Enfin.
La palabra la lleva el viento como si fuera un hálito. Por fin.
Impulsado por el acto improvisado de una muchacha inocente en un cementerio de París, algo se ha movido en el sepulcro de piedra. Desde antaño olvidado entre las sendas enmarañadas, entre la maleza espesa del Domaine de la Cade, algo ha despertado. Para un observador poco atento, apenas parecería sino un juego de las sombras o un truco de la luz ahora que cae la tarde y la propia luz se desdibuja, pero durante un fugaz instante las estatuas de escayola parecen respirar, moverse, suspirar.
Y los retratos que figuran en las cartas sepultadas bajo la tierra y la piedra, allí donde se seca el río, momentáneamente parecen haber cobrado vida propia. Figuras fugitivas, meras impresiones, sombras intangibles: aún no es más que apenas eso. Una insinuación una ilusión, una promesa. La refracción de la luz, el movimiento del aire allí donde dobla la escalinata de piedra. La ineludible relación entre lugar e instante.
Y es que en verdad esta historia comienza no con unos huesos en un cementerio parisino, sino con una baraja de cartas.
El Libro de las Estampas del Diablo.
París
Septiembre de 1891
Miércoles, 16 de septiembre de 1891
L
éonie Vernier se encontraba en las escaleras de entrada del palacio Garnier, aferrada a su bolso de gran señora, moviendo el pie con impaciencia.
¿Dónde se habrá metido?
La luz del crepúsculo envolvía la plaza de la Ópera en un halo de tonalidad sedosa y azulada.
Léonie frunció el ceño. Era enojoso, era enloquecedor. Llevaba casi una hora esperando a que acudiese su hermano a la cita que habían concertado, bajo la mirada impasible y broncínea de las estatuas que engalanaban la cornisa del teatro de la Ópera. Había tenido que soportar no pocas miradas impertinentes. Había visto llegar y partir los fiacres, los carruajes privados con la capota cubierta, o los transportes públicos y abiertos a la inclemencia de los elementos, los landos, las calesas, de todos los cuales desembarcaron infinidad de pasajeros. Un mar de sombreros de copa, forrados de seda, y de espléndidos trajes de noche, que parecían salidos de los escaparates de Maison Léoty y Charles Worth. Era el público siempre elegante que acudía a las noches de estreno, un gentío de vistosa sofisticación, que iba tanto a ver como a dejarse ver.
Pero ni rastro de Anatole.
En un momento dado Léonie creyó descubrirlo sin que él la viese. Un caballero con la misma estampa de su hermano, con las mismas proporciones, alto y ancho de espaldas, con el mismo porte y el mismo paso comedido. Desde cierta distancia, imaginó ver incluso sus ojos castaños, brillantes, y su espléndido bigote negro, así como su mano en alto, como si la saludase. Pero entonces se dio la vuelta y se percató de que no era él.
Léonie volvió a escrutar la avenida de la Ópera. Se extendía en diagonal hasta el palacio del Louvre, reliquia de una frágil monarquía, de la época en que un nervioso rey de Francia quiso disponer de una ruta segura, y directa, para llegar a su lugar preferido de entretenimiento vespertino. Las farolas de gas titilaban en el crepúsculo, y algunos rectángulos de luz cálida se derramaban por las ventanas encendidas de los cafés y los bares. El chorro de gas farfullaba y siseaba entrecortadamente.
A su alrededor, llenaban el aire los sonidos de la ciudad al atardecer, en esos momentos en que el día cedía su lugar a la noche.
Entre chien et loup.
El tintineo de los arneses de los caballos, el traqueteo de las ruedas por las calles más bulliciosas. El canto de los pájaros lejanos en los árboles del bulevar Capucines. Los gritos roncos de los vendedores ambulantes y de los mozos de cuadra y los palafreneros, las voces más endulzadas de las muchachas que vendían flores artificiales en las escalinatas de la Ópera, los agudos alaridos de los chiquillos que, a cambio de un
son,
estaban deseosos de embetunar y lustrar el calzado de cualquier caballero.
Pasó de largo otro ómnibus entre Léonie y la espléndida fachada del palacio Garnier, camino del bulevar Haussmann. El revisor hacía sonar el silbato en el piso de arriba al tiempo que visaba los billetes de los viajeros. Un soldado de edad ya avanzada, con una medalla de Tonquin prendida en la pechera, caminaba dando tumbos a la vez que cantaba una canción cuartelera, en estado de acusada embriaguez. Léonie vio incluso a un payaso con la cara pintada de blanco bajo el gorro de fieltro, de rombos blanquinegros, con un traje que tachonaban infinidad de estrellitas doradas.
¿Cómo es capaz de haberme dado plantón?
Comenzaron a repicar las campanas que llamaban a vísperas, un tono plañidero cuyo eco se propagaba al rebotar sobre los adoquines. ¿Serían las de Saint-Gervais o las de alguna otra iglesia cercana?
Se encogió de hombros. En sus ojos se evidenciaba la frustración, y al cabo asomó en ellos el brillo de la alegría.
Léonie no podía seguir esperando. Si realmente deseaba oír el
Lohengrin
de monsieur Wagner, era preciso que hiciera acopio de valor y que entrase por su cuenta.
¿Podría realmente entrar ella sola?
Aunque careciera de compañía, por suerte estaba en posesión de su entrada.
Sin embargo, ¿tendría la osadía necesaria?
Se paró a pensar. Era el estreno de la obra en París. ¿Por qué iba a privarse de semejante acontecimiento? ¿Sólo por la tardanza de Anatole, por su impuntualidad?
Dentro del teatro de la Ópera, las arañas de cristal colgadas del techo despedían un fulgor espléndido. Todo era luz, todo era relumbre y elegancia: una ocasión que no se habría perdido por nada del mundo.
Léonie tomó una resolución. Subió la escalinata a la carrera, atravesó rauda las puertas acristaladas y se sumó al gentío que esperaba el comienzo.
Ya sonaba la campana de aviso. Faltaban sólo dos minutos para que se alzara el telón.
En un destello de enaguas y medias de seda, Léonie atravesó veloz la extensión del Grand Foyer, suscitando aprobación y admiración a partes iguales. Cerca de cumplir diecisiete años, Léonie estaba a punto de convertirse en una joven de gran belleza, y también a punto de dejar de ser niña, si bien conservaba rasgos, destellos de la niña que había sido. Tenía la fortuna de contar con unas facciones que estaban de moda, así como la nostálgica coloración que en tan alta estima tenían monsieur Moreau y sus amigos, los prerrafaelitas.
Sin embargo, su apariencia era engañosa. Léonie era más determinada que obediente, más atrevida que modesta, más brava que mansa; era una muchacha de pasiones contemporáneas, y no una recatada damisela medieval. En efecto, Anatole le tomaba el pelo al decir que, si bien parecía el vivo retrato de «La demoiselle élue», de Rossetti, era, sin embargo, el reflejo de su imagen. Era su
doppelgdnger,
su doble: era ella, pero no era ella. De los cuatro elementos, Léonie era fuego, y no agua; era aire, y no tierra.
En ese momento, sus mejillas alabastrinas estaban coloradas. Algunos rizos ensortijados de cabello cobrizo se le habían soltado de las muchas horquillas con que se lo había sujetado y caían libres sobre sus hombros desnudos. Sus deslumbrantes ojos verdes, enmarcados por unas pestañas largas, castañas, despedían destellos de ira y de osadía.
Él le había dado su palabra de que no llegaría tarde.
Con su bolso de noche en una mano como si fuera un escudo y las faldas de su vestido de satén turquesa en la otra, Léonie atravesó veloz el suelo de mármol haciendo caso omiso a las miradas de desaprobación que en cambio le lanzaron matronas y viudas. Las perlas de imitación y las cuentas plateadas del dobladillo del vestido rozaron los peldaños de mármol a la vez que pasaba rozando las columnas, también de mármol, las estatuas sobredoradas, los frisos, camino del espectacular Grand Escalier. Confinada en el corsé, respiraba con dificultad, y el corazón le latía como un metrónomo dispuesto a un ritmo trepidante.
Con todo, Léonie no aminoró la marcha. Allí delante vio a los lacayos a punto de cerrar con pestillo las puertas de la Grande Salle. Con un último impulso, se abalanzó hacia la entrada.
—
Voila
—dijo a la vez que ponía la entrada delante del acomodador—.
Mon frére va arriver…
Se hicieron ambos a los lados para franquearle el paso.
Tras el estrépito y los ecos propagados en las cavernas de mármol del Grand Foyer, el auditorio se le antojó particularmente silencioso. Se oían los murmullos en voz baja, los saludos cuchicheados, las preguntas de quienes se interesaban por la salud y la familia de los conocidos, como si todo ello lo engulleran a medias las gruesas alfombras, las hileras y más hileras de asientos tapizados de terciopelo rojo.
Las conocidas escalas de los instrumentos de viento y metal, los arpegios huidizos, los fragmentos de la ópera, cada vez a mayor volumen, fueron saliendo del foso de la orquesta como si fueran hilachas de humo otoñal.
Lo logré.
Léonie se compuso y se alisó el vestido. Era una reciente adquisición, pues había llegado esa misma tarde de La Samaritaine, y aún estaba rígido por la falta de uso. Se estiró las mangas verdes, largas, por encima de los codos, de modo que no se viese más que una fracción de piel, y entonces echó a caminar por el pasillo, hacia el escenario.
Tenían sus localidades en primera fila, dos de las mejores de todo el teatro, por cortesía de un amigo de Anatole, compositor y vecino suyo para más señas, Achille Debussy. A derecha e izquierda, al pasar, fue viendo las hileras de sombreros de copa, negros, y tocados de plumas y abanicos de abalorios que se agitaban siseando. Rostros coléricos, entre colorados y cárdenos; viudas muy maquilladas, con el peinado blanquísimo. Devolvió todas y cada una de las miradas que le dedicaron con una sonrisa cordial, con una ligera inclinación de cabeza.
Hay una extraña intensidad en el ambiente.
Léonie aguzó la mirada. Cuanto más se adentraba en la Grande Salle, más se percataba de que allí faltaba algo. Se notaba una llamativa vigilancia en los rostros de los presentes, algo que parecía bullir por debajo de la superficie, la suposición casi cierta de que iban a surgir complicaciones.
Notó un cosquilleo en la nuca. El público estaba en guardia, era evidente. Lo vio en las miradas rápidas que se lanzaban unos a otros, en las expresiones de desconfianza que descubrió en varios rostros atentos.
No seas ridícula.
Léonie tuvo un vago recuerdo de un artículo que había leído en la prensa el propio Anatole, durante la comida, acerca de las protestas que se iban a producir en París contra el estreno de cualquier obra de artistas prusianos. Pero se encontraba en el palacio Garnier, y no en un recóndito callejón de Clichy o Montmartre, donde esos sucesos sí serían posibles.
¿Qué podía suceder en la Ópera?
Léonie se abrió paso entre la hilera de rodillas y de largos vestidos que ya ocupaban la fila, y con una clara sensación de alivio tomó asiento en su butaca. Se concedió unos instantes para recuperar la compostura y sólo entonces miró de reojo a sus vecinos. A su izquierda vio a una señora entrada en carnes, de poderosa mandíbula, con su marido, de avanzada edad, cuyos ojos acuosos se hallaban casi ocultos tras unas pobladas cejas blancas. Las manos, moteadas, descansaban una sobre la otra encima de la empuñadura de plata de un bastón con una inscripción grabada. A su derecha, con la butaca vacía de Anatole a modo de barrera invisible entre ellos, como una zanja en el campo, se encontraban cuatro hombres barbudos, de mediana edad, con el ceño fruncido y expresión de manifiesto desagrado, cuyas manos, también una sobre la otra, reposaban en la vulgar empuñadura de unos bastones de madera de boj. Había algo inquietante en su manera de permanecer en silencio, impertérritos, mirando al frente, con expresiones de intensa concentración.
A Léonie se le pasó por la cabeza que era cuando menos singular que todos ellos llevasen guantes de cuero, y pensó que debían de estar pasando calor y sentirse sumamente incómodos. Léonie se sonrojó y, con la vista clavada al frente, prefirió admirar los magníficos cortinajes de
trompe l'oeil
que pendían formando pliegues de oro y carmesí desde lo alto del arco del proscenio hasta la superficie de madera del escenario.
¿Y si no se ha retrasado? ¿Y si le hubiera ocurrido algo malo?
Léonie sacudió la cabeza para espantar este inoportuno pensamiento. Sacó el abanico del bolso y lo abrió con un golpe de muñeca. Por grande que fuera su empeño en dar con una excusa que explicara la ausencia de su hermano, lo más probable era que se tratase de su impuntualidad.
Como sucedía tantas veces de un tiempo a esta parte.
En efecto, desde que sobrevinieron aquellos desagradables incidentes en el cementerio de Montmartre, Anatole había empezado a comportarse de una manera cada vez menos previsible. Léonie frunció el ceño al notar que, de nuevo, aquel recuerdo se colaba en sus pensamientos. Aquel día la obsesionaba. Lo revivía de una manera incesante.
En marzo había tenido la esperanza de que todo hubiera terminado para siempre, pero su conducta continuó siendo errática. A menudo desaparecía durante varios días seguidos y regresaba a horas intempestivas, en plena noche, rehuyendo el contacto con sus muchos amigos y conocidos, y dedicándose en cambio de lleno a su trabajo.