Ante el pabellón se extendía una larguísima alfombra púrpura, flanqueada a ambos lados por melóforos que montaban guardia, inmóviles como relieves tallados. Los oficiales dejaron paso a Artemisia sin pedirle salvoconducto, pues la amazona griega era de sobra conocida.
Aquella tienda era conocida como «la amarilla» por el color de su lona. El trabajo de desmontarla y volverla a montar llevaba prácticamente un día entero, lo que hacía imposible trasladarla a tiempo al lugar donde se pernoctaba. Pero Jerjes debía alojarse siempre en un lugar acorde con su dignidad, por lo que utilizaba dos pabellones más, uno rojo y otro azul, no tan lujosos ni grandes como el amarillo. De ese modo, cuando el rey partía por la mañana, en el lugar donde iba a pasar la noche ya estaban terminando de montar una tienda para él. Mientras, otros sirvientes limpiaban el pabellón que acababa de utilizar, lo desmontaban y plegaban, y enviaban los más de cien fardos a lomos de veloces caballos para que adelantaran a la comitiva real y llegaran con la antelación suficiente a un nuevo emplazamiento.
Artemisia y sus hombres pasaron bajo un enorme toldo decorado con guirnaldas de flores y borlas doradas, y entraron directamente en la gran sala. Aquella estancia era una auténtica
apadana,
un bosque de postes de cedro tallados que sustentaban la carpa a más de cinco metros sobre sus cabezas. Al pie del mástil central y por delante del cortinón que separaba la sala del resto de la tienda, estaba la mesa donde se sentaría el Gran Rey cuando entrara, junto a sus favoritos. A partir de ahí, las mesas de los invitados formaban semicírculos concéntricos en anillos decrecientes de influencia y poder. En cuanto Artemisia entró, un sirviente le salió al encuentro para indicar dónde debían acomodarse sus hombres, junto a la lona. Pero a ella, a la que el criado saludó con una profunda reverencia, le correspondía la propia mesa real, algo que la halagó sobremanera.
Había cientos de invitados, sentados sobre gruesos cojines hombro con hombro, y también reclinados en divanes al estilo griego. La tienda estaba iluminada por lámparas y candelabros que colgaban del techo; aunque aún no había anochecido, la lona era gruesa y apenas dejaba pasar la luz del exterior. Por toda la sala se veían pebeteros que ardían sin apenas llama, pues no era cuestión de elevar más la temperatura de la tienda. Dos esclavas vestidas de verde pasaban entre ellos y quemaban un incienso diferente cada cierto rato, jugando con los aromas del mismo modo que un cocinero experimenta con los sabores de sus platos. Los postes de la tienda exhalaban la suave fragancia propia del cedro, que servía además para repeler los insectos. También contribuían a reducir el número de moscas y mosquitos los ruiseñores que revoloteaban por la tienda y de paso alegraban a los comensales con sus trinos. Antes de soltarlos de sus jaulas, los criados los habían espolvoreado con flores trituradas y rociado con aromas diversos, de modo que cuando un pájaro cruzaba volando a su lado, Artemisia casi podía ver en el aire la estela de perfume que dejaba a su paso.
Su fina nariz captó más olores conforme fue atravesando la tienda y sorteando mesas, triclinios y almohadones. Los invitados se habían perfumado con mil esencias florales, y también con algalia, almizcle y resinas diversas. Pero mezclada con esa nube de aromas se podía oler la transpiración colectiva. El calor hacía sudar a todos bajo sus lujosas ropas, pese a que un ejército de esclavos abanicaba a los comensales con flabelos de piel y grandes plumas de avestruz. Al menos era un sudor reciente, entre dulzón y salado; igual que ella, los invitados se habían bañado para acudir a la fiesta. Era mucho peor el hedor, entre rancio y agrio, del sudor ya revenido que se palpaba en la flota. Paradójicamente, los marineros, aunque tenían el agua más cerca que los soldados, eran más reacios a la higiene personal, y algunos podían pasar meses enteros sin acercar un poco de agua a sus peludas axilas.
—¡Artemisia! Miró a su derecha. Allí, sentados en cojines alrededor de unas mesitas, había unos marineros licios, ataviados con pieles de cabra y gorros de fieltro con plumas. Con ellos estaba un griego al que recordaba de sobra, aunque no se alegró demasiado de encontrarlo de nuevo. Era Esquines de Eretria. Al verla, se levantó para saludarla y le tomó ambas manos.
—¡Estás más bella que nunca! —le dijo—. Si tu diosa patrona me perdona por decirlo, deberías llamarte Afrodisia y no Artemisia.
Esa broma ya se la había gastado antes, cuando era su anfitrión en Susa. En aquellos días de espera y aburrimiento, Artemisia incluso sopesó acostarse con él, pero al final se había resistido a sus insinuaciones. Aunque Esquines era alto y delgado, conservaba todo el pelo y tenía los rasgos rectos y proporcionados, había algo en él que le repelía.
—Permite que te presente a mi amigo —dijo Esquines—. Damasitimo, hijo de Candaules y rey de Calinda.
El licio, un hombre obeso que sudaba profusamente bajo su túnica amarilla, la saludó desde el cojín. Artemisia no lo conocía, aunque viajaba en la flota. Pero con casi mil trescientos barcos, no resultaba extraño.
—Alguien me ha contado que resolviste por fin tus pequeñas dificultades domésticas —dijo Esquines. Ahora que recordaba Artemisia, eso era lo que más le desagradaba de él. Siempre presumía de estar enterado de todo y sembraba su conversación de insinuaciones—. Al parecer, tú y el gran Jerjes habéis desarrollado una relación muy fructífera. ¿La compartirás con tus amigos?
—Por supuesto —dijo Artemisia, regalándole la más falsa de sus sonrisas—. En cuanto nuestro rey dé su merecido a los atenienses y a los demás rebeldes, espero que vengas a Halicarnaso a gozar de mi hospitalidad.
—Será un placer indecible, mi señora, pero ¿tanto tiempo tendré que esperar para disfrutar bajo tu techo?
—Señora, si me permites... —les interrumpió el criado que debía conducirla a la mesa real y que llevaba un rato haciendo ostensibles gestos de impaciencia.
Artemisia agradeció aquella interrupción y se alejó de Esquines, quien antes de irse se la comió con los ojos sin el menor disimulo.
Por fin, el criado la puso en manos de Mitradates, que se había convertido en chambelán tras la muerte, natural o no, de su predecesor Artasiras. El eunuco seguía tan guapo como antes, aunque había engordado un poco. Saludó obsequioso a Artemisia, que no pudo evitar acordarse de que aquel hombre la había visto fornicar con el Gran Rey y tan desnuda como vino al mundo.
El propio Mitradates la acomodó en la mesa real. En el centro había un sitial vacío, un lujoso sillón de cedro tallado con incrustaciones de marfil y lapislázuli. Pero el resto de los comensales se sentaba en mullidos almohadones con las piernas cruzadas. El cojín de Artemisia estaba seis puestos a la izquierda del trono, algo que consideró un gran honor, pues todos esos asientos intermedios estaban ocupados por parientes de Jerjes, ilustres miembros del linaje Aqueménida.
El hombre que se sentaba a la izquierda de Artemisia, en cambio, era griego. Llevaba las trenzas largas y la barba recortada típicas de los espartanos. Artemisia le calculó cerca de sesenta años. En el ceño y bajo los pómulos tenía arrugas rectas y profundas como cuchilladas, y el gesto triste.
—Mi señora —dijo el chambelán—, permite que te presente a Damarato, legítimo rey de Esparta y fiel vasallo de nuestro señor Jerjes.
Artemisia había oído algo de la historia. Al parecer, uno de los dos soberanos que reinaban ahora en Esparta había conseguido el puesto expulsando a Damarato con la ayuda del oráculo de Delfos.
Como tantos otros tiranos o políticos desterrados de Grecia, Damarato se había refugiado en la corte de Jerjes. Eso explicaba en parte la melancolía de su mirada, aunque Artemisia estaba convencida de que en Esparta no habría vestido una túnica con franjas de púrpura de Tiro ni habría llevado una torques de oro macizo al cuello.
Por fin, las cortinas que daban al interior de la tienda se abrieron y tras ellas apareció el heraldo real. Cuando golpeó el suelo para llamar la atención, las gruesas alfombras absorbieron el impacto de la contera de oro. Aun así, los súbditos de Jerjes se levantaron para dar la bienvenida a su señor.
—¡Jerjes el Gran Rey, Rey de Reyes, Rey de las Tierras, hijo de Darío, el Aqueménida! Jerjes, ataviado con una túnica cargada de pedrería que, por su aspecto, no debía pesar menos de diez kilos, se acercó con paso solemne al sitial. Los invitados que estaban más lejos de él, y por lo tanto más distantes en la escala social, clavaron las rodillas en el suelo, y algunos de ellos incluso tocaron con la frente las alfombras. Los súbditos nobles, en cambio, lo saludaron con una profunda reverencia enviándole besos silenciosos con la mano derecha.
Para sorpresa de Artemisia, Jerjes había entrado acompañado por su esposa Amestris. Ella se sentó en un cojín, un poco por detrás del rey, mientras éste ocupaba el sitial. Un criado cuya única función era ésa se apresuró a poner bajo sus pies un escabel dorado y tapizado de terciopelo, el mismo que utilizaba cuando descendía del carro real.
En el fondo de su corazón, siguen siendo nómadas
, pensó Artemisia al ver a Amestris. Por eso lucían tanto oro encima y se hacían acompañar de sus esposas y concubinas. Preferían llevar encima sus bienes que confiarlos a la supuesta seguridad de sus casas y palacios.
Por orden, los comensales que se sentaban en la mesa real pasaron a rendirle sus respetos. El primero, como anfitrión, fue Alejandro, y después desfiló Mardonio. Todos ellos besaron los labios del Gran Rey, pues tal era el privilegio de los
bandaka
.
—Es tu turno, noble Artemisia —le susurró Mitradates.
Artemisia se acercó al sitial de Jerjes y se inclinó sobre él para alcanzar su rostro. Él sonrió con amabilidad, como había hecho con sus demás nobles, y se dejó besar. Fue un roce muy rápido en los labios que apenas podría llamarse beso. Sin embargo, a Artemisia le pareció ver de reojo que Amestris le dirigía una mirada de odio. A ella, por su parte, se le aceleró el corazón. Ignoraba si se debía al miedo, la atracción morbosa por el Gran Rey, la solemnidad del momento o todas esas razones juntas.
El banquete empezó por fin. Criados de ambos sexos, seleccionados por su belleza, trajeron bandejas, fuentes, escudillas y copas de vidrio y metales preciosos. No sólo había carne asada en abundancia, tanta como para alimentar al triple de los invitados allí reunidos, sino también platos más refinados, propios de la cocina babilonia. A los aromas que ya flotaban en la enorme tienda se sumaron los de la comida humeante, las salsas y las especias. Algunas de ellas eran tan picantes que los comensales macedonios o griegos que las probaban se ponían rojos como la púrpura y rompían a toser y a sudar, entre grandes carcajadas de los demás.
Alejandro y Mardonio estaban sentados a la derecha de Jerjes, aunque, por supuesto, en una posición inferior. En realidad, el Gran Rey no compartía la mesa con los demás, pues le hubiera sido imposible alcanzar las bandejas desde su trono. Los camareros le iban ofreciendo platos, y él picaba siempre algo de ellos: una loncha de pato con dátiles, un trozo de cordero especiado en salsa de menta, una pizca de pastel de queso, miel y cebolla, un bocado de tenca a la brasa. Después de degustar el plato, le indicaba al camarero en cuestión a cuál de sus invitados debía llevárselo, y la persona que recibía tal atención se levantaba, hacía una reverencia y en ocasiones pronunciaba algunas palabras de agradecimiento retóricas y pomposas.
Era la primera vez que Artemisia asistía a un banquete del Gran Rey. El protocolo la tenía fascinada. Los invitados favorecidos por Jerjes comían del manjar con que les honraba Jerjes, no sin darlo a probar también a sus comensales más cercanos. Pero después se quedaban con el recipiente, que siempre era muy valioso. La primera bandeja que entregó Jerjes era de oro macizo, y su destinatario fue el rey Alejandro. Se trataba de una pequeña muestra de justicia: varias de las piezas que pasaron por delante de Artemisia eran macedonias, pues entre las obligaciones de los anfitriones no sólo estaba proveer de alimentos a la
Spada
, sino también suministrar el menaje necesario para las fiestas del Gran Rey. Que, evidentemente, nunca lo devolvía.
Jerjes se servía de esa dadivosidad para mostrar su favor y dejar claro cuál era el escalafón en la corte. Además, comprendió Artemisia, era una forma de pagar a los nobles que le habían seguido a la guerra, pues ellos también debían afrontar grandes dispendios. Bien lo sabía ella, que llevaba gastados cuarenta talentos en su pequeña flota, más las pagas de los soldados de infantería, que ascendían a casi diez mil dracmas al mes.
Al cabo de un rato, sintió la mirada de Jerjes, que cuchicheaba con Mitradates. El eunuco en persona, y no un simple camarero, se acercó a Artemisia con una escudilla de electro decorada con la imagen del rey, que se repetía no menos de veinte veces en finas láminas de oro. Aún más valiosa era la copa que también le ofreció, el mismo ritón con la cabeza de grifo del que había bebido la noche que compartió el lecho con Jerjes.
Artemisia hizo una reverencia y agradeció el favor del rey con unas palabras en persa, lo que le ganó muchos aplausos, pues era raro encontrar griegos que se defendieran bien en la lengua irania.
Por tal motivo, entre los camareros no hacían más que desfilar intérpretes para terciar en las conversaciones de los invitados.
La escudilla contenía una ensalada de lonchas de lomo de ternera casi transparentes sobre verduras crujientes y pétalos de flores, acompañada por una salsa muy suave. Jerjes, o quien hubiera elegido el plato, había tenido la delicadeza de escoger uno ligero y poco abundante, de modo que para Artemisia no fue ningún problema vaciar la escudilla. Cuando terminó, una camarera vino a recogerla.
—Mañana lo tendrás todo limpio, señora —le dijo.
Aparte de músicos que se sucedían pieza tras pieza, amenizaban el banquete volatineros, acróbatas y tragafuegos. Cuando ya casi todo el mundo estaba ahíto, salvo los voraces tracios, Mitradates dio unas palmadas. Delante de la mesa real los criados apartaron unas mesas, entre las protestas de sus ocupantes, para despejar un amplio espacio sobre las alfombras.
—¡Majestad! ¡Nobles invitados del Gran Rey Jerjes! —anunció el eunuco—. ¡Permitid que os presente a los bravos espartanos, los guerreros más afamados de Grecia! Entre el jolgorio general, aparecieron en la tienda diez hombres de aspecto atlético y alturas parejas. Venían envueltos en mantos rojos, los yelmos corintios que llevaban apenas dejaban ver sus rostros y sus brazos sostenían relucientes escudos con la letra lambda grabada. Artemisia se quedó sorprendida. ¿De veras eran guerreros de Lacedemonia? Pero a su lado Damarato soltó un bufido y susurró: