Salamina (30 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Salamina
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Ese momento que le hacía sentir escalofríos había llegado.

—¡Escudos arriba! —gritó. Y con él gritaron otras mil gargantas, de generales y taxiarcas, de jefes de filas, de simples hoplitas, pues todos veían lo que se les venía encima.

Temístocles hizo un esfuerzo y levantó el peso del escudo sobre su cabeza. La bandada de pájaros empezó a zumbar, cada vez más fuerte. Lejos de amilanarse, Temístocles entonó los versos del peán con más potencia, y su ejemplo cundió entre sus camaradas, mientras Euforión, a su espalda, salmodiaba
hijoputas-hijoputas-hijoputas
al mismo ritmo que los demás cantaban.

El zumbido se convirtió en un repiqueteo sobre sus cabezas, como si miles de pequeños martillos aporrearan a la vez otros tantos yunques. Era un estrépito parecido al de un aguacero cayendo sobre mil cacerolas de cobre. Pero también era más violento, y los
tinggg
sonaban más prolongados cuando las puntas de las flechas golpeaban los escudos, y venían acompañados de crujidos y de impactos más sordos cuando las saetas se clavaban en la madera.

Curiosamente, en el momento que más había temido Temístocles notó una euforia como nunca antes había experimentado. Mientras recibían aquel diluvio de bronce y hierro, sintió que el espíritu de un dios, fuera Apolo, su hermana Ártemis o la propia Atenea, se apoderaba de su corazón y lo unía al de todos los demás en un solo espíritu. Las piernas a su derecha y a su izquierda corrían al mismo ritmo, los pechos respiraban al mismo compás, y eso que no se trataba de los legendarios espartanos de la raza superior doria, sino de atenienses, aficionados jonios que embestían al enemigo bajo un mar de flechas. La visión de sesenta mil manos empuñando los remos de su flota se había desvanecido, olvidada, y Temístocles se veía a sí mismo con el resto de los hoplitas, la clase superior de la ciudad, como parte de un inmenso organismo de bronce, carne y roble.

Yo quiero la gloria sólo una vez, en el momento decisivo, por una acción definitiva
.

Cuando le dijo eso a Mnesífilo frente a Salamina, pensaba en un futuro lejano. Pero tal vez no tenía por qué aguardar tanto. Quizá, gracias a su plan, Temístocles el advenedizo estaba a punto de conseguir la gloria en este preciso momento y entre las mismas personas que lo habían despreciado.

Por debajo de su brocal veía ya de cerca los vivos colores de los escudos persas. Pensó que sus enemigos cometían un error guareciéndose detrás de ellos. Si las sparas de metro y medio de altura no hubiesen estado allí, los arqueros persas de la primera fila habrían podido disparar en trayectoria horizontal contra los atenienses y apuntar directamente a sus cuerpos y sus piernas mientras se cubrían la cabeza con el escudo.

Pero no era tiempo de pensar, y menos de ponerse en el lugar del enemigo, sino de actuar.

—¡Escudos abajo! —ordenó Temístocles. Aunque todavía corrían peligro, ya estaban tan cerca de los persas que necesitaban verles la cara para que cada hoplita pudiera dirigirse contra el contrincante que tenía enfrente.

Temístocles vio a su
sparabara.
Tras el gran escudo pintado con diagonales blancas y rojas había un hombre, un persa de verdad, un guerrero tan alto que entre la barba y el borde del escudo se veía más de un palmo de túnica azul. Estaba tan cerca ya que Temístocles distinguió sus ojos, maquillados de negro y abiertos en un gesto de pavor.

Entonces comprendió. Los persas no habían previsto la locura de sus enemigos, no se habían imaginado aquella carga suicida bajo la nube de flechas. Por primera vez en sus luchas contra los griegos, los soldados del Gran Rey no llevaban la iniciativa.

—¡Nos tienen miedo! —exclamó Arifrón.

Ahora los persas gritaban, dándose ánimos para resistir la carga, y los atenienses habían dejado de cantar y sólo proferían alaridos de guerra. Temístocles nada más tenía ojos para su
sparabara.
Si estuvieran combatiendo contra otros hoplitas, habría buscado sus piernas por debajo del escudo.

Pero los
spara
persas eran tan grandes que formaban una pared sin resquicios, así que no tenía más remedio que golpear directamente con la lanza en el escudo.

Temístocles refrenó un poco el paso y apretó los dientes, preparándose para un impacto seco que podía dislocarle el hombro. Pero, para su sorpresa, la moharra de su lanza rasgó el escudo persa con un crujido seco que le era familiar.

—¡Son de mimbre! ¡Son de mimbre! Por toda la línea se desató el infierno del choque, y la naturaleza de los ruidos cambió de súbito.

Aunque algunas flechas seguían silbando sobre sus cabezas, mientras los atenienses luchaban contra la pared de escudos, sonaban golpes sordos y violentos acompañados de gritos y jadeos, como si una horda de leñadores frenéticos se afanase en talar un pinar.

Temístocles tiró de la punta de su lanza y, con cierta dificultad, logró desengancharla del agujero que él mismo había abierto. Durante un rato él y el
sparabara
pugnaron empujándose, uno con su broquel de bronce y roble, el otro con su escudo de cañas trenzadas y cuero rígido. Temístocles se percató de que, dado el tamaño del otro, así no conseguiría nada, y retrocedió dos pasos. A ambos lados, sus camaradas alanceaban los escudos persas, mientras otros más fogosos la emprendían a patadas con ellos para derribarlos, y más de uno recibió graves heridas cuando la pierna se le quedó enganchada entre las varas de mimbre.

Temístocles se dio cuenta de que el agarre de la lanza no era ya el más adecuado. Volvió a clavarla en el mimbre y aprovechó que quedaba enganchada para soltarla un segundo, girar la mano, arrancar la lanza de nuevo y levantarla sobre su cabeza. El persa le lanzó un tajo con su sable por encima del escudo, pero, a pesar de su envergadura, el golpe le quedó corto. Al ver que por detrás de él acudía en su ayuda un lancero, Temístocles comprendió que debía sacar partido cuanto antes de la diferencia de alcance de sus armas y tiró un lanzazo al rostro del
sparabara.
Éste hizo un esguince con el cuello, pero no fue lo bastante rápido y la punta de hierro le abrió una raja en la mejilla.

El persa retrocedió con un grito de dolor, y al hacerlo empujó al lancero que había acudido a ayudarlo. Temístocles aprovechó el momento para dar una patada en la parte inferior del spara, que se volcó y cayó boca abajo. A su alrededor, la lucha se libraba de forma parecida. Aquella pared de mimbre y piel, diseñada más para detener los proyectiles de otros arqueros que para el combate cuerpo a cuerpo, estaba cediendo ante el empuje de los hoplitas.

Pese a su estatura y su corpulencia, el
sparabara
no debía ser ningún valiente, porque se dio la vuelta y se abrió paso a empujones entre las filas de lanceros para huir del frente. Ahora Temístocles se encontró de cara con uno de aquellos
arshtika,
ataviado con túnica y tiara azul y protegido con un escudo amarillo en forma de ocho. Era un rival muy rápido. Se agachó y tiró un lanzazo a las piernas de Temístocles, que logró detener el golpe con el borde del escudo, pero se desequilibró un poco. El persa, en cambio, se rehízo enseguida y le lanzó otro rejonazo, esta vez contra el cuerpo. Pero en el último segundo, cuando Temístocles esperaba ya el impacto contra su coraza de lino, otro broquel se interpuso en su camino.

—¡Estoy contigo, Temístocles! —gritó Arifrón.

Sin perder tiempo en mirar al lado, Temístocles asestó un lanzazo a su enemigo a la altura del pecho. Notó algo metálico por debajo de la túnica, pero aprovechando que el persa se había quedado momentáneamente aturdido, volvió a golpear, y esta vez pudo sentir cómo la punta de hierro vencía una breve resistencia y se hundía en carne blanda. Temístocles removió la lanza con todo su peso. El rostro de su enemigo se desencajó en un rictus de odio y dolor, y su arma cayó inútil al suelo. El lancero persa retrocedió como pudo entre los demás, y otro guerrero ocupó su puesto. Temístocles escupió saliva y tierra y se preparó para enfrentarse a su tercer adversario.

A la derecha de la tribu de Temístocles, los hombres de Arístides también estaban enzarzados en un encarnizado combate con los lanceros del centro persa. La línea del frente se había estancado en un sinfín de combates individuales, con avances y retrocesos que dibujaban los dientes de una sierra.

Pero aún más a la derecha combatía el batallón de la tribu Enea, que formaba con filas de ocho hombres y se estaba enfrentando a los
thanuvaniya
, arqueros vestidos de rojo, y no a los lanceros del centro enemigo. Allí combatían hombro con hombro Cimón y Milcíades. Éste, que conocía bien cómo eran los escudos persas, había embestido con todas sus fuerzas al final de la carga, y el tremendo lanzazo que asestó había atravesado de paso al hombre que estaba detrás de la pantalla de mimbre y cuero. Cuando intentó tirar de su arma para atrás, no hubo manera de sacarla. Milcíades rugió pidiendo otra lanza, y cuando se la pasaron desde una fila posterior, apartó a patadas el enorme escudo e irrumpió entre las filas persas, seguido por su hijo.

Era la primera vez que Cimón entraba en combate. Mientras cargaban contra los enemigos, había experimentado a la vez un miedo terrible y una excitación brutal. En algún momento debía de haberse orinado encima, porque notaba los muslos y el
perizoma
empapados, pero no se avergonzó de ello. Ahora, cuando derribó el escudo que tenía enfrente y lo pisoteó, se acuclilló un instante y movió la cabeza con un rugido de león, agitando el penacho de plumas ante los arqueros persas.

Aquello sembró el pánico entre los enemigos, que retrocedieron. Cimón, sin pensárselo, se abalanzó sobre ellos.

Delante tenía un persa de barba rubia con una coraza de escamas doradas. Cimón le tiró un golpe, pensando que rebotaría. Como él no había cambiado el agarre de su lanza, la punta subió en una trayectoria ascendente y, tras resbalar un instante, penetró entre las escamas, que estaban cosidas por arriba y sueltas por abajo. Mientras, el persa trataba de golpearle con su espada, pero estaba tan lejos que ni siquiera logró rozarle el escudo. Pues a Cimón le sobraba metro y medio de lanza desde la mano, sumada a la longitud de su propio brazo.

El joven, acuclillándose un poco, hizo fuerza con su propio peso para hurgar con la punta de hierro en la carne de su enemigo. Éste cayó sobre sus compañeros, que lo apartaron a un lado para lanzarse contra Cimón. Pero sus armas, valiosas sin duda para saquear ciudades o para enfrentarse entre ellos, resultaban inútiles ante la larga lanza de fresno griega. Del mismo modo, las escamas y mallas que blindaban sus cuerpos, adecuadas para detener los tajos de sus propias espadas, eran una protección mediocre contra una punta bien aguzada, que acababa abriendo los anillos o penetrando entre las aberturas de las placas. Cuando el tercer persa cayó ante Cimón, los demás comprendieron que no tenían opciones de acercársele y empezaron a retroceder. Tal vez pretendían ganar distancia para utilizar de nuevo sus arcos, pero el joven no pensaba permitírselo.

—¡Seguidme! —gritó, saltando sobre un cadáver. Una mano de hierro le agarró por las trenzas y tiró de él hacia atrás. Cimón se volvió, furioso, para encontrarse con el rostro de su padre, aún más encolerizado que él.

—¡Serás tú quien me siga a mí! ¡Vamos! Como lobos entre ovejas, padre e hijo penetraron entre los arqueros persas formando una cuña.

Sus hombres los siguieron, alanceando a todo enemigo que se ponía a su alcance, mientras los de las filas posteriores clavaban los pinchos de sus regatones en los ojos y las gargantas de los enemigos caídos.

—No te emociones, hijo —gruñó Milcíades—. Recuerda que todavía tendremos que reagruparnos y girar a la izquierda.

Cimón asintió. El ardor del combate no lo había vuelto tan necio como para olvidar el plan de Temístocles.

En la parte central la situación no era tan halagüeña para los atenienses. Los
arshtika
de uniformes azules que luchaban contra la Leóntide y la Antióquide sí tenían escudos. Aunque eran también de mimbre y cuero y sus lanzas medían un palmo menos que las griegas, aquellos hombres combatían con denuedo, espoleados por el orgullo de ser la élite reclutada por el Gran Rey en el propio corazón de su imperio. Acumulaban, además, más del doble de efectivos que los atenienses en la misma longitud de frente y se podían permitir muchas más bajas que ellos.

Aprovechando un instante de descanso cuando ambas fuerzas se apartaron unos pasos para tomar aliento, Temístocles ordenó que la segunda fila relevara a la primera allá donde fuese posible, y él mismo se giró de lado para dejar que Euforión pasase al frente. El combate volvió a trabarse enseguida, más encarnizado que antes, pues la visión y el olor de la sangre ya vertida convertían a los hombres en una jauría de lobos. Si atenienses y persas se aborrecían antes del combate de una forma remota, casi abstracta, ahora el odio se había convertido en algo tan tangible y visceral como los intestinos que Temístocles había visto ensartados en la lanza de un compañero a modo de trofeo.

Y eso que la verdadera matanza no había empezado, pues las piernas aún estaban frescas y las fuerzas parejas. Temístocles, que había herido a dos hombres y los había obligado a retroceder, comprobaba que matar a alguien no era tan fácil como en los relatos de taberna. Si uno creía las fanfarronadas de muchos soldados, cada uno de ellos acababa con la vida de diez o doce enemigos en cada batalla. Ya el poeta Arquíloco, que como mercenario entendía de eso, había dicho:
Han caído siete muertos que alcanzamos en la huida, ¡y somos mil sus matadores!
Mientras Euforión combatía en la primera fila, Temístocles trató de apoyarlo agazapándose tras él y colando su arma por los huecos que se le abrían. Por fin, cuando vio que el guerrero persa bajaba el escudo para cubrirse las piernas, aprovechó para arrojar la lanza por encima del hombro de Euforión como si estuviera cazando jabalíes en el monte Himeto. La punta de hierro atravesó la espesa barba del enemigo y se clavó en su cuello. El persa retrocedió un solo paso y cayó fulminado. Otro enemigo ocupó su lugar, pero antes de hacerlo rompió la vara de la lanza de Temístocles. Éste echó mano a la espada, pensando que perder una lanza a cambio de matar a un enemigo no era tan mala inversión.

—¡No! ¡Coge la mía! —le dijo Mnesífilo, que estaba detrás de él.

Temístocles se volvió de medio lado y cogió la lanza de su amigo con mucho cuidado; en las apretadas lineas de la falange cada movimiento suponía chocar contra los escudos de los demás y el peligro de clavarse el pincho de algún regatón. Su mirada se cruzó con la de Arifrón, que también había retrocedido a la segunda fila. El muchacho tenía un corte en un antebrazo y sus armas, llenas de polvo, habían perdido todo su lustre. Pero el brillo febril de sus ojos ya no era de miedo, sino de algo distinto. Temístocles le sonrió con ferocidad.

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