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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico, Romántico

Sputnik, mi amor (18 page)

BOOK: Sputnik, mi amor
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La escalera era muy larga. Subía y subía, pero no llegaba arriba del todo. Sumire, jadeante, proseguía la ascensión a paso rápido. El tiempo se acababa. Su madre no iba a quedarse eternamente dentro de aquel edificio. Su frente se perlaba de sudor. Y, al final, la escalera acababa.

En lo alto había un amplio rellano con una pared al fondo. Un sólido muro de piedra. Justo a la altura de su rostro, se abría un agujero redondo parecido a un respiradero. Un pequeño agujero de unos cincuenta centímetros de diámetro. Y la madre de Sumire estaba allí incrustada, en una posición incómoda, como si la hubieran embutido en el agujero a la fuerza, empezando por los pies. Sumire comprendía que su tiempo había acabado.

Tendida en el angosto agujero, la madre tenía la cara vuelta hacia Sumire y la miraba de frente. Como si le suplicara algo. En cuanto la vio, Sumire supo que aquella mujer era su madre. Era quien le había dado la vida y la carne. Sin embargo, por una razón u otra, no era la misma persona que aparecía en las fotografías del álbum familiar. «¡Mi auténtica madre es más hermosa, más joven! ¡Así que aquélla no era mi madre de verdad!», pensaba Sumire. «Mi padre me engañaba».

—¡Mamá! —la llamó armándose de valor. Sintió cómo un tabique se derrumbó dentro de su corazón. Sin embargo, en cuanto Sumire pronunció esta palabra, la madre fue arrastrada hacia el fondo del agujero como si un vacío gigantesco la succionase desde el otro lado. La madre abrió la boca, se dirigió a Sumire y le gritó algo. Pero, por culpa del sonido hueco del viento que penetraba por los resquicios del agujero, sus palabras no llegaron a los oídos de Sumire, Al instante siguiente, la madre ya había desaparecido, arrastrada hacia las tinieblas del fondo del agujero.

Al volverse, Sumire vio que la escalera se había desvanecido. Ahora la circundaba una pared de piedra. En el lugar donde había estado la escalera, se abrió entonces una puerta de madera. Sumire hizo girar el pomo y la puerta se abrió hacia dentro. Al otro lado estaba el cielo. Ella se encontraba en la cima de una alta torre. Al mirar hacia abajo, la altura la cegó. Por el cielo volaban una infinidad de objetos parecidos a aeroplanos. Eran simples aeroplanos de una sola plaza que cualquiera podía construir. Hechos con bambú y ligeras piezas de madera. En la parte posterior del asiento llevaban una hélice y un motor del tamaño de un puño. Sumire pedía a gritos a los pilotos que la rescataran. Pero éstos ni la miraban.

«Con estas ropas nadie puede verme», pensó Sumire. Llevaba una bata, larga y blanca, anónima, como las de los hospitales. Se deshizo de ella y se quedó desnuda. Debajo no llevaba nada. Arrojó la bata que acababa de quitarse al vacío, al otro lado de la puerta. Y ésta, como alma liberada, desapareció en la lejanía cabalgando en el viento. El mismo viento que acariciaba el cuerpo de Sumire y arremolinaba su vello púbico. De repente, se dio cuenta de que todos los pequeños aeroplanos que habían estado volando hasta entonces a su alrededor se habían convertido en libélulas. El cielo estaba lleno de libélulas multicolores. Sus enormes ocelos miraban en todas direcciones y brillaban. Y el batir de sus alas se intensificó más y más como si fuera aumentando el volumen de una radio. No tardó en convertirse en un estruendo insufrible. Sumire se puso en cuclillas, cerró los ojos y se tapó los oídos.

Entonces se despertó.

Sumire recordaba el sueño hasta en sus menores detalles. Incluso hubiese podido dibujarlo. Lo único que era incapaz de recordar era el rostro de la madre que desaparecía succionada hacia el agujero oscuro. También las preciosas palabras que ésta pronunciaba se perdían en el vacío más absoluto. Sumire, en la cama, mordió la almohada con violencia y lloró.

El barbero ya no hace agujeros.

Después del sueño tomé una determinación crucial. Por fin la punta de mi —a su manera— diligente pico ha empezado a golpear sobre roca sólida. ¡Crac! Le mostraré a Myû con claridad cuáles son mis deseos. No puedo continuar así, colgada toda la vida. No puedo ser como un tímido barbero que abre un agujero en el patio trasero de su casa y se asoma a su interior para confesar en secreto: «¡Amo a Myû!». Si esta situación se prolonga, yo me iré perdiendo poco a poco. Todos los amaneceres y todos los atardeceres irán arrancándome un pedazo tras otro. Dentro de poco, mi existencia se habrá diluido en la corriente y yo me habré convertido en «nada».

Las cosas son tan claras como el cristal de cuarzo. El cristal. El cristal.

Quiero abrazar a Myû, quiero que ella me abrace. Yo ya he entregado todo cuanto me importaba. Ya no quiero darles nada más. Aún no es demasiado tarde. Debo hacer el amor con Myû. Penetrar en su interior. Y que ella penetre en mi interior. Como dos voraces y aterciopeladas serpientes.

¿Y qué haré si Myû no me acepta?

En ese caso, tendré que aceptar las cosas como vengan.

—Es que, cuando te disparan, sangras.

Debe correr la sangre.
Debo afilar mi cuchillo y degollar un perro en alguna parte.

¿Verdad que sí?

Pues sí.

Estas líneas son un mensaje que me mando a mí misma. Parecen un bumerán. Cuando lo arrojo, rasga las tinieblas en la lejanía, asusta la pequeña alma de algún desdichado canguro y, pronto, vuelve a mi mano. Pero el bumerán que retorna no es el mismo bumerán que yo he arrojado. Lo sé. Bumerán, bumerán.

12

DOCUMENTO 2

Son las dos y media de la tarde. El mundo exterior arde, cegador, como el infierno. Las rocas, el cielo y el mar resplandecen con un blanco fulgor uniforme. Al contemplarlos, pronto se desdibujan las líneas divisorias y se funden en una única nebulosa. Toda alma consciente evita la luz desnuda del sol y se sume en el sueño de las sombras. Ni siquiera vuelan los pájaros. En el interior de la casa reina un agradable frescor. Myû escuchaba a Brahms en la sala de estar. Lleva un vestido de verano de color azul a rayas y el inmaculado pelo recogido en un pequeño moño. Yo estoy sentada a la mesa, escribiendo esto.

—¿Te molesta la música? —me pregunta Myû.

Y yo le respondo:

—Brahms no me molesta jamás.

Estoy siguiendo el hilo de la memoria, tratando de reproducir la historia que Myû me contó días atrás en una aldea de la Borgoña. No es tarea fácil. Su relato era entrecortado, tiempos y hechos diversos se entremezclaban sin cesar. Había veces que yo acababa por no entender qué iba antes y qué iba después, cuál era la causa y cuál la consecuencia. No se lo reprocho a Myû, claro. La cruel cuchilla de la conjura enterrada en la memoria rasga su carne. A medida que se apagan las estrellas del alba que brillan sobre los viñedos, sus mejillas pierden el color de la vida.

La convenzo y hago que me lo cuente. La aliento, la amenazo, la mimo, la alabo, la seduzco. Hablamos hasta el amanecer bebiendo vino tinto. Cogidas de la mano, vamos siguiendo entre las dos las huellas de sus recuerdos, las analizamos, las reconstruimos. Hay fragmentos que Myû es incapaz de recordar. Al pisarlos, Myû se aturde en silencio, bebe mucho vino. Es un territorio peligroso. Desistimos de seguir explorándolo, nos retiramos con precaución y avanzamos hacia terrenos más seguros.

Decidí convencer a Myû para que me contara esta historia al darme cuenta de que se teñía de negro el pelo. Myû es muy precavida, y quienes la rodean —exceptuando unos pocos— no saben que lo hace. Pero yo me di cuenta. Viajando juntas durante tanto tiempo, viviendo juntas día tras día, llega un momento en que acabas dándote cuenta. O quizás es que Myû no trató de ocultármelo. De haberlo querido, habría sido más cuidadosa. Quizá pensó que era inevitable, que acabaría enterándome. O tal vez quería que me diese cuenta. (Por supuesto, todo esto son puras especulaciones.)

Se lo pregunto abiertamente. Mi carácter es así. No puedo evitar preguntar las cosas a bocajarro. ¿Tienes muchas canas? ¿Desde cuándo te tiñes? Desde hace catorce años, contesta ella. Hace catorce años, todo mi cabello, sin salvarse ni uno, encaneció, me cuenta ella. ¿Alguna enfermedad? No, no es eso, dice Myû. Me pasó algo y el pelo se me volvió completamente blanco, en una sola noche.

Le pido que me cuente la historia. Se lo imploro. Quiero saberlo todo sobre ti. Yo no te oculto nada, te lo digo todo. Pero Myû, sin palabras, niega sacudiendo la cabeza. Jamás se lo ha explicado a nadie. Ni siquiera su marido conoce la verdad. Durante catorce años lo ha mantenido como su propio y exclusivo secreto.

Al fin hablamos hasta el alba de aquello que le sucedió. Todas las cosas deben ser contadas cuando llega el momento. Si no, uno sigue eternamente encadenado a su secreto.

Cuando se lo digo, Myû me mira como si estuviera contemplando una escena lejana. Algo emerge en sus pupilas para, acto seguido, sumergirse despacio. Ella dice: «Yo no debo poner punto final a nada. Son ellos quienes tienen cosas que liquidar, no yo».

No logro desentrañar el auténtico sentido de sus palabras. Se lo confieso sinceramente.

Myû dice: «Si te lo contara, acabaríamos compartiendo esta historia. ¿No es así? Pero en realidad yo no sé si esto es lo correcto. Si destapara la caja, tú te verías involucrada en esta historia. ¿Es lo que me estás pidiendo? ¿Quieres saber lo que yo he perseguido olvidar a toda costa, a costa de cualquier sacrificio?».

Sí, le digo. Quiero compartirlo todo contigo, sea lo que sea. No quiero que me ocultes nada.

Myû toma un sorbo de vino, cierra los ojos. Reina el silencio, como si el tiempo se distendiera. Ella duda.

Por fin empieza a contármelo. Poco a poco. Pedazo a pedazo. Algunas partes de la historia se ponen enseguida en movimiento, otras permanecen eternamente inmóviles. Dentro del relato coexisten distintos estratos. En algunos casos, la diferencia de nivel cobra significado por sí misma. Yo, como narradora, debo ir reuniendo todos estos elementos con precaución extrema.

La historia de la noria de Myû

Es verano. Myû está sola en una pequeña ciudad suiza cerca de la frontera francesa. Tiene veinticinco años y vive en París, donde estudia piano. Ha viajado hasta aquí a petición de su padre para cerrar un trato comercial. El asunto en sí no era complicado, ha concluido yendo a cenar con un representante de la otra empresa y con la firma de un contrato. Ella, nada más verla, se ha prendado de esta ciudad. Una ciudad llena de belleza y de encanto. Hay un lago y, a sus orillas, un castillo medieval. Le apetece pasar unos días aquí. En un pueblecito vecino se celebra, además, un festival de verano de música. Si alquila un coche, podrá desplazarse hasta allí todos los días.

Tiene la suerte de encontrar un apartamento amueblado que puede alquilarse por un corto espacio de tiempo. Un apartamento pequeño y acogedor en lo alto de una colina, en un extremo de la ciudad. La vista es magnífica. Cerca hay un lugar donde puede hacer sus prácticas de piano. El alquiler no es bajo, pero, si no le alcanza el dinero, siempre puede pedírselo a su padre.

Myû inicia una transitoria pero plácida vida en la ciudad. Acude al festival, pasea por los alrededores, conoce a algunas personas. Encuentra un restaurante y un café que le gustan. Desde la ventana de su habitación se ve un parque de atracciones a las afueras de la ciudad. Hay una gran noria. Se ven las cabinas, con sus puertas multicolores, que ligan su destino a una enorme rueda que gira despacio en el cielo. Alcanzan el cenit y, luego, inician el descenso. La noria no va a ninguna parte. Las cabinas sólo suben hasta arriba y bajan. Esto le produce a Myû una extraña sensación de placer.

Al anochecer se encienden en la noria múltiples luces. Aun después de que cierre el parque y la noria deje de girar, las luces no se apagan. La rueda sigue brillando alegremente toda la noche como si rivalizara con las estrellas del firmamento. Myû se sentaba junto a la ventana y contemplaba cómo la noria subía y bajaba (o su figura inmóvil, como un monumento) mientras escuchaba música por la radio.

Ella conoce a un hombre en la ciudad. Un hombre que ronda los cincuenta, guapo, latino. Es alto, con una nariz excepcionalmente hermosa, pelo liso y negro. Se dirige a ella en el café. Le pregunta de dónde es. Ella le responde: de Japón. Hablan. Se llama Fernando. Ha nacido en Barcelona, pero hace cinco años que trabaja en la ciudad suiza, se dedica al diseño de muebles.

Habla en tono desenfadado, bromea. Tras intercambiar algunas frases banales, se despiden. Dos días después vuelven a encontrarse en el mismo café. Se entera de que está soltero, divorciado. Le dice que se ha ido de España para empezar una nueva vida. A Myû no le produce muy buena impresión. Percibe que él intenta seducirla. Huele el deseo sexual. Y eso la asusta. Decide no volver a acercarse a aquel café.

A partir de entonces empieza a encontrárselo por todas partes. Lo suficiente para hacerle sospechar que él la sigue. Claro que tal vez sea una obsesión absurda. En una ciudad pequeña no es raro toparse a menudo con alguien. Él, cada vez que la ve, sonríe, la saluda con familiaridad. Ella le devuelve el saludo. Pero Myû, poco a poco, empieza a sentir una mezcla de desagrado e irritación. Comprende que su apacible vida en la ciudad está siendo amenazada por el tal Fernando. Y, como un acorde disonante expuesto simbólicamente al principio de un movimiento musical, su plácido verano se ve enturbiado por la sombra de un mal presentimiento.

Pero Fernando, al fin y al cabo, no es más que una parte de la sombra. A los diez días de vivir allí empieza a sentir una especie de rechazo general hacia su vida en aquella ciudad. La ciudad, hermosa y limpia en cada uno de sus rincones, empieza a parecerle estrecha de miras, engreída. La gente es amable, simpática. Pero ella percibe una invisible discriminación hacia los asiáticos. El vino que le sirven en el restaurante tiene un regusto desagradable. Las verduras están llenas de gusanos. Los conciertos del festival le parecen faltos de interés. No puede concentrarse en la música. El apartamento, que tan acogedor encontraba al principio, ahora le parece pueblerino y de mal gusto. Todo va perdiendo su brillo original. La sombra siniestra va extendiéndose. Y ella ya no puede apartar los ojos de la sombra.

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