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Authors: Lluïsa Forrellad

Tags: #Drama, Intriga

Siempre en capilla (18 page)

BOOK: Siempre en capilla
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—¿Qué dedo?

—El del señor de abajo.

—Es mejor que vuelva mañana. No estoy ahora para eso.

—Es que no sabe si puede sacarlo ya del timol…

¡Válgame Dios! Corrí abajo y me hallé al viejo con el dedo en remojo. Treinta y cinco minutos de baño. Le vendé un anular blanco, arrugado, resbaladizo, como un espárrago hervido.

Cuando fui a abrirle la puerta de la calle, vi que se paraba un coche de alquiler. Se apeó Alexander.

—No he dado con Jasper; se fue de Saint-Constantine en la ambulancia y nadie sabe concretamente dónde puede estar. En casa de los Greene no le han visto desde esta mañana; les extraña enormemente que a esa hora no haya ido todavía.

Subí en el coche y le grité al cochero:

—¡Métase en el centro de Spick!

Recorrí todas las callejuelas sin hallar rastro de la ambulancia; incluso me aventuré a pasar por delante de la vivienda de Nettie, la de los hoyuelos. Luego me adentré en la ciudad. Di la vuelta hasta la clínica de nuestro querido colega y pasé por la avenida. De pronto me hallé frente a la mansión de los Greene. Hice detener el coche. Me apeé y me quedé parado, con los ojos fijos en el balcón del primer piso. Estuve así hasta que el cochero me miró de soslayo. Después subí las gradas del zaguán y llamé. Me abrió el criado de la cara de muerto y me hizo pasar en seguida. Al cruzar el salón estilo Imperio saludé con un movimiento de cabeza a cuatro personajes masculinos, vestidos de negro, con raya en medio y barba en punta, que permanecían en pie junto a la chimenea, inmóviles, sin decir palabra. No sé siquiera si me vieron. Subí la escalinata aprisa, adentrándome en aquel mundo de balaustradas y mármoles fríos, con un ansia vehemente de ver de nuevo a la reina de cristal. Cuando entré en su regia alcoba, un etéreo perfume de nardo me envolvió. La esposa de Sir William, enlutada hasta las piedras de sus pendientes, permanecía junto a la cabecera, ni tan rígida, ni tan orgullosa, ni tan confiada. En cuanto me vio movió los labios como si me saludara y se levantó para que pudiera acercarme a la enferma. Miré hacia la cama. Vi una lámina de ámbar en forma de mujer. Un rostro demacrado y torturado. Unos ojos hundidos en las cuencas. La boca entreabierta, las delgadas manos asidas a las sábanas. De aquellos hermosos cabellos negros quedaba un nudo húmedo, medio deshecho sobre la almohada.

El ruido errático de la respiración resonó en mi cerebro. Me quedé mirándola consternado. La madre tenía fijos en mí los ojos. Con un sobrehumano esfuerzo oculté mi impresión y tenté el pulso de la joven. Entonces me vio. Balbució algo imposible de entender; su voz se había extinguido por completo. Se llevó la mano a la cabeza, en un ademán de desesperación, y me indicó que no podía respirar.

—Ya lo sé —murmuré—. Serán unas horas malas, pero todo irá bien, se lo aseguro.

Sus ojos negros se clavaron en los míos con una fuerza capaz de descubrir toda mi angustia. Parpadeó repetidas veces, movió los labios y extendió las manos hacia mí. No supe lo que quería decir. Sus afilados dedos asieron la punta de mi chaleco y tiró de él, atrayéndome hacia ella. Me incliné y su índice me señaló insistente. La respiración anhelosa y entrecortada le contraía las facciones; de pronto echó atrás la cabeza emitiendo una sola palabra confusa, casi ininteligible:

—¡Gibbie!

Pestañeé, volví la cabeza y pregunté dónde estaba la enfermera.

—Yo soy la enfermera, doctor —me dijo la madre.

Vi brotar un raudal de lágrimas de aquellos ojos y comprendí que ya nunca más volverían a ser fríos.

Le pedí un vaso de agua.

Cuidadosamente levanté la cabeza de la señorita Greene y le acerqué una cucharilla a los labios. Los blancos dientes estaban apretados; el agua resbaló sobre ellos y cayó por las comisuras. Sus ojos seguían desmesurados. Aquella extraña mirada me oprimía. No pude vencer la tentación de bajarle los párpados. Sentí temblar bajo mis dedos las largas pestañas y no pude apartar la mano. Poco a poco recorrí sus martirizadas facciones con fervor, con unción, casi religiosamente, como si intentara el milagro de devolverle la belleza y el bienestar. Quedóse quieta. Creía que se había dormido, pero en sus labios fue asomando una leve sonrisa de agradecimiento.

Me fui lentamente.

Me despedí de la madre con unas palabras de aliento y salí de la alcoba.

Bajé la escalera y crucé el salón estilo Imperio. Los cuatro sujetos de la raya en medio y la barba en punta tomaban el té con Sir William y oí un charloteo de negocios. Saludé con una inclinación de cabeza; creo que no me vieron. Salí, subí al coche de alquiler y le dije al cochero que me llevara a casa. Estuve mirando aquel balcón del primer piso hasta que volvimos la esquina.

Cerca de la plazoleta de Sterne por poco nos embiste un carruaje desenfrenado que surgió de una bocacalle: era la ambulancia y Jasper mismo, sentado en el pescante, conducía los caballos. Me asomé perplejo y le grité que los parase. Lo consiguió media manzana más abajo, saltó del coche y corrió hacia mí, gritando:

—¿Qué ocurre?

—¡Ya, Jasper!

—¡Despide el coche y sube conmigo a la ambulancia!

Pregunté al cochero cuánto le debía, mientras me revolvía todos los bolsillos. Tuve que añadir a aquellos instantes de ansiedad el apuro de no llevar dinero. Pagó Jasper, sin serle posible dar propina. Ambos nos encaramamos al pescante de la ambulancia y como ni uno ni otro había tocado unas riendas en la vida, tuvimos que dar la vuelta por la plazoleta con el consiguiente rodeo, por no saber cómo indicar a los caballos que se volvieran en redondo.

—Hemos estado buscándote por todas partes, Jasper, ¿de dónde vienes?

—Del cementerio. He enterrado a un hombre por mi cuenta, Len.

—¿Quién era?

—Tocaba el acordeón en el bulevar y fue empleado de la funeraria. Anteayer dejó el trabajo para emprender la travesía hacia su tierra… pero la difteria le ha cambiado el pasaje.

E
n efecto, la enfermedad está declarada —dijo Jasper—. La anomalía de la voz constituye un síntoma de difteria cuando ya se conocen los antecedentes. Puede cerrar la boca, Martino.

Caminó hacia la ventana seguido de todas las miradas.

—De todos modos —agregó— hay que aplicar el remedio en el momento en que el examen clínico permite establecer claramente un diagnóstico.

El asesino frunció las cejas sin entenderle.

—Quiero decir que tendremos que aguardar a que esté más enfermo, Martino. Ahora adivinamos que es difteria sólo porque sabemos de antemano que se la transmitimos; pero esos mismos signos podrían indicar unas simples anginas. La eficacia del remedio ha de comprobarse a partir del momento en que se pueda determinar el carácter y naturaleza de la dolencia.

—No estoy conforme, Jasper —intervine—. En época de epidemia basta un mareo para poder diagnosticar.

Adiviné que lamentaba mi intromisión.

—Son puntos de vista —dijo secamente.

No quise insistir, pero a mi juicio era temerario esperar. No obstante, en esa espera nos consumimos durante el resto de la tarde.

Jasper fue a devolver la ambulancia, pasó por la mansión de los Greene y regresó taciturno.

—McHath está con ella y vendrá a buscarnos cuando sea necesario. Lo tiene todo preparado para la operación.

Hacia las nueve de la noche, Martino sufrió un violento vómito. Esto le deprimió moralmente; quedóse azorado, casi humillado. Jasper le hizo acostar, colocó la pantalla del quinqué de modo que no le diera directamente la luz y le sugirió que tratase de dormir.

Ninguno de los tres quiso dejar el cuarto, pero a las once hubo un aviso urgente y, sin saber lo que hacía, tuve que ir a aplicar sinapismos en el pecho de un anciano que acababa de ser condenado a muerte por un ataque de apoplejía. Cuando regresé a casa, Alexander me dijo desde arriba:

—¡No eches la aldaba! ¡Jasper está fuera!

—¿La señorita Greene? —grité.

—No, la hija de Sawnie está asfixiándose.

—¿Cómo es posible? ¡Si se hallaba ya en la convalecencia!

—Sí, Len; pero se ha tragado el dedal.

Fuimos los dos a la cocina a por un bocadillo. Puse café en el molinillo y Alexander encendió el gas. Me notificó que Martino se había adormecido.

—Sigue mareado y le duele mucho la cabeza. Crees que Jasper aguarda demasiado, ¿no es eso?

—Tiene que presentarse la angina —dije dando rápidas vueltas a la manija del molinillo para disimular mi inquietud.

—Estás haciéndolo al revés, Len. Me voy arriba. Cuando el café esté hecho, avísame.

Le di una palmada y murmuré:

—Todo irá bien, ya lo verás.

—Lo sé. Pero me da pena Martino.

—Si se salva hallará una recompensa sobrada.

Movió la cabeza.

—Tal vez si no se salva hallaría una recompensa mayor.

Y se fue cabizbajo, como si sus meditaciones sé lo llevaran.

Le alcancé y le cogí del brazo:

—Dime, Alexander… ¿te ha dicho alguna vez por qué guarda una medalla del Sagrado Corazón de Jesús?

—Se la dio un preso que pudo haberle redimido, pero no tuvo tiempo; la justicia humana cometió el error de impedirlo.

Oímos la puerta de la calle e inmediatamente la voz de Jasper:

—¿Puedo echar la aldaba, o no ha llegado Len todavía?

Subimos los sillones de vaqueta del consultorio para pasar la noche más cómodamente en la habitación de Martino. Hacia las cuatro de la madrugada los vidrios de la ventana retemblaron y los tres alzamos la cabeza: ¡se acercaba un coche a toda prisa! Jasper y yo corrimos al balcón, apartamos las cortinillas y pegamos las narices al cristal. La nítida luna llena nos permitió ver un landó verde con la capota abierta, que pasó de largo y se internó por la estrecha calle de Malcom. Jasper se pasó la mano por la frente y suspiró. Cuando un coche cruzaba el puente de Cragget sólo era para detenerse delante de nuestra casa… o delante de casa de Nettier, si se trataba de un landó verde.

Transcurrieron las horas en absoluto silencio y ejemplar aguante por parte de todos. Martino se despertó y permaneció tranquilo, casi inexplicablemente tranquilo. De su rostro había desaparecido el miedo; le quedaba una expresión de profundo cansancio y una arruga en la frente producida por la cefalalgia. Tenía cerrados los ojos y de vez en cuando los abría para contemplarnos unos instantes.

—¿Le pone nervioso que permanezcamos los tres en el cuarto? —le preguntó Jasper.

Negó con la cabeza.

La tensión en que me mantuve yo fue espantosa. Aguardaba inclinado hacia delante, clavados los ojos en aquel cuerpo quieto que respiraba con un levísimo ruido inspiratorio como si estuviese resfriado. Entre tanto, el recuerdo de la gravedad de la señorita Greene me martilleaba la cabeza de un modo sordo y doloroso.

De repente, Martino se irguió y dijo:

—Está demasiado oscuro.

La voz sonaba velada.

Abrí los postigos y entró el sol.

—¿Es aún de día? —dijo desorientado.

Estábamos en plena mañana.

Jasper le exploró las amígdalas y los ganglios linfáticos; sacó su reloj y le contó las pulsaciones. Hizo una mueca de disgusto y empezó a pasear por la estancia como un león enjaulado.

—¿Qué, Jasper? —susurró Alexander.

—¡Lento! ¡Lento! ¡Lento!

Salió al corredor, se fue abajo y le oí abrir la puerta de la calle. Asomé la cabeza por la ventana del pasillo para ver si se iba. Aguardó en el portal recibiendo el frío de la mañana, y en cuanto llegó Honora la mandó a Saint-Constantine para que avisara que le sería imposible ir. Volvió a subir, entró en el cuarto, pasó a la alcoba contigua y se echó sobre el colchón que tenía en el suelo. Se quedó inmóvil tal como había caído, como si su cuerpo pesara tanto que no pudiera modificar la posición. Alexander se le acercó lentamente.

—¿Por qué lo demoras tanto? —susurró—. Ten en cuenta que, a pesar de todo, cuanto más cerca del principio, mayor resultado puedes obtener.

—¡Yo sé lo que he de hacer!

Alexander se inclinó hasta rozarle la oreja y queda, pero firmemente, dijo:

—Quieres darle la misma desventaja que tiene la hija de Sir William y los perderás a los dos.

Jasper apretó las mandíbulas y no replicó.

Salí del cuarto nerviosamente. Temía sufrir un desmayo si permanecía respirando aquella atmósfera un minuto más. Bajé; rondé por la casa sin rumbo fijo. Fui al comedor; por la chimenea apagada se oían los bufidos del viento. Me estremecí de frío y entré en la cocina. Sobre la mesa estaban aún los tres cubiertos que Honora nos había preparado la noche anterior para cuando se nos ocurriera comer. En el armario vi croquetas, patatas fritas y jamón. Todo ello me dio náuseas.
Penique
aguardaba impaciente porque todos nos habíamos olvidado de él. En cuanto me vio empezó a frotarse la espalda contra mi pierna.

—No,
Penique
; déjame ahora, por favor.

Le alejé con discreción, pero se ofendió. Salió de la cocina sin volver la cabeza, con la cola erguida y tirante. Poco después nos encontramos en la escalera. Yo le llevaba una croqueta. Se la mostré y no quiso acercarse. Se la dejé sobre un peldaño y me fui arriba. Al momento olvidé a todos los gatos y todas las croquetas del mundo. Alexander y Jasper estaban exaltados mirando la amígdala de Martino. ¡Había aparecido el depósito opalino! Aquel horrendo síntoma nos animó. Nos tomamos una infusión de café concentrado y nos lavamos la cara con agua helada. Jasper y Alexander se fueron al laboratorio. Yo me senté en un rincón del cuarto de Martino escuchando el ligero silbido laríngeo que crecía paulatinamente. Oí que Honora ya estaba de vuelta. Comprobé mi reloj y me exasperó la parsimonia de Jasper y Alexander. Me asomé por la barandilla de la escalera y les pregunté qué era lo que hacían.

—¡Cállate! —gritó Jasper.

—Ya vamos —repuso Alexander.

A los cinco minutos entraron los dos en el cuarto, con las blusas blancas puestas; depositaron sobre la mesilla de noche un rollo de algodón hidrófilo, una jeringa de inyecciones de gran capacidad y un frasco tapado herméticamente con una cápsula de estaño.

Las piernas me flaquearon y tuve que apoyarme en la pared.

—¿Qué te pasa, Len? —Jasper me asió fuertemente del brazo—. Escucha: vete de aquí o acabarás por destemplarnos a todos. ¡Vete!

Me empujó fuera; quise protestar, pero me hallé de manos a boca contra la barandilla de la escalera. Me quedé allí anonadado.

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