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Authors: Adam Baker

Tags: #Intriga, Terror

Solos (18 page)

BOOK: Solos
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—¿Cuánto tiempo han pasado en el mar? ¿Cuatro días? ¿Cinco? Pobres diablos. Vamos a buscarlos.

Ghost conducía la zódiac. Jane estaba sentada en la proa. Habían dejado a Rye temblando de frío en la barandilla de la refinería, preparada con un reflector para guiarlos de vuelta a casa.

Jane se inclinó sobre la pantalla del GPS. Una luz intermitente señalaba el norte.

—Izquierda. Más a la izquierda.

Dirigió la linterna hacia la oscuridad y la niebla. El haz de luz solo iluminaba una cortina de vaho.

—Nos estamos acercando. No pueden estar muy lejos.

Ghost apagó el motor. La lancha se contoneaba entre las olas; Jane exploraba las oscuras aguas.

—No lo entiendo. Deberían de estar aquí mismo.

Una señal TACOM parpadeó en el centro de la pantalla.

Jane gritó hacia la oscuridad.

—¿Hola? ¿Hay alguien?

Nada.

Jane sacó una bengala del bolsillo del abrigo. Le quitó el tapón y tiró de la cinta. Un proyectil con una estela roja ascendió hacia el cielo.

—¿Cuánto tiempo quieres esperar? —preguntó Ghost.

—Sería una tragedia si estuvieran cerca y no los viéramos.

Gritaron por turnos.

—Dos minutos más —dijo Jane— y abandonamos.

—¡Allí! —dijo Ghost—. ¿Lo ves?

Unos débiles destellos parpadeaban entre la niebla. Era difícil calcular la distancia. Ghost encendió el motor y aceleró hacia el parpadeo.

La baliza TACOM, un cilindro del tamaño de un termo, flotaba en el agua, sujeta a un pedazo de goma roja. Los restos de una lancha.

—Así que no lo consiguieron —dijo Jane—. No podían haber muerto más lejos del mundo.

—Necesitábamos ese cable. Supongo que estará en el fondo del océano.

—¡Mira allí!

Más pedazos de goma. Jane desenganchó uno de los remos de la zódiac y acercó los restos de la balsa. Vieron una bota. Jane levantó el borde de la lancha hecha jirones. Había un cadáver con traje de buceo, un hombre con barba flotando boca arriba. Tenía la piel blanca como el mármol y los ojos abiertos.

—¿Es Ray? —preguntó Jane—. Dijiste que te encontraste una vez con él, el tipo con quien he estado hablando las dos últimas semanas.

—Quizá. Es difícil saberlo. ¿Quieres dedicarle una oración?

—No.

Regresaron a la plataforma. Ambos en silencio. Jane desconectó el ya innecesario GPS y cerró la caja.

Ghost giró de repente, para evitar un muro blanco que apareció ante ellos entre la niebla. Jane salió despedida hacia el fondo de la lancha.

—¡Dios! —gritó Ghost—. ¡Puto iceberg!

Paró el motor.

—No es un iceberg —dijo Jane, iluminando con la linterna el escollo blanco.

Remaches. Soldaduras. Plancha de acero. Al levantar la mirada, Jane vio un ancla del tamaño de un autobús.

HYPERION.

Jane subió corriendo por los peldaños de la cúpula de observación.

—¡Despierta, Punch!

Descorrió la cremallera de la tienda de campaña. Punch y Sian se incorporaron cubriéndose los ojos con la mano, cegados por el resplandor de la linterna.

—¡Carajo! —masculló Punch.

—Levantaos y poneos el abrigo. Hemos tenido suerte.

Se apresuraron a buscar sogas en el varadero.

—Va a la deriva —dijo Jane—. Un supertransatlántico de la hostia, flotando sin rumbo, en medio del mar. No tiene luces. Hay que darse prisa. En pocas horas se pondrá fuera de alcance. Tenemos que subir a bordo y tomar el mando. Ahí está nuestro billete a casa.

—Tendríamos que reunir al resto y subir todos juntos.

—No hay tiempo. Ghost está arriba construyendo un garfio con las patas de una silla. ¿Dónde está Ivan? Lo necesitaremos también.

—¿Por qué él?

—Ghost se mueve como si estuviera recuperado del todo. Tenéis que ayudarme a frenarlo. No queremos que recaiga.

Cruzaron corriendo la cocina de la cantina. Jane abrió el cerrojo de un refrigerador.

Punch le sostenía la linterna.

Las escopetas estaban en un estante. Jane sacó las armas de las fundas de nailon, metió cartuchos en los cargadores y se guardó varias cajas de munición en la mochila.

—Os aviso —dijo Jane—. No voy a negociar. No me importa cuánta gente haya en ese barco. Van a detenerse y nos van a esperar.

El barco navegaba a la deriva, veinte kilómetros al sur de su posición anterior.

—Hay una fuerte corriente —dijo Jane—. No hay tiempo para recoger a los otros. Necesitaríamos tres o cuatro viajes con la zódiac. Algunos no llegarían.

—Dios. Fíjate en lo grande que es.

—Llévanos a la popa —ordenó Ghost a Puch, y a continuación lanzó el garfio y enganchó una barandilla.

—Quizá debería ir —dijo Punch.

Ghost no le hizo caso. Se echó al hombro la mochila y la escopeta, se agarró a la soga de nudos y empezó a trepar. Ayudándose con una mano tras otra fue ascendiendo por el costado del barco. Punch procuraba mantener la zódiac justo debajo. Si Ghost caía en el agua helada, el frío lo mataría.

Ghost alcanzó la cubierta y se encaramó a la barandilla. Hizo una pausa para recuperar el aliento, tosió y escupió.

—Parece desierto —gritó—. No se ve a nadie.

Jane asió la cuerda y trepó por el costado del barco. Pocas semanas antes, cuando era una chica obesa, no habría podido hacerlo.

Se aupó en la barandilla y se dejó caer en la cubierta.

Era un barco de diez plantas. Seis hileras de portillas en el casco principal y cuatro cubiertas superpuestas como los pisos concéntricos de una tarta de boda.

Jane se encontró en una cubierta de teca dispuesta para un crucero de placer por el Ártico. Había tumbonas para contemplar las ballenas y piedras para jugar al curling.

Jane examinó la pasarela de punta a punta. Las ventanas de los camarotes estaban todas a oscuras. Empuñaron las escopetas y les quitaron el seguro. Ghost cargó un cartucho en la recámara.

—Busquemos el puente de mando.

Anduvieron hacia proa y encontraron un par de camarotes con la puerta abierta. Había objetos personales esparcidos por el suelo. Jane hubiera querido investigar, pero no había tiempo para eso.

La linterna de Ghost iluminó unos pescantes de botes salvavidas. Estaban vacíos y las sogas se mecían al viento.

—Faltan varios botes —dijo, moviendo con el pie unos flotadores salvavidas tirados en el suelo—. Parece que alguien se ha ido con prisas.

Alcanzaron la proa. Jane señaló unas ventanas que había muy por encima de ellos.

—Esto debe de ser el puente de mando.

Entraron en el barco. Estaban en una zona reservada a la tripulación, con pasillos desnudos y suelo de linóleo y sin calefacción.

Jane se sentía acechada por sombras. De vez en cuando se giraba y dirigía el haz de luz hacia el final del pasillo, por si alguien los seguía.

Ghost probó un interruptor de la luz y señaló el parpadeo rojo de un detector de humo en el techo.

—La corriente está desconectada, pero hay sistemas básicos encendidos. Supongo que los generadores aún funcionan. Solo hay que encontrar el interruptor.

Despachos, aparadores de tiendas, alojamientos para la tripulación. Había suministros de aseo y uniformes tirados por el suelo de los pasillos. Indicios de una salida apresurada.

Subieron por una escalera estrecha y franquearon puertas con letreros que decían TILLTRÅDE FÖRBJUDET.

Llegaron al puente de mando. Ghost probó el interruptor de la luz. Nada.

—Pensaba que estaría conectado a un circuito aparte o algo así.

Jane se disponía a entrar en el puente pero Ghost la sujetó por el hombro. Había alguien en la silla del capitán.

—¿Hola?
Bonjour?

Una figura desplomada en el asiento, con una gorra blanca y un capote con el cuello vuelto del revés.

—¿Cómo va todo? —preguntó Jane, haciendo crujir cristales rotos con las botas.

El capitán era un hombre de gran estatura, de unos cincuenta años de edad. Lucía un bigote blanco y llevaba muerto bastante tiempo, pero las temperaturas bajo cero lo habían preservado de la descomposición.

Tenía un cristal verde en la mano. Se había cortado el cuello con una botella de vino rota. Su uniforme, una chaqueta con botones de latón, estaba cubierta de sangre helada.

—Ayúdame a sacarlo de aquí —dijo Ghost—. Y vigila. No parece infectado, pero nunca se sabe.

Sacaron al hombre de la silla. Estaba agarrotado por la rigidez cadavérica y su sangre helada crujía. Lo arrastraron a una habitación contigua.

El puente de mando parecía la cabina de vuelo de una nave espacial. Tres sillas acolchadas encaradas al mar. Tableros con interruptores, diales y pantallas, desconectados e inertes. La columna de dirección tenía forma de herradura, como la palanca de mando de un avión de pasajeros. El acelerador era una manilla central.

—Esperaba ver un gran timón —dijo Jane.

—Fíjate en esto —le advirtió Ghost—. La ranura de una llave. ¿Tú qué crees? ¿Será el encendido?

Fue a la habitación contigua, se agachó junto al cadáver del capitán y le registró los bolsillos. Un pañuelo, monedas, un inhalador para el asma, pero ninguna llave.

—Vamos a hacer un registro, a ver si encontramos algo parecido a un armario llavero. Si conseguimos que este barco eche anclas, tendremos todo el tiempo del mundo para resolver lo demás.

Jane se puso a buscar en las mesas del fondo del puente de mando. Mapas y cartas de navegación. Tiró de la puerta de un armario rojo.

—BRANDSLÅCKARE. ¿Qué carajo significa esto? Pensaba que los carteles serían bilingües. Quiero decir, el inglés es el lenguaje internacional para casi todo, ¿no?

—Tiene que haber un juego de llaves de repuesto en alguna parte, pero nos estamos quedando sin tiempo.

—¡Eh! —exclamó Jane—. Ven a ver esto.

Al fondo del puente de mando, una puerta daba a un hueco de escalera. Se inclinaron sobre la barandilla y enfocaron las linternas hacia abajo. Había una montaña de muebles —sillas, mesas, el bastidor de una cama— apoyada contra una compuerta de metal. Y una gran equis roja pintada con espray en la puerta.

—Alguien tenía mucho interés en mantener cerrada esa puerta —dijo Jane.

Jane llamó a Punch y a Ivan por radio.

—Subid a bordo, muchachos. Os esperamos en la proa.

Ghost los condujo al puente de mando.

—Necesitamos la llave maestra de esta cosa, ¿entendido? Hay que poner en marcha el barco. Dividámonos en grupos de dos, a ver si encontramos algo.

Ghost e Ivan registraron las habitaciones de los oficiales.

—Esto sí que es vida. ¡Suites con televisión de plasma!

Recogió de un sofá una gorra de oficial, se la probó y se miró en el espejo.

—¡A la mierda las plataformas petrolíferas! ¡Quiero un curro en un crucero de lujo!

—Imagínate volver a casa en este palacio —dijo Ghost—. Suites presidenciales, gimnasio, jacuzzi, sauna… Tenemos que sacarle partido.

—Nunca he estado en un jacuzzi.

—Este barco es una puta mina de oro.

—Los congeladores llevan tiempo apagados —dijo Ivan—. Casi toda la comida se habrá estropeado, así que no habrá langosta en el menú.

—Piensa en los bares de ahí abajo. Champán, malta añejo y el cóctel que quieras. Imagínate cuánta cerveza debe de haber bajo cubierta. Podrías llenar una bañera con ella.

Bajaron otro tramo de escaleras. Otra barricada, un hacha de incendios atravesada en el tirador, atrancando la puerta, y una gran equis roja pintada con espray en la compuerta.

—Todo esto acojona —dijo Ivan, santiguándose.

Ghost examinó la puerta exterior del final de un pasillo.

Tenía manchas de hollín y la pintura levantada por el fuego. Empujó la puerta y la abrió. Alguien había encendido una gran hoguera en la cubierta de paseo. Había una pila de restos carbonizados. Un montón de flotadores salvavidas y tablillas de banco calcinadas. La hoguera llevaba tiempo apagada. Las cenizas estaban cubiertas de nieve.

Ghost se arrodilló junto a los restos y removió la carbonilla con un palo.

—¿Qué has encontrado? —preguntó Ivan, acercándose a Ghost.

—Huesos. Una caja torácica. Y por lo menos dos cráneos.

Enganchó una lata con el palo y leyó la etiqueta calcinada. Queroseno.

—Ojalá tuviéramos más armas —dijo Ivan.

—Encontremos esas llaves.

El pasillo de administración. Una hilera de despachos.

En el suelo del pasillo había manchas de sangre.

—No te acerques —aconsejó Jane a Punch—. Hay que suponer que está infectada.

De uno de los despachos salía un débil zumbido de interferencias. Jane abrió la puerta, suavemente, con el pie. La sala de radio. El operador de radio estaba muerto sobre la mesa. El cadáver se estaba descomponiendo poco a poco, sobre una consola de télex. El torso había desaparecido completamente, como si la terminal se lo hubiera comido, empezando por la cabeza.

Jane arrancó el cable de alimentación de la pared. La consola de radio por satélite soltó chispas y se apagó. El zumbido cesó.

Encontraron el despacho del sobrecargo.

—Podríamos ser millonarios —dijo Punch—. Con todas esas viejecitas ricachonas de crucero por el Báltico, las cajas de seguridad deben de estar llenas de perlas y diamantes.

—Pero ¿dónde podemos encontrar a esas viejecitas ricachonas? —preguntó Jane—. Esta es la cuestión.

Descubrió un armario de llaves en la pared. Tiró de la puertecilla. La golpeó. Accionó la corredera de su escopeta.

—Apártate.

Ghost se desenganchó la radio del cinturón.

—¿Jane? ¿Va todo bien?

—Todo bien
.

—Hemos oído un disparo.

—Tenemos varias llaves. Volvemos al puente de mando
.

—Hemos encontrado una especie de sala de acumuladores. Voy a probar unos cuantos interruptores, a ver qué pasa.

—¿Crees que esos acumuladores aún tienen carga? —preguntó Ivan.

—Se supone que tienen que mantener la luz y la calefacción si un iceberg estropea los motores. Deberían durar tiempo.

Jane se sacó del bolsillo del abrigo varios manojos de llaves y los echó sobre la consola. Para no mancharse de sangre puso una manta de incendios en la silla del capitán. Empezó a probar las llaves, una por una, en el panel situado sobre la columna de dirección, y las fue tirando al suelo.

—¿Cuánto falta para que el barco esté fuera del alcance de la refinería?

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