La curiosidad de Gurney sobre su disposición final quedó insatisfecha. Kline se calló por la intrusión de la llamada de un teléfono móvil, que atrajo la atención de todos y diversos grados de irritación. Rodríguez miró mientras Hardwick buscaba en su bolsillo, sacaba el aparato ofensivo y recitaba con seriedad el mantra del capitán:
—Comunicación, comunicación, comunicación.
Luego pulsó el botón y habló al teléfono.
—Aquí Hardwick… Adelante… ¿Dónde?… ¿Coinciden con las pisadas?… ¿Alguna indicación de cómo llegaron allí?… ¿Alguna idea de por qué lo hizo?… Muy bien, llévalas al laboratorio cuanto antes… No hay problema. —Pulsó el botón de colgar y miró pensativamente el teléfono.
—¿Y bien? —dijo Rodríguez, con su mirada torcida por la curiosidad.
Hardwick dirigió su respuesta a la mujer pelirroja con el traje unisex que tenía el portátil abierto sobre la mesa y que lo estaba observando con expectación.
—Noticias de la escena del crimen. Han encontrado las botas del asesino, o al menos unas botas de montaña que coinciden con las huellas de pisadas que se alejan del cadáver. Las botas van de camino a tu gente del laboratorio.
La pelirroja asintió y empezó a escribir en su teclado.
—Pensaba que me habías dicho que las huellas iban a la mitad de ninguna parte y se interrumpían —dijo Rodríguez, como si hubiera pescado a Hardwick en alguna clase de mentira.
—Sí —respondió Hardwick, sin mirarlo.
—Entonces, ¿dónde encontraron estas botas?
—En medio de la misma ninguna parte. En un árbol cercano al lugar donde terminaban las huellas. Colgadas de una rama.
—¿Me estás diciendo que nuestro asesino se subió a un árbol, se quitó las botas y las dejó allí?
—Eso parece.
—Bueno…, dónde…, quiero decir, ¿qué hizo entonces?
—No tenemos ni la más remota idea. Quizá las botas nos señalen la dirección correcta.
A Rodríguez se le escapó una risa nerviosa.
—Esperemos que algo lo haga. Entre tanto, hemos de volver a nuestra agenda. Sheridan, creo que te han interrumpido.
—Con las bolas en el aire —dijo el susurro de ventrílocuo.
—No me han interrumpido en realidad —dijo Kline con la inequívoca sonrisa de que podía sacar ventaja de cualquier cosa—. La verdad es que prefiero escuchar, sobre todo noticias que llegan de la escena del crimen. Cuanto mejor comprenda el problema, más podré ayudar.
—Como gustes, Sheridan. Hardwick, parece que has concitado la atención de todos. Podrías informarnos del resto de los hechos, con la máxima brevedad posible. El fiscal del distrito está siendo generoso con su tiempo, pero tiene muchos asuntos entre manos. Tenlo en cuenta.
—Muy bien, señores, hemos oído al jefe. Ésta es la versión comprimida, por una sola vez. Ni ensoñaciones ni preguntas estúpidas. Escuchen.
—¡Uf! —Rodríguez levantó las dos manos—. No quiero que nadie sienta que no puede hacer preguntas.
—Es una figura retórica, señor. Me refiero a que no quiero robarle más tiempo del necesario al fiscal del distrito. —El nivel de respeto con que articuló el título de Kline era lo bastante exagerado como para, al mismo tiempo, sugerir un insulto y permanecer ambiguamente seguro.
—Muy bien, muy bien —dijo Rodríguez con ademán de impaciencia—. Adelante.
Hardwick citó de forma rotunda los datos disponibles.
—Durante un periodo de tres o cuatro semanas antes del homicidio, la víctima recibió varias comunicaciones escritas de tono inquietante o amenazador, así como dos llamadas telefónicas: una tomada y transcrita por la recepcionista del instituto; la otra tomada y grabada por la víctima. Se distribuirán copias de estas comunicaciones. La mujer de la víctima, Cassandra (llamada Caddy), informa que en la noche del homicidio ella y su marido se despertaron a la una a causa de una llamada de teléfono de alguien que colgó.
Cuando Rodríguez estaba abriendo la boca, Hardwick respondió anticipándose a la pregunta.
—Estamos en contacto con la compañía telefónica para acceder a los registros de llamadas de fijo y de móvil de la noche del crimen y de los momentos de las dos llamadas anteriores. No obstante, dado el nivel de planificación implícito en la ejecución de este crimen, me sorprendería que el asesino dejara una pista telefónica útil.
—Ya veremos —dijo Rodríguez.
Gurney concluyó que el capitán era un hombre cuyo máximo imperativo era dar la sensación de que controlaba cualquier situación o conversación en la que se viera inmerso.
—Sí, señor —dijo Hardwick con ese toque de exagerada deferencia, demasiado sutil para que lo acusaran, a la que era adepto.
—En cualquier caso, al cabo de un par de minutos les molestaron sonidos cercanos a la casa, sonidos que ella describe como chillidos animales. Cuando volví y le pregunté otra vez sobre ello, dijo que podrían ser unos mapaches que se peleaban. Su marido acudió a investigar. Al cabo de un minuto, ella oyó lo que describe como una bofetada ahogada, y poco después ella misma fue a investigar. Encontró a su marido tumbado en el patio, junto a la puerta de atrás. La sangre se extendía en la nieve desde las heridas que tenía en la garganta. Ella gritó (al menos cree que gritó), trató de detener la hemorragia, no lo consiguió y corrió a la casa para llamar a Emergencias.
—¿Sabes si cambió la posición del cuerpo cuando trató de detener la hemorragia? —Rodríguez hizo que sonara como una pregunta trampa.
—Dice que no lo recuerda.
Rodríguez se mostró escéptico.
—Yo la creo —dijo Hardwick.
Rodríguez se encogió de hombros de un modo que concedía escaso valor a las creencias de otros hombres. Mirando sus notas, Hardwick continuó con su relato carente de emoción.
—La Policía de Peony fue la primera en llegar a la escena, seguida por un coche del Departamento del Sheriff y por el agente Calvin Maxon, de la comisaría local. Se contactó con el DIC a la 1.56. Yo llegué a la escena a las 2.20, y el forense llegó a las 3.25.
—Hablando de Thrasher —dijo Rodríguez, enfadado—, ¿ha llamado a alguien para decir que llegaría tarde?
Gurney examinó la fila de rostros de la mesa. Parecían tan habituados al extraño nombre del forense que nadie reaccionó. Nadie mostró tampoco ningún interés en la pregunta, dando a entender que el médico forense era una de esas personas que llegan siempre tarde. Rodríguez miró a la puerta de la sala de conferencias, por la cual Thrasher debería haber entrado diez minutos antes, montando en cólera por perturbar su agenda.
Como si hubiera estado acechando detrás de ella, esperando a que el humor del capitán hirviera, la puerta se abrió y entró en la sala un hombre desgarbado con un maletín bajo el brazo, un vaso de café en la mano y al parecer en medio de una frase.
—…retrasos en la construcción, hombres trabajando. ¡Ajá! Eso decían los carteles. —Sonrió con brillantez a varias personas—. Aparentemente la palabra trabajar significa estar allí de pie rascándose la entrepierna. Mucho rato. No veía que nadie cavara o pavimentara. Yo no lo he visto. Un montón de zopencos incompetentes que bloqueaban la calle. —Miró a Rodríguez por encima de unas gafas de lectura torcidas—. ¿No se supone que la Policía del estado debería hacer algo al respecto, capitán?
Rodríguez reaccionó con la sonrisa cansada de un hombre serio que se ve obligado a tratar con idiotas.
—Buenas tardes, doctor Thrasher.
El forense dejó maletín y café en la mesa, delante de la silla libre. Su mirada vagó por la sala hasta posarse en el fiscal del distrito.
—Hola, Sheridan —dijo con cierta sorpresa—. Empiezas pronto con éste, ¿eh?
—¿Tienes alguna información interesante para nosotros, Walter?
—Sí, la verdad es que sí. Al menos una pequeña sorpresa.
Rodríguez estaba ansioso por mantener el control de la reunión.
—Entonces, sólo para llevarla a un lugar hacia el que ya se encaminaba —dijo teatralmente.
—Bueno, veo aquí una oportunidad de sacar partido del retraso del doctor. Hemos estado escuchando un resumen de todo lo relacionado con el descubrimiento del cadáver. El último dato que he oído tenía que ver con la llegada del forense a la escena. Bueno, como acaba de llegar aquí, ¿por qué no incorporarlo a la narración?
—Gran idea —dijo Kline, sin retirar la mirada de Thrasher.
El forense empezó a hablar como si desde el primer momento su intención hubiera sido presentar su exposición en el momento de su llegada.
—Recibirán el espantoso informe escrito dentro de una semana, caballeros. Hoy les voy a dar el esqueleto.
Si aquello pretendía ser un chiste, caviló Gurney, pasó sin ser apreciado. Quizá lo repetía con tanta frecuencia que el público se había vuelto sordo.
—Un homicidio interesante —continuó Thrasher, estirándose hacia su vaso de café.
Tomó un largo y reflexivo sorbo y volvió a dejar el vaso en la mesa. Gurney sonrió. Esa cigüeña arrugada de cuello largo tenía gusto por la sincronía y el drama.
—Las cosas no son exactamente como parecían al principio —continuó el forense.
Hizo una pausa hasta que la sala estuvo al borde de explotar de impaciencia.
—El examen inicial del cadáver
in situ
inducía a la hipótesis de que la causa de la muerte había sido el seccionamiento de la arteria carótida por múltiples cortes y heridas de punción, infligidos con una botella rota, descubierta posteriormente en la escena. Sin embargo, los resultados iniciales de la autopsia indican que la causa de la muerte fue el corte de la arteria carótida por una sola bala disparada casi a quemarropa en el cuello de la víctima. Las heridas de la botella rota fueron posteriores al disparo y se infligieron después de que la víctima hubiera caído al suelo. Hubo un mínimo de catorce heridas de punción, quizás hasta veinte, varias de las cuales dejaron astillas de vidrio en el tejido del cuello. Cuatro de ellas atravesaron por completo los músculos y la tráquea, y aparecieron por la parte posterior del cuello.
Hubo un silencio en la mesa, acompañado de varias miradas intrigadas y de desconcierto. Rodríguez juntó las yemas de los dedos en forma de campana. Fue el primero en hablar.
—¿Un disparo?
—Un disparo —dijo Thrasher, con el alivio de un hombre que amaba descubrir lo imprevisible.
Rodríguez miró acusadoramente a Hardwick.
—¿Cómo es que ninguno de tus testigos oyó el disparo? Me has dicho que había al menos veinte huéspedes en la propiedad. Además, ¿cómo es que no lo oyó la mujer?
—Lo oyó.
—¿Qué? ¿Desde cuándo lo sabes? ¿Por qué no me lo habías dicho?
—Ella lo oyó, pero no sabía que lo había oído —dijo Hardwick—. Dijo que oyó algo como una bofetada ahogada. En ese momento no sabía qué había oído realmente, y a mí tampoco se me ocurrió hasta este preciso instante.
—¿Ahogada? —dijo Rodríguez con incredulidad—. ¿Me estás diciendo que usó un silenciador?
El nivel de atención de Sheridan Kline subió un peldaño.
—¡Eso lo explica! —gritó Thrasher.
—¿Qué explica? —preguntaron al unísono Rodríguez y Hardwick.
Los ojos de Thrasher brillaron de triunfo.
—Los rastros de plumas de ganso en la herida.
—Y en las muestras de sangre de la zona que rodeaba el cadáver. —La voz de la pelirroja era tan poco específica en cuanto a su sexo como su traje.
Thrasher asintió.
—Por supuesto, también estaría allí.
—Todo esto es muy sugerente —dijo Kline—. ¿Alguno de los que entienden lo que se ha dicho puede tomarse un momento para explicármelo?
—Plumas —atronó Thrasher, como si Kline fuera duro de oído.
La expresión de profunda perplejidad de Kline empezó a petrificarse.
Hardwick habló como si acabara de comprender la verdad.
—El amortiguamiento de los disparos combinado con la presencia de plumas sugiere que el efecto silenciador podría haberse producido envolviendo la pistola en alguna clase de material acolchado, tal vez una chaqueta de esquí o una parka.
—¿Estás diciendo que un arma puede silenciarse sólo metiéndola dentro de una chaqueta de esquí?
—No exactamente. Lo que estoy diciendo es que si empuño la pistola en una mano y la envuelvo una y otra vez (sobre todo en torno al cañón) con un material acolchado lo bastante grueso, es posible que alguien diga que el disparo suena como un bofetón, si lo escucha desde el interior de una casa bien aislada con las ventanas cerradas.
La explicación pareció satisfacer a todo el mundo menos a Rodríguez.
—Quiero ver los resultados de algunos test antes de creerme eso.
—¿No crees que fuera un silenciador real? Kline —sonó decepcionado.
—Podría haberlo sido —dijo Thrasher—. Pero entonces tendríamos que explicar todas esas partículas microscópicas de alguna otra forma.
—Así pues —dijo Kline—, el asesino dispara a la víctima a bocajarro.
—No a bocajarro —lo interrumpió Thrasher—. A bocajarro implica contacto entre el cañón y la víctima, y no hay indicios de eso.
—Entonces, ¿desde qué distancia?
—Es difícil decirlo. Había unas cuantas quemaduras de pólvora de punto único en el cuello, que situarían el arma a un metro y medio, pero las quemaduras no eran lo bastante numerosas para formar un patrón. La pistola podría haber estado incluso más cerca, con las quemaduras de pólvora minimizadas por el material que envolvía el cañón.
—Creo que no se ha recuperado ninguna bala. —Rodríguez dirigió su crítica a un punto en el aire situado entre Thrasher y Hardwick.
La mandíbula de Gurney se tensó. Había trabajado para hombres como Rodríguez, hombres que confundían su obsesión por el control con liderazgo y su negatividad con tenacidad.
Thrasher respondió primero.
—La bala no dio en las vértebras. En el tejido del cuello en sí no hay mucho que pueda frenarla. Tenemos un orificio de entrada y otro de salida; ninguno de los cuales fue fácil de encontrar, por cierto, con todas las heridas infligidas después.
Si estaba esperando cumplidos, pensó Gurney, no era el lugar adecuado. Rodríguez pasó su mirada inquisitiva a Hardwick, cuyo tono se situó de nuevo al borde de la insubordinación.
—No buscamos una bala. No teníamos razones para pensar que hubiera una bala.
—Bueno, ahora las tienes.
—Excelente observación, señor —dijo Hardwick con un atisbo de burla.
Sacó su teléfono móvil, marcó un número y se alejó de la mesa. A pesar de su voz baja, estaba claro que estaba hablando con un agente de la Escena del Crimen y solicitando que, de un modo prioritario, buscaran la bala. Cuando regresó a la mesa, Kline preguntó si había alguna posibilidad de recuperar una bala disparada en el exterior.