Septimus (17 page)

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Authors: Angie Sage

BOOK: Septimus
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19. TÍA ZELDA.

¡Buenos días a todos! —saludó la alegre voz de tía Zelda a la montaña de colchas y a sus habitantes, que se encontraban junto al fuego.

El Muchacho 412 se levantó con un ataque de pánico: se imaginó teniendo que saltar de su cama del ejército joven y formar en el exterior en treinta segundos exactos para pasar lista. Miró sin comprender a tía Zelda, que no se parecía en nada a su habitual torturador matutino, el jefe de cadetes con la cabeza afeitada a quien le encantaba arrojar cubos de agua helada sobre el que no saltase de la cama de inmediato. La última vez que aquello le había ocurrido al Muchacho 412, tuvo que dormir en una cama fría y húmeda durante días antes de que se secara. El Muchacho 412 se puso en pie de un salto con una mirada de terror, pero se relajó cuando vio que tía Zelda no tenía ningún cubo de agua helada en la mano.

En cambio, llevaba una bandeja llena de tazas con leche caliente y una enorme montaña de tostadas calientes con mantequilla.

—Bueno, hombrecito —dijo tía Zelda—, no hay prisa. Vuelve a acurrucarte y bébete esto mientras aún está caliente.

Le ofreció un tazón de leche y la rebanada de pan más grande al Muchacho 412, que parecía, pensó tía Zelda, que necesitaba engordar.

El Muchacho 412 volvió a sentarse, se arrebujó en la colcha y con algo de recelo se bebió la leche caliente y se comió la tostada con mantequilla. Entre sorbos de leche y bocados miraba a su alrededor con sus grandes ojos oscuros llenos de aprehensión.

Tía Zelda se acomodó en una vieja silla junto a la chimenea y arrojó unos leños al fuego. Pronto el fuego echó llamaradas, y tía Zelda se sentó satisfecha, caldeándose las manos al amor de las llamas. El Muchacho 412 miraba a tía Zelda cuando creía que ella no se daba cuenta. Claro que se daba cuenta, pero estaba tan acostumbrada a cuidar criaturas asustadas y heridas... y consideró que el Muchacho 412 no era distinto de los animales del pantano que regularmente cuidaba hasta devolverles la salud. De hecho, en concreto le recordaba a un gazapo muy asustado que había rescatado de las garras de un lince de los marjales hacía poco. El lince había estado jugando con el conejo durante horas, mordisqueándole las orejas y lanzándolo de aquí para allá, disfrutando del terror paralizante del conejo antes de que por fin se decidiera a partirle el cuello. Cuando, en uno de los lanzamientos, el lince arrojó al aterrorizado animal sobre su camino, tía Zelda recogió al conejo, lo metió en el gran bolsón que siempre llevaba consigo y se fue directa a casa, dejando al lince vagando por los alrededores durante horas, en busca de su presa perdida.

Ese conejo se pasó días sentado junto al fuego mirándola de la misma manera que el Muchacho 412 la miraba ahora. Pero, reflexionó tía Zelda, mientras se ocupaba del fuego y se cuidaba de no asustar al Muchacho 412 mirándolo durante demasiado rato, el conejo se había recuperado y estaba segura de que el Muchacho 412 también se recuperaría.

Las miradas de reojo del Muchacho 412 reparaban en el cabello gris y crespo de tía Zelda, en sus rosadas mejillas, en su amable sonrisa y en sus brillantes y cariñosos ojos azules de bruja. Necesitó unas pocas miradas más para reparar en su gran vestido de patchwork, que hacía difícil adivinar su silueta, sobre todo cuando estaba sentada. Al Muchacho 412 le daba la impresión de que tía Zelda había entrado en una gran tienda de patchwork y acababa, en ese mismo instante, de asomar la
cabeza
por encima para ver lo que ocurría. Ante la idea, una sonrisa asomó brevemente por la comisura de su boca.

Tía Zelda notó la incipiente sonrisa y se sintió complacida. Nunca en su vida había visto a un niño de aspecto tan amargado y asustado, y le enfadaba imaginarse qué había sido lo que había hecho que el Muchacho 412 fuera de ese modo. Había oído hablar del ejército joven en sus visitas ocasionales al Puerto, pero en realidad nunca había creído las terribles historias que contaban. Está claro que nadie puede tratar a un niño de semejante modo. Pero ahora empezaba a preguntarse si había más verdad en todo ello de lo que creía.

Tía Zelda sonrió al Muchacho 412; luego, con un complaciente gruñido, se levantó de la silla y fue a por más leche caliente.

En su ausencia, Nicko y Jenna se despertaron. El Muchacho 412 los miró y se apartó un poco. Recordaba la llave que Jenna le había hecho la noche anterior, pero Jenna se limitó a sonreírle adormilada y decirle:

—¿Has dormido bien?

El Muchacho 412 asintió y contempló su tazón de leche casi vacío.

Nicko se sentó, musitó un «Hola» en dirección a Jenna y al Muchacho 412, cogió una tostada y se sorprendió de lo hambriento que estaba. Tía Zelda regresó al lado de la chimenea con una jarra de leche caliente.

—¡Nicko! —sonrió tía Zelda—. Bueno, has cambiado un poco desde la última vez que te vi, eso sin duda. Entonces eras un niño pequeño. En aquellos tiempos yo solía visitar a tu madre y a tu padre en los Dédalos. Eran días felices. —Tía Zelda suspiró y le pasó la leche caliente a Nicko—. ¡Y nuestra Jenna! —Tía Zelda le dedicó una amplia sonrisa—. Siempre quise ir a verte, pero las cosas se pusieron muy difíciles después de que... bien, después de una época. Pero Silas me ha estado haciendo un repaso de todo el tiempo perdido y me lo ha contado todo sobre ti.

Jenna sonrió con timidez, feliz de que tía Zelda hubiera dicho «nuestra Jenna». Cogió el tazón de leche caliente que tía Zelda le ofrecía y se sentó adormilada mirando el fuego.

Durante un rato reinó un silencio contenido, roto solo por el sonido de Silas y Maxie aún roncando en el piso de arriba y el masticar de las tostadas en el piso de abajo. Al cabo de un momento, Jenna, que estaba reclinada contra la pared de al lado de la chimenea, creyó oír el débil sonido de un maullido dentro de la pared, pero como eso era obviamente imposible, decidió que debería proceder del exterior y no le prestó más atención. Pero el maullido continuó, se hizo cada vez más alto y enojado, pensó Jenna. Pegó la oreja a la pared y oyó el peculiar maullido de un gato enfadado.

—Hay un gato en la pared...—anunció Jenna.

—Vamos —dijo Nicko—. Ese no lo sé.

—No es un chiste. Hay un gato en la pared. Lo oigo.

Tía Zelda dio un salto.

—¡Oh, caramba! ¡Me había olvidado por completo de Bert! Jenna, cariño, ¿puedes abrirle la puerta a Bert? —Jenna parecía confundida.

Tía Zelda señaló una portezuela de madera empotrada en la parte inferior de la pared junto a Jenna. Jenna tiró de la portezuela, la abrió y salió un pato enfadado.

—Lo siento, Bert, querida —se disculpó tía Zelda—. ¿Llevas años esperando?

Bert caminó con sus andares de pato sobre la pila de colchas y se sentó junto al fuego. El pato estaba ofendido. Le había dado deliberadamente la espalda a tía Zelda y se había sacudido las plumas. Tía Zelda se inclinó y lo acarició.

—Dejad que os presente a mi gata, Bert.

Tres pares de ojos asombrados miraron a tía Zelda. A Nicko se le atragantó la leche y empezó a toser. El Muchacho 412 parecía decepcionado. Tía Zelda empezaba a gustarle y ahora resultaba que estaba tan loca como el resto.

—Pero Bert es un pato —la corrigió Jenna, pensando que alguien tenía que decírselo y sería mejor hacerlo directamente antes de que todos entrasen en el juego de «Vamos a simular que el pato es un gato solo para seguirle la corriente a tía Zelda».

—¡Ah, sí! Bueno, claro que es un pato por el momento. En realidad lleva tiempo siendo un pato, ¿verdad, Bert? —Bert soltó un pequeño maullido—. ¿Sabéis? Los patos vuelan y nadan y eso es una gran ventaja en los marjales. Aún no he conocido a un gato que disfrute mojándose las patas y Bert no es la excepción. Así que decidí convertirla en pato y que disfrutara del agua. Y te gusta, ¿verdad, Bert?

No respondió. Como la gata que en realidad era Bert, se había quedado dormida junto al fuego.

Jenna intentó acariciar las plumas del pato preguntándose si serían como el pelo de un gato, pero eran suaves y lisas y tenían por completo el tacto de unas plumas de pato.

—Hola, Bert —susurró Jenna.

Nicko y el Muchacho 412 no dijeron nada. Ninguno estaba por la labor de empezar a hablar a un pato.

—Pobre vieja Bert —dijo tía Zelda—. A veces se queda fuera. Pero desde que los Brownies de las arenas movedizas entraron por la gatera, siempre intento tener la puerta de la gatera cerrada con hechizo. No tenéis ni idea del impacto que fue bajar aquella mañana y encontrar todo lleno de esas asquerosas criaturitas; eran como un mar de barro, trepaban por las paredes y metían sus largos dedos huesudos en todas partes y me miraban con aquellos ojitos rojos. Se comieron todo lo que pudieron y echaron a perder todo lo que no pudieron comerse. Y luego, claro, en cuanto me vieron, empezaron a dar esos chillidos agudos. —Tía Zelda se estremeció—. Tuve dentera durante semanas. Si no hubiera sido por Boggart, no sé qué habría hecho. Me pasé semanas limpiando el barro de los libros, por no hablar de que tuve que volver a hacer todas mis pociones de nuevo. Y hablando de barro, ¿alguien quiere meterse en el agua termal?

Un poco más tarde, Jenna y Nicko se sintieron mucho más limpios después de que tía Zelda les hubiera enseñado el lugar donde el agua termal burbujeaba hasta subir a la pequeña cabaña del baño del patio trasero. El Muchacho 412 se había negado a tener nada que ver con aquello y se había quedado acurrucado junto al fuego, con el sombrero rojo encasquetado hasta las orejas y la chaqueta de borreguillo de pescador aún puesta. Al Muchacho 412 le parecía que aún tenía el frío del día anterior calado hasta los huesos y creía que nunca más volvería a entrar en calor. Tía Zelda le dejó sentarse junto al fuego durante un rato, pero cuando Jenna y Nicko decidieron salir y explorar la isla, animó al Muchacho 412 a salir con ellos.

—Tomad, llevaos esto —dijo tía Zelda ofreciendo a Nicko un farol.

Nicko dirigió una mirada burlona a tía Zelda. ¿Para qué iban a necesitar un farol a mediodía?

—El haar —anunció tía Zelda.

—¿El ha...? -preguntó Nicko.

—El haar. Para el haar, la calima salina de los pantanos que viene del mar -explicó tía Zelda—. Mirad, hoy estamos rodeados. -Batió la mano a su alrededor con un amplio movimiento de brazos—. En un día claro se ve el puerto desde donde estamos. Hoy el haar está bajo y estamos lo bastante elevados como para estar por encima de él, pero si se levanta también nos cubrirá. Entonces necesitaréis el farol.

Así que Nicko cogió el farol y, rodeados del haar, que se extendía como un ondulante manto blanco sobre los marjales, emprendieron la exploración de la isla mientras tía Zelda, Si-las y Marcia se sentaban dentro a hablar animadamente junto a la chimenea.

Nicko iba delante, seguido de cerca por Jenna, mientras que el Muchacho 412 se rezagaba detrás, temblando de vez en cuando, deseando volver junto al fuego. La nieve se había fundido en el clima más cálido y húmedo del pantano y el terreno bajo sus pies estaba mojado y encharcado. Jenna tomó un sendero que los llevó hasta las orillas del Mott. La marea había bajado y el agua casi había desaparecido, dejando tras de sí barro de los marjales, que ahora estaban llenos de cientos de huellas de pájaro y algunas zigzagueantes trazas de serpientes de agua.

La isla Draggen tenía alrededor de un kilómetro de largo y parecía como si alguien hubiera cascado un inmenso huevo verde a mitad del camino y lo hubiera dejado caer encima del marjal. Un sendero la recorría por la orilla del Mott, y Jenna salió al camino y respiró el frío aire salado que manaba del haar. A Jenna le gustaba el haar que los rodeaba: la hacía sentirse por fin a salvo; ahora nadie podría encontrarlos.

Aparte de las gallinas que habitaban en el barco que Jenna y Nicko habían visto por la mañana temprano, encontraron una cabra atada en medio de un gran prado y una colonia de conejos, que vivían en una madriguera en el margen que tía Zelda había vallado para evitar que los conejos entraran en el huerto de las coles de invierno.

El trillado sendero los llevó hasta más allá de las madrigueras, a través de un montón de coles, y viró hasta una parcela baja llena de barro y de hierba sospechosamente verde y brillante.

-¿Crees que puede haber algunos de esos Brownies por aquí? -susurró Jenna a Nicko retrocediendo un poco.

Algunas burbujas afloraron a la superficie del barro y se oyó un fuerte ruido de succión, como si alguien intentara sacar del lodo una bota atascada. Jenna saltó hacia atrás alarmada cuando el barro borboteó y se levantó.

—No, si yo tengo algo que ver, ellosss no esstán. La ancha cara del Boggart apareció en la superficie, parpadeó para quitarse el lodo de sus redondos ojos negros y los miró con una expresión adormilada.

—Buenosss díasss —saludó despacio.

—Buenos días, señor Boggart —respondió Jenna.

—Solo Boggart, gracias.

—¿Es aquí donde vive? Espero que no estemos molestándole —comentó Jenna educadamente.

—Bueno, es un hecho que me estáisss molestando. Yo duermo durante el día, ¿sabesss? —El Boggart volvió a parpadear y empezó a hundirse en el barro de nuevo—. Pero parece que no lo sabíaisss. No mencionéisss más a los Brownies que me desvelo, ¿sssabéis? Solo con oír su nombre me despierto del todo. —Lo siento —se disculpó Jenna-, nos iremos y lo dejaremos en paz.

—Sí —aceptó el Boggart, y desapareció en el barro. Jenna, Nicko y el Muchacho 412 volvieron de puntillas al sendero.

—Estaba enfadado, ¿verdad? —preguntó Jenna.— No —la tranquilizó Nicko—. Supongo que siempre es así. Está bien.

—Eso espero —dijo Jenna.

Siguieron caminando alrededor de la isla, hasta que llegaron al extremo romo del huevo verde. Era un gran montículo de hierba cubierto con algunos arbustos dispersos, espinosos y redondos. Vagaron alrededor del montículo y se detuvieron un rato mirando el haar arremolinándose debajo de ellos. Jenna y Nicko llevaban callados un rato para no volver a despertar al Boggart, pero cuando caminaron por encima del montículo Jenna dijo:

—¿No tienes una sensación rara bajo los pies?

—Mis botas son un poco incómodas ahora que lo dices -respondió Nicko—. Creo que aún están húmedas.

—No. Me refiero al suelo que pisas, bajo tus pies. Parece una especie de... ejem..-.

—Hueco —intervino Nicko.

—Sí, eso es. Hueco. —Jenna dio un fuerte pisotón. El suelo era bastante firme, pero había algo que parecía diferente.

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