—El coronel Easterbrook tiene uno —dijo Bunch—. Lo guarda en el cajón de los cuellos.
—¿Como lo sabe usted, Mrs. Harmon?
—Me lo dijo Mrs. Butt. Es la que me ayuda diariamente a hacer la limpieza. Mejor dicho, dos veces por semana. Dijo que, puesto que el coronel era militar, resultaba natural que tuviese revólver.
—¿Cuándo le dijo a usted eso?
—Hace tiempo. Hará cosa de seis meses, creo.
—¿El coronel Easterbrook? —murmuró Craddock.
—Parece una de esas ruletas de feria, ¿verdad? —comentó Bunch con la boca todavía llena de alfileres—. Da vueltas y más vueltas y para en un sitio distinto cada vez.
—¡Dígamelo a mí! —exclamó Craddock.
—El coronel Easterbrook estuvo un día en Little Paddocks para dejar un libro. Hubiera podido engrasar las bisagras entonces, pero no vaciló en admitir que había estado allí. No hizo como Mrs. Hinchcliffe.
Miss Marple tosió discretamente.
—Ha de tener en cuenta los tiempos en que vivimos, inspector.
Craddock la miró sin comprender.
—Después de todo —añadió miss Marple—, usted es la policía, ¿eh? La gente no puede decirle todo lo que quisiera decir a la policía, ¿verdad?
—No veo yo por qué no —contestó Craddock—, a menos que tengan algún acto criminal que ocultar.
—Se refiere a la mantequilla —señaló Bunch, arrastrándose alrededor de la pata de la mesa para coger un trozo de patrón que volaba—. Mantequilla y trigo para las gallinas, y a veces, leche... y a veces, incluso un pedazo de tocino.
—Enséñale esa nota de miss Blacklock —dijo miss Marple—. Es de hace algún tiempo ya, pero parece una novela de detectives.
—¿Qué he hecho con ella? ¿Es ésta a la que te refieres, tía Jane?
—Sí —replicó con satisfacción—, ésta es.
Se la entregó al inspector.
He hecho averiguaciones: el jueves es el día —había escrito miss Blacklock—. A cualquier hora después de las tres. Si hay algo para mí, déjalo en el sitio de costumbre.
Bunch escupió los alfileres y se echó a reír. Miss Marple estaba observando el rostro del inspector.
La esposa del vicario asumió la tarea de dar una explicación.
—El jueves es el día en que una de las granjas de por aquí hace mantequilla. Le venden un poco a quien la quiere. Generalmente, es miss Hinchcliffe quien la recoge. Está muy bien relacionada con todos los granjeros, yo creo que porque cría cerdos. Pero todo es muy secreto, ¿sabe? Una especie de acuerdo local de intercambio. Una persona recibe mantequilla y manda a cambio pepinos o algo así, y alguna cosilla cuando matan un cerdo. Y de cuando en cuando, a un animal le ocurre un accidente y hay que sacrificarlo. Ya sabe usted lo que pasa. Sólo que, claro está, eso no se le puede decir claramente a la policía. Porque me imagino que este intercambio es ilegal, sólo que nadie lo sabe, en realidad. ¡El sistema de racionamiento es tan complicado! Pero supongo que Hinch entró en Little Paddocks y dejó una libra de mantequilla o algo así en el sitio de costumbre. Por cierto, que el sitio de costumbre es el bote de la harina que hay debajo del aparador. Y no tiene harina dentro.
Craddock exhaló un suspiro.
—Me alegro de haberlas venido a ver, señoras.
—Solía haber cupones de ropa también —dijo Bunch—. Generalmente no se compraban, eso no se consideraba honrado. Pero a las personas como Mrs. Butt, Mrs. Finch o Mrs. Huggins, les gusta tener algún vestido bonito de lana o un gabán de invierno que no esté demasiado usado, y pagan por él con cupones de racionamiento en lugar de con dinero.
—Más vale que no me cuente más —manifestó Craddock—. Todo eso va contra la ley.
—Entonces no debería haber leyes tan estúpidas —afirmó Bunch, otra vez con la boca llena de alfileres—. Yo no lo hago, claro está, porque a Julian no le gusta que lo haga, pero sé lo que pasa, naturalmente.
Una suerte de desespero se estaba apoderando del inspector.
—Todo esto parece tan corriente y vulgar —musitó—. Pequeñeces sencillas y hasta cómicas. Y, sin embargo, han matado a una mujer y a un hombre, y es posible que maten a otra mujer antes de que encuentre un solo indicio concreto que me permita entrar en acción. He dejado de preocuparme por Pip y Emma, de momento. Creo que debo concentrarme más bien en Sonia. Ojalá tuviera alguna idea del aspecto que tiene. Había una o dos instantáneas con las cartas, pero ninguna podía ser de ella.
—¿Cómo puede estar tan seguro? ¿Sabe quizá qué aspecto tenía?
—Miss Blacklock dijo que era pequeña y morena.
—Oh —murmuró miss Marple—, eso es muy interesante.
—Había una fotografía que me recordaba vagamente a alguien. Una muchacha alta, rubia, con el pelo recogido. No sé quién podría ser. En todo caso, Sonia no. ¿Usted cree que Mrs. Swettenham pudo ser morena de joven?
—No, no lo creo —dijo Bunch—. Tiene los ojos azules.
—Esperaba encontrar alguna fotografía de Dimitri Stamfordis, pero supongo que eso era demasiado pedir. Bueno —recogió la carta—, siento que no le sugiera nada, miss Marple.
—¡Ah, sí que me sugiere algo! —aseguró la anciana—. Sugiere muchas cosas. Vuélvala a leer, inspector, sobre todo la parte en que dice que Randall Goedler estaba investigando acerca de Dimitri Stamfordis.
Craddock se la quedó mirando.
Sonó el teléfono.
Bunch se levantó del suelo y salió al vestíbulo, donde, de acuerdo con la mejor tradición victoriana, habían colocado el aparato hacía muchos años y allí se había quedado.
Volvió a entrar en la habitación para decirle a Craddock:
—Es para usted.
Levemente sorprendido, el inspector salió sin olvidarse de cerrar la puerta.
—¿Craddock? Rydesdale al habla.
—Diga, señor.
—He estado examinando su informe. En la entrevista que celebró con Phillipa Haymes, veo que asegura firmemente que no ha visto a su marido desde que desertó del ejército.
—Así es, señor. Se mostró muy convincente. Pero, en mi opinión, no dice la verdad.
—Estoy de acuerdo con usted. ¿Recuerda el caso, hace diez días, de un camión que atropello a un hombre que fue trasladado al hospital de Milchester con conmoción cerebral y fractura de la pelvis?
—¿El individuo que rescató a una criatura de debajo de las ruedas de un camión y que acabó atropellado?
—El mismo. No llevaba documento alguno y nadie se presentó a identificarle. Daba la sensación de que, a lo mejor, era un fugitivo. Murió anoche sin recobrar el conocimiento. Pero ha sido identificado. Era un desertor del ejército, Ronald Haymes, ex capitán del regimiento de South Loamshire.
—¿El marido de Phillipa Haymes?
—Sí. Y a propósito, se le encontró en el bolsillo un billete del autobús a Chipping Cleghorn y una cantidad bastante respetable de dinero.
—¿Así que le sacó dinero a su mujer después de todo? Siempre creí que había sido él a quien Mitzi oyó hablar en el invernadero. Lo negó rotundamente, claro está; pero ese accidente, señor, sería antes de que...
Rydesdale le quitó las palabras de la boca.
—Si, lo llevaron al hospital el día 28. El atraco de Little Paddocks fue el 29. Eso elimina la posibilidad de que participara en el asunto, pero su esposa, claro está, no sabía una palabra del accidente. Es posible que pensara, desde el primer momento, que su marido estaba complicado en el atraco. Y callaría, como es natural. Después de todo, era su marido.
—Fue un acto muy valiente, ¿verdad, señor? —preguntó lentamente Craddock.
—¿Salvar la vida a la criatura? Sí, muy valiente. No creo que Haymes desertara del ejército por cobardía. Bueno, todo eso pasó ya a la historia. Para un hombre que había echado un borrón sobre su vida, fue una buena muerte.
—Me alegro por ella —dijo el inspector—. Y por su hijo.
—En efecto, no tiene por qué avergonzarse de su padre. Y la muchacha podrá volver a casarse ahora si quiere.
Craddock señaló con voz pausada:
—Estaba pensando, señor, que todo esto abre nuevas posibilidades.
—Más vale que le dé usted mismo la noticia, ya que se encuentra allí.
—Lo haré, iré ahora mismo. O quizá sea mejor que espere hasta que regrese a Little Paddocks. Podría resultar para ella un choque demasiado fuerte y, además, hay otra persona con la que me gustaría hablar primero.
Te pondré una lámpara al lado antes de irme —dijo Bunch—. Está tan oscuro. Creo que va a haber tormenta.
Levantó la pequeña lámpara y la colocó al otro lado de la mesa, para iluminar la labor de miss Marple sentada en la silla de respaldo alto.
Al extenderse el cable sobre la mesa, Tiglath Pileser, el gato, saltó sobre el cordón, lo mordió y le dio furiosos zarpazos.
—No, Tiglath Pileser, no debes hacer eso. Es realmente terrible. Fíjate, casi lo ha partido de un mordisco. Está pelado. ¿No comprendes, gatito idiota, que puede darte una descarga eléctrica si haces eso?
—Gracias, querida —dijo miss Marple, alargando la mano para encender la lámpara.
—No se enciende por ahí. Hay que apretar ese absurdo interruptor que hay a la mitad del cable. Espera. Quitaré las flores.
Movió el jarrón de rosas de Navidad por encima de la mesa. Tiglath Pileser, meneando la cola, alargó una pata juguetona y le dio un zarpazo a Bunch en el brazo. Ésta derramó parte del agua del jarrón, que regó la parte pelada del cable eléctrico y al propio Tiglath Pileser, que saltó al suelo con un bufido de indignación.
Miss Marple oprimió el interruptor en forma de pera. Donde el agua había caído sobre el cable descubierto, saltó un chispazo.
—¡Ay, Señor! —exclamó Bunch—. Un cortocircuito. Ahora supongo que nos hemos quedado sin luz en toda la habitación —probó las demás luces—. No funciona ninguna. ¡Qué estupidez que vayan todas con el mismo fusible! Y también se ha quemado la mesa. Malo, Tiglath Pileser, la culpa es tuya. Tía Jane, ¿qué pasa? ¿Te asustó?
—No es nada, querida. Sólo que vi repentinamente lo que debí haber visto antes.
—Iré a arreglar el fusible y traeré la lámpara del despacho de Julian.
—No, querida, no te molestes. Perderás el autobús. No quiero más luz. Sólo quiero estar sentada tranquilamente para pensar. Date prisa, querida, o perderás el autobús.
En cuanto se marchó Bunch, la anciana permaneció inmóvil un par de minutos. El ambiente de la habitación se había tornado bochornoso y opresivo como consecuencia de la tormenta que se preparaba fuera.
Miss Marple cogió una hoja de papel.
Escribió primero: ¿Lámpara? y lo subrayó.
Al cabo de un minuto o dos, escribió otra palabra.
El lápiz corrió luego por el papel, trazando breves y misteriosas notas.
En la oscura sala de Boulders, con el techo bajo y las ventanas cubiertas de celosías, miss Hinchcliffe y miss Murgatroyd estaban discutiendo.
—Lo que a ti te pasa, Murgatroyd —dijo miss Hinchcliffe— es que no quieres intentarlo.
—Te digo, Hinch, que ahora no consigo acordarme de nada.
—Escucha, Amy Murgatroyd, seamos un poco constructivas. Hasta ahora, no nos hemos distinguido demasiado como detectives. Me equivoqué por completo en la cuestión de la puerta. Tú no la mantuviste abierta para ayudar al ladrón, después de todo. ¡Quedas absuelta, Murgatroyd!
Miss Murgatroyd mostró una débil sonrisa.
—La suerte ha querido que la mujer que viene a hacernos la limpieza sea la única de Chipping Cleghorn que sabe callar —continuó miss Hinchcliffe—. Normalmente, me alegro de que así sea pero esta vez significa que trabajamos con desventaja. Todo el pueblo está enterado de que esa segunda puerta de la sala se usó y nosotras no nos enteramos hasta ayer.
—Sigo sin comprender cómo...
—Es muy sencillo. Nuestras primeras premisas eran acertadas. No se puede sostener abierta una puerta, agitar una linterna y disparar un revólver todo al mismo tiempo. Conservamos el revólver y la linterna, y eliminamos la puerta. Bueno, cometimos un error. Era el revólver lo que debíamos haber eliminado.
—Pero sí que llevaba revólver —dijo miss Murgatroyd—. Lo vi. Estaba en el suelo, a su lado.
—Cuando estaba muerto, sí. Todo está muy claro. Pero no fue él quien disparó ese revólver.
—Entonces, ¿quien lo hizo?
—Eso es lo que vamos a averiguar. Pero, quienquiera que fuese, tiene que ser necesariamente la persona que colocó un par de aspirinas envenenadas en la mesita de noche de Letitia Blacklock y, como consecuencia de ello, mató a Dora Bunner. De modo que como mínimo ya sabemos que Rudi Scherz no pudo ser, porque está más muerto que una momia. Fue alguien que estaba en la sala aquella noche del atraco, y probablemente alguien que también asistió a la celebración del cumpleaños de Dora. Con lo cual, la única persona a la que podemos descartar es Mrs. Harmon.
—¿Tú crees que alguien puso allí las aspirinas la tarde de la fiesta de Bunner?
—¿Por qué no?
—Pero, ¿cómo pudieron hacerlo?
—Todos fuimos al servicio, ¿no? —dijo miss Hinchcliffe groseramente—. Y yo me lavé las manos en el cuarto de baño por culpa de ese pastel tan pegajoso. Y la dulcísima Easterbrook se empolvó la mugrienta carita que tiene en la alcoba de la Blacklock, ¿eh?
—¡Hinch! ¿Tú crees que ella...?
—Aún no lo sé. Sería un tanto obvio si fue ella. No creo que si pensaras colocar unas pastillas envenenadas allí, dejaras que nadie te viese en esa alcoba. Ah, sí, oportunidades sobraron.
—Los hombres no subieron la escalera.
—Hay otra escalera en la parte de atrás. Después de todo, cuando un hombre sale de la habitación, nadie le sigue para comprobar si va adonde dice que va. ¡No resultaría delicado! Sea como fuere, no discutas, Murgatroyd. Tenemos que concentrarnos en el intento de asesinato. Ahora, para empezar, métete en la cabeza los datos, porque todo depende de ti.
Miss Murgatroyd se alarmó.
—¡Oh, Hinch, querida, tú ya sabes los líos que yo me armo!
—No se trata del cerebro, ni de esa pelusilla gris que tienes en la cabeza. Es cuestión de ojos. Se trata de lo que viste.
—Pero, ¡si yo no vi nada!
—Lo que a ti te pasa, Murgatroyd, como dije hace unos momentos, es que no quieres intentarlo. Ahora presta atención. Esto es lo que sucedió. Quienquiera que se la tenga jurada a Letitia Blacklock se encontraba en la sala aquella noche. Él (digo él porque resulta más fácil, pero no hay más motivos para creer que se trata de un hombre que de una mujer, exceptuando que los hombres son todos unos sinvergüenzas), bueno, él ha engrasado previamente la segunda puerta de la sala que se suponía clavada o algo así. No me preguntes cuándo lo hizo, porque eso sólo servirá para enredar las cosas. En realidad, escogiendo el momento, yo podría entrar en cualquier casa de Chipping Cleghorn y hacer lo que me diera la gana durante media hora o así, sin que nadie se enterase. Todo es cuestión de calcular dónde se encuentra cada una de las mujeres de la limpieza cuando los inquilinos están fuera, adonde han ido y cuánto rato estarán ausentes. Un simple trabajo de principiante. Y ahora, prosigamos.