Madeleine fue al fregadero, recogió la bolsa de té y, haciéndose notar, la tiró a la basura.
—Yo también estoy muy cansada. —Negó con la cabeza en silencio un momento—. No entiendo por qué esos estúpidos del pueblo creen que es buena idea construir una prisión horrorosa, rodeada por alambre de púas, en medio del condado más hermoso del estado.
Entonces David lo recordó. Ella le había dicho que por la mañana pensaba asistir a una reunión en el pueblo en la cual debía discutirse otra vez sobre aquella controvertida propuesta. La cuestión era si el pueblo debería competir para convertirse en sede de una instalación que para sus oponentes era una «prisión», pero que para quienes la apoyaban era un «centro de tratamiento». La batalla de la nomenclatura surgía del lenguaje burocrático ambiguo que autorizaba ese proyecto piloto para una nueva clase de institución. Iba a ser conocido como ETCE (Entorno Terapéutico Correccional del Estado) y su propósito dual consistía en la encarcelación y rehabilitación de personas condenadas por delitos relacionados con las drogas. De hecho, el lenguaje burocrático era impenetrable y dejaba mucho espacio para la interpretación y la discusión.
Era un tema demasiado delicado como para que pudieran hablar de él. No porque él no compartiera el deseo de Madeleine de mantener el ETCE fuera de Walnut Crossing, sino porque no se estaba uniendo a la batalla con la intensidad con que ella pensaba que debería hacerlo.
—Probablemente hay media docena de personas a las que les vendría de fábula —dijo adustamente—, y todos los demás en el valle (y todos los que tengan que pasar por el valle) tendrían que sufrir la presencia de ese miserable adefesio durante el resto de sus vidas. ¿Y por qué? Por la «rehabilitación» de una panda de camellos. ¡Dame un respiro!
—Hay otras ciudades que compiten por ello. Con un poco de suerte, alguna ganará.
Madeleine sonrió sombríamente.
—Claro, si sus ayuntamientos son aún más corruptos que el nuestro, podría ocurrir.
Pensó que su indignación era una forma de presionarle, así que David decidió intentar cambiar de tema.
—¿Quieres que haga una par de tortillas? —Vio que el hambre de Madeleine pugnaba brevemente con su rabia residual. Ganó el hambre.
—Sin pimiento verde —le advirtió—. No me gusta.
—¿Por qué compras?
—No lo sé. Desde luego, para las tortillas no.
—¿Quieres escalonias?
—Sin escalonias.
Madeleine puso la mesa mientras él batía los huevos y calentaba las sartenes.
—¿Quieres tomar algo? —preguntó David.
Ella negó con la cabeza. David sabía que ella nunca bebía nada durante las comidas, pero lo preguntó de todos modos. Una manía peculiar, pensó, seguir haciendo esa pregunta.
Ninguno de los dos soltó más de unas pocas palabras, hasta que ambos terminaron de comer y apartaron los platos vacíos hacia el centro de la mesa con un empujoncito ritual.
—Cuéntame cómo te ha ido el día —dijo ella.
—¿El día? ¿Te refieres a mi reunión con el superequipo de homicidios?
—¿No te han impresionado?
—Ah, me han impresionado. Si alguien quiere escribir un libro sobre dinámica disfuncional, dirigida por el capitán infernal, basta con que ponga una grabadora en ese sitio y transcriba la cinta palabra por palabra.
—¿Peor que cuando te retiraste?
Tardó en responder, no porque no estuviera seguro de la respuesta, sino por la entonación cargada que había detectado en la palabra «retiraste». Decidió responder a las palabras en lugar de al tono.
—Había cierta gente difícil en la ciudad, pero el capitán infernal opera con una arrogancia y una inseguridad completamente distintas. Está desesperado por impresionar al fiscal del distrito, no tiene respeto por su propia gente ni interés real en el caso. Cada pregunta, cada comentario, era hostil o parecía fuera de lugar; por lo general las dos cosas.
Ella lo miró de un modo especulativo.
—No me sorprende.
—¿Qué quieres decir?
Madeleine se encogió de hombros ligeramente. Daba la sensación de que estuviera serenándose para expresar lo menos posible.
—Sólo que no me sorprende. Si hubieras vuelto a casa y me hubieras dicho que habías pasado el día con el mejor equipo de homicidios que habías conocido, eso sí me habría sorprendido. Eso es todo.
David sabía mejor que bien que eso no era todo. Pero era lo bastante lúcido para darse cuenta de que ella era más lista que él y que no había forma de convencerla para que dijera más de lo que estaba dispuesta a decir.
—Bueno —dijo—, el hecho es que fue agotador y poco alentador. Ahora mismo intento quitármelo de la cabeza y hacer algo completamente diferente.
Lo dijo sin premeditación alguna. Y lo siguió un blanco mental. Pasar a algo completamente diferente no era tan fácil como decirlo. Las dificultades del día continuaban arremolinándose ante él, junto con la reacción enigmática de Madeleine. En ese momento, la opción que durante la semana anterior había estado poniendo a prueba su resistencia, la opción que de manera desesperada había mantenido lejos de su vista, pero no del todo lejos de su mente, se interpuso de nuevo. Esta vez, de manera inesperada, sintió una inyección de determinación para acometer aquello que había estado evitando.
—La caja… —dijo.
Tenía la garganta cerrada. La voz le salió áspera al sacar a relucir el tema antes de que el temor pudiera volver a atraparlo, antes de que supiera siquiera cómo terminar la frase.
Madeleine levantó la cabeza desde su plato vacío calmada, curiosa, atenta, esperando que continuara.
—Sus dibujos… Qué… O sea, ¿por qué…? —Pugnó por sonsacar una pregunta racional de la confusión que le atenazaba el corazón.
El esfuerzo era innecesario. La capacidad de Madeleine para leerle sus pensamientos con sólo mirarle siempre excedía su capacidad de articularlos.
—Hemos de decir adiós. —Su voz era suave, relajada.
Miró la mesa. Nada en la mente de David se estaba formando en palabras.
—Ha pasado mucho tiempo —dijo—. Danny ya no está, y nunca le dijimos adiós.
David asintió, de un modo casi imperceptible. Su sentido del tiempo se estaba disolviendo, su mente estaba extrañamente vacía.
Cuando sonó el teléfono, sintió como si lo estuvieran despertando, tirando de él para devolverlo al mundo, un mundo de problemas familiares, mensurables, descriptibles. Madeleine aún estaba en la mesa con él, pero no estaba seguro de cuánto tiempo habían estado sentados allí.
—¿Quieres que lo coja yo? —preguntó.
—No importa. Yo lo cojo. —Vaciló, como un ordenador que recarga información, luego se levantó, un poco tambaleante, y fue al estudio.
—Gurney.
Responder al teléfono de esa manera, de la forma en que lo había hecho durante muchos años en Homicidios, era un hábito que le resultaba difícil de romper.
La voz que lo saludó era clara, agresiva, artificialmente afectuosa. Le recordó la vieja norma de la técnica de ventas: sonríe siempre cuando hables por teléfono porque hace que tu voz suene más cordial.
—Dave, me alegro de que esté ahí. Soy Sheridan Kline. Espero no interrumpir su cena.
—¿En qué puedo ayudarle?
—Iré al grano. Creo que es usted la clase de persona con la que puedo ser completamente sincero. Conozco su reputación. Esta tarde me ha parecido ver por qué goza de ella. Me ha impresionado. Espero que no se esté ruborizando.
Gurney se estaba preguntando adonde quería ir a parar.
—Está siendo muy amable.
—Amable no. Sincero. Le llamo porque este caso requiere a alguien de su capacidad y me encantaría encontrar una forma de sacar partido de su talento.
—Sabe que estoy retirado, ¿no?
—Eso me dijeron. Y estoy seguro de que volver a la vieja rutina es lo último que desea. No estoy sugiriendo nada por el estilo. Tengo la sensación de que este caso se va a volver muy grande, y me encantaría contar con usted.
—No estoy seguro de qué me está pidiendo que haga.
—Idealmente —dijo Kline—, me gustaría que descubriera quién mató a Mark Mellery.
—¿No es eso lo que hace el DIC de la Unidad de Delitos Graves?
—Claro. Y con un poco de suerte, al final tienen éxito.
—Pero…
—Pero me gustaría aumentar mis posibilidades. Este caso es demasiado importante para dejarlo a merced de los procedimientos habituales. Quiero disponer de un as en la manga.
—No veo cómo encajaría yo.
—¿No se ve trabajando para el DIC? No se preocupe. Supongo que Rod no es su tipo. No, me informaría a mí personalmente. Podemos tratarlo como algún tipo de investigador adjunto o consultor de mi oficina, lo que usted prefiera.
—¿De qué cantidad de mi tiempo estamos hablando?
—Depende de usted.
Como Gurney no respondía, continuó.
—Estoy seguro de que Mark Mellery le admiraba y confiaba en usted. Le pidió que le ayudara con un depredador. Yo le estoy pidiendo que me ayude con el mismo depredador. Le estaré agradecido con lo que pueda darme. —«Este tipo es raro pensó Gurney. Tiene la lección de la sinceridad bien aprendida.»
—Hablaré con mi mujer de esto. Le llamaré por la mañana. Deme un número donde pueda localizarle dijo.
La sonrisa en la voz era enorme.
—Le daré el teléfono de mi casa. Tengo la sensación de que se levanta temprano, como yo. A partir de las seis de la mañana, puede llamarme.
Cuando regresó a la cocina, Madeleine estaba sentada a la mesa, pero su humor había cambiado. Estaba leyendo el
Times
. Él se sentó frente a ella en ángulo recto, de manera que estaba de cara a la vieja estufa Franklin. Miró hacia ella sin verla realmente y empezó a masajearse la frente como si la decisión que debía tomar tuviera algo que ver con un nudo en un músculo.
—No es tan difícil, ¿no? —soltó Madeleine, sin levantar la mirada del periódico.
—¿Qué?
—Lo que estás pensando.
—El fiscal del distrito parece ansioso por que le ayude.
—¿Y por qué no iba a estarlo?
—Normalmente no harían participar a un
outsider
en algo como esto.
—Pero tú no eres cualquier
outsider
.
—Supongo que mi relación con Mellery marca la diferencia.
Ella inclinó la cabeza, como si lo escrutara con su visión de rayos X.
—Ha sido muy halagador —dijo Gurney, tratando de no sonar complacido.
Probablemente sólo estaba describiendo tu talento con precisión.
—Comparado con el capitán Rodríguez, todo el mundo pinta bien.
Ella sonrió ante su extraña humildad.
—¿Qué te ha ofrecido?
—Un cheque en blanco, en realidad. Trabajaría a través de su oficina. Aunque tendré que ir con mucho cuidado de no pisarle el juanete a nadie. Le dije que lo habría decidido mañana por la mañana.
—¿Decidir qué?
—Si quiero hacer esto o no.
—¿Estás de broma?
—¿Crees que es una mala idea?
—Quiero decir que si estás de broma cuando dices que todavía no lo has decidido.
—Hay mucho en juego.
—Más de lo que crees, pero es obvio que vas a hacerlo. —Volvió a su diario.
—¿Qué quiere decir eso de más de lo que creo? —preguntó al cabo de un buen rato.
—A veces las elecciones tienen consecuencias que no prevemos.
—¿Como qué?
Su mirada triste le dijo a David que era una pregunta estúpida.
Al cabo de una pausa, afirmó:
—Creo que le debo algo a Mark.
Un destello de ironía se añadió a la mirada de Madeleine.
—¿Por qué pones esa cara?
—Es la primera vez que te oigo llamarle por el nombre.
Conociendo al fiscal
El edificio de la oficina del fiscal del distrito, que ostentaba esa insulsa denominación desde 1935, había sido anteriormente el manicomio Bumblebee, fundado en 1899 por la generosidad (y locura temporal, según argumentaron en vano sus familiares desheredados) del británico sir George Bumblebee. El edificio de ladrillo rojo, oscurecido por un siglo de hollín, se alzaba con aspecto siniestro en la plaza del pueblo. Se hallaba a un kilómetro y medio de la comisaría central de la Policía del estado y a una hora y cuarto de Walnut Crossing.
El interior era aún menos atractivo que el exterior, por la razón opuesta. En la década de los sesenta lo habían modernizado, aunque habían mantenido la estructura externa. Candelabros sucios y zócalos de madera de arce fueron sustituidos por fluorescentes deslumbrantes y muros de mampostería blancos. A Gurney se le ocurrió que la dura iluminación moderna podría servir para mantener a raya los fantasmas desquiciados de sus anteriores inquilinos; una extraña idea en la que pensar para un hombre que iba de camino a negociar los detalles de un contrato laboral, así que se concentró en lo que Madeleine le había dicho esa mañana cuando estaba saliendo:
Él te necesita a ti más que tú a él.
Sopesó la frase mientras esperaba a pasar por el elaborado sistema de seguridad del vestíbulo. Franqueada esa barrera, siguió una serie de flechas hasta una puerta en cuyo panel de vidrio esmerilado se leían las palabras fiscal del distrito en elegantes letras negras.
Dentro, la mujer del escritorio de recepción le sostuvo la mirada cuando entró. Gurney sabía que el hecho de que un hombre eligiera a una mujer como asistente se basaba en competencia, sexo o prestigio. La mujer que tenía delante parecía ofrecer esas tres cosas. A pesar de que rondaría los cincuenta años, su cabello, piel, maquillaje, ropa y figura estaban tan bien cuidados que sugerían una atención al aspecto físico que era casi eléctrico. Su mirada de valoración era fría al mismo tiempo que sensual. Un pequeño rectángulo de latón colocado sobre su mesa indicaba que se llamaba Ellen Rackoff.
Antes de que ninguno de los dos hablara, se abrió una puerta situada a la derecha del escritorio y Sheridan Kline entró en la sala de recepción. Saludó con algo parecido al afecto.
—¡Las nueve en punto clavadas! No me sorprende. Me da la sensación de que es una persona que hace exactamente lo que dice que va a hacer.
—Es más fácil que la alternativa.
—¿Qué? Ah, sí, sí, por supuesto. —Sonrisa más grande, pero menos afectuosa—. ¿Té o café?
—Café.
—Yo también. Nunca he entendido el té. ¿Es más de perros o de gatos?
—De perros, supongo.