o había tenido que defenderse de unos ladrones. Había una docena de buenas razones, pero todas ellas resultaban inconsistentes ante el silencio de Joshua. Si éste no tenía nada que ocultar, ¿por qué se mostraba tan reservado? Cuanto más pensaba Abner Marsh en todo aquello, menos le gustaba.

Marsh había visto bastante sangre en su vida. Más bien demasiada: peleas, latigazos, duelos y enfrentamientos con armas. El río atravesaba territorio de esclavos, y allí la sangre de quienes tenían la piel negra corría con facilidad. Los estados sin esclavos no eran mucho mejores. Marsh había estado en la sangrienta Kansas durante una temporada y había visto quemar y fusilar a muchos hombres. De joven, había servido en la milicia de Illinois, y estado en la guerra con Halcón Negro. Todavía soñaba a veces con la batalla de Bad Axe, donde habían acabado con la gente de Halcón Negro, mujeres y niños incluidos, mientras trataban de cruzar el Mississippi para buscar la seguridad de la ribera occidental. Aquél había sido un día sangriento, pero necesario, pues Halcón Negro había arrasado y asolado todo Illinois.

En cambio, la sangre que pudiera o no haber habido en las manos de Joshua era algo distinto que tenía a Marsh inquieto, nervioso.

Sin embargo, se dijo Marsh, habían llegado a un acuerdo. Y un trato siempre era un trato, y todo hombre debía cumplirlos, para bien o para mal, los hiciera con un presidiario, con un tahúr o con el mismísimo diablo. Joshua York había mencionado que tenía enemigos, recordaba Marsh, y los arreglos de un hombre con sus enemigos eran asunto suyos. York había sido bastante sincero con Marsh.

Marsh llegó a esta conclusión y, seguidamente, intentó quitarse de la cabeza todo el asunto.

Sin embargo, el Mississippi se volvía sangre, y también sus sueños eran sangrientos. A bordo del
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el ambiente se hacía cada vez más tenso y sombrío. Un fogonero se descuidó y el vapor le produjo quemaduras, por lo que tuvieron que bajarle a tierra en Napoleon. Un estibador se marchó en Vicksburg, lo cual era una tontería, pues aquél era territorio de esclavos, y él un emancipado. Entre los pasajeros de cubierta empezaron las reyertas. Jeffers lo achacaba al aburrimiento y al calor húmedo, sofocante y denso del mes de agosto. La escoria se vuelve loca cuando llega el calor, le apoyó Hairy Mike. Abner Marsh no estaba muy seguro. Casi parecía que eran objeto de un castigo.

Pasaron Missouri y Tennessee y Marsh se corroía. Las ciudades, pueblos y puestos de leña se sucedían unos a otros, los días se transformaron en semanas angustiosamente lentas y las ausencias de York les hicieron perder pasajeros y carga. Marsh bajó a tierra, a los bares y hoteles frecuentados por los marineros del río, y escuchó, y no le gustó nada lo que oyó respecto a su barco. Según alguien, pese a todas sus calderas, el
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era demasiado grande y pesado, y bastante lento. Otro rumor afirmaba que tenían problemas con los motores, y que fácilmente podía producirse la explosión de alguna caldera. Ese rumor era muy perjudicial, pues las explosiones de calderas eran uno de los accidentes más temidos. El primer oficial de un barco de Nueva Orleans le dijo a Marsh, en Vicksburg, que el
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parecía bastante bueno, pero que su capitán era un tipo de la parte norte del río que no tenía el valor suficiente para aprovechar sus posibilidades. Marsh de poco le rompe la cabeza al individuo. También se hablaba de York, de él y de sus extraños amigos, y de sus costumbres. El
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estaba empezando a hacerse una cierta reputación, desde luego, pero no del tipo que Abner Marsh había previsto.

Cuando se acercaban a Natchez, Marsh ya había llegado al límite.

El cielo empezaba a oscurecerse cuando avistaron a Natchez en la distancia, unas cuantas luces brillando en la tarde ya rojiza y unas sombras cada vez más alargadas por el oeste. Había sido un buen día, a pesar del calor. Habían hecho el mejor tiempo desde que salieran de Cairo. El río tenía una pátina dorada y el sol brillaba sobre su superficie dándole aspecto de cobre bruñido, meciéndose y bailando cuando el viento soplaba sobre el agua. Marsh se había acostado por la tarde, un tanto afectado por el clima, pero salió en seguida del camarote al escuchar el sonido de la sirena en respuesta a la llamada de otro vapor que venía hacia ellos, alto y grácil. Era una conversación entre dos barcos, uno río arriba y otro río abajo, para decidir cuál pasaría por la derecha y cuál por la izquierda cuando se cruzaran. Era algo normal, que se repetía una docena de veces cada día, pero había algo en la sirena del otro barco que llamó la atención de Marsh, que le arrancó de sus sudadas sábanas y le hizo salir a la cubierta principal justo a tiempo de verlo pasar: Era el
Eclipse
, rápido y altivo, con su anagrama brillante entre las chimeneas reluciendo al sol, sus pasajeros agolpados en las cubiertas y su humareda espesa y poderosa. Marsh contempló el barco que se alejaba río arriba hasta que sólo se divisó de él su humareda, con una extraña sequedad en la garganta.

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