—Espera. —Con la mano que sostenía la mía tiró de mí, acercándome, hasta que nuestras caras estuvieron tan próximas que pude sentir su aliento en mi mejilla—. He estado esperando a decirte algo.
Tan cerca, sus ojos hacían que el mundo desapareciera. Olía a limpio. Como los veranos antes de la guerra. Como un santuario.
—¿Qué? —pregunté.
—Callie —sus ojos examinaron mi cara, recorriendo mis mejillas, mis ojos, mis labios—, no sé por qué, no puedo explicarlo, pero me siento conectado a ti.
—Lo sé. Yo también.
—Pero ¿sabes por qué? —preguntó.
—Imagino que a veces no hay una razón para todo. —No lo sabía. Sólo lo sentía dentro de mí.
—Sólo es.
—Sólo es. —Mi corazón latía con tanta fuerza que seguramente podía oírlo.
Sostuvo mi cara con su mano. Era cálida y suave.
—Eres realmente algo especial —dijo. Entonces se inclinó y me besó en los labios.
Poco a poco.
Suavemente.
Se apartó con una sonrisa infantil, como de un niño de cinco años que acaba de ganar un pececito robótico de colores en la feria.
Volví a casa y entré sigilosamente en el dormitorio de Helena. Sabía que era un lujo y una distracción pensar en Blake. Pero me atraía. Tenía los modales y el talante despreocupado de quien nunca ha tenido que rapiñar en las calles. Al principio pensé que quizá era eso: me devolvía, en cierto modo, a la vida civilizada que había tenido. No era que fuésemos ricos, pero teníamos una estructura.
Estabilidad.
Pero me negaba a admitir que yo era tan poco profunda. Me gustaba Blake porque era amable y considerado, bueno conmigo y con su bisabuela Nani. Mi madre siempre decía: «Fíjate en cómo un chico trata a su madre y verás cómo te tratará en el futuro». Supongo que el modo en que trataba a su bisabuela también servía.
Realmente deseaba que el abuelo de Blake no hubiera estado mezclado en todo esto, pero al menos no era culpa mía. En primer lugar, Helena debió de haber ido a visitarlo con su propio cuerpo para pedirle ayuda cuando Emma desapareció, hacía varios meses.
Fui al escritorio de Helena para intentar encontrar algo que probara que sabía que el senador Harrison estaría en la entrega de premios en el Centro de Música.
No había nada en su ordenador, pero encontré una carpeta en un cajón. Dentro había un sobre. Saqué dos entradas para los Premios de la Liga de la Juventud, 20.00 horas, Dorothy Chandler Pavilion en el Centro de Música.
Eso confirmaba la teoría. Cogí los billetes con las dos manos. Si todavía controlaba mi cuerpo, entonces no habría problema. Pero si perdía el conocimiento, Helena intentaría seguir adelante con su plan de asesinar al senador.
Al abuelo de Blake.
Rompí las entradas en dos pedazos, luego en cuatro. Corrí al baño, rasgándolos con las manos, y los tiré al inodoro. Con un solo toque eché por el retrete la oportunidad de Helena de matar al senador.
No quería estar de brazos cruzados en la casa cuando se celebrara la ceremonia de entrega de premios, al cabo de dos días. Eso lo haría demasiado fácil para Helena en caso de que pudiera estar en mi cuerpo. Necesitaba un plan.
Fui al armario y saqué el bolso de fiesta que llevaba en la discoteca. Dentro estaba la tarjeta de Madison, o mejor dicho, Rhiannon. La chica guapa y divertida que en realidad era una ender anticuada y divertida.
Me alegró que Rhiannon aún usara a Madison como cuerpo de alquiler, porque hizo que resultara más fácil verla a la mañana siguiente. Me presenté en el lugar de reunión convenido, una pista de superpatinaje.
Hacía mucho frío en el interior, con todo aquel hielo. Sólo los adolescentes más ricos y unos pocos enders animosos estaban patinando, todos con trajes de tecnología punta diseñados para alcanzar la máxima velocidad y proporcionar seguridad corporal. No es que necesitaran ninguna ayuda. Los superpatines, explicaba el cartel, tenían pequeños lásers montados justo por encima del hielo, controlados por botones que había en los guantes. Éstos fundían el hielo ligeramente, por lo que el patinador podía alcanzar una mayor velocidad. Pero la verdadera diversión estaba en los botones de propulsión, que generaban un chorro de aire que te hacía volar un poco. Sólo podían usarse durante unos pocos segundos cada vez, y sólo te elevaban un par de pulgadas, pero la sensación se parecía a la de volar.
La de cosas que podías hacer si eras rico… Lo que costaba un día aquí podría haber alimentado a diez amigos durante una semana.
Vi a Madison haciendo piruetas en el centro de la pista. Se paró y la saludé con la mano. Me devolvió el saludo y se deslizó hacia el lateral.
—Callie, esto es muy divertido. Me siento tan… ágil. Ponte unos patines y prueba.
—En otra ocasión. Madison, necesito pedirte un favor.
—Lo que sea. —Se inclinó hacia delante—. Nosotros, los arrendatarios, tenemos que estar unidos. —Se echó hacia atrás y rió—. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Vives sola, ¿verdad?
—Cariño, ¿quién querría vivir conmigo? —Se rió otra vez—. Mi ama de llaves tiene su propia casa.
—¿Puedo venir mañana? ¿Y quedarme toda la noche?
—¿En mi casa?
Asentí.
—¡Fiesta de pijamas de chicas! —Aplaudió alborozada.
—Es genial, gracias.
—Así que ¿somos algo así como las mejores amigas, entonces? —Extendió su meñique con una sonrisa pícara.
Me sentí como una niña, pero también extendí el mío, y los estrechamos.
Estaba sentada en mi coche en un autoservicio, la tercera en la cola para recoger mi comida rápida. Madison era la elección perfecta para mantenerme ocupada mañana. Era lo bastante boba como para no descubrir que algo iba mal con mi alquiler. Me gustaba, pero hacer amistad con una mujer de ciento cincuenta años no estaba en lo más alto de mi lista de prioridades. Sólo quería acabar las dos semanas que quedaban en el contrato sin ningún tipo de inconvenientes, como un asesinato, por ejemplo.
El coche que tenía delante se alejó con su pedido y me hizo sitio en la cola.
Adelanté el coche y cogí mi monedero para preparar el dinero. Entonces lo noté.
El mareo. El desvanecimiento.
Estaba volviendo a pasar.
Cuando volví en mí, tenía un rifle de asalto apoyado contra la mejilla, apuntando con la vista fija en la mira. Mi dedo había empezado a apretar el gatillo, empujándolo a cámara lenta. Estaba apoyada contra una pared, junto a una ventana abierta, apuntando a una multitud de gente que había abajo.
No. ¡No, no, no!
Se me cortó la respiración. Con mucho cuidado alejé mi dedo del gatillo, dejando que volviera lentamente a su posición normal. El mundo —y todos sus sonidos— se detuvieron durante un momento de parálisis total. Entonces percibí un ruido, como un demonio dando martillazos. Era mi corazón palpitante.
Una única gota de sudor escapó de mi frente y se detuvo en mi ceja.
Mi mente volaba a un millón de kilómetros por hora, preguntándose qué había ocurrido. ¿Era demasiado tarde?
Estaba en una habitación de hotel. Fuera, unas diez plantas por debajo, había una multitud congregada en una plaza, de cara a un escenario con un podio vacío.
Mi corazón latió aún más rápido. ¿Ya estaba muerto el senador?
Por favor, no.
Examiné el rifle. No le faltaba ninguna bala y el cañón estaba frío al tacto. Abajo, la multitud permanecía tranquila.
Respiré aliviada. No le había disparado a nadie.
¿Dónde estaba? Por la altura de los edificios parecía el centro de L.A. El parque de debajo podría ser Pershing Square.
En el escritorio había una carpeta de cuero con el emblema del hotel Millenium Biltmore grabado en oro. Bonito lugar el que había escogido Helena para matar a alguien. Levanté el rifle para quitar el cartucho.
Callie. Por favor, no.
Su voz me llegó con más claridad que nunca.
No la descargues.
—¿Helena?
Sí.
—¿Puedes oírme? —pregunté.
Ahora sí. Tenemos una conexión mejor.
—¿Cómo es posible? —Me estremecí, como si tratara de quitármela de encima—. ¿En qué me has metido? —Saqué el cartucho del rifle y lo deposité en el escritorio.
¿Puedes volver a cargar el rifle, por favor? No tenemos mucho tiempo.
—¡No! ¡No voy a cargarlo otra vez! —grité—. No deberías haber conseguido una arma de buenas a primeras. —La tiré sobre la cama—. ¿De dónde la has sacado?
Si la destruyes, como hiciste con mi pistola, sencillamente conseguiré otra.
—No la destruí. La tiré. —Fui a la ventana y miré hacia abajo.
El senador Harrison estaba llegando. Subió a la zona del podio y empezó a dirigirse a la multitud.
—No voy a disparar a nadie por ti, y no voy a dejar que uses mi cuerpo para matar. —Levanté el brazo y cerré la ventana de golpe.
Escúchame, Callie. Quiero evitar un crimen. Uno que afectará a diez mil personas de tu edad.
—Tienes un historial de pena como para decirme la verdad —repliqué negando con la cabeza.
Decidí que sería inteligente alejarme del rifle y de tan ventajosa posición, sólo por si acaso. Me precipité hacia la puerta.
Callie, detente.
—¿Qué clase de persona planea algo así? —Salí dando un portazo y corrí por el pasillo.
No corras. Acabas de pasar por una intervención quirúrgica.
Fui disminuyendo la velocidad hasta que me encontré caminando. ¿Lo estaba haciendo? ¿Controlarme?
Tu chip.
Me toqué la parte posterior de la cabeza. Estaba dolorida. Más dolorida que cuando Blake la había tocado.
—¡¿Qué me has hecho?! —grité.
Una pareja de enders salió de su habitación y se me quedó mirando. Era una chica loca en el pasillo, gritándole a nadie. Corrí directa hacia los ascensores y me metí en uno que estaba abierto. Mientras las puertas de latón se cerraban vi mi reflejo en ellas. Llevaba un mono negro y mi pelo estaba recogido en una coleta alta.
¿Qué look estaba buscando Helena,
ninja
chic?
Hemos alterado el chip.
—¿Has hecho que alguien me opere? —Me agarré al asidero que había dentro del ascensor.
Es un experto en biochips. Además de cirujano. Teníamos que alterar el inhibidor de homicidios.
—¿El qué? —El ascensor se paró y un ender se unió a mí. No tenía más elección que callar y escuchar a Helena.
El diseño del chip evita que los arrendatarios puedan matar. Mi amigo lo desactivó cuando empecé el alquiler. Pero hubo problemas: los desvanecimientos esporádicos, verme expulsada de tu cuerpo, ir hacia delante y hacia atrás. En ese punto, le pedí que tratara de arreglarlo. Lo mejor que pudo hacer fue manipularlo para que nos pudiéramos comunicar así.
Miré de reojo al ender que estaba en el ascensor conmigo. Parecía gustarle cómo iba vestida. Genial. Cuando el ascensor se paró en el vestíbulo, dejé que se adelantara hasta que estuve fuera del alcance de su oído.
—Bueno, no quiero que revuelvas en mi cabeza. Y no te quiero en mi cabeza —le dije a Helena—. Eso no era parte del trato. —Sentí que mis mejillas ardían.
El vestíbulo estaba abarrotado de gente que se apretujaba contra las ventanas para tratar de vislumbrar al senador que estaba hablando en el parque, al otro lado de la calle.
—¿Dónde está el coche? —pregunté a Helena.
Por favor, no te vayas.
Hurgué en los bolsillos y encontré un ticket del aparcamiento. Al salir del hotel, se lo entregué al portero.
Un micrófono amplificaba la voz del senador, de modo que pude oírlo desde el lugar donde estaba. Observé cómo se dirigía a la multitud desde el podio.
—Nuestra juventud podría tener un papel productivo en nuestra sociedad —estaba diciendo.
Es un mentiroso.
—Todos los políticos mienten —repliqué—. Es un requisito de la profesión.
Sus mentiras son peores. De las que matan a los niños.
Durante el trayecto, Helena insistió en contarme sus ideas sobre el senador. Al principio había pensado que esta plataforma iba a mejorar los estándares de la juventud, las condiciones de vida y la asistencia sanitaria, particularmente para los que estaban internados en las instituciones. Pero finalmente, en los últimos seis meses, había descubierto que tenía un plan secreto.
Está confabulado con Destinos de Plenitud.
—¿Cómo? —Adelanté a otros conductores que también estaban hablando con voces que oían en sus cabezas. Pero al menos éstas estaban al otro lado de un auricular.
Tiene intereses económicos en la compañía. Va a ir a Washington para persuadir al presidente de que utilice Plenitud antes de las próximas elecciones.
Para facilitar que estén al servicio del gobierno.
—¿Haciendo qué, exactamente? —No tenía paciencia para las locas teorías de Helena.
Sólo puedo hacer conjeturas. Lo principal es que esos adolescentes no serán voluntarios. Mis fuentes dicen que serán reclutados en el mejor de los casos, secuestrados en el peor.
Todo iba demasiado rápido. No sabía de qué estaba hablando. Me pareció que la angustia que sentía por haber perdido a Emma la estaba cegando. ¿Y si no había ninguna gran conspiración? ¿Quién decía que Emma no se había escapado? ¿Y que el nieto de Lauren, Kevin, no había huido con ella?
—¿Y qué es lo que crees que van a hacer? —tuve que preguntar.
Algo para lo que resulte beneficioso tener un ender de más cien años de experiencia y sabiduría en el cuerpo joven y fuerte de un adolescente. Se me ocurre que espionaje. Pero probablemente sólo sea el principio.
—¿Y has descubierto todo esto porque tu nieta desapareció?
La mataron. El banco de cuerpos la mató.
—¿Tienes pruebas? No has visto el cuerpo. —La angustia que había en su voz me heló la sangre.
Tengo un montón de pruebas. ¿Crees que he tomado esta decisión a la ligera?
He pasado los últimos seis meses trabajando en esto. Y hay otras víctimas, otros abuelos.
—No todos están de acuerdo con tus conclusiones.
Helena guardó silencio durante un momento.
Así que has estado hablando con Lauren. Es ingenua. No puede creer que ninguna compañía pueda matar a los jóvenes.