Read Seven Online

Authors: Anthony Bruno

Tags: #Intriga

Seven (5 page)

BOOK: Seven
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—Bueno, está muerto —sentenció O'Neill—. Eso podemos asegurarlo.

—Gracias, doctor.

—Enfóquele la boca.

Somerset se acercó más y obedeció al médico.

—¿Qué ve?

—Huumm… ¿Ve esas manchas en los labios?

—Sí.

—Son azules.

—Sí.

—¿Sabe de algún alimento azul? Los arándanos no cuentan; son de color violeta.

Somerset se aproximó más para ver de qué estaba hablando el médico. La salsa que goteaba de la boca del hombre estaba salpicada de diminutas manchitas azules.

—¿Qué es, doctor?

—No tengo ni la menor idea.

El médico volvió a dejar la cara del hombre sobre el plato de espaguetis.

Capítulo 4

Mills observó el denso tráfico de Kennedy Avenue a través del parabrisas. Somerset conducía con una expresión plácida, casi aburrida, pintada en el rostro. Mills no había pronunciado palabra desde que subieran al coche, pero tenía el estómago revuelto. No quería que lo tomaran por un peso ligero, que era precisamente lo que estaba haciendo Somerset. Cierto, Somerset era el teniente y él era el nuevo de la brigada, pero no era un novato, maldita sea, ni mucho menos. Mills quería hacérselo entender a Somerset, pero no sabía cómo sacar el tema a colación sin parecer un llorón. Sin embargo, si no lo aclaraba acabaría con una úlcera.

Un camión de reparto de color marrón oscuro estaba aparcado en doble fila ante ellos, entorpeciendo el tráfico.

Mills no comprendía por qué Somerset no utilizaba la sirena y la luz parpadeante para salir del atasco. Resultaba evidente que Somerset tenía la paciencia de un santo, pues parecía estar satisfecho donde estaba, avanzando a paso de tortuga como el resto de los ciudadanos.

—¿Por qué no pone la sirena? —preguntó por fin.

—Porque no serviría de nada.

—¿Por qué no?

—No se puede avanzar. Mire, están todos parados hasta el bulevar.

—Pero ¿la gente no se apartará si oye la sirena?

Somerset lo miró por el rabillo del ojo.

—Aquí no.

Mills se mordió el labio inferior. ¿Qué era aquello? ¿Otra indirecta? Allá en el culo del mundo, de donde venía él, los palurdos se apartaban al oír la sirena de la policía. Pero aquí, en la ciudad, la gente sofisticada no presta atención a semejantes paridas. Si Mills no era tan inexperto, debería saberlo.

Por fin, Mills no pudo aguantar más.

—Ha visto mi expediente, ¿verdad? Ha visto lo que he hecho, ¿no?

Somerset meneó la cabeza sin apartar los ojos de la carretera.

—Pues no.

De repente Mills se ruborizó, enojado. ¿Por qué narices no se había molestado en leer su expediente?

—Pues bien, si hubiera echado un vistazo a mi expediente sabría que he pasado bastante tiempo haciendo recados y pateándome las calles. He trabajado mucho tiempo en esa mierda.

Somerset asintió sin apartar aún la vista de la calzada.

—Bien —se limitó a decir.

Mills tenía un nudo en la boca del estómago del tamaño de un puño.

—Teniente, en la placa que llevo en el bolsillo pone detective, igual que en la suya.

Somerset se volvió por fin hacia él.

—Mills, tomé una decisión. Mi prioridad se centraba en mantener intacto el escenario del crimen. La cocina era demasiado pequeña para permitir que un montón de tipos pululasen por allí, chocando contra las encimeras y volcando cosas. Así es como se pierden pruebas. No puedo preocuparme de si usted cree que le están haciendo suficiente caso o no, al menos no mientras haya pendiente una investigación por homicidio.

—Sí, claro, lo entiendo, pero… —Asestó un puñetazo al salpicadero— Pero, maldita sea, no me joda. ¿vale? Es lo único que le pido. No me joda.

Mills se sentó de lado en espera de una respuesta, pero Somerset mantuvo la mirada fija en el tráfico mientras asentía con un movimiento de cabeza. A medida que se prolongaba el silencio, Mills se iba sintiendo más idiota por la forma en que se había estallado.

—¿Sabe, Mills? —dijo por fin Somerset—, vamos a pasar mucho tiempo juntos en este caso hasta que me vaya.

Durante estos días puedo explicarle quiénes son sus amigos y quiénes sus enemigos. Puedo enseñarle a evitar el papeleo. Puedo enseñarle a integrarse, como diría el capitán.

Sin embargo… —Somerset carraspeó y miró a Mills de soslayo— joder es algo con lo que tendrá que arreglárselas usted solito.

Mills tardó unos segundos en darse cuenta de que Somerset estaba bromeando.

Una sonrisa maliciosa se dibujó en el rostro de Somerset mientras bajaba la mirada hacia la entrepierna de Mills.

—No creo que debamos mantener esa clase de relación, Mills. Empezaríamos a pelearnos por las cosas más insignificantes.

Mills no pudo por menos que echarse a reír. Increíble.

Somerset tenía sentido del humor. Meneó la cabeza. Tal vez Somerset no fuera el chiflado que pintaba todo el mundo. A lo mejor, después de todo era un tipo legal.

Pero entonces Mills contempló el atasco y apretó los dientes. Si al menos el hijo de puta hiciera algo para salir de este maldito embotellamiento, pensó.

Pese a las baldosas resplandecientes y las relucientes mesas de trabajo de acero inoxidable, la sala de autopsias de la oficina del forense olía como una tienda de animales sin limpiar. Pero no era eso lo que molestaba a Mills. Era la visión del hombre gordo muerto, a quien habían abierto en canal desde el cuello hasta la entrepierna.

Se llamaba Peter Eubanks y trabajaba en una imprenta del centro. Su jefe lo había visto por última vez el jueves.

No había ido a trabajar el viernes, pero eso no era nada raro en él. Según el jefe de Eubanks, siempre había estado gordo, entre ciento veinticinco y ciento treinta kilos, un metro setenta y cinco de estatura, pero nunca había estado tan gordo como cuando lo encontraron muerto. Más de ciento cincuenta kilos. Al parecer, había engordado todos aquellos kilos durante el fin de semana. Según el doctor Santiago, algunos de sus huesos empezaban a doblarse debido al peso.

Habían unido dos mesas de acero inoxidable para que cupieran los enormes pliegues de grasa del cuerpo de Peter Eubanks, mientras las tripas se desparramaban por todas partes. Mills intentó no mirarle la cara. Recordó que lo más penoso de mirar durante una autopsia era la cara; si no te concentras en la cara, los fiambres no parecen más que cuartos de ternera. Es la cara lo que te recuerda que se trata de un ser humano. Pero en este caso, la visión del rostro lo trastornaba aún más, porque el tipo no sólo estaba abierto en canal, sino que era un gordinflón de chiste, pero real. Aunque lo estaba mirando de cerca, a Mills le resultaba difícil creer que un ser humano pudiera convertirse en algo así.

Mílls miró por encima del hombro la mesa contigua, donde otro patólogo diseccionaba otro cadáver. En cuanto vio el diminuto brazo sin vida se dio cuenta de que se trataba de un bebé, y de inmediato se giró de nuevo hacia el gordo. Los bebés siempre eran lo más difícil de soportar.

El doctor Herman Santiago se hallaba de pie al otro lado del gordo, con la bata de color azul turquesa salpicada de sangre medio seca. Tenía una espesa mata de cabello negro bien engominado, que peinaba en un pequeño tupé, y llevaba unas gafas de concha de vidrios gruesos.

—Nuestro amigo lleva mucho tiempo muerto —les anunció.

Somerset estaba de pie junto al médico; asintió lentamente y sin expresión alguna en el rostro.

Mills intentó concentrarse en las palabras del médico, pero no conseguía apartar su vista del rostro, por lo que cada vez se sentía un poco más mareado.

—¿Cree que ha muerto envenenado, doctor? —inquirió mientras se obligaba a apartar la mirada del rostro.

—Los de serología siguen investigando, pero no lo creo. No presenta los indicios habituales.

El médico introdujo la mano en el vientre del hombre y apartó un pedazo de grasa, que emitió un ruidoso chapoteo.

—¿Ve esto? —prosiguió mostrándole un gran órgano que Mills no reconoció—. Normalmente sería de color rojo oscuro si hubiera muerto envenenado, pero como ve, no lo es. Póngase a este lado para observarlo, detective.

Mills hizo una mueca y se acercó un poco, aunque manteniendo las distancias. Podía prescindir perfectamente de los efectos especiales humanos.

El doctor Santiago arrugó la nariz para subirse las gafas.

—¿Se encuentra bien, detective?

—Sí.

—Ya había visto autopsias, ¿no?

—Sí, he visto muchas autopsias, doctor.

—Pues no tiene buen aspecto.

—Me encuentro bien, sólo que…

—¿Sólo qué? —intervino Somerset.

—Pues que… ¿cómo puede alguien descuidarse tanto como este tipo? Quiero decir, ¿a ustedes no les parece un poco asqueroso?

El doctor esbozó una sonrisa torva.

—¿Sabe que hicieron falta cuatro enfermeros para subir a este tipo a la mesa?

—Y apuesto lo que sea a que todos están herniados —repuso Mills, sin ánimo de hacerse el gracioso.

Somerset se había acercado a una pila de acero inoxidable donde varios bultos viscosos de color rosa y amarillento se alineaban sobre servilletas de papel. Observó la balanza de tendero que pendía del techo. En su interior yacía otro órgano rojo e inflamado que pesaba más de seis kilos.

En un estante sobre la pila había una hilera de pequeños frascos de vidrio. Somerset estiró la cabeza para examinarlos con detalle.

Mills escudriñó la cavidad ensangrentada del torso del hombre y meneó la cabeza, hipnotizado por el espectáculo.

—¿Cómo coño pasaba esta bola de grasa por la puerta del piso?

—Por favor —replicó Somerset—. Es evidente que el hombre no salía mucho.

—Echen un vistazo a esto —dijo el doctor Santiago.

Dio la vuelta a algo blando que había en las tripas del muerto para que los otros pudieran verlo, pero Mills no consiguió imaginar de qué se trataba.

—Es la parte anterior del estómago —explicó el doctor Santiago—. ¿Ven lo grande que es?

Mills y Somerset se inclinaron sobre el cuerpo. El estómago parecía bastante grande, pero Mills no tenía ni idea del aspecto que debía tener un estómago normal.

El doctor Santiago señaló el costado del estómago, donde aparecían unas estrías de color rojo oscuro.

—Miren esto. Son marcas de dilatación. Y aquí también. —Dio la vuelta al estómago, que emitió otro fuerte chasquido—. Más señales de dilatación. Esto se debe a la cantidad de comida que ingirió en las horas previas a su muerte.

Mills se obligó a aproximarse algo más.

—No sé si entiendo a qué se refiere.

—Mire. Aquí… y aquí… —otro chasquido— líneas de distensión en todo el estómago. ¿Y ve esto? El estómago empezaba a desgarrarse.

—¿Quiere decir que este hombre comió hasta explotar? —preguntó Somerset con el ceño fruncido.

—Bueno, no, no llegó a explotar. No del todo. Pero se produjo una considerable hemorragia interna a causa de la sobrecarga, y también hay un hematoma en la parte exterior.

Levantó el pesado pliegue de tripa y les mostró una mancha de color rojo intenso en el exterior del vientre del hombre. Era del tamaño de una remolacha.

—No creo haber visto nunca un hematoma tan grande —comentó el médico.

Mills observó que Somerset cogía unos guantes de látex de una caja que había en el estante y se los ponía mientras rodeaba la mesa para situarse junto a la cabeza del médico.

—Así que según usted, doctor, este hombre murió por un exceso de comida.

—Sí. Creo que ésta es exactamente la causa.

—Pero ¿qué hay de los cardenales? —insistió Somerset, volviendo la cabeza del cadáver.

La parte posterior estaba afeitada y dejaba al descubierto un conjunto de cardenales semicirculares y circulares del tamaño de monedas de diez centavos.

—¿Qué me dice de ellos?

—No lo sé. Todavía no he llegado a eso.

—Parece como si le hubieran puesto el cañón de un arma contra la nuca —aventuró Somerset.

El doctor Santiago arrugó la nariz, echó un vistazo y asintió.

—Es muy posible. Si apuntaron el arma contra la piel con suficiente fuerza, puede ser.

Mills se acercó para inspeccionar los moratones.

—¿Ve esto? —Señaló con el dedo meñique, sin tocar—.

Sobre algunos de los círculos hay una línea corta y vertical.

Parecen marcas hechas por la mira frontal de una pistola.

Deberíamos consultar a balística y ver si pueden proporcionarnos una lista de las armas que tienen la mira nivelada con el cañón.

Mills se alegraba de haber descubierto las marcas de la mira antes que los demás. Ya le había dicho a Somerset que no era ningún novato.

—Señoras y señores, creo que esto lo confirma. Sin duda, nos hallamos ante un homicidio.

Somerset se limitó a mirarlo con expresión levemente desaprobadora.

Mills se llevó un buen chasco. Había esperado al menos un pequeño reconocimiento del teniente por su perspicacia.

—Doctor —dijo Somerset mientras se dirigía de nuevo hacia la pila—, querría preguntarle algo acerca de estas muestras.

Cogió un vial de vidrio transparente del tamaño de un frasco de medicamento. En el fondo, flotando en conservante también transparente, se observaba una serie de puntitos azules.

—¿Estas partículas azules las encontró alrededor de la boca de la víctima?

—No. —Santiago cogió otro frasco similar del estante—. Estas son las que recogí en la zona de la boca. Las que tiene usted, las más grandes, las encontré entre el contenido del estómago.

Somerset alzó el frasco para que Mills pudiera verlo.

Ambos observaron los fragmentos azules. Somerset agitó el frasco, y las partículas se arremolinaron como la nieve de un pisapapeles.

—¿Tiene idea de lo que puede ser? —inquirió Somerset.

—Todavía no lo he enviado al laboratorio —contestó el médico, encogiéndose de hombros.

—¿No le gustaría intentar adivinarlo? —insistió Somerset.

—No tengo ni idea. Esta mañana han entrado cuatro cadáveres, de modo que estamos un poco sobrecargados de trabajo. En cuanto consiga que alguien lo analice, se lo haré saber.

Mills estudió los fragmentos con el ceño fruncido, intentando imaginar algo siquiera remotamente comestible que pudiera tener ese aspecto.

—¿Alguna idea? —le preguntó Somerset.

—A lo mejor no es comida —replicó Mills, encogiéndose de hombros. Bajó la mirada hacia la selección de órganos del cuerpo hinchado—. A lo mejor es un envoltorio, alguna especie de recipiente. Quiero decir, que el tipo no era precisamente un sibarita.

BOOK: Seven
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