Authors: Christian Cameron
Allí perdió su proceso, antes de que abriera la boca para suplicar.
Recuerda, la ley no actúa como un titán vengador. La asamblea votó para oír su caso, y nombró un jurado. Y allí mismo defendimos nuestras posturas… Esto no era Atenas, y nosotros no teníamos oradores a sueldo.
Tampoco teníamos cárcel ni guardias, ni escitas para coger a un hombre y amarrarlo.
Los jurados oyeron nuestras pruebas. Yo tenía algunas y estaba decidido a utilizar lo que había aprendido en Efeso y de Milcíades, por lo que llamé a testigos del valor de
pater
y de la cobardía de Simón, y Simón se retorció y sus hijos lanzaban miradas iracundas. Pero, cuando el sol empezó a ponerse en el cielo, los jurados fueron a sus casas a comer y la muchedumbre se desperdigó, y Simón y sus hijos emprendieron la marcha de regreso a la hacienda por la carretera.
Yo los seguí. Todos los hijos de Epicteto estaban conmigo, y Hermógenes y su padre, y los hijos de Mirón. Salvo la decisión de los jurados, el juicio había terminado. Los seguimos por la carretera y los acosamos hasta que llegaron a mi camino.
—¡Alto! —dije.
Ellos se encogieron.
—Simón —dije, y él se volvió. Estaba temblando. Sus hijos se apartaron de él, creo que con repugnancia.
—Coge tus bártulos y vete —dije—, o la ley te matará.
Él se dio la vuelta dándome la espalda, una sombra del hombre airado que estuvo una vez en el andrón de mi padre. Cariño, creo que lo que había hecho, lo había consumido, hasta que no quedó nada más que una concha airada, como la cara externa del estramonio comido por los gusanos.
Y esta es la lección. ¿Recuerdas que dije, cuando me senté en Oinoe, que había descubierto que puedes matar, violar y forzar a otros a tu voluntad?
Quizá puedas durante algún tiempo. Pero los dioses están allí. Ellos observan. No hacía falta que yo castigara a Simonalkes. Él llevaba en su rostro su fracaso, su cobardía, su alienación. Él no era plateo, aunque hubiese ocupado mi casa mientras yo era esclavo. Y yo… yo era bienvenido. Él vivió en el exilio en su propia casa y si yo fuese poeta, podría decir que había llevado Platea conmigo allí adonde fui.
Yo debía someterme al imperio de las leyes de los hombres y de los dioses.
Volví a la casa de Epicteto, y dormí bien.
Por la mañana, ninguno de los Corvaxos de Simón asistió al juicio. Los jurados enviaron a dos hombres a buscarlos.
Volvieron diciendo que Simón se había colgado de una correa de cuero de las vigas del techo de la fragua, los hijos se habían marchado y mi madre estaba demasiado ebria para hablar.
Y así, alrededor del mediodía de un hermoso día, subí aquella larga colina, dejando atrás los olivos, los establos y las vides. Bion y Hermógenes vinieron conmigo, así como Empédocles, más despacio, y Epicteto y sus hijos, y Mirón y sus hijos, y Draco y sus hijos.
Podía oír el enjambre de moscas sobre el cadáver en el taller.
Yo estaba adormecido.
Pero los hombres que estaban a mi alrededor me sostuvieron, como hacen en la falange cuando estás herido. Los escudos de su amistad me cubrieron. Las lanzas de su humor mantuvieron a raya a las furias. Estaban allí, sedientas de sangre, saboreando el cumplimiento de su tarea. Podía sentirlas en el aire.
Entramos en el patio y entonces mi hermana se echó en mis brazos, diciendo mi nombre una y otra vez.
Sostuve a Pen durante un largo rato y después la dejé de nuevo en el suelo.
—Todos vosotros sois mis vecinos y mis amigos —dije—. Pero necesito limpiar mi propia casa.
Todos los hombres que estaban allí, incluso los más jóvenes, asintieron. Hay cosas que solo puedes hacerlas tú mismo.
Nunca te prometí una historia feliz, cariño. Tiene partes alegres y partes tristes, como la vida misma.
Subí las escaleras a ver a
mater
. Estaba bebida, pero me conoció. Tenía un cuchillo, un buen cuchillo de bronce. Obra de
pater
. Había tratado de cortarse las venas varias veces y había sangre en sus sábanas y en sus brazos y, de forma un tanto incongruente, también había algo en sus pies. Su piel estaba avejentada y la sangre encontró arrugas por las que correr.
Estalló en lágrimas cuando me vio.
—¡Oh! —gimió—. Te daba por muerto cuando llegaste, y ahora soy, además, una cobarde.
Le cogí el cuchillo: mi fuerza contra su debilidad. Y después, con el agua de su mesa, la lavé y vendé los cortes —cortes insuficientes— que tenía en las muñecas.
—Él mató a
pater
—le dije.
—Lo sé —dijo ella. Levantó la cabeza, y volvió a aparecer una sombra de su orgullo—. Nunca les dejé que tuviesen a Pen —dijo. No era una excusa. Simplemente, una declaración.
Hay muchos tipos de fuerza, y muchos tipos de debilidad también.
Cuando estuvo limpia, llamé a Pen para que me ayudase a vestirla, y después fui a realizar mi siguiente tarea.
Entré en el taller, subí yo solo a las vigas y corté la correa de Simón, dejándolo caer. Olía como un ciervo recién muerto, todo sangre, carne y mierda. Era el olor de la caza y de las batallas. El olor que atrae los cuervos.
Subí el cadáver al carro y lo llevé —con apenas un pensamiento en la cabeza: decir la verdad— a través del valle, a la montaña. Pasé aquella noche en la tumba, con Idomeneo. Por la mañana, quemamos a Simón en la pira, con el ladrón muerto, y esparcimos sus cenizas sobre la tumba. Hombres destrozados, sacrificados. Pero ¿qué los destrozó?
Más tarde, Idomeneo había hecho que los criminales restregaran las piedras que rodeaban la tumba con escobas que hicieron ellos mismos. Di de comer a mis bueyes y me llevé los dos carros a casa.
Un hombre subía por la carretera desde Eleutera, con un
aspis
a la espalda y un gorro tracio estropeado en la cabeza. No lo conocía, pero sí su aspecto. Subía la colina como un hombre que estuviera realizando un trabajo importante y, cuando llegó a la tumba, sacó una cantimplora que llevaba bajo el brazo e hizo una libación. Después, colgó su
aspis
en el gran roble que está al lado de la cabaña.
—¿Está aquí el sacerdote? —preguntó. Su mirada estaba un poco perdida. Sus manos temblaban un poco.
Dejé los bueyes. Me senté con él en el escalón de la cabaña y le di algo de vino.
Estaba aún hablando de la campaña de Caria cuando llegó Idomeneo y se sentó con nosotros. El mercenario se llamaba Áyax y había conocido a Ciro y a Farnakes. Nos contó cómo murió Farnakes y sus manos temblaron. Había servido con los medos contra los carios. Sentado en la tumba del héroe en Beocia, aquello no tenía la menor importancia. Eramos hermanos, los tres, en una horrible hermandad de sangre derramada y de terror.
Cuando me fui, estaban llorando juntos. Ni se dieron cuenta cuando los bueyes salieron con paso cansino del claro. Llevé el carro sobre el Asopo y, cuando llegué a la bifurcación, me paré y respiré.
Me llevó cierto tiempo subir la colina. Sobre nuestra cancela había una corona de laurel, y había hombres en el patio, y una hoguera fuera de la fragua, y el viejo sacerdote estaba con Pen y Peneleo.
Me eché a reír.
—Estoy en casa —dije.
Su voz se extingue y ya he hablado bastante .La mano de tu estilo tiene que dolerte como la de un espadachín después de un largo combate, muchacho, Y tú, señora, debes de haber agotado tus rubores por ahora. Y tú, cariño, has bostezado más que un niño en clase. Aunque has sido lo bastante bondadosa para llorar por tu abuela.
Sí, hay más. Ven de nuevo tras la fiesta de Deméter, y te contaré cómo volví a encontrarme con Briseida, cómo perdí la hacienda y la recuperé de nuevo, cómo los hombres de Platea se enfrentaron a los medos en Maratón.
Es toda una historia.
El 1 de Abril de 1990 estaba en el asiento trasero derecho de un S-3B Vicking, en un vuelo rutinario de guerra antisubmarina del portaaviones
USS Dwight D. Eisenhower
. Pero no estábamos en cualquier sitio. Estábamos a poca distancia de la costa de Turquía, y en un vuelo sobrevolamos Troya o, más bien, Hisarlik, en Anatolia. Después, aquella misma tarde, pasamos sobre la costa de Lesbos y seguimos en paralelo a la costa de lo que Heródoto llamaba Asia. De vuelta a mí camarote, en la litera superior (mi litera, como oficial más moderno), había un ejemplar abierto de la
Ilíada
.
Nunca olvidaré aquel día, porque en mi pared hay una foto del destructor
Okrylennyy
[8]
, de la clase
Sovremenny
, al lado de un misil
Harpoon
[9]
de entrenamiento que disparé contra él desde más allá de su horizonte, utilizando nuestro magnífico radar
ISAR
. Por supuesto, no hubo ningún hecho de armas homérico —la Guerra Fría estaba feneciendo, o quizá ya muerta—, pero fue un triunfo profesional en aquella hora, y la foto del barco, enmarcada contra la bruma distante de la misma costa que contemplara las batallas de Mícala y Troya, adornarán mis paredes hasta que mi alma baje al inframundo.
Creo que
Sangre guerrera
nació allí. Me encanta el Egeo griego y turco, y su historia. Antes de que Saddam Hussein cayese, en agosto, mi grupo de combate del portaaviones disfrutó de un verano casi perfecto, navegando por el mar oscuro como el vino, donde combatieron griegos y persas.
Pero puede que naciera hablando con diversos excombatientes de Vietnam, al volver de aquella guerra —una guerra que quizá no haya sido peor que cualquier otra, aunque predominara en mi conciencia juvenil del conflicto—. Mi abuelo, mi padre y mi tío, todos ellos excombatientes, contaban cosas, cuando creían que yo no estaba cerca, que me llevaron a sospechar que, aunque muchos hombres puedan ser valientes, algunos son mucho más peligrosos, en combate que otros.
Más tarde aún, tuve el privilegio de prestar servicio con diversos hombres del mundo de las operaciones especiales, y llegué a saber que, incluso entre ellos —los
snake-eaters
—, solo unos pocos eran los
matadores
. Los escuché y me pregunté qué clase de hombre fue realmente Aquiles. O Héctor. Y empecé a preguntarme qué los hacía ser así y qué los mantuvo siendo así, y ese pensamiento me persiguió mientras volaba y prestaba servicio en África y contemplaba diversos conflictos y los efectos que tenían en todos los participantes en ellos, desde la primera guerra del Golfo hasta Ruanda y Zaire.
Sangre guerrera
es mi tentativa para comprender el interior de esos hombres.
Este libro ha sido, a la vez, muy fácil y muy difícil de escribir. De un modo u otro, he estado pensando en
Sangre guerrera
desde 1990; cuando me sentaba a trasladar mis reflexiones al ordenador, me parecía que el libro se escribía solo e incluso ahora, cuando mecanografío estas palabras finales, me asombro de lo mucho de él que estaba aguardando, preescrito, en mi cabeza. Pero el diablo está incluso en los detalles, y mis agradecimientos se refieren todos a la investigación y el estudio que se esconden tras esos detalles.
Las líneas generales de la historia de la revuelta jónica solo han llegado hasta nosotros a través de Heródoto y, en mucha menor medida, de Tucídides. He seguido a Heródoto en casi todos los aspectos, excepto en los detalles de cómo la pequeña ciudad-estado de Platea llegó a implicarse con Atenas. Para ser sincero, eso me lo he inventado, aunque esté basado en una teoría desarrollada a partir de cientos de conversaciones con historiadores aficionados y profesionales. En primer y destacado lugar, tengo que agradecer la aportación de Nicolás Cioran, que me exponía alegremente el extraño estatus de Platea cada día que nos ejercitábamos en el gimnasio y, a veces, combatíamos a espada. Mi entrenador y constante contrincante John Beck merece todo mi agradecimiento, tanto por una forma física enormemente mejorada, como por ayudar a hacerme una idea de cómo podría haber sido un auténtico entrenamiento para una vida de violencia en el mundo antiguo. Y mi compañera en la reinvención del antiguo combate griego a
xifos
, Aurora Simmons, merece, al menos, un agradecimiento parejo.
Entre los historiadores profesionales, he contado con la ayuda de Paul McDonnell-Staff y Paul Bardunias, de toda la hermandad de «RomanArmyTalk.com» y su comunidad web, y del personal del Royal Ontario Museum (que posee y comparte el único casco superviviente atribuible a la batalla de Maratón), así como del personal del Antikenmuseum Basel und Sammlung Ludwig, que posee el
aspis
antiguo mejor conservado y me facilitó magníficas fotos para utilizarlas en su recreación. Recibí también la ayuda del personal de la biblioteca de la Universidad de Toronto, en la que, cuando tengo suficiente dinero, estudio, y de la sobresaliente Metro Reference Library de Toronto. Todo novelista necesita vivir en una ciudad en la que sea gratuito con la tarjeta de la biblioteca el acceso universal al
JSTOR
. El personal de la Walters Art Gallery de Baltimore (Maryland, Estados Unidos), justo en la otra acera de la cañe del apartamento de mi madre, fue muy agradable y útÜ, aun cuando volviera por sexta vez a mirar el mismo casco. Y James Davidson, cuyo magnífico libro
Greeks and Greek Love
, me ayudó a pensar en las cuestiones escabrosas de la sexualidad en la Grecia antigua, también resultó muy útil a un novelista con demasiadas preguntas que hacer.
Por excelentes que sean como historiadores profesionales, y mi versión de las guerras persas debe mucho a gran cantidad de ellos, entre quienes destacan Hans Van Wees y Victor David Hanson, mis mayores elogios y agradecimientos tengo que dárselos a los historiadores aficionados que ñamamos «recreadores». Giannis Kadoglou, de Tesalónica, se ofreció voluntariamente a dedicarme dos días completos, conduciendo por la campiña griega, desde Atenas a Platea y vuelta, viaje que les encantó a mi hija de cinco años y a mi esposa, mientras traducía todo a la vista y quedando tan encantado con la antigua ciudad de Platea como yo mismo. Lo conocí en RomanArmyTalk, y este sería un libro muy diferente sin su pasión por el tema y su deseo incesante de corregir mis errores.
Pero Giannis no está solo y hay —literalmente— una falange de recreadores griegos que me han ayudado. Aquí, en mi zona de Norteamérica, tenemos un grupo conocido como los Plataeans —y esto, créanme, no es una coincidencia— y trabajamos concienzudamente en la recreación de la misma época y de la misma ciudad-estado tan prominentes en estos libros, desde las armas, las armaduras y el combate hasta los guisos, los oficios y las danzas. Si el lector o la lectora siente que estos libros revisten de carne y sangre los huesos desnudos de la historia —en la medida en que consiga hacerlo correctamente— es gracias a los esfuerzos de los hombres y mujeres que recrean conmigo y me enseñan, cada vez que nos reunimos, todas las cosas en las que no he pensado, que hacen sus investigaciones, sus construcciones y se entrenan a sí mismos. Gracias a todos vosotros, Plataeans. Y a todos los demás recreadores de la antigua Grecia, que me ayudaron a encontrar, hacer o construir diversas cosas.