—
E-le-léu!... E-le-léu!... E-le-léu!
...
La formación tuvo que abrirse un par de veces para sortear los escasos obstáculos que había en el camino, pues durante los días previos los persas se habían ocupado de allanar el terreno para su propia caballería talando árboles y derribando tapias. Pero una vez flanqueados los impedimentos, la larguísima línea se recomponía de nuevo, entre las voces de los oficiales y de los compañeros de filas que se llamaban unos a otros para no perder la posición.
Arturo brillaba ya por encima del promontorio que cerraba la bahía, y una franja anaranjada anunciaba la salida de Helios. Paralelas al horizonte se veían estrechas líneas de nubes cuyas panzas se habían teñido de un dorado fresco y limpio, casi acuoso, mientras que sus lomos plomizos todavía guardaban la pesada oscuridad de la noche. Pero por debajo del cielo había algo que reclamaba la atención de Cinégiro más que los colores de la aurora. La línea persa, tan larga como la suya, todavía se estaba formando. Al parecer, el madrugón de los griegos los había sorprendido, y por eso acudían a la carrera a cerrar huecos, levantando nubes de polvo que a la luz casi fantasmal del amanecer parecían jirones de bruma. Pero las tropas del Gran Rey debían ser disciplinadas y su organización eficaz, porque ya estaban cerrando filas detrás de aquellos enormes escudos de colores brillantes.
—Son muchísimos —murmuró su hermano Esquilo, a su lado. Su voz temblaba más de sobrecogida admiración que de temor. Conociéndolo, Cinégiro pensó que su mente ya estaría componiendo trímetros yámbicos para cantar la abigarrada imagen que se ofrecía a sus ojos.
—A más tocaremos —respondió Cinégiro. Pero no pudo evitar preguntarse si la información era buena, si sería cierto que Datis había despachado a una parte considerable de sus tropas o si, por el contrario, el informe del desertor era un cebo que les habían tendido para sacarlos a la llanura a pelear en abrumadora inferioridad numérica.
Al menos, de momento, no se atisbaban señales de la caballería.
El avance proseguía. Las órdenes transmitidas de generales a taxiarcas y de taxiarcas a soldados habían sido estrictas. Nadie podía romper la disciplina de marcha, nadie podía embestir hasta que se diera la orden. Las piernas de todos estaban deseando arrancar a correr, porque el miedo tiende al apresuramiento. Pero los persas aún distaban trescientos metros de ellos, y si corrían antes de tiempo sólo conseguirían disgregar la formación y ser más vulnerables a las armas enemigas.
«¡Tenéis que avanzar al paso, como los espartanos!»
, los había arengado el propio Cinégiro unos minutos antes.
Algunas flechas sueltas brotaban de las líneas enemigas, trazaban arcos solitarios en el cielo y caían desde lo alto para clavarse en tierra de nadie. Pero, fuera de esas exhibiciones, los persas debían darse cuenta de que los griegos no habían entrado todavía en el campo de alcance de sus proyectiles y reservaban su munición para mejor momento.
Avanzaron cincuenta metros más. El borde de luz naranja sobre el promontorio se hizo más intenso, casi carmesí. Una bandada de ánades levantó el vuelo desde el pantano y pasó entre ambos ejércitos, huyendo hacia el mar entre graznidos.
—Han salido por nuestra izquierda. Mal presagio —murmuró alguien.
—¡Silencio! —ordenó Cinégiro, y entonó el
Eleléu
con más fuerza para que sus compañeros no perdieran el paso ni pensaran en aves de mal agüero.
Los persas estaban ya tan cerca que se distinguían los vivos colores que cruzaban en diagonales sus enormes escudos, y entre el borde superior de éstos y las tiaras y mitras que cubrían sus cabezas asomaban sus largas barbas. Cinégiro tragó saliva al ver que por detrás de los
sparabara
, los persas cargaban sus arcos y los apuntaban hacia arriba. A la izquierda de Cinégiro, la trompeta que acompañaba a Milcíades dio la orden de parar.
—
E-le-léu!
—gritaron los atenienses una última vez, y todos juntos clavaron el pie derecho para detenerse. Un único eco prolongado retembló por la llanura. Luego hubo unos segundos de silencio en los que Cinégiro pudo escuchar los latidos de su propio corazón. Estaban a unos doscientos metros de los bárbaros. A esa distancia, las flechas más certeras podrían alcanzar ya el blanco; pero los persas esperaban órdenes, como ellos, o simplemente acontecimientos.
En ese momento, se oyó el inconfundible rugido del vozarrón de Milcíades:
—¡Adelante, hijos de Atenas y Platea! ¡Por vuestra libertad! La trompeta primera, una potente
salpinx
de bronce que medía más de metro y medio de longitud, entonó unas notas rápidas y vibrantes, y todas las demás respondieron exhortando a los hombres a la carga general. Un rugido brotó de diez mil gargantas a la vez:
«Íe, Paián!»
, y nueve mil cuatrocientos atenienses y seiscientos bravos plateos corrieron hacia la lluvia de hierro y bronce que los aguardaba.
Los doscientos hoplitas de Artemisia estaban desplegados en el extremo izquierdo del ejército de Datis, no muy lejos de la playa. Se hallaban a menos de trescientos metros de sus propios barcos y, lo más importante para Artemisia, no había obstáculos en el camino por si urgía la retirada. Aunque, en teoría, las tropas de Halicarnaso debían haber evacuado ya el campamento, la infantería irania junto a la que formaban les agradeció su llegada en esa mezcla de griego, persa y arameo que usaban como lengua franca.
Fidón los repartió en veinticinco filas de ocho hombres, pegados a un batallón de arqueros vestidos con pantalones y caftanes rojos y protegidos por los grandes escudos de los
sparabara.
Allí, donde coincidían ambas unidades, pretendió colocarse Artemisia.
—Por favor, señora —le dijo Fidón—. Deja que me ponga yo ahí y proteja tu costado derecho.
—El puesto del jefe es éste, Fidón —respondió Artemisia.
—Me concederías un gran honor si me dejaras cubrirte con mi escudo, señora.
Artemisia miró a los demás hombres. La mayoría eran veteranos, hombres que ya habían pasado la treintena y que ahora la miraban fijamente. La joven se imaginó sus ceños fruncidos tras los estrechos visores de los yelmos y leyó lo que estaban pensando:
«Esa niña caprichosa nos va a poner en peligro a todos»
.
Irritada, se volvió hacia Fidón. Si hubiera encontrado en su mirada una sola muestra de condescendencia, se habría negado a seguir su consejo. Pero los ojos del capitán brillaban suplicantes y sinceramente preocupados. Artemisia recordó que ese hombre había jurado al difunto tirano Ligdamis defender la vida de su hija con su propia sangre.
—Hazlo entonces, Fidón —admitió con un suspiro—. Pero no creo que sea necesario.
—Señaló con la lanza hacia el frente, donde la larga línea ateniense iba creciendo de tamaño conforme se acercaba por la llanura—. Los arqueros no les dejarán llegar hasta aquí.
El propio Datis pasó a caballo por delante de sus tropas, seguido por un signífero que portaba el estandarte del dios alado. Si estaba dando instrucciones o arengando a sus hombres, Artemisia no lo llegó a saber, porque antes de llegar al ala izquierda, el general se coló por un pasillo abierto entre dos batallones y desapareció de su vista.
Los griegos seguían avanzando. Artemisia, que formaba por primera vez en una falange para una batalla real y no para un ejercicio de instrucción, trató de escrutar los rostros de sus hombres, buscando en ellos señales de temor o preocupación. Pero bajo los yelmos sólo se veían mandíbulas apretadas. A su izquierda, a los persas se los notaba tranquilos, y en los rostros de algunos de ellos incluso brillaba una sonrisilla irónica. Sin duda debían de creer que se enfrentaban a una caterva de aficionados, y en parte tenían razón.
Haced un papel digno antes de morir, atenienses. Dejadnos a los demás griegos en buen lugar
, rogó Artemisia.
—
Thanuvaniya
! Al oír la orden, los arqueros descolgaron sus armas de los hombros y cada uno de ellos sacó una flecha de la aljaba y la colocó en el arco, aún sin tender. Había entre cada fila algo más de metro y medio, lo suficiente para que pudieran apuntar sus proyectiles a lo alto y disparar todos a la vez con comodidad.
Los atenienses se habían detenido. Artemisia calculó que no debían estar a mucho más de un estadio, y se dio cuenta de que tenía la boca seca.
No es miedo
, se repitió. Una vocecilla aguda le dijo en su interior que había cometido un error, pero que todavía podía resarcirlo retirándose a sus naves. La joven relegó esa voz a un telar imaginario y rogó a Ártemis que le concediera fuerza y valor. Recordó entonces las palabras del poeta Tirteo, cuyas elegías guerreras siempre había preferido a los epitalamios y los cantos de amor, y las recitó en voz alta.
—¡Ea, pues! ¡Que cada uno aguante en su puesto separando bien las piernas, clavando en el suelo ambos pies y mordiéndose el labio con los dientes! ¡Que se cubra las piernas, el pecho y los hombros con la concavidad del amplio escudo! ¡Que enarbole en la diestra la robusta lanza y agite sobre la cabeza el terrible penacho!
—
Íeee!
—contestaron sus hombres, y golpearon los escudos con el astil de las lanzas. Fidón miró a Artemisia y sonrió.
—Muy bien, señora.
—
Thanuvana abiy asmanam!
Los persas levantaron sus armas hacia el cielo y empulgaron las cuerdas. Decenas de miles de arcos compuestos crujieron a la vez. El estremecedor chirrido del cuerno y la madera al doblarse le recordó a Artemisia cómo sonaban los cables maestros de la
Calisto
cuando los tensaban con el cabrestante para ajustar la tablazón de la nave y resistir una tormenta.
—No quisiera estar ahora en el pellejo de los atenienses —murmuró Fidón.
Una trompeta enemiga tocó la llamada para embestir, y las demás la contestaron. Los atenienses entonaron el peán, abatieron las lanzas y se lanzaron a la carga.
Artemisia ignoraba si viviría mucho tiempo, si sobreviviría a la batalla o a las intrigas de los persas, si se ahogaría en el mar o si algún día envejecería junto al fuego del hogar contando sus aventuras a sus nietos. Pero supo que, por breve o larga que fuese su vida, aquel momento jamás lo olvidaría.
Pues, justo en ese momento, el sol salió a la espalda de Artemisia y de los persas, y sus primeros rayos cayeron de frente sobre los atenienses. Fue como si de pronto un pincel tiñera de oro la línea griega: sus escudos bruñidos, sus yelmos, incluso las puntas de sus lanzas brillaban. Y aquella marea dorada y deslumbrante venía a la carrera contra las tropas de Datis. Artemisia miró los rostros de los persas que tenía a la derecha, y en muchos de ellos vio pintado un temor supersticioso. Oyó cómo murmuraban el nombre de Ahuramazda y de Hvar, el sol, como si temieran que sus divinidades se hubiesen vuelto contra ellos.
La orden de disparar corrió entre las filas, aunque quedó ensordecida por los trompetazos y el griterío de los atenienses. Miles de arcos restallaron a la vez y Artemisia contempló, admirada, la nube de flechas que vibraba en el aire como un inmenso enjambre de abejas, se levantaba hacia el cielo en un arco casi grácil y después se abatía sobre los atenienses. Y mientras las primeras saetas volaban hacia su objetivo, los guerreros persas ya habían cargado de nuevo sus arcos y volvían a dispararlos, cada uno al ritmo que marcaba su pericia.
—¡Ojalá tuviera yo también un arco! —dijo Artemisia al oído de Fidón, casi gritando para hacerse oír—. ¡Así tendría algo que hacer!
—¡Antes de que hayas respirado diez veces más, tendrás trabajo, señora! —contestó el capitán, y levantó la lanza sobre el brocal del escudo, preparándose para resistir la embestida.
Artemisia dejó de mirar las flechas y concentró la vista en el frente. Allí, al final de las lineas enemigas, entre la oscura lluvia de flechas que caía del cielo, reconoció el escudo y el penacho del polemarca Calímaco. Tal como ella misma había recitado, separó bien las piernas, apretó los dientes y agazapó el rostro tras el escudo de modo que sólo sus ojos quedaban por encima del ribete de hierro.
La primera parte del plan de Temístocles se había cumplido. Estaban ya a unos doscientos metros de los persas, poco más de un estadio, y la línea ateniense se mantenía tan recta como al principio. Ahora, al escuchar la señal de
Epitropé,
«Carga»
, tragó saliva, pues venía la segunda parte, el momento que había anticipado y temido desde que supo que los persas estaban cruzando el Egeo para atacar Atenas.
Enfrentarse a sus flechas.
Para recibir sus ráfagas el menor tiempo posible tenían que correr cargados con treinta kilos de armas, tal como había sugerido Mimnermo, el joven bravucón acarniense.
—
Íe, Paián!
—cantó con los demás, y arrancó a la carrera.
En ese momento, asomó el sol. Temístocles soltó una maldición. No había calculado que amaneciera justo en ese momento y que los rayos de Helios les dieran en los ojos.
—¡Apolo está con nosotros! —gritó Arifrón, a su derecha.
Temístocles no lo había considerado de esa manera, pero enseguida comprendió que el joven eupátrida tenía razón. Todo lo que se hallaba por debajo de aquel resplandor anaranjado cada vez más brillante se veía borroso, difuminado. No era ya tanto una horda de hombres dispuestos a matarlos como una simple meta adonde sus piernas debían llevarlos sin flaquear.
Miró a los lados sin dejar de correr para verificar que los hombres de la primera fila no se atrasaran ni se adelantasen, y entonces se dio cuenta de que estaba sucediendo algo no previsto en sus planes, pero maravilloso. Mientras cantaban el himno guerrero en honor de Apolo el Resplandeciente, el propio dios les sonrió. Pues los rayos del sol se reflejaron en sus yelmos y en la superficie bruñida de sus escudos y los bañaron a todos en una pátina dorada.
Sus pies retumbaban rítmicos en el suelo, marcando el rápido compás del peán, que sonaba como una mezcla de canto, jadeos y gruñidos guturales. Temístocles llevaba la lanza junto a la cadera, como los demás, la única manera práctica de cargarla en una carrera prolongada. Delante de ellos, sobre las cabezas de los persas, se levantó una nube oscura, como una bandada de pájaros. No, se corrigió. No eran pájaros, sino una lluvia sobrenatural que brotaba de la tierra y subía hacia las alturas.
Sabes de sobra lo que es
, le dijo una voz interior.