Read Seven Online

Authors: Anthony Bruno

Tags: #Intriga

Seven (6 page)

BOOK: Seven
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Somerset dejó el frasco sobre el estante y se quitó los guantes de látex.

—Póngase en contacto conmigo en cuanto averigüe algo acerca de estas partículas azúles, ¿quiere, doctor?

Tiró los guantes a la basura y se dirigió hacia la puerta sin volver a hablar con Mills.

Mills le lanzó una mirada furiosa. Menudo compañero, pensó.

Capítulo 5

Aquella tarde, en la comisaría, el capitán se hallaba sentado a su mesa y echaba un vistazo a la documentación relativa al hombre gordo que tenía sobre ella. Peter Eubanks, la víctima, había dejado de tener nombre; todas las personas que guardaban relación con el caso lo llamaban simplemente el hombre gordo. Mills tenía que reconocer que incluso él mismo lo hacía. Habían encontrado el cadáver aquella misma mañana, pero su identidad ya estaba muerta y enterrada. La gente tiende a recordar a los asesinos, pero las víctimas no tardan en caer en el olvido.

Mills esperó mientras el capitán leía el informe preliminar de la oficina del forense. El capitán era un hombre de cuarenta y muchos o cincuenta y pocos años, ojeroso, con cabellos inalterables como los del anuncio de Grecian y piel granulosa. Mills intentó no mirar el lado del rostro del capitán donde una porción de carne palpitaba cada vez que apretaba la mandíbula, algo que hacía de forma constante.

Mills se había fijado en que tenía la costumbre de hacerlo siempre que no hablaba.

El despacho del capitán era algo más grande que cualquier otro de la comisaría. Tenía tres ventanas, pero la vista era deplorable, pues consistía en numerosos bloques de pisos de alquiler y ruinas urbanas. La parte superior de las paredes estaban acristaladas. Las persianas verticales cerradas alejaban el estruendo de la sala de la brigada. Mills se apoyaba contra un archivador bajo. Somerset estaba sentado en una de las sillas que había delante de la mesa, con las piernas cruzadas mientras fumaba un cigarrillo con aire indolente, como si esperara el tren.

Sin duda alguna, Somerset era un tipo raro, pero había algo en él que Mills admiraba. En primer lugar, en cuanto se trataba de homicidios resultaba evidente que sabía lo que se hacía. Sólo habían transcurrido ocho horas desde que encontraran al gordo, pero la investigación ya estaba en marcha, y todo porque Somerset no había parado durante todo el día, acudiendo a la gente adecuada, machacándolos cuando hacía falta, solucionado problemas. En Springfield, Mills habría tardado una semana en reunir la documentación que el capitán ya tenía sobre la mesa.

Somerset no era diplomático y le importaba un comino lo que los demás pensaran de él. Ya había tratado mal a Mills en el escenario del crimen, pero eso no importaba. El tipo era una fiera, y Mills sabía que podía aprender mucho de él: no las cosas oficiales que se aprendían de los libros en la academia, y que Mills ya conocía, sino esas otras que salían de las entrañas, los instintos, y Mills tenía la sensación de que a Somerset le sobraba de eso. Somerset jamás parecía titubear, al menos que Mills supiera, y no se obsesionaba con los errores que cometía. ¿Qué importaba si ofendía a alguien? Ya lo superarían. Lo fundamental era llevar adelante la investigación.

Mientras Mills observaba a Somerset dar otra larga calada al cigarrillo, se preguntó cómo habría reaccionado el teniente aquella noche en Springfield, cuando Rick Parsons había…

Mills miró por la ventana los bloques de pisos que se alzaban en la acera de enfrente; el pulso le latía con violencia, y el recuerdo de aquella noche se adueñó totalmente de él.

Las cosas no deberían haber sucedido de aquel modo. El y Parsons habían dado los pasos correctos, habían cubierto todas las bases. Debería haberse tratado de una detención rutinaria. Cada uno de ellos contaba con el refuerzo de policías uniformados, y la descripción del sujeto no parecía requerir medidas extraordinarias. Russell Gundersen, un ingeniero eléctrico de cuarenta y siete años, había matado a su mujer a tiros en un arranque de desesperación cierta noche en que ella salía de un bar. La mujer se había divorciado de él y obtuvo la custodia de los hijos; además, proyectaba casarse con un tipo que vivía en la Costa Este. Russell tenía miedo de no volver a ver a sus hijos.

Russell no era un asesino a sangre fría; era un hombre dolido, pero aun así, Mills y Parsons no habían corrido ningún riesgo. Russell vivía en el último piso de un bloque de cuatro plantas sin ascensor. Parsons subió por la escalera de incendios, mientras que Mills se dirigió a la puerta principal del piso. Eran las tres de la madrugada. Iban a pillarlo desprevenido, tal como indicaban los libros. A las tres y diez en punto, Mills llamó a la puerta, según habían planeado. Se había identificado como oficial de policía, como estaba estipulado. Al ver que Russell no abría, Mills había permitido que los agentes uniformados utilizaran la barra para forzar la puerta. A continuación, Mills se adelantó a los agentes y fue el primero en entrar. El equipo de música funcionaba a poco volumen. Sonaba un vals vienés.

Russell Gundersen no estaba tendido en la cama, muerto de miedo como habría correspondido a cualquier ingeniero eléctrico que se preciara.

No, Russell estaba levantado, completamente vestido y de pie a la luz de la luna; en la mano sostenía un revólver de nueve milímetros y apuntaba a Rick Parsons, que se hallaba en la escalera de incendios sin saber que el sospechoso estaba ahí.

—¡Tire el arma! —gritó Mills al tiempo que levantaba la suya y apuntaba a la espalda del hombre—. ¡Tire el arma, Russell!

Pero aquél fue el error de Mills, titubear.

Debería haberse limitado a disparar y reducir a Russell, porque éste acabó disparando primero, disparando sin saber adónde. Logró efectuar seis disparos antes de que Mills y los agentes uniformados lo abatieran. Russell sólo metió un gol. Rick Parsons recibió un impacto en la cadera izquierda; no un tiro mortal, pero sí suficiente como para saltar por la barandilla de la escalera de incendios. Cayó cuatro pisos y se estrelló contra el canto de un contenedor de acero. Daños irreparables en la columna vertebral.

Rick se quedó parapléjico; se quedaría atado a una silla de ruedas para el resto de sus días. El tipo al que Mills había utilizado como escalera para marcar un gol en el campeonato estatal no sentía nada de cintura para abajo. Tenía dos hijos pequeños, y ambos jugaban al fútbol, pero Rick jamás podría enseñarles sus trucos. Y todo porque Mills había titubeado, porque se había compadecido de Russell Gundersen y del infierno por el que, según imaginaba, lo habría hecho pasar su mujer, porque en el fondo creía que Russell era un tipo razonable que haría caso de la autoridad y se rendiría sin rechistar. Las cosas no deberían haber salido de aquella manera.

Pero sucedió así. Y dijeran lo que dijeran Rick, Tracy, los psicólogos de poca monta del departamento y la oficina del alcalde, Mills tuvo la culpa.

Somerset no habría titubeado. Se habría limitado a disparar. Habría sabido por instinto que debía disparar. Un sospechoso armado no merece el beneficio de la duda. Le disparas antes de que él dispare. No deberías ni pensártelo.

Somerset no se habría detenido a pensarlo. Tenía los instintos, la inteligencia, la mentalidad de un depredador. Hacía lo que había que hacer.

Mills debía adoptar esa forma de actuar. Esa era la razón por la que se había ido a trabajar a la ciudad. Quería aprender de los profesionales, de los policías de verdad, los tipos que se enfrentaban a lo peor de lo peor todos los días de la semana. Porque después de que Rick Parsons se quedara paralítico, Mills había jurado que nunca más volvería a permitirse un titubeo, que se convertiría en el mejor policía que jamás hubiera existido, maldita sea. Porque un Rick Parsons en la vida de un hombre era más de lo que cualquiera podía permitirse. Nunca permitiría que aquello volviera a ocurrir. Jamás.

A Mills empezaron a temblarle las manos, que mantenía dentro de sus bolsillos, cuando se percató de dónde estaba. Aspiró profundamente y desterró de su mente las emociones confiando en que ni Somerset ni el capitán se hubieran dado cuenta.

El capitán seguía estudiando el informe del forense y meneaba la cabeza con incredulidad.

—Perdonad el jueguecito de palabras, pero esto me resulta difícil de tragar. ¿Vosotros os lo creéis?

Somerset asintió lentamente.

—A la víctima le dieron a escoger. O comía o le volaban los sesos. Comió hasta hartarse y luego lo obligaron a seguir.

—Se levantó para desperezarse—. El asesino le puso la comida delante y lo obligó a ingerirla. Y se tomó su tiempo. El doctor Santiago cree que la cosa pudo durar doce horas o más. La víctima tenía la garganta inflamada, probablemente debido al esfuerzo de engullir toda esa comida, y no cabe duda de que en un momento dado perdió el conocimiento.

Fue entonces cuando el asesino le propinó una patada, seguro que para despertarlo y obligarlo a que siguiera comiendo.

—Sádico hijo de puta —masculló Mills.

—Premeditado en extremo —sentenció Somerset—. Si quieres matar a alguien, vas y le disparas, pero no te arriesgas a malgastar el tiempo que supone hacer esto a menos que el acto en sí tenga algún significado.

—Un momento, un momento —lo atajó el capitán—.

A lo mejor alguien le tenía manía al gordo y decidió torturarlo.

—Encontramos dos recibos del supermercado —replicó Somerset—. Eso significa que el asesino interrumpió la sesión en un momento determinado e hizo un segundo viaje al súper. Es evidente que tenía un plan.

El capitán volvió a apretar la mandíbula, y entre las cejas se le formaron unas profundas arrugas. Mills le comprendía. Tampoco él había querido creerlo en un principio.

Somerset rompió el silencio.

—Creo que esto no es más que el comienzo.

—Eso no podemos saberlo —espetó el capitán, lanzándole a Somerset una mirada furiosa—. Tenemos a un solo tipo muerto. No a tres o cuatro; ni siquiera a dos.

Somerset volvió a sentarse y miró al capitán con aire cansino.

—Pues entonces, ¿cuál es el móvil?

—No empiece, Somerset —estalló el capitán—, ¿de acuerdo? No empiece a meter cizaña antes de tener razones para hacerlo. Eso se le da muy bien. Ya andamos justos de personal; no puedo permitirme asignar un grupo de trabajo en estos momentos. Y, desde luego, no me hace ninguna falta que un montón de cámaras me persigan cada vez que entre o salga de mi coche. ¿Me ha entendido, Somerset?

Somerset se colocó otro cigarrillo entre los labios.

—Quiero que me asignen otro caso.

—¡Eh, eh! —terció Mills con los ojos abiertos de par en par—. ¿Y eso a qué viene?

Mills no quería otro compañero. Quería quedarse con Somerset el tiempo suficiente para poder aprender de él.

Por supuesto, no lo expresó en voz alta.

El capitán exhaló un suspiro hastiado.

—Pero ¿de qué habla, Somerset? Sólo le queda una semana. ¿Qué importa?

Somerset encendió un cigarrillo.

—Este no puede ser mi último caso. Se irá alargando, y no quiero dejar las cosas a medias cuando me vaya.

El capitán apretó los labios en un intento denodado de no perder los estribos. A todas luces, Somerset ya lo había exasperado en otras muchas ocasiones.

—Se va a jubilar, por el amor de Dios. Dentro de seis días se habrá largado de aquí para siempre. Además, no sería la primera vez que dejara las cosas a medias.

Somerset entornó los ojos para evitar que el hilillo de humo del cigarrillo penetrara en ellos.

—Todos los demás casos se solucionaron en la medida de lo posible. Además, si me permite hablar con franqueza…

El capitán puso los ojos en blanco con ademán desesperado.

—Claro. Aquí todos somos amigos.

—Si le interesa mi opinión —prosiguió Somerset, señalando a Mills—, éste no debería ser su primer caso.

Mills se levantó de un salto de la repisa de la ventana.

—Pero ¿qué dice? Este no es mi primer caso, capullo, ¡y usted lo sabe muy bien!

—Es demasiado pronto para él —insistió Somerset sin prestarle atención—. No está preparado para un caso como éste.

—Eh, que estoy aquí. Dígamelo a la cara.

A Mills le palpitaban las sienes.

—Siéntese, Mills —ordenó el capitán.

Pero Mills no quería sentarse. Se sentía traicionado.

Ahí estaba el detective del que quería aprender, diciendo que se fuera a paseo, que no era suficientemente bueno para trabajar en el caso del hombre gordo.

—Capitán, ¿podemos hablar a solas? —pidió Mills—.

Si él no quiere trabajar conmigo, de acuerdo. No es que yo haya suplicado precisamente que me dejaran trabajar con él…

—¡Siéntese! —gritó el capitán señalando la repisa de la ventana.

A regañadientes, Mills volvió a apoyarse contra la repisa. Miró a Somerset de soslayo con expresión furiosa, y él le devolvió la mirada con una serenidad desprovista de toda emoción.

Pues, váyase a tomar por culo —pensó Mills—. ¿Quién coño le necesita?

El capitán hizo crujir sus nudillos y lanzó un suspiro enojado mientras los músculos de la mandíbula le bailaban a ambos lados del rostro.

—No tengo a nadie más a quien asignar este caso, Somerset, y usted lo sabe. Ya vamos apurados, y nadie va a aceptar el cambio, y menos con usted.

Mills sintió que la sangre le subía a la cabeza.

—Páseme el caso del hombre gordo a mí, capitán.

Puedo arreglármelas solo.

—¿Cómo dice, Mills? —inquirió el capitán con los ojos entornados.

—Si él quiere irse, pues adiós. Démelo a mí.

El capitán miró alternativamente a Mills y a Somerset como si considerara el asunto. Mills sintió un nudo en el estómago. Quería el caso para poder demostrar su valía, pero no deseaba perder a Somerset… por muy hijo de puta que fuera.

El capitán se inclinó hacia adelante y miró a Somerset a los ojos.

—¿Decía en serio lo de este asesino? ¿Realmente cree que no ha hecho más que empezar?

Somerset cerró los ojos y asintió.

—Mierda —masculló el capitán—. Siempre he deseado que su instinto fallara, pero la verdad es que casi nunca es así. Por eso no quiero que deje el caso del hombre gordo, Somerset. Por si acaso. Pero no se empecine en darle más importancia de la que tiene. Simplemente, haga lo que esté en su mano hasta que se vaya. ¿Me ha entendido?

Somerset se limitó a mirar el suelo con fijeza mientras expulsaba el humo por la nariz.

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