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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico, Romántico

Sputnik, mi amor (21 page)

BOOK: Sputnik, mi amor
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Tras vacilar unos instantes, guardé el disquete en el bolsillo de mi bolsa. Si Sumire aparecía sana y salva, bastaba con volver a ponerlo en su lugar. El problema era si no regresaba. En tal caso, alguien podría ordenar sus cosas y encontrarlo. Y yo no quería exponer, bajo ningún concepto, sus documentos a miradas ajenas.

Después de leerlos, no pude permanecer quieto en el interior de la casa. Me puse una camisa limpia, salí afuera, bajé las escaleras, me dirigí a la ciudad. Cambié cheques de viaje por valor de cien dólares en el banco situado frente al puerto, compré en el quiosco un periódico de formato reducido en inglés, lo leí bajo la sombrilla del café. Llamé a un somnoliento camarero, le pedí una limonada y tostadas con queso. Tomándose su tiempo, anotó el pedido en un bloc con un lápiz corto. En la espalda de su camisa blanca se extendía una gran mancha de sudor. Una mancha de contornos agudos, como si se quejara de algo.

Después de leer mecánicamente medio periódico, dejé vagar la mirada por la escena del puerto al atardecer. Un perro negro y flaco llegó de alguna parte, me olisqueó las piernas, luego, desinteresado, se marchó. La gente dejaba pasar, sin moverse del sitio, aquella lánguida tarde de verano. Los únicos que realmente se movían, poco o mucho, eran el camarero y el perro; claro que no se sabía hasta cuándo seguirían haciéndolo. El viejo del quiosco, que poco antes me había vendido el periódico, estaba dormido bajo un parasol, recostado en una silla, con las piernas extendidas. La estatua del héroe empalado del centro de la plaza ofrecía su espalda, impertérrito como siempre, al fuerte sol de la tarde.

Me refresqué la frente y las palmas de las manos con la limonada fría mientras cavilaba sobre las posibles conexiones entre los textos de Sumire y su desaparición.

Durante mucho tiempo, Sumire no había escrito una línea. Al conocer a Myû, en el banquete de bodas, había perdido las ganas de escribir. No obstante, en aquella isla griega había escrito, casi simultáneamente, dos textos. Por rápido que escribiera, para producir todo aquello había necesitado, con toda seguridad, una considerable cantidad de horas y de concentración. Algo la había estimulado con fuerza y la había hecho ponerse en pie y sentarse ante la mesa.

¿Qué diablos debía de haber sido? Concretando un poco más, ¿cuál debía de ser el tema común —si lo había— de ambos escritos? Alcé la mirada y, mientras reflexionaba sobre ello, contemplé las aves marinas posadas a lo largo del malecón.

Hacía demasiado calor para pensar en cosas complicadas. Al final me sentía confuso, cansado. Sin embargo, como si reorganizara los restos de un ejército, fui capaz de reunir —sin tambores ni cornetas— la capacidad de concentración que me quedaba. El estado de mi conciencia se rehizo y pensé.

«Lo que importa no son las grandes ideas de los otros sino las pequeñas cosas que se te ocurren a ti», me dije en voz baja. Era lo que siempre les enseñaba en clase a mis alumnos. Pero ¿era cierto? Decirlo es muy fácil. En la práctica, por pequeña que sea la idea, cuesta horrores concebirla. No, quizá sea aún más difícil tener ideas simples. En especial cuando estás lejos de casa.

El sueño de Sumire. La división de Myû.

«Dos mundos distintos», se me ocurrió poco después. Ése era el elemento común a los dos «documentos» que escribió Sumire.

(Documento 1)

En su mayor parte relata el sueño que tuvo Sumire una noche. Ella sube por una larga escalera para reunirse con su madre muerta. Pero, cuando llega, su madre ya ha regresado al otro mundo. Sumire no puede retenerla y, en lo alto de una torre sin destino, se ve rodeada de objetos de un mundo diferente. Ha tenido muchos sueños parecidos.

(Documento 2)

Narra la extraña experiencia que sufrió Myû catorce años atrás. Myû queda atrapada toda la noche dentro de una noria en un parque de atracciones de una pequeña ciudad suiza y, desde allá, con unos anteojos, ve a su segundo yo que está dentro de su habitación. Una
Doppelgänger
.
[9]
La experiencia aniquila a Myû como ser humano (o pone de manifiesto su destrucción). Utilizando sus propias palabras: está dividida en dos y un espejo se interpone entre ambas mitades. Sumire persuadió a Myû para que se lo contase y, después, lo plasmó por escrito.

El tema común a ambos documentos es, obviamente, la relación entre «este lado» y el «otro lado». Su correspondencia. Ése debía de ser el tema que despertó el interés de Sumire. Lo que hizo que se sentara frente a la mesa e invirtiera tanto tiempo en escribir los documentos. Tomando prestadas sus propias palabras: a medida que los escribía pensaba.

El camarero vino a retirar el plato de las tostadas, le pedí otra limonada. Con mucho hielo. Cuando me la trajeron, tomé un sorbo y volví a refrescarme la frente.

«¿Y qué haré si Myû no me acepta?», había escrito Sumire hacia el final del primer documento. «En ese caso tendré que aceptar las cosas como vengan. Debe correr la sangre. Debo afilar mi cuchillo y degollar un perro en alguna parte».

¿Qué intentaba decir Sumire? ¿Estaba insinuando que se suicidaría? No podía creerlo. No percibía en esas palabras el olor de la muerte. En ellas vibraba, más bien, una especie de desafío, la voluntad de seguir hacia delante. Los perros y la sangre no eran, al fin y al cabo, más que metáforas… Tal como le había explicado en el banco del parque de Inogashira. Se referían a la fuerza de la vida en sentido mágico. Le había hablado de aquellas puertas de China como metáfora del proceso a lo largo del cual un relato atrapa la magia.

«Debo degollar un perro en alguna parte».

¿En alguna parte?

Mis cavilaciones chocaron contra un duro muro de piedra y ya no pude proseguir.

¿Adónde diablos habría ido Sumire? ¿Habría, en aquella isla, algún lugar adónde ella tuviera que ir?

No podía alejar del pensamiento la imagen de Sumire cayendo dentro de un profundo pozo, en algún lugar recóndito, esperando allí, sola, a que la rescataran. Tal vez estuviera herida, atenazada por la soledad, por el hambre, la sed. Al pensarlo me desesperaba.

Pero la policía aseguraba que no había un solo pozo en la isla. Jamás han oído que haya un agujero cerca de la ciudad. Dicen. La isla es muy pequeña y, de haber algún pozo o algún agujero, lo sabrían. Eso dicen. Y así debe de ser.

Aventuro una hipótesis.

Sumire se ha ido al
otro lado
. Eso explicaría muchas cosas. Sumire ha atravesado el espejo, ha pasado al otro lado. Quizás haya ido a reunirse con la Myû del otro lado. Ya que la Myû de este lado no la acepta, ¿no es ése el camino más lógico a seguir?

Ella ha escrito…, reconstruyo mis recuerdos: «Entonces, ¿qué debe hacer una persona para evitar el choque? Si se aborda la cuestión con lógica, es sencillo. Lo que debe hacer es soñar. Soñar y soñar. Entrar en el mundo de los sueños y no salir de él. Vivir allí eternamente».

Queda una pregunta. Una
gran
pregunta. ¿Cómo ha conseguido llegar hasta allí?

Desde un punto de vista lógico, es sencillo. Sin embargo, no puedo dar una explicación concreta, claro está.

Y vuelvo al punto de partida.

Pienso en Tokio. En mi apartamento, en la escuela donde trabajo, en la basura de la cocina que he tirado a hurtadillas dentro de una papelera de la estación. No hace ni dos días que he dejado Japón y ya me parecen cosas de otro mundo. Dentro de una semana empezará el nuevo curso. Me imaginé a mí mismo de pie frente a treinta y cinco niños. Visto desde lejos, el hecho de estar yo, como maestro, enseñando algo a alguien me parecía extraño, absurdo. Aunque fuese a niños de diez años.

Me quito las gafas de sol, me enjugo con un pañuelo el sudor de la frente, vuelvo a ponérmelas. Contemplo las aves marinas.

Pienso en Sumire. Pienso en la violenta erección que tuve a su lado el día de la mudanza. Una erección tan turgente y violenta como jamás había tenido. Tanto que parecía que mi cuerpo fuera a desgarrarse. Y yo, en aquellos instantes, en mi imaginación —o, tal vez, como decía Sumire, «en el mundo de los sueños»— hice el amor con ella. Y esa sensación era más vívida en mi recuerdo que el sexo real con otras mujeres.

Me aclaro la garganta con el último sorbo de limonada.

Vuelvo de nuevo a mi «hipótesis». La llevo un paso más allá. Sumire ha encontrado, en alguna parte, una salida. Lo aventuro, simplemente. Qué tipo de salida es o cómo la ha encontrado, esto no puedo saberlo. Lo dejaremos para más tarde. Supongamos que es una puerta. Cierro los ojos y configuro una imagen concreta, definida, de una puerta. Una puerta normal que se abre en una pared corriente. Sumire ha hallado esta puerta en algún lugar, ha alargado la mano, ha hecho girar el pomo y ha pasado sin más… De este lado al otro lado. Con un pijama fino de seda y unas sandalias de playa.

¿Qué escena podía haber al otro lado de la puerta? Eso escapaba a mi imaginación. Pero la puerta se había cerrado, Sumire ya no volvería.

Regresé a la casa, me preparé una cena sencilla con lo que encontré en la nevera. Pasta con tomate y albahaca, ensalada y cerveza Amstel. Después me senté en la terraza y me perdí en mis pensamientos. O, quizá, no pensé absolutamente en nada. Nadie llamó. En Atenas, Myû debe de estar intentando ponerse en contacto conmigo. Pero con los teléfonos de la isla no se puede contar.

Igual que el día anterior, el azul del cielo iba, minuto a minuto, ganando en profundidad, una gran luna esférica ascendía sobre el mar y una multitud de estrellas perforaban el cielo. El viento que subía la cuesta mecía suavemente los hibiscos. Los faros desiertos que se levantaban en el malecón parpadeaban con una luz polvorienta. La gente bajaba despacio la pendiente tirando de sus burros. Retazos de conversaciones a voz en grito se acercaban y se perdían en la distancia. Yo aceptaba esa exótica escena en silencio, como si fuera lo más natural.

Al final no hubo ninguna llamada. Tampoco apareció Sumire. Sólo sentía el tiempo deslizándose con suavidad, en silencio, la noche que avanzaba. Cogí algunas cintas de casete de la habitación de Sumire y las escuché en el aparato estéreo de la sala. Una de las cintas era una recopilación de canciones de Mozart. La letra de Sumire anunciaba en la etiqueta: «Elisabeth Schwarzkopf y Walter Gieseking (p)». No soy un gran entendido en música clásica, pero enseguida comprendí lo bellísima que era. La interpretación de las canciones tenía un aire un poco anticuado, pero te producía una agradable sensación, la misma que cuando lees un texto de estilo fluido y elegante, la sensación de ponerte instintivamente alerta. Los avances y retrocesos del hálito de la cantante y del pianista se reproducían de una manera tan viva como si los tuviera a ambos realmente ante mis ojos. ¿Cuál de aquellas melodías debía de ser
Violeta
? Me hundí en la silla, cerré los ojos y compartí la música con Sumire.

Me despertó una melodía. No sonaba muy alto. Era un eco lejano, apenas audible. Sin embargo, despertó mis sentidos de una manera suave pero infalible, como un marinero sin rostro que fuera recogiendo un ancla hundida en el mar de la noche. Me senté sobre la cama, agucé el oído mirando hacia la ventana. Es música, sin duda. A la cabecera de mi cama, las agujas del reloj señalan poco más de la una. ¿A estas horas quién diablos escuchará música a todo volumen?

Me puse los pantalones, me metí por la cabeza la camisa sin desabrochar, me calcé y salí afuera. Las luces de las casas de los alrededores estaban apagadas, todas sin excepción. No se ve un alma. No había viento, no se oía el rumor del oleaje. Sólo la luz de la luna bañando sin palabras la superficie de la tierra. Allí, de pie, agucé de nuevo el oído. La música, al parecer, venía de la cima del monte. Es extraño. Allí no hay ningún pueblo, los únicos que viven allí son los monjes ascetas del monasterio y un puñado de pastores. Era impensable que se reunieran todos a esas horas para alguna celebración.

Fuera, la música se oía con más claridad. No puedo distinguir la melodía, pero, por el ritmo, comprendo que es música griega. Tenía la resonancia, aguda e irregular, propia de la música en vivo. No está sonando por altavoces.

Por entonces, ya me había despejado del todo. La noche estival era agradable, poseía una profundidad íntima. De no haber estado preocupado por la desaparición de Sumire, mi ánimo hubiera sido, incluso, festivo. Con ambas manos en las caderas me desperecé, alcé la vista y respiré hondo. El frescor de la noche me lavó por dentro. «¿No se hallará Sumire ahora, tal vez, en algún lugar, oyendo esta música?», se me ocurrió de repente.

Decidí acercarme un poco al lugar desde el cual sonaba la música. Tenía que descubrir de dónde venía, quién diablos la estaba tocando. El camino que conducía a la cima era el mismo que aquella mañana había seguido para ir a la playa, no podía perderme. Decidí llegar lo más lejos posible.

La luna iluminaba vivamente los alrededores y andar no resultaba imposible. Entre las rocas, la luz de la luna creaba sombras de formas extrañas, teñía la tierra de tonos enigmáticos. Cada vez que pisaba piedras pequeñas, la suela de goma de mis zapatillas deportivas hacía un ruido excesivo, antinatural. Conforme iba subiendo la cuesta, el sonido aumentaba progresivamente de volumen y la melodía se apreciaba con mayor precisión. Tal como había supuesto, la representación musical tenía lugar en la cima del monte. Debían de formar parte del conjunto algunos instrumentos de percusión que no podía precisar, un
buzuki
[10]
y, tal vez, un acordeón y una flauta travesera. Y quizá también una guitarra. Aparte del sonido de los instrumentos, no se oía nada más. Ni cantos ni ovaciones. Sólo una música que proseguía sin pausas ni cortapisas, con un paso calmado, casi inexpresivo.

Quería ver qué pasaba en lo alto de la montaña y, al mismo tiempo, algo me decía que era mejor no acercarme allí. Me dominaba una curiosidad irrefrenable y, a la vez, sentía, instintivamente, miedo. Con todo, avancé. Me sentía como en un sueño. El principio que hacía posible poder elegir no me había sido dado. O, quizá, lo que no me era dado era la alternativa para establecer un principio.

¿Y si, unos días atrás, esa misma música hubiese despertado a Sumire e, impelida por la curiosidad, hubiese subido en pijama la cuesta de la montaña? Me vino esta idea a la cabeza.

Me detuve, miré hacia atrás. La pendiente descendía hasta la ciudad serpenteando, blanca, como el rastro de un gusano gigantesco. Alcé la vista hacia el cielo y, luego, bajo la luz de la luna, me miré la palma de la mano. Entonces tuve la repentina impresión de que ya no era mi mano. No puedo explicarlo. Pero, de todos modos,
lo
comprendí de un solo vistazo. Mi mano ya no era mi mano, mis pies ya no eran mis pies.

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