Salamina (66 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Salamina
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—¡No vas a ir a ninguna parte! No permitiré que se mancille más la memoria de mi padre. —Ahora era Cimón quien parecía indignado. Volviéndose a Apolonia, dijo—: Sí, es cierto que Milcíades y los demás generales votaron por no enviar tropas a la isla de Eubea, pensando que podía resultar peligroso para nuestra ciudad. Sí, es cierto que los atenienses abandonamos a los eretrios. Pero ¿sabes quién convenció a mi padre para que lo hiciéramos? ¿Sabes quién le sugirió que el futuro de Atenas sería mucho más brillante si Eretria desaparecía de la faz de la tierra y dejaba de hacernos la competencia con sus barcos?

Apolonia no quería creer lo que estaba oyendo. Un frío que no había conocido ni en los momentos de mayor terror atenazaba su vientre, y la simiente de Temístocles parecía haberse congelado en su seno.

—¿Quién está obsesionado con los barcos? —insistió Cimón—. ¿Quién ha presentado decretos y más decretos para convertir a Atenas en una potencia naval? La misma persona que veía a Eretria como un adversario peligroso para el futuro al que había que eliminar. Aunque si eran otros los que hacían el trabajo sucio, mucho mejor. No seas ingenua, Apolonia. ¿Aún no sabes de quién te hablo?

Ella se volvió hacia Temístocles. Buscaba en su rostro algún gesto, incredulidad, indignación, estupor por las palabras de Cimón. Pero su semblante era una máscara helada y sus ojos, muy abiertos, miraban a Cimón fijamente.

—¡Mírame a mí! —dijo Apolonia—. ¿Es verdad lo que dice? Muy despacio, Temístocles volvió la cara hacia ella, pero no contestó.

—¿Es verdad? —dijo Apolonia. La vista se le estaba enturbiando, porque las lágrimas le arrasaban los ojos. Se odió a sí misma por llorar. Quería ser fuerte, sobre todo delante de Cimón. Se sentía una estúpida—. ¿Tú nos entregaste? ¿Tú entregaste a mi esposo, que te había alojado en su casa? ¿Traicionaste a tu próxeno?

Temístocles pestañeó una vez, muy despacio. Ella sabía que estaba entrenado para no delatarse con sus gestos. Pero aquel único parpadeo le bastó para comprender que quien no mentía allí era Cimón.

Todo el calor que había sentido antes por Temístocles se había desvanecido. De pronto, pensó que tras esos ojos oscuros como el carbón no había nada. Recordó la primera vez que la miraron, en aquella playa de Eretria, cuando se atrevió a coger a Nesi en brazos. ¡Después de ser el causante de la muerte de su padre! Apolonia suplicó a los dioses que le permitieran desmayarse y que alguno de ellos tuviera la bondad de envolverla en una nube y llevársela de allí.

Pero que no fuera Atenea. Porque Atenea la había puesto en manos de ese hombre.

Abrió la mano para abofetear a Temístocles, pero por el camino le pareció poco, cerró el puño y le golpeó con todas sus fuerzas. Cuando se miró la mano, tenía sangre. Era la suya: se había topado con un diente y se había abierto una raja en el nudillo.

El golpe hizo volver la cabeza a Temístocles un instante, pero enseguida volvió a mirarla. Apolonia no podía creerlo. Ella, la traicionada, no tuvo más remedio que apartar los ojos de él, pues no era capaz de aguantarle la mirada. Se volvió hacia Cimón. Esperaba encontrar una sonrisa de triunfo en su rostro, pero el hijo de Milcíades estaba tan serio como Temístocles. Por fin, ya que ninguna divinidad se dignaba sacarla de allí, se dirigió a la puerta de la empalizada. La calle que subía a su casa —¿su casa?— era un confuso borrón entre las lágrimas.

Cuando Apolonia se hubo ido, Temístocles se dirigió a Cimón.

—¿Estás ya contento? ¿O todavía es necesario que me saques los ojos y me eches sal dentro? Cimón respiró hondo. Se arrepentía de no haber controlado su lengua. Las palabras que acababa de pronunciar no beneficiaban a nadie, y tampoco lavaban del todo la memoria de su padre.

—Lo siento, Temístocles. Me he dejado llevar por la ira. De nada me sirve que tengas problemas con Apolonia, te lo juro.

—¿Y de qué te sirve todo lo demás? ¡Llevo años luchando por conseguir la mejor flota de toda Grecia para defendernos del bárbaro, y tú me la has arrebatado! ¿Qué has conseguido con ello? ¿Crees que los eupátridas que quieren hundirme te lo agradecerán? ¿Es que no recuerdas cómo arrinconaron a tu padre como si fuera un barco viejo?

Cimón no estaba acostumbrado a ver a Temístocles así. Sus ojos parecían más grandes que nunca y brillaban como ascuas.

—Cálmate. Lo que he hecho ha sido por el bien de Atenas.

—¡Lo has hecho por tu propio interés!

—Yo también tengo mis legítimas ambiciones. ¿Qué pretendías, convertirte en un nuevo tirano con poder absoluto sin que los demás nos opusiéramos?

—¡Has condenado a nuestra ciudad!

—¿Por quitarte a ti algo de poder? No seas soberbio, Temístocles. El ombligo del mundo es Delfos, no tú.

Temístocles se acercó más a Cimón y le clavó el dedo en el pecho. Aunque era más bajo que él, Cimón retrocedió intimidado. El fuego que ardía en los ojos de Temístocles daba miedo.

—Sólo hay una persona en el mundo que puede detener a Jerjes. Y esa persona soy yo.

—¿He dicho soberbio? ¡Estás loco, Temístocles! Y a los locos como tú los dioses les cortan la cabeza.

Temístocles respiró hondo, cerró los ojos un instante y luego volvió a mirarle. Su voz volvía a ser fría y controlada, lo que aún dio más miedo a Cimón.

—Detendré a Jerjes. El problema es que ahora tendré que hacerlo por encima de todos vosotros. Pero no te engañes, Cimón. Este es mi momento, y ni tú ni nadie me lo arrebatará.

Paso de las Termópilas, 18-20 de agosto

D
urante el consejo de guerra, Artemisia se dio cuenta de que Jerjes estaba contrariado, aunque el férreo protocolo al que la tradición y su propia forma de ser lo sometían le impedía demostrarlo. Entre los demás generales, que no tenían por qué cohibirse tanto, más de uno mostraba su disgusto con sonoras maldiciones.

No era para menos. Llevaban ya cinco días estancados en las Termópilas. Cuando la vanguardia de la Spada llegó a aquel desfiladero que separaba Tesalia de Grecia central, descubrieron que los griegos se habían decidido por fin a ofrecer resistencia. Mardonio primero envió exploradores para reconocer el terreno y luego emisarios para parlamentar. De ese modo se enteró de que los aguardaba allí un ejército espartano, dirigido por uno de sus dos reyes, al que se habían unido otras tropas del Peloponeso, más locrios y focios que veían su tierra amenazada por la cercanía de los persas. Al tratarse de un contingente importante, el general no se atrevió a robarle a Jerjes el privilegio de mandar ese ataque. Por ese motivo había tenido que aguardar a que llegara su división, lo que había supuesto cuatro días de espera.

Jerjes había aparecido al atardecer del cuarto día. En cuanto llegó, lo primero que hizo fue enviar un heraldo a los espartanos para exigirles que le entregaran sus armas. La respuesta que recibió,
«Ven a cogerlas»
, le complació sobremanera, pues estaba deseando presenciar una batalla de verdad. Después de varios meses de campaña, aún no habían estallado las auténticas hostilidades. Antes de salir de Macedonia, las tropas persas habían limpiado los caminos que rodeaban el monte Olimpo tanto por la parte del mar como por la que daba al interior del país, desbrozándolos no sólo de árboles y maleza, sino también de enemigos. Pero eran partidas de bandidos montañeses más que verdaderos soldados, y poca gloria podían aportar a su ejército.

En Tesalia les habían informado de que probablemente encontrarían resistencia en aquel desfiladero. Artemisia no estaba del todo convencida. Si la
Spada
se movía con lentitud, la reacción de los griegos ante su invasión parecía todavía más morosa. Entre los oficiales se cruzaban apuestas: algunos decían que llegarían a Atenas sin disparar una flecha, mientras otros auguraban que conocerían a las espartanas, tan afamadas por su belleza, antes que a sus esposos.

Mas no había sido así. Los griegos habían demostrado por fin algo de valor. Ese mismo día, el quinto de detención en las Termópilas, Jerjes hizo que le instalaran un sitial en un punto elevado para contemplar cómo su ejército aplastaba a los rebeldes griegos. Por la mañana atacaron medos, cisios y sacas. Tras sufrir cuantiosas bajas, se retiraron sin tomar la posición. Por la tarde, Jerjes decidió recurrir directamente a sus tropas de élite y envió a tres batallones de los Diez Mil, ya que era imposible desplegar más en el angosto campo elegido por los espartanos. Los llamados Inmortales tampoco habían conseguido ganar ni un palmo de terreno. Pero sabían que tenían la mirada de su rey clavada en la nuca, por lo que, en lugar de abandonar como los hombres que habían combatido por la mañana, siguieron estrellándose, oleada tras oleada, contra los escudos griegos, mientras los cadáveres de sus compañeros se amontonaban a sus pies.

—Nuestras tropas no tienen el armamento adecuado para luchar cuerpo a cuerpo con los griegos en un espacio tan reducido —dijo Hidarnes. El mismo había tenido que dar la orden de retirada, pues temía perder de golpe a aquellos tres mil bravos guerreros si se empecinaba en quebrar de frente la posición espartana.

Artemisia habría podido explicarles que, efectivamente, en un combate cerrado, falange contra falange, los escudos de cuero y mimbre y las lanzas de dos metros ofrecían serias desventajas contra broqueles de roble chapados en bronce y picas de dos metros y medio. Ella misma había visto el resultado de aquel choque en Maratón. Para aprovechar su superioridad numérica y la maniobrabilidad de sus tropas, los persas necesitaban espacio y distancia. Algo que las Termópilas no les ofrecían.

En el campamento imperial, situado entre la ciudad de Traquis y las aguas del golfo Malíaco, ya se empezaban a encender las antorchas. El consejo de guerra se estaba celebrando en el pabellón rojo de Jerjes. Las otras dos tiendas ya habían llegado, pero esta vez nadie las había despachado en vanguardia, pues el tapón que formaban los griegos lo impedía. La amarilla permanecía guardada en sus fardos, mientras que la azul se había montado en el extremo norte del campamento, lo más lejos posible del desfiladero, y allí se alojaban la esposa y los hijos del Gran Rey, junto con las mujeres que había traído del harén real.

Artemisia volvió a mirar de reojo a Jerjes. Mientras los demás debatían, él permanecía aparte, sentado en el mismo sillón que utilizaba en los banquetes y con los pies en el escaño. En la mano derecha sujetaba un largo cetro que llegaba hasta el suelo, mientras la izquierda reposaba sobre su muslo. Detrás de él había un sirviente con una toalla, otro que abanicaba un ancho flabelo para aliviar el calor y un tercero que portaba las armas de Jerjes, un hacha de guerra en la mano derecha y un arco de madera y marfil en la izquierda.

Si no fuera porque a veces le brillaba la frente y el criado de la toalla se apresuraba a enjugar el sudor real, podría haber parecido que se trataba de una estatua, uno de los relieves que lo representaban en los acantilados de su patria. No era extraño que sudara, pues estaba envuelto en varias capas de ropa, y toda ella muy pesada: los pantalones, las botas de piel de gamo, la túnica de amplias mangas y, por si faltaba algo, un manto púrpura bordado con halcones dorados que parecían a punto de atacarse con sus picos.

Era evidente que para Jerjes no había nada más importante que su dignidad. Sólo de pensar en permanecer inmóvil tanto tiempo como él, a Artemisia le entraban picores desde el cuero cabelludo hasta la planta de los pies. Ella misma estaba sudando, pese a que iba descalza y a que su uniforme griego le permitía llevar los brazos y las piernas al descubierto. En los últimos meses pocas veces había vestido de mujer. Tenía comprobado que si los demás la veían con uniforme militar tomaban más en cuenta sus opiniones.

Los generales discutían en torno a una mesa sobre la que habían colocado una artesa rectangular llena de arena de playa, humedecida y compactada. Mardonio, que tenía buen ojo para la topografía, había dibujado en ella un tosco boceto del desfiladero siguiendo las indicaciones de Efialtes. Éste, que se hallaba presente en la reunión, era natural de Traquis y, como tantos otros miembros de las oligarquías locales, había abrazado con devoción el partido de los persas.

En la parte izquierda del mapa aparecía un aspa que representaba su campamento. La costa seguía hacia el este, más o menos en línea recta. Sobre esa línea quedaba el mar y por debajo se levantaba la sierra del Eta. Entre la costa y la montaña corría el desfiladero, de unos cinco kilómetros de longitud.

—Ésta es la Primera Puerta —dijo Efialtes, señalando un estrechamiento en el sendero.

Esa posición estaba en su poder, principalmente porque los griegos habían renunciado a defenderla. La Primera Puerta daba paso a un pueblo que sus habitantes habían abandonado, Antela, y a una explanada de forma vagamente triangular donde se podían desplegar varios batallones. Allí había unas fuentes termales que daban su nombre a todo el paraje, «Puertas Calientes». Según la leyenda, Heracles se había arrojado a esas aguas poco antes de su muerte, cuando la túnica empapada en la sangre del centauro Neso le estaba abrasando la piel. En realidad, el héroe era culpable de su propio sufrimiento. Si la sangre de Neso estaba emponzoñada era porque Heracles le había clavado una flecha impregnada, como todas las de su carcaj, en la sangre corrosiva de la Hidra de Lerna, un dragón de nueve cabezas al que había dado muerte al principio de sus célebres trabajos. Ni el frío del agua había conseguido mitigar el dolor del héroe, que acabó inmolándose en una pira sobre el Eta. Pero el calor de su cuerpo había pasado al manantial, y ahora, curiosamente, sus aguas sulfurosas resultaban muy saludables para los dolores de huesos.

El triángulo se cerraba al oeste en otro estrechamiento, la Segunda Puerta. Por muchas unidades que se desplegaran en la explanada, allí podía penetrar como mucho un batallón de mil hombres, y eso comprimiendo sus filas.

—Aquí es donde está el muro —señaló Hidarnes, el único de los presentes que se había acercado a él.

—Ese muro lleva mucho tiempo en ruinas —dijo Efialtes por medio del intérprete.

—Lo han reparado —dijo Hidarnes—. Pero lo han hecho de una forma muy rara. En vez de cerrar el camino en perpendicular, lo han construido en oblicuo, de modo que queda una zona de paso entre la muralla y el acantilado.

Tenía su lógica, pensó Artemisia. Seguramente los espartanos habían levantado ese muro para proteger su campamento y contentar a sus aliados. A ellos no les gustaban los parapetos. Su forma de hacer la guerra no consistía en defenderse sobre murallas, ya que su ciudad no las tenía, y preferían disponer de suelo bajo sus pies para maniobrar.

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