Read Sexualmente Online

Authors: Nuria Roca

Tags: #GusiX, Erótico

Sexualmente (14 page)

BOOK: Sexualmente
4.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Creo que estoy enamorada de este tío. No recuerdo que nadie me haya gustado más. Es posible que me equivoque, pero en este momento no me acuerdo de haber estado más enamorada en la vida. Seguro que no es verdad, porque no te enamoras más o menos: te enamoras antes o después. Esa es otra de las cosas sobre la que nunca reflexionamos cuando elegimos a una pareja que suponemos que será para toda la vida. Crees que nunca habrá otro igual, que ese estado en el que estás durará siempre, que es el hombre perfecto y que con él quieres tener a tus hijos. Si ahora me pongo a echar cuentas de todas las veces que me he enamorado desde que era adolescente hoy tendría unas treinta y dos criaturas. El caso es que de Eduardo estoy enamorada ahora y todos de los que lo estuve no existen y los que tienen que venir no existirán. El enamoramiento es una maravillosa locura sin sentido que te atrapa y te vuelve idiota. Me encanta.

—Vamos mal —comienza Eduardo la reunión—. Muy mal.

—¿No te está gustando?

—Claro que me está gustando, pero hemos retrasado tres veces el plazo de entrega.

La señora indefinida asiente con la cabeza.

—Me daré prisa, porque me la metes. La prisa, claro. Je, je.

La señora indefinida se ruboriza ante mi chistecito malo. Y yo me ruborizo más.

—Tienes dos semanas; ¿podrás hacerlo?

—Cuenta con ello. En dos semanas tienes el libro encima de tu mesa.

—María Luisa —Eduardo se dirige a la señora indefinida—, cuéntale a Nuria lo que has pensado para la promoción de Sexualmente.

En ese momento, María Luisa comienza a hablar, pero yo no la escucho. Eduardo interviene de vez en cuando, pero tampoco sé muy bien lo que dice. Incluso yo también opino en la conversación, aunque no tengo nada claro de lo que estamos hablando. Yo estoy en otra cosa, porque yo estoy loca por Eduardo. María Luisa no para de hablar. Ha cogido carrerilla y con el mismo tono lleva diez minutos repasando uno a uno todos los programas de radio y televisión, todos los suplementos de periódicos, revistas semanales, mensuales, trimestrales.

—Para, María Luisa —interrumpe Eduardo—, que va a tardar más en promocionarlo que en escribirlo.

—¡Cómo eres, Eduardo! —dice María Luisa, a quien no se le ocurre nada mejor que decir.

María Luisa se levanta y se va cerrando la puerta. Eduardo y yo nos quedamos solos en la sala de juntas.

—¡Qué rara es María Luisa! —dije.

—Es mi tía.

—¿Tu tía?

—Joder, te lo crees todo. ¿Cómo va a ser mi tía?

Me sentó regular que me vacilara. Eduardo lo notó y cambió de tema.

—Por los últimos folios que he leído supe que disfrutaste mucho de nuestra última conversación.

—Lo hice. ¿Y tú?

—Yo he disfrutado leyéndolo. Lo hice solo y acabé igual que tú lo haces en el capítulo.

—Me alegro que lo hayas pasado bien.

Sin mediar más palabra nos levantamos de las sillas y nos besamos de manera casi pornográfica. Me apoyó contra la pared de la sala de juntas. Yo no podía contener la excitación. Eduardo, tampoco. La notaba presionando mi vientre con dureza. Las piernas me temblaban. Me temblaban de verdad; la excitación era tal que estaba a punto de marearme. Paramos, porque si no hubiéramos acabado encima de la mesa de juntas.

—Necesito verte hoy mismo en otro sitio —me dijo, todavía con su pantalón abultado por la entrepierna.

—¿Dónde quedamos?

—A las siete en un hotel que hay en Callao, el Capitol. Y te envío en un mensaje el número de la habitación.

Recompuse la figura y salí de la sala de juntas, ansiosa porque llegaran las siete y estar por fin en una cama junto a Eduardo.

Comí una ensalada por el centro y me compré un conjunto de ropa interior. Después me fui al Spa a darme un masaje y a depilarme. No me separaba del móvil, a la espera excitada del mensaje con el número de habitación al que tenía que ir. A las seis ya estaba cerca de Callao paseando por las calles del centro, emocionada, excitada, contenta, con una sonrisa boba de adolescente enamorada. Entré en una cafetería para ir al baño y pedí un cortado. De camino al servicio sonó, por fin, el pitidito que indicaba un nuevo mensaje de texto en mi móvil. Un escalofrió recorrió mi cuerpo de la emoción. En el cuarto de baño abrí el mensaje: «Te espero dentro de media hora en la habitación 903. Es la mejor. Estoy loco por verte. Besos, Eduardo».

Yo soy una persona muy optimista, que siempre ve el lado bueno de la vida, que piensa que las cosas pasan porque tienen que pasar y que no hay que darle demasiada trascendencia a lo malo que nos sucede, porque con perspectiva descubriremos que no fue para tanto. Así pienso, aunque algunas veces cueste. Aquella tarde en aquel baño después de leer el mensaje no supe por qué soy yo tan optimista. ¡Qué putada! Me acababa de venir la regla. La rabia me hizo lloriquear como una niña ñoña.

No era plan ir en esas condiciones a la primera cita; aún no había confianza. Me pasé sentada por lo menos diez minutos, entre desconsolada y cabreada. Sin ganas respondí al mensaje de texto: «Discúlpame, pero finalmente va a ser imposible. Ya te contaré». Eduardo respondió a los pocos segundos con un escueto: «Otra vez será».

Que lo dé por hecho.

43. Depende de la edad

Me contaba una amiga una conversación que tuvo con su madre, de más de setenta años, en la que ésta le decía: «Una vez que pasas de los setenta el sexo ya no es lo mismo que cuando eres más joven. Tu padre y yo ya nunca lo hacemos más de dos veces por semana». La cara de estupefacción de mi amiga debió de ser la misma que puse yo cuando me lo contó y la misma que estás tú poniendo ahora. Qué envidia y qué mérito llegar a los setenta con más actividad sexual que la mayoría de matrimonios con treinta años menos. No sé cómo será una relación sexual con esa edad, pero la madre de mi amiga se la resumía como «un poco más lenta».

Dependiendo de la edad se tiene un ritmo distinto para el sexo, diferentes inquietudes y distintas expectativas.

El primer beso que me dieron con algún tipo de componente sexual fue cuando yo tenía cinco años. Mi compañero Martín me dijo que me esperara a la salida de clase, y cuando todos los niños y el profesor habían salido del aula, Martín me tumbó en el suelo, se puso encima de mí y me besó en los labios. Recuerdo que fue exactamente así, si bien no puedo precisar qué fue lo que sentí exactamente. No debió de disgustarme.

Tengo más nítido el recuerdo de mi primer beso con lengua. Tenía catorce años y me lo dio Tito, el chico de mi clase que me gustaba. Le besé por imitación, haciendo exactamente los mismos movimientos con los labios y la lengua que él hacía. Me parece que estaba más ocupada en no hacerlo mal que en disfrutar del momento. Recuerdo muchas babas, demasiadas las primeras veces, que te resbalaban casi hasta el cuello. Hasta que, pasadas unas semanas, Tito y yo cogimos práctica en controlar tantos fluidos y la experiencia mejoró notablemente. De aquellos primeros «morreos» me acuerdo más de lo mucho que me gustó que Tito me tocara una teta, siempre la izquierda con su mano derecha. Aún hoy, después de más de veinte años, me encanta que me toquen esa teta concretamente, mucho más que la otra. La memoria es selectiva y caprichosa.

Con catorce años, por lo menos en mi caso, ni siquiera me planteaba pasar a mayores después de esos calentones en los bancos de los parques que nos dábamos Tito y yo. Hasta ahí se podía llegar y hasta ahí se llegaba, porque con esa edad no había más expectativas.

Unos años más tarde te planteas que es hora de hacer el amor. Detesto esa expresión para hablar de sexo, y es la primera vez que aparece en este libro, porque confunde las cosas de manera perversa, pero con dieciséis años yo también lo llamaba así. Lo hice la primera vez, tal y como conté en un capítulo anterior; me gustó después de unas cuantas veces, tal y como conté en el mismo capítulo, y hasta los veintitantos fui descubriendo mi cuerpo, mi deseo, mis gustos y mis preferencias. Desde que lo hice al sexo le llamo sexo y al amor le llamo amor. La diferencia la fui descubriendo con los años.

Con los que tengo ahora empiezo a necesitar un montón de cremas para que no empiecen a florecer las arrugas y demasiado gimnasio para tener los glúteos en su sitio. Ni con ejercicio ni con cremas reafirmantes se me quita esa maldita tripita que jamás he tenido y que ahora parece haberse instalado definitivamente en mi cuerpo. Es la edad.

Con dieciocho años tenía muchas menos imperfecciones, pero muchos más complejos. Estaba más dura por un montón de sitios de mi cuerpo, aunque era más pudorosa y lo disfrutaba menos. Recuerdo que prefería hacerlo casi a oscuras, porque me seguía avergonzando mi desnudo. Eso se pasa con los años.

Ahora soy mucho menos pudorosa, me abandono más y disfruto el doble, aunque sobre algún michelín que otro en algunas zonas rebeldes. De todas formas, si no hay demasiada confianza con el chico, es mejor para determinadas posturas una luz tenue, porque hay algunos defectillos que es mejor no revelar a las primeras de cambio.

Aun así, con mi tripita incluida, sigo estando estupenda, si bien tengo claro que todo lo que le tenga que pasar a mi cuerpo a partir de ahora va a ser para peor.

Habrá que acostumbrarse, porque seguro que llegará una edad en la que ni con luz tenue podrá disimularse el deterioro, aunque afortunadamente llegará otra, espero, en la que lo asumas y no te importe lo más mínimo. A lo mejor siendo vieja me pone hacerlo con mucha luz y disfrutar de mis arrugas y de las de mi pareja. ¿Por qué no?

A mí con veinte años no me gustaban los de cuarenta y ahora me encantan, aunque tengan un poco de barriga. Con catorce años no me planteaba follar y ahora me lo planteo con mucha frecuencia. Con dieciséis me encantaban las comedias románticas y ahora me dan un poco de risa. Con dieciocho pensaba en encontrar a mi media naranja y con treinta descubrí que a mí me gusta ser una naranja entera. Con veinte necesitaba sentir amor para hacer sexo y a los treinta y cinco necesito amor para vivir.

Cada edad tiene unas necesidades, y ojalá yo pueda ser como la madre de mi amiga, que lo hace dos veces por semana con más de setenta años y encima se queja de que es poco.

Con cinco años me dieron el primer beso y ojalá me muera de viejecita haciendo el amor. Y si no se puede, pues follando, que tampoco estaría mal.

44. El pacto

Un sábado por la noche, cenando en un restaurante con una botella de rioja de por medio, mi chico me propuso un pacto, más o menos con este discurso: «Eres la persona que más he querido nunca, me encantas, y contigo soy muy feliz. Quiero que sigamos juntos, me gustas más que el primer día, me pareces alucinante en la cama, pero no pienso seguir siéndote fiel. No existe ninguna otra persona, pero no pienso renunciar a mantener otras relaciones sexuales cuando surja una oportunidad y me apetezca. Me gustaría que habláramos sobre ello con toda la honestidad posible y sin hacernos daño. Te quiero demasiado para hacértelo...».

Bebí un trago largo.

Mi chico y yo habíamos hablado muchas veces sobre la infidelidad, porque nosotros nos conocimos en una. Es más, creo que él me gustó, aparte de porque estaba muy bueno, porque era muy golfo. Lo reconocía y se le notaba. Era golfo y muchas más cosas, como inteligente, gracioso, cariñoso... Era todo eso, sí; pero también era muy golfo y a mí me encantó que lo fuera. Insisto mucho sobre esta idea de que era muy golfo, porque en general tenemos el instinto de cambiar a las personas y eso es muy difícil.

Ya he escrito en este libro mi opinión sobre la fidelidad, sobre que las reglas que han regido tradicionalmente a las parejas deberán cambiar, sobre lo absurdo que es el sentido de posesión en la pareja. Todo eso está bien, pero ahora mi chico me proponía cambiar las reglas de verdad y no de boquilla.

Yo ya le había sido infiel algunas veces. Nada importante. Nunca me planteé si él me lo había sido a mí, pero de haberme enterado hubiera montado en cólera. Creo que si le hubiera pillado con otra le hubiera dejado sin dudarlo.

Bebí otro trago largo.

Mi pareja continuó con su propuesta: «... naturalmente que tú puedes hacer lo mismo. No quiero que me lo cuentes y yo tampoco te lo contaré a ti. Se trata de no renunciar al deseo sexual que puedas tener con otras personas. Sólo sexo, nada de compromisos con otras personas. Si algún día te enamoras de otro, dímelo rápido y dejamos la relación. Eso no lo consentiría...». Estaba claro que mi chico había meditado sobre esta cuestión, porque el discurso le estaba saliendo redondo.

Bebí otro trago largo.

A mí las estadísticas no me parecen casi nunca fiables. Si lo fueran —escuché una vez a alguien—, todas las personas tendríamos una teta y medio pene. Fiables o no, el otro día leí una que decía que el año pasado en España se rompía un matrimonio cada cuatro minutos. La pareja tal cual la concebimos está definitivamente en crisis.

Sobre esto justamente iba la última parte del planteamiento de mi chico: «... me resulta una estupidez pensar que nunca voy a tener sexo con ninguna otra mujer de aquí hasta que me muera. Prefiero que lo sepas y no sentirme culpable de desear pasar una noche con alguna que me encuentre estando de copas. No me parece que tenga que sentirme culpable por querer estar con otras personas, algo que le pasa a todo el mundo, lo reconozcan o no. Sé que no es fácil de entender, pero esta propuesta es para seguir estando contigo».

Bebí otro trago largo.

La honestidad es una consecuencia de la valentía.

Qué difícil es manejar la libertad cuando la tienes. Qué vértigo da la vida cuando está ahí esperando que la disfrutes sin que nadie te ordene el camino.

No sabía si un pacto así nos haría más grandes o acabaría con todo, pero comprendí que no había vuelta atrás. Me emocioné pensando lo mucho que le quería. Me daban ganas de abrazarle, de llorar de felicidad, de amarle hasta consumirle. Mi chico me proponía irse con otras, que yo hiciera lo mismo, y yo le quería más que nunca. El amor, cuando es verdadero, es imprevisible.

Bebí el último trago y acabé con la botella.

Fuimos a casa y lo hicimos hasta el amanecer. Sexo, amor, pureza. Hicimos todo lo que pueden hacer dos personas en una cama, arrebatados, abandonados. Era imposible acabar. Una vez y otra, como dos adolescentes, como un preso en su vis a vis.

Nunca más hablamos del pacto, pero desde aquella noche entró en vigor.

BOOK: Sexualmente
4.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Christmas Baby by Eve Gaddy
Sleepwalk by John Saul
Graffiti My Soul by Niven Govinden
Las trece rosas by Jesús Ferrero
The Highland Countess by M.C. Beaton
Snow by Ronald Malfi
Fearful Cravings by Tessa Kealey