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Authors: Lluïsa Forrellad

Tags: #Drama, Intriga

Siempre en capilla (13 page)

BOOK: Siempre en capilla
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Bajé desorientado y, sin saber cómo, me metí en la pieza de los paraguas. Nada avisaba dónde acababa el rellano y comenzaba ésta. Hasta aquel momento no recordé a Ada. Antaño la había confiado a la señora Daisy y ahora temía que no hubiera sido precisamente un acierto. Oí ruido en la estancia contigua y una extraña inspiración me hizo llamar a la muchacha. Nadie contestó, pero oí unas corridas como si varios animalillos pasearan rápidamente de un lado a otro. Me asomé a tiempo de ver varias ratas escondiéndose.

Por lo demás, allí sólo había un cadáver.

El alma de Ada se habría alejado casi al mismo tiempo en que lo había hecho la de Gibbie Greene. Las imaginé blancas, puras, completamente iguales las dos.

Fui a ver a Alfie. Yo no tenía dinero, pero él, generoso, me cedió gratis un ataúd sin recubrir. No tuvo necesidad de decirme que añadiría su importe a la cuenta de Sir William.

A causa de tanto tránsito el viejo no tenía bastante personal y en aquel momento no disponía de un solo mozo que pudiera cargar el ataúd y llevarlo a Spick. Nadie quería contratarse en tiempo de epidemia. Sólo podía confiar en gente similar a Ptomely Dean, el acordeonista ambulante, que necesitaba dinero para irse a Dinamarca y para comprarse ron.

De todas formas me prometió que por la tarde lo arreglaría todo y procuraría incluso que el sepulturero enterrara a la muchacha sin contar con la gratificación. Me encaminé a toda prisa hacia Saint-Constantine. Deseaba encontrar a Jasper. Era tarde y temía que se hubiera ido ya a casa.

En efecto, así fue. Sin entretenerme di media vuelta, y aunque me costó un rodeo, busqué la avenida para toparme con él en caso de que se dirigiera ya a la mansión de los Greene con el suero. Suponer esto era una verdadera idiotez; puesto que Jasper era muy capaz de estar enfadado conmigo; pero nunca hasta el extremo de no aguardarme para que presenciara la importante inoculación.

Durante el trayecto hirvieron infinitas inquietudes en mi cerebro. La pálida tez de la hija del ricacho se me representaba y oía su voz afónica pidiendo la vida. Luego veía una procesión de rostros amoratados, moribundos, cuyos labios apenas podían transmitir el mismo deseo… Y en el cementerio se cavaban las fosas de los pobres y se abrían los panteones de los ricos para alojar un mismo desecho humano, continuo y horrible testimonio de nuestro fracaso ante el poder de la destrucción.

Llegué a casa. Estaba puesta la mesa y nadie la ocupaba. Hallé una carta de mi hermano. Me escribía sólo cuando se aburría tanto que el dedicarme unos garabatos le resultaba un pasatiempo. Yo rara vez le contestaba. Sólo mandaba telegramas a mi casa cuando me hallaba en algún caso de sumo apuro monetario y cuando caía algún aniversario familiar, de cuyas fechas siempre se acordaba Alexander.

La carta, ingenua y festiva, me anunciaba que mi padre tenía proyectos de ampliar su fundición. No era ninguna sorpresa; durante toda su vida había estado proyectando lo mismo. Luego me decía que él cortejaba a la hija de Hughes y que me avisaría para la boda. No me impresioné. Era su tercera novia. Nunca he podido desentrañar si las dejaba plantadas o le dejaban plantado. Finalmente me recomendaba que si había epidemia, como decían los diarios, procurara cumplir con mi obligación sin olvidarme de escurrir el bulto cuando la cosa se pusiera difícil. En la India la peste había pillado a muchos médicos por tozudos.

La guardé sonriendo y entré en el cuarto de los animales. Alexander, sentado frente a las jaulas, tenía los brazos cubiertos de ratas blancas que subían y bajaban a placer. Pensé en las que había visto escapando del cuarto de Ada y me estremecí. Le pregunté si había llegado Jasper. No me contestó. Estaba absorto arreglando, con ayuda de unas pinzas, el nido de
Pipe
. No insistí y aguardé. Me impresionaba verle tratar a aquellos seres ínfimos con tanto miramiento. Una arruga le cruzaba la frente; parecía preocupado. Le contemplé por espacio de unos minutos. Pálido, delgado —desde que nos establecimos nos habíamos quedado pálidos y delgados los tres—, encorvado hacia la jaula… Daba la sensación de soportar sobre los hombros un peso enorme.

—Trabajas mucho, ¿verdad, Alexander?

Me miró asombrado.

—¿A qué viene esto?

Le di una palmada, asustando a todas las ratas.

—Cada día te impones nuevas tareas. Honora me dijo que saliste a hacer algunas visitas.

Se sonrojó. Hoy tiene sesenta años y aún se sonroja.

—Fui a dar una untura en los riñones de Keane y a ver a la vieja señorita Lorre.

—¿Está arriba Jasper?

Se sacudió todas las ratas, se puso en pie y me dijo gravemente:

—Oye, Len: ¿qué le ha sucedido esta mañana? Ha regresado a las once con un humor de perros. Por poco echa a Honora a la calle y…

Se interrumpió bruscamente.

—¿Qué más, Alexander?

Bajó la cabeza.

—Nos hemos peleado, Len.

—¿Por qué motivo?

—No estuve oportuno. Le dije cosas que debía haberme callado.

—¿Qué tienes en el labio?… ¡Alexander! ¿Te golpeó?

—No tiene importancia.

—¡Sí la tiene!

—¡Déjalo, Len!

—¿Qué pasó con Honora?

—Nada, una verdadera tontería. La vieja tenía encerrado a
Penique
en el retrete porque le ensució el ropero. Oí cómo Jasper la reprendía groseramente, intervine, le obligué a que me escuchara, le eché un sermón y me mandó a paseo de un porrazo… Óyeme, Len, lo siento: caí sobre tu globo terráqueo y lo rompí.

—¿Dónde está ahora?

—En el armario, envuelto en un papel.

—Me refiero a Jasper.

—Arriba. Hace tres horas que está arriba.

—¿Con Martino?

—No. En la azotea.

—¿Qué hace allí?

—No lo sé. Creo que nada. O tal vez trata de poner en orden sus ideas… ¿Adónde vas, Len? No te metas donde no te llaman. Yo ya lo hice… Óyeme, Len, escúchame, la comida está en la mesa… ¡óyeme!…

La puertecilla de la azotea estaba abierta. En cuanto subí el primer peldaño la oí golpear contra la pared y noté la corriente de aire. Llegué arriba sin aliento.

En el pequeño terrado lleno de claraboyas y desagües había dos sillones de mimbre renegridos y miserables, pues solíamos olvidarlos allí durante las cuatro estaciones del año. Sobre uno de ellos vi un ejemplar del
The Times
. Avancé. Jasper estaba recostado sobre la baranda, inmóvil como una pieza de granito. Procuré no hacer ruido a fin de observarle antes de que él me viera a mí, pero tropecé con un canalón desprendido y me quedé de hinojos. Me puse en pie de un salto. Jasper no dio muestras de haber notado nada. El viento agitaba sus cabellos rojizos y su cabeza parecía un flamero encendido.

Me situé a su lado. Permaneció sordo. Tenía fijos los ojos en un punto que no existía y sus puños estaban crispados. Me quedé quieto como él, hasta que me pareció absurda la situación. Tanto más cuanto que ya no tenía una idea muy precisa de lo que me había llevado a la azotea. El labio lastimado de Alexander me había llenado de coraje y acababa de quitármelo aquella montaña de piedra que de un momento a otro podía estallar hecha un volcán. No era un arranque violento contra mí lo que me asustaba; cierto que tenía miedo, pero miedo por aquella cabeza rubia cuyos cabellos se agitaban y ardían lo mismo que los pensamientos.

—Son las dos menos cuarto, Jasper.

Esperé una reacción.

El duro mentón perdió firmeza y las mandíbulas se aflojaron. Bajó la cabeza de pronto y se pasó la mano por la cara.

—¿Dónde está Alexander? —cuchicheó.

—Comiendo, sin duda.

—¿Qué te dijo, Len?

—Que lamentaba haber roto mi globo terráqueo.

Hubo una pausa larga durante la cual estuvimos recreándonos en la contemplación de los tejados, buhardillas y chiribitiles de Spick.

—¿Qué dice
The Times
? —pregunté.

—Que la violencia de esta epidemia sobrepasa la de 1880 y que no estaría por demás que los médicos nos ocupáramos en ella. Léelo, Len, hay muchas curiosidades: el número de enfermos, las defunciones diarias, el mal estado del hospital, el conflicto de los ataúdes y del personal de la funeraria… También trae un elogio de la clínica de nuestro querido colega el doctor Pressburger.

Puse una mano sobre su hombro.

—Se hace tarde, Jasper. La señorita Greene estará aguardándonos.

Las facciones se le endurecieron.

—Ahora iré —exclamó—. No es necesario que vengas, Len; tan sólo le notificaré que no puedo inocularle el suero antes de haber hecho el último ensayo.

Con un nudo en la garganta, murmuré:

—Mientras tengas en observación a Martino, la señorita Greene agonizará.

No se movió un solo músculo de su cara. Lentamente, muy lentamente, dijo:

—Si el resultado del experimento es contrario, no quiero haberla sacrificado a ella.

—¿Es que sólo cabe esa posibilidad? ¿Es que realmente dudas?

Se volvió en redondo y me cogió por ambos brazos.

—¡Dudo, dudo, dudo! ¿Y tú, Len? ¿Y tú? ¿Crees ciegamente en el éxito?

—¡Sí! —grité— ¡Creo que el suero es lo único que hubiera salvado a Gibbie y lo único que salvará a su hermana!

—Probaré si tengo tiempo de darlo a Martino antes que a ella.

—¡Olvídate de ese hombre!

—Hice un trato con él…

—¡Procúrale un pasaporte, mándalo lejos, a cualquier parte del mundo! Igualmente tendrás que hacerlo después de haberle torturado.

Se cubrió los ojos con la mano. En voz baja murmuró:

—Hace ya tres horas que lleva en su organismo el bacilo diftérico.

Comimos en el más absoluto mutismo. Ninguno tenía ganas de hablar. Honora ponía una cara larga y sombría. A
Penique
no se le veía en parte alguna.

Dieron las tres en el gabinete. En la chimenea faltaban siete minutos. Yo tenía las tres y diez.

Jasper se fue a la mansión de los Greene.

Pasé media tarde recorriendo el arrabal, dentro del coche de ambulancia, recogiendo a los nuevos contagiados.

En el Establecimiento de Desinfección y bajo mis disposiciones, habían impreso unos folletos dando instrucciones a las personas que rodeaban a los enfermos y proporcionando fórmulas de los desinfectantes más sencillos y económicos. Yo llevaba un fajo de estos folletos, pero ni uno sólo me evitó el tener que facilitar una detallada explicación. La gente me escuchaba atenta, confiada, mirándome con la reverencia que sólo se tributa a un santo. Se había quitado de las camas todo atributo supersticioso para ser sometido a la cremación como presunto portador de gérmenes. En la célebre calle de St. Gudule se veían por doquier apartaderos llenos de lechada de cal, hombres blanqueando paredes y mujeres frotando los suelos con cepillos de baldeo. La higiene llegaba impelida por el terror.

Llevé los diftéricos a Saint-Constantine. Jasper me aguardaba para que practicara una traqueotomía. Coloqué otra «corbata de Trousseau», realicé escobillados de cánulas, lavé heridas traqueales, inyecté cafeína, cambié apósitos de gasa y por fin me senté, rendido, al lado de Jasper. Una «hermana azul» nos proporcionó una taza de té. El doctor Lee, que permanecía en Saint-Constantine casi toda la tarde, se nos reunió y nos habló largo rato de un caso de tuberculosis ósea que en aquel momento no nos interesaba lo más mínimo. Por fortuna, le llamaron y se fue.

Jasper me notificó que Sir William se había resistido a enterrar a su hijo antes de las veinticuatro horas. El doctor McHath parecía presto a hacer la vista gorda, pero Jasper exigió que se acataran las órdenes que hasta entonces nadie había vulnerado. Sir William intentó hacerle variar de parecer con cincuenta libras esterlinas. Jasper le dijo que era demasiado dinero y que si alguna vez decidía perder la seriedad profesional, lo haría de balde. Quedó perplejo el ricacho y accedió a dar sepultura a su hijo aquella misma noche a las ocho. La hora era intempestiva, pero prefería retribuir el doble al personal antes de separarse dos horas más temprano de su hijo. Además, Lord Ralph Crowley y su esposa, de Londres, y el diplomático francés monsieur Grégoire llegarían así a tiempo de acompañar el cadáver al panteón.

Le pregunté por la señorita Greene.

—La marcha de la enfermedad es lenta —dijo—. Incluso el bacilo de Kleb y Loeffler titubea ante aquella emperatriz.

Se bebió el té de un solo sorbo y añadió:

—Si no puedo darle el suero, desea que la operes tú.

Esto me conmovió íntimamente. Nos levantamos y recorrimos la desnuda galería con lentitud. Jasper se paró ante un grabado al aguafuerte y exclamó:

—Está delgada como una anguila.

Me detuve y miré el cuadro. Había una robusta mujer que representaba la Caridad; en su amplio regazo amparaba infinidad de niños y su pecho les nutría opíparamente. Dirigí una mirada de incomprensión a mi amigo.

—No, no, Len —murmuró—; me refiero a la señorita Greene.

Nos dirigimos hacia abajo. En el vestíbulo me puse el abrigo.

—¿Te vas ya? —me dijo Jasper.

—Deseo comprobar si el viejo Alfie ha mandado un ataúd que le he encargado esta mañana.

—Vete en el coche de la ambulancia y pasa por la clínica de nuestro querido colega el doctor Pressburger. Nos ceden veinticuatro sábanas, doce toallas, dos colchones y no sé qué más. Si lo cargamos esta noche podremos disponer en seguida otras dos habitaciones.

Subí al pescante con el conductor y en seguida me arrepentí de haberlo hecho; el viento helaba y tuve que taparme hasta la boca.

En la clínica me atendió la enfermera de los ojos azules, tan solícita, tan afable, tan complaciente. Me repasaba de pies a cabeza y se reía por cualquier motivo. Nunca me pareció tan necia. Creo que también le hicieron gracia los bajos de mis pantalones, deslucidos a fuerza de cepillar el barro. Nuestro querido colega el doctor Pressburger se dignó ponerme en conocimiento de la próxima llegada a la ciudad del doctor Garrett, de Londres. Según dijo, venía acompañado de dos enfermeras y de seis monjas francesas voluntarias.

La noticia me impresionó agradablemente. El doctor Garrett había pasado su juventud en Francia y había conocido a Armando Trousseau. En 1885, durante el cólera en España, combatió por sí solo la epidemia en una localidad y desde entonces acudía a todos los lugares donde las horrorosas plagas producían estragos, como si la experiencia sufrida, en vez de aterrarle, le hubiera cautivado. Yo le conocí en el
South London Hospital
y su sola presencia física me había impresionado profundamente. Contaba más de setenta años; la barba, las cejas y los cabellos intensamente blancos le daban una aureola de pureza. Su cuerpo ágil no parecía viejo y la humanidad de su mirada recordaba a Louis Pasteur. Amaba a los enfermos y les había consagrado todos los días y todas las noches de su vida. Una vez, cuando yo era estudiante y realizaba las prácticas en el hospital, le vi con los ojos llenos de lágrimas ante la imposibilidad de curar a un carbuncoso. Recuerdo que en aquel instante se reforzó mi vocación y pedí a Dios que me concediera el don de amar como el anciano.

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