Sombras de Plata (40 page)

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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Juvenil

BOOK: Sombras de Plata
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—Kendel Hojaenrama —se presentó una voz suave y melódica de elfo—. A vuestro servicio, dama de la Hojaluna.

Arilyn reconoció el nombre de aquel clan de elfos de la luna. Los Hojaenrama eran una saga de renombrados viajeros y luchadores. Le sorprendió que un elfo como él fuese compañero de un enano.

—¿Cómo has llegado hasta aquí, Jill? —murmuró.

—Bueno, eso es una larga historia —admitió el enano en tono de cháchara—. Digamos que Kendel y yo cogimos prestado a un espadachín a sueldo y lo persuadimos de que nos llevara a casa. Y aquí es adonde nos ha traído..., aunque un poco tarde para participar en la lucha, como ya he dicho, sí lo suficientemente pronto para que pudiese morir junto a sus conocidos. Más de lo que se merecía, a mi modo de ver.

—Kendel y tú —repitió ella, divertida ante la idea de que un enano y un guerrero elfo de la luna se trataran con semejante tono amistoso.

—Sí, somos como uña y carne —repuso Jill, divertido—, aunque nadie que nos haya oído discutir durante todo el trayecto rumbo al este lo habría podido adivinar. Peleábamos como hermanos sobre quién de nosotros iba a matar al mercenario y cuándo íbamos a hacerlo. Nunca pensamos de verdad en hacerlo, pero fue divertido —concluyó, alegre.

—Veo que el hechicero elfo dorado decía la verdad —intervino Hurón con frialdad—. Dijo que conocías a este enano. Tienes extraños aliados, Arilyn Hojaluna.

—Pues sólo conoces a la mitad, mujer elfa —replicó el enano—. He estado en más batallas que veces te hayas caído tú, y pensé que lo había visto todo. ¡Pero nunca hasta ahora había visto un fantasma elfo acudir en ayuda de los vivos! ¿Crees que el espíritu de esa elfa de pelo azul te anduvo siguiendo desde la cámara del tesoro? —preguntó a Arilyn—. Por las barbas de Morodin, si pudieses poner un poco de apresto a ese personaje, ¡daría gusto verla luchar!

«Sí», admitió Arilyn en silencio. Eso era precisamente lo que tenía que hacer. Quizá no pudiese invocar de nuevo a los guerreros de sombra, pero sí que podía restituir para los elfos del bosque un héroe que conociesen y que estuviesen dispuestos a seguir. Tal como había dicho Jill, tendría que poner «un poco de apresto» a Zoastria, líder elfa de la batalla. Había llegado el momento de reunir a la sombra elfa con la forma adormecida de su antepasada.

Pero antes tendría que recuperar su propio «apresto».

Arilyn deseaba que el torbellino de pensamientos que se agitaban en su mente pudiesen encontrar un punto donde centrarse. Notaba la mejilla hundida en algo profundo y oloroso, parecido a terciopelo húmedo. Musgo. El aire era frío y cargado de magia, cosa que había sido imposible percibir la noche anterior. Todo eso sólo podía significar que habían regresado al bosque.

—¿La devolvéis a casa? —susurró, pensando en el cadáver de Ala de Halcón. A raíz de su estancia en Tethir, Arilyn había llegado a darse cuenta de que los lazos entre los elfos y su bosque eran demasiado profundos para que pudiese cortarlos la muerte. Los elfos verdes regresaban al bosque de un modo que no se podía comprender ni explicar, y necesitaba saber con seguridad que Ala de Halcón iba a encontrar reposo bajo los árboles.

Su pregunta obtuvo como respuesta un prolongado y pesado silencio.

—Cuando te fallaron las fuerzas, también flaquearon los guerreros de sombra — explicó al fin Foxfire—. Vinieron más hombres de la fortaleza y nos vimos obligados a salir huyendo. Teníamos que elegir entre los vivos y los muertos. No sientas pesar por Ala de Halcón. Es libre.

Pero no lo era.

El espíritu de la chiquilla elfa merodeaba por el campo de batalla. Se sentía aturdida, enojada y confusa, aunque la batalla había finalizado hacía ya rato. La llamada de Arvandor era dulce y atrayente, pero más seductores eran los ritmos del bosque, que ahora oía, percibía y comprendida mejor que nunca.

No obstante, la chiquilla no podía responder a ninguno de los dos. Había sido arrancada demasiado pronto de la vida, y aunque su existencia a menudo no había sido fácil ni feliz, todavía no había aceptado el hecho de dejarla atrás.

Y fue así como el sacerdote de Loviatar tardó poco en encontrar el espíritu errante de la doncella elfa. Una mano invisible cogió a la muchacha y la situó en un reino gris y envuelto en sombras.

El espíritu indomable de Ala de Halcón se rebeló contra aquel cautiverio, pero había grilletes que ni siquiera una voluntad tan férrea como la suya podían romper. La entidad que la mantenía presa era poderosa, pero malévola: un alma fría y salaz que se mostraba en las heridas del cuerpo destrozado de la muchacha y en el terror frenético de su espíritu cautivo. La fea alma de aquel ser, un humano, algún tipo de sacerdote, era todavía más terrible por el impenetrable revestimiento de falsa piedad que lo recubría.

—Tienes que contestarme cuando te pregunte —exigió la voz, en un lenguaje que nunca hasta entonces había oído Ala de Halcón y que sin embargo comprendía—. Contempla la cicatriz de ese hombre. ¿Qué elfo tiene esta marca como propia?

Ala de Halcón no tenía la más mínima intención de responder, pero el sacerdote extrajo la respuesta de su mente.

—Foxfire, del clan elmanés de Árboles Altos —dijo el sacerdote en voz alta—. ¿Dónde vive?

Una vez más, la chiquilla se negó a responder, pero no importaba. Los secretos de la fortaleza escondida fluyeron de su mente, sin que ella pudiese hacer nada por detenerlos, del mismo modo que tampoco podía influir en el viento o la lluvia.

Y así sucesivamente, durante el tiempo que el sacerdote de alma gris quiso retener y forzar a su espíritu. Al final, acabó con ella. Ala de Halcón se liberó y se alejó flotando de la crueldad de aquel inquisidor. Nada de lo que la joven había soportado en vida la había marcado o magullado tan profundamente como el hecho de que capturaran su esencia y le extrajesen los secretos de la tribu. Pero aunque estaba agitada y medio loca, puso rumbo a los bosques familiares y a su hogar.

Antaño había encontrado consuelo en aquel lugar; con el tiempo, tal vez pudiese conseguirlo de nuevo.

Encontrar un agente de los Caballeros del Escudo no era una tarea excesivamente difícil, siempre y cuando uno supiera cómo y dónde buscar. Hasheth sospechaba que podría conseguir un buen montón de información en la tienda clandestina de uno de los negociantes de monedas de Espolón de Zazes.

En Tethyr, un mercado muy provechoso, aunque ilegal, era el comercio de monedas del reino. Había muchos tipos de monedas de oro que se utilizaban a lo largo y ancho de todo el territorio, pero muchas de las ciudades de mayor tamaño e incluso las cofradías más poderosas o algunos nobles acuñaban sus propias monedas, cuyo valor iba al alza o a la baja según las oscilaciones de la fortuna. Predecir cuánto podía llegar a valer una divisa concreta y comerciar con las monedas especulando con dichos cambios era un negocio floreciente en Tethyr.

La mayoría de los mercaderes y políticos argumentaban que no existía diferencia real entre esas divisas. Las ciudades que poseían divisas fuertes tendían a pagar sueldos mayores y a incrementar el precio de las cosas, al contrario que aquellas cuyas monedas tenían reputación inferior. Según decían, al final el valor de esas monedas a cambio de mercancías y de servicios era más o menos el mismo en todo Tethyr y en los terrenos circundantes. Ese razonamiento se acercaba bastante a la realidad, pero no prestaba atención a un hecho simple y bastante obvio que se les ocurría a pocos de los negociantes de monedas de Tethir.

Muchas de esas monedas, aunque tenían un valor adquisitivo distinto, contenían más o menos la misma cantidad de oro.

Así, resultaba que una bolsa de un centenar de
gulders
de Espolón de Zazes, cuyo valor duplicaba al de una bolsa de
zoths
acuñados en Saradush, tenían más o menos el mismo peso. Existían en Espolón de Zazes dos o tal vez tres negociantes de monedas que aceptaban comprar monedas de valor inferior para fundirlas y volver a acuñar monedas más valiosas. Este tipo de servicios también eran solicitados cuando uno tenía otro tipo de razones para querer cambiar el color de la propia fortuna, sobre todo en el caso de monedas de tipo personal, ya fueran robadas o recibidas como pago, que era extremadamente difícil hacerlas circular en el comercio normal. En algunas ocasiones, poseer una simple moneda podía significar una condena de muerte.

Los Caballeros del Escudo a menudo compraban monedas de oro para colocarlas sobre los párpados cerrados de aquellos individuos asesinados por sus agentes, pero era tan sumamente difícil poder gastar después aquellas monedas que a menudo los mendigos y los ladronzuelos pasaban de largo al ver esos cadáveres, antes de arriesgarse a sufrir el castigo de los Caballeros. No obstante, había gente que coleccionaba aquellas monedas y las utilizaba como sistema especializado de trueque. Para un asesino o un espadachín a sueldo, poseer una bolsa de monedas de los Caballeros era símbolo de un prestigio que le permitía acceder a un tipo de encargos muy lucrativos. Ese tipo de monedas también se utilizaba a cambio de favores o de información cuyo valor a menudo superaba el valor del oro que contenían. Y de vez en cuando, los asesinos incurrían en una serie de gastos, como por ejemplo la necesidad de conseguir una nueva identidad o salir huyendo con destino a un puerto lejano, que exigían que ese tipo de monedas fueran fundidas de nuevo y convertidas en monedas de curso legal.

Durante la temporada que había pasado en la Cofradía de Asesinos, Hasheth había aprendido el nombre de una mujer que proporcionaba ese tipo de servicios. Acudió ahora al barrio de mercaderes de la ciudad, a lomos de uno de sus corceles de menor categoría para no atraer la atención.

El establecimiento que buscaba, inexplicablemente llamado La Herrería Sonriente, era un local de aspecto pobre donde se sustituían herraduras rotas y se reparaban dientes rotos de horcas. La única propietaria y artesana del lugar no se ajustaba exactamente a las expectativas que sugería el rótulo colgado en el exterior del local. Melissa Flechaminera era una mujer baja y robusta que carecía por completo de belleza física y encanto. Era semienana, o tal vez de segunda generación, pero era tan robusta y rolliza como un enano de pura raza. Su tez evocaba la tersura de una manzana seca; el cabello, de un tono castaño veteado de gris, lo llevaba recogido en un moño, y llamar «deforme» a su cuerpo, cuya silueta desigual contraía las costuras de un vestido marrón de estopa, habría pecado de compasivo.

En aquel momento, los musculosos y gruesos brazos de la herrera estaban desnudos hasta los codos y envueltos en una luz cálida y rojiza que emanaba de la forja y que provocaba el esfuerzo de bombear los fuelles que alimentaban el fuego cegador.

Melissa alzó la vista cuando entró Hasheth y lo escudriñó con rapidez de arriba abajo.

—Me gustaría cambiar algunas monedas —anunció él, colocando una bolsa de cuero encima de una mesa con caballetes que contenía varias de sus tenazas y martillos.

—¿Para qué? —preguntó, bruscamente—. ¿Ha perdido una herradura tu caballo?

Hasheth esperaba aquella respuesta. Melissa era muy cuidadosa eligiendo a aquellas personas a las que proporcionaba servicios especiales. La enana era
capaz
de hacer tratos clandestinos y forjar moldes de monedas falsos de una precisión increíble, pero si llegaba a ser muy conocida su destreza se vería obligada a perder mucho tiempo y esfuerzo en conservar la riqueza que ahora ocultaba en los muros y las bodegas de su humilde tienda y hogar.

Pero Hasheth tenía credenciales. Extrajo el fajín de color arena que llevaba oculto en la manga y lo colocó junto a la bolsa de monedas.

—Quiero cambiar
danters
de Amn por otras monedas, pero no por moneda corriente como
gulders
o
moleans
. Pagaré el doble de su precio de mercado por cualquier moneda que poseáis con la marca de los Caballeros del Escudo.

Melissa soltó un bufido a modo de risotada, de un modo parecido a como un dragón irascible soltaría una nubecilla de humo por el hocico.

—¿De verdad estás buscando a los Caballeros? ¡Pobre loco! Te doy tres días antes de que ellos vengan a por ti.

La verdad era que Hasheth deseaba establecer contacto antes de la llegada de la noche.

—¿Tenéis alguna moneda de ésas?

—Un par —admitió, mientras contemplaba con los ojos entrecerrados al joven e intentaba medir el valor de su metal—, pero te costarán cuatro veces su valor de mercado.

—He dicho dos. Creo que es más justo.

—¿Justo? El anillo que llevas en el dedo vale más
danters
de Amn de los que puede contener esa bolsa de monedas, y yo mientras viviendo en esta chabola. ¿Crees que eso es justo? Tres veces su valor.

—Dos y medio.

—De acuerdo —concluyó, mientras espoleaba el fuego. Hasheth no estaba seguro de si ese gesto significaba que había cerrado el trato o denotaba desprecio, pero no pensaba averiguarlo.

Melissa pasó junto a él y desapareció en la trastienda. Al cabo de poco rato, regresó y depositó sobre la mesa dos monedas de oro de gran tamaño.

—Estás de suerte. Mañana iba a fundir esas dos piezas para hacer
moleans
.

Hasheth cogió la primera moneda y examinó las marcas. No cabía duda de que era una moneda de los Caballeros, pero no era capaz de atribuirla a uno en concreto. La segunda contenía más información.

—Me servirán. Encontraréis en esa bolsa un poco más de su valor de mercado multiplicado por dos y medio.

La mujer desparramó los
danters
de Hasheth sobre la mesa y los contó dos veces antes de asentir.

—Me alegro de hacer tratos contigo, muchacho, pero a decir verdad no creo que volvamos a hacerlos nunca. Ya seas aprendiz de asesino o no, viajar con dos monedas de ésas en los bolsillos es firmar tu sentencia de muerte. No regresarás.

—Os agradezco el interés —repuso fríamente—. No dejaré de mencionar vuestro nombre, si alguien me causa problemas por estas monedas.

Melissa soltó una carcajada, porque la réplica amenazadora del joven no era más que una simple fanfarronería y ambos lo sabían. La herrera tenía clientes que tenían un interés especial en que no se desvelara su identidad y todo aquel que intentaba traicionarla se convertía de inmediato en candidato a convertirse en una muesca en la espada de un asesino o a ser encontrado en cualquier lugar de la ciudad con dos monedas de oro, muy parecidas a las que Hasheth acababa de deslizar en su bolsa, colocadas sobre sus párpados.

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