—Disculpen que les interrumpa…
Du Pont se puso en pie inmediatamente, hecho un mar de cortesía a pesar de la evidente irritación que le nublaba los ojos. Marguerite se volvió y vio a un caballero de gran estatura y aire patricio, de cabello negro y espeso y frente despejada. La miró con unas penetrantes pupilas como cabezas de alfiler, negras en unos ojos de un azul sorprendente. Ella instintivamente se llevó la mano al pecho, por más que su vestido no fuese ni mucho menos escotado.
—¿Señor? —dijo Georges, incapaz de impedir que se le notase la irritación en la voz.
La mirada de aquel individuo desencadenó un recuerdo que recorrió veloz la memoria de Marguerite, aunque tuvo la certeza de que no lo conocía. Tendría más o menos la misma edad que ella, llevaba el habitual uniforme de noche, chaqueta y pantalones negros, pero vestía de un modo inmaculado, que sentaba bien a su complexión fuerte, impresionante incluso, oculta tras la ropa. Ancho de hombros, tenía la presencia física de un hombre acostumbrado a salirse con la suya. Marguerite miró de reojo el sello de oro que llevaba en la mano izquierda, en busca de alguna pista que le esclareciera su identidad. Sostenía el sombrero de copa, de seda, junto con sus guantes blancos, de noche, y una bufanda blanca de cachemir, lo cual daba a entender que o bien acababa de llegar o bien estaba a punto de marcharse.
Marguerite se sonrojó ante el modo en que parecía desnudarla con los ojos, y notó que se acaloraba. Se le formaron gotas de sudor entre los senos, bajo el prieto entramado de encaje que cubría su corsé.
—Discúlpeme usted —dijo ella, y lanzó una mirada ansiosa hacia Du Pont—, pero ¿acaso…?
—Señor —dijo él, e hizo un gesto hacia Du Pont, como si así pretendiera pedir disculpas—, si me lo permite… —Habló con voz grave, repelente.
Apaciguado por el gesto, Du Pont le dedicó una ligera inclinación de cabeza.
—Soy un conocido de su hijo, madame Vernier —dijo él, y extrajo una tarjeta de visita del interior de su chaleco—. Victor Constant, conde de Tourmaline.
Marguerite vaciló un instante antes de tomar la tarjeta.
—Es sumamente descortés por mi parte haberles interrumpido, lo sé, pero es que tengo un gran interés en ponerme en contacto con Vernier debido a un asunto de la máxima importancia. He estado en el campo, acabo de llegar esta misma tarde a la ciudad y tenía la esperanza de encontrar a su hijo en casa. Sin embargo… —Se encogió de hombros.
Marguerite había conocido a muchos hombres. Siempre había sabido cómo era más ventajoso tratarlos, cómo hablarles, adularles, cómo aprovechar su encanto desde el primer momento.
Pero aquel hombre… No supo descifrar qué era lo que pretendía.
Leyó con atención la tarjeta que tenía en la mano. Anatole nunca le había confiado gran cosa sobre sus negocios, pero Marguerite tuvo total certeza de que nunca le había oído mencionar un nombre tan distinguido, ya fuera como amigo, ya fuera como cliente.
—¿Sabe usted dónde podría localizarlo, madame Vernier?
Marguerite notó un pasajero arrebato de atracción hacia él, seguido por una diáfana sensación de miedo. Las dos percepciones le causaron cierto disfrute. Las dos la alarmaron. Él entornó los ojos como si fuera capaz de leerle los pensamientos, asintiendo ligeramente con la cabeza.
—Monsieur, mucho me temo que no —replicó, esforzándose por lograr que no se le quebrase la voz—. Tal vez, si quisiera usted dejar su tarjeta de visita en su oficina…
Constant inclinó la cabeza.
—Desde luego, le haré caso. Y dice usted que tiene la oficina en…
—En la calle Montorgueil. No recuerdo ahora el número exacto.
Constant siguió escrutándola.
—Muy bien —dijo al final—. Una vez más, les ruego que me disculpen por haberles interrumpido. Si tuviera usted la bondad, madame Vernier, de decir a su hijo que lo estoy buscando, le quedaría sumamente agradecido.
Sin previo aviso, se inclinó, la tomó de la mano, que tenía en el regazo, y se la llevó a los labios. Marguerite notó su aliento y el cosquilleo de su bigote a través del guante, y se sintió humillada por el modo en que su cuerpo respondía a ese contacto, en frontal oposición a sus deseos.
—Hasta pronto, madame Vernier. General…
Hizo media reverencia y se marchó. Llegó el camarero entonces a llenarles de nuevo las copas. Du Pont estalló.
—De todos los insolentes, los impertinentes y los sinvergüenzas que he conocido… —gruñó recostándose en su silla—. Qué desfachatez la de ese individuo. ¿Quién se cree que es ese canalla, insultándote de esta manera?
—¿Insultándome? ¿Es que me ha insultado, Georges? —murmuró.
—Ese pájaro no ha podido quitarte los ojos de encima.
—De veras, Georges, que no me he dado cuenta. Te aseguro que no me ha interesado lo más mínimo —dijo ella, que no estaba deseosa de encontrarse con una escena—. Te ruego que no te preocupes por mí.
—¿Conocías a ese tipejo? —preguntó Du Pont con súbita suspicacia.
—Ya te he dicho que no —replicó ella con calma.
—Pues el muy bellaco sabía quién soy yo —insistió él.
—Es posible que te haya reconocido por los periódicos, Georges —dijo ella—. Subestimas a las muchas personas normales y corrientes que te conocen. Te olvidas de que eres una figura muy reconocida.
Marguerite vio que se relajaba e incluso bajaba la guardia ante la esmerada adulación que le había hecho. Deseosa de zanjar cuanto antes la cuestión, tomó la tarjeta de visita de Constant, una de las más caras, por una esquina, y la sostuvo sobre la llama de la vela que brillaba en el centro de la mesa. Tardó unos instantes en prender, y acto seguido ardió furiosamente.
—Por Dios, ¿qué estás haciendo?
Ella alzó sus largas pestañas y dejó caer los ojos una vez más mirando a la llama, observándola hasta que lo que quedaba de la tarjeta se apagó en el cenicero.
—Hecho —dijo, frotándose las cenizas grises de las puntas de los guantes sobre el cenicero—. Olvidémoslo. Y si el conde es una persona con la que mi hijo desee tener trato comercial, el lugar idóneo para tales asuntos está en su oficina entre las diez y las cinco.
Georges asintió con manifiesta aprobación. Comprobó con alivio que toda suspicacia se fundía en sus ojos.
—¿De veras que no sabes dónde está tu hijo en estos momentos?
—Pues claro que lo sé —dijo ella, sonriéndole como si acabara de compartir con él un chiste—, pero siempre sale a cuenta ser reservada. Me desagradan esas mujeres que parecen cotorras.
Él volvió a asentir. No era ni mucho menos el primer oficial, ni el primer funcionario, que tenía una amante en la ciudad y una esposa en el campo, pero hacer ostentación de tales relaciones era algo que nunca vio con buenos ojos. A Marguerite le iba de perlas que Georges la considerase discreta y digna de toda confianza.
—Cierto, muy cierto.
—La verdad es que Anatole ha llevado a Léonie a la ópera. Al estreno de la última obra de Wagner.
—Maldita propaganda prusiana —refunfuñó Georges—. Habría que prohibirla.
—Y tengo entendido que después iba a llevarla a cenar —siguió diciendo Marguerite con una voz sedosa—, aunque dudo mucho de que vayan a cenar a un sitio tan espléndido como éste.
—Supongo que le gustarán más esos sitios extravagantes y bohemios, como el café de la Place Blanche. Lleno hasta los topes de artistas y qué sé yo.
Tamborileó con los dedos sobre la mesa como si fuese un tambor del ejército.
—¿Cómo se llama ese otro sitio que hay en el bulevar Rochechouart? Deberían cerrarlo por orden de la superioridad.
—Le Chat Noir —dijo Marguerite como si tal cosa.
—Unos haraganes es lo que son todos —sentenció Georges, calentándose con el nuevo tema de conversación—. Mira que salpicar de manchas un lienzo y tener la desfachatez de afirmar que eso es arte… ¿Qué clase de ocupación es ésa para un hombre de verdad? ¿Cómo se llama ese individuo insolente que vive en tu mismo edificio? Son todos una chusma. Habría que espabilarlos a latigazos a todos ellos.
—Pero si Achille es un compositor, querido… —le regañó ella con toda su bondad.
—Me da lo mismo. Son todos unos parásitos. No hacen más que poner mala cara. Y siempre dale que te pego con el piano, sin parar ni de noche ni de día. Me extraña que su padre no le haya dado una buena tunda. A lo mejor así se entera de lo que vale un peine…
Marguerite disimuló una sonrisa. Como Achille era de la misma edad que Anatole, le pareció que ya era más bien tarde para esa clase de medidas disciplinarias. En cualquier caso, madame Debussy había sido demasiado liberal cuando sus hijos aún eran pequeños, cosa que evidentemente no les había hecho ningún bien.
—Este champán está realmente delicioso, Georges —dijo ella por cambiar de tema. No entraba entre sus proyectos modificar la visión del mundo que se había forjado su amante.
—Para ti, sólo sirve lo mejor de lo mejor —murmuró él.
Ella extendió la mano sobre la mesa y lo tomó por los dedos; dio la vuelta a su mano y apretó las uñas en la carne de su palma.
—Eres tan atento… —dijo ella, y observó cómo la mueca de dolor se tornaba en un brillo de placer en sus ojos—. Georges, ¿quieres pedir? Llevamos tanto tiempo aquí sentados que creo que de pronto me ha entrado muchísimo apetito.
A
Léonie y Anatole les hicieron pasar a uno de los salones privados de la primera planta del bar Romain, a una mesa con vistas a la calle.
Léonie le devolvió a Anatole su chaqueta y fue a lavarse la cara y las manos y a arreglarse el cabello en el pequeño aseo contiguo al salón. El vestido, aunque necesitara de las atenciones de la criada costurera, prefirió dejarlo como estaba, recoger con un par de alfileres el dobladillo y considerar que casi parecía respetable.
Se miró en el espejo, inclinándolo un poco hacia sí. Le brillaba la piel debido a la carrera en plena noche por las calles de París, y a la luz de las velas le relucían los ojos color esmeralda con intensidad. Ahora que había pasado el peligro, mentalmente Léonie se pintó la escena en colores intensos, exagerados, como si fuera un relato. Ya había olvidado el odio inconfundible que vio en los rostros de los hombres, el terror que había pasado.
Anatole pidió dos copas de vino de Madeira, seguidas de un vino tinto para acompañar una cena sencilla, a base de costillas de cordero y patatas con mantequilla.
—Después hay suflé de pera, si es que te quedas con hambre —dijo para despedir al camarero.
Mientras comían, Léonie le relató lo ocurrido antes de que Anatole la encontrara.
—Son una pandilla curiosa todos esos
abonnés
—dijo Anatole—. Sólo se puede interpretar música francesa en terreno francés, así son las cosas según ellos. En 1860 apedrearon el escenario en que se estaba representando
Tannhduser.
—Se encogió de hombros—. Es opinión bien sabida que en el fondo la música les importa un comino.
—Entonces, ¿a qué…?
—Chovinismo, lisa y llanamente.
Anatole apartó la silla de la mesa, estiró las piernas, largas y delgadas, y sacó la pitillera del bolsillo del chaleco.
—Dudo mucho que en París se vuelva a dar nunca la bienvenida a Wagner. Al menos, eso no sucederá ahora.
Léonie se paró un momento a pensar.
—¿Por qué te habrá regalado Achille las entradas para la ópera? ¿No es él un ferviente admirador de monsieur Wagner?
—Lo era —repuso él, y golpeó el cigarrillo en la tapa de plata para apretar mejor el tabaco—. Sólo que ya no lo es. —Introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una caja de cerillas Vestas. Prendió una—. «Hemos tomado un bello atardecer por un maravilloso albor», según el último dictamen de Achille a propósito de Wagner. —Ladeó la cabeza con una media sonrisa de burla—. Perdóname, quiero decir Claude-Achille. Se supone que ahora hemos de llamarle así.
Debussy, brillante aunque mercurial pianista y compositor, vivía con sus hermanas y sus padres en el mismo edificio de viviendas que los Vernier, en la calle Berlín. Era el
enfant terrible
del conservatorio, pero al mismo tiempo, así fuera a regañadientes, era su máxima esperanza. Sin embargo, en su reducido círculo de amistades, la compleja vida amorosa de Debussy atraía mucha más notoriedad que su reputación profesional, que alcanzaba cada vez mayor renombre.
La dama que en aquellos momentos gozaba de sus favores era Gabrielle DuPont, de veinticuatro años.
—Esta vez yo creo que la cosa va en serio —le confesó Anatole—. Gaby entiende su música, sabe que eso ha de ser lo primero, y esa virtud a él, como es natural, le resulta sumamente atractiva. Es tolerante con sus escapadas de cada martes a los salones de
maître
Mallarmé. Debussy es tan sólo uno de los compositores a los que se recibe allí. Sólo con verlo se le anima el espíritu ante la continua llovizna de quejas y vituperios que le caen en la Académie, que lisa y llanamente no atina a comprender su genialidad. Son todos unos vejestorios, y son demasiado lerdos.
Léonie enarcó las cejas.
—Tengo la convicción de que es el propio Achille quien provoca que le caigan encima todos los infortunios. Pero es muy perspicaz, no caerá en desgracia con quienes podrían darle apoyo. Aunque es demasiado deslenguado, tiende a ofender al otro enseguida. Desde luego, ni que decir tiene que se desvive por ser un grosero, un descortés, un hombre de trato imposible. —Anatole siguió fumando y no se mostró en desacuerdo—. Y dejando a un lado la amistad —siguió diciendo ella, removiendo la tercera cucharada de azúcar en el café—, he de confesarte que siento cierta simpatía por sus críticos. Para mí, sus composiciones son un tanto imprecisas, desestructuradas y…, bueno, y también inquietantes. Divaga. Muchas veces tengo la impresión de que me quedo a la espera de que la melodía por fin se revele tal cual es. Tengo la sensación de que escuchara música bajo el agua.
Anatole sonrió.
—Ah, pero es que precisamente de eso se trata. Debussy dice que uno debe prescindir de todo sentido de la clave. Su aspiración consiste en iluminar, por medio de su música, las conexiones que puedan existir entre el mundo material y el mundo espiritual, lo visible y lo invisible, y eso es algo que no se puede proponer, ni presentar, a la manera tradicional.
Léonie hizo una mueca.
—Eso que dices parece la típica observación inteligente que se dice cuando, precisamente, uno sabe que no significa nada.