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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

Rumbo al Peligro (20 page)

BOOK: Rumbo al Peligro
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—No podemos dejar que se sienta desesperado, teniente, ¿no le parece? —Le miró fijamente, con los ojos muy brillantes—. Eso no se puede consentir.

Bolitho hizo una reverencia y murmuró:

—¿Cuándo podré verla?

Egmont le llamó:

—¡Dese prisa; los demás ya se van! —Estrechó la mano de Bolitho—. No haga esperar a su comandante, no le conviene.

Bolitho salió hacia uno de los carruajes que esperaban y trepó a su interior. Ella sabía y comprendía. Y ahora, después de la conversación que él había oído por casualidad, estaba claro que aquella mujer necesitaría un amigo. Siguió pensando con la mirada perdida en la oscuridad, sin ver nada, recordando su voz, el cálido contacto de sus dedos.

—Aurora. —Se sobresaltó al darse cuenta de que había pronunciado su nombre en voz alta.

Pero no tenía por qué preocuparse, pues sus compañeros estaban ya profundamente dormidos.

Ella se retorcía entre sus brazos, riendo y provocándole mientras él intentaba sujetarla, sentir el contacto de sus labios contra la piel desnuda del hombro de la mujer.

Bolitho se despertó jadeante en su hamaca, con un punzante enjambre en la cabeza y parpadeando a la luz del fanal que le enfocaba directamente a la cara.

Era Yeames, segundo del piloto, que le miraba con curiosidad percatándose de su desorientación, de cómo se resistía a salir de su sueño y volver al mundo real.

—¿Qué hora es? —preguntó Bolitho.

Yeames no tuvo compasión; rió burlonamente y dijo:

—Está amaneciendo, señor. Los marineros están empezando a pulir y fregar. —Luego añadió, como si acabara de recordarlo—: El comandante quiere verle.

Bolitho saltó de su hamaca se quedó en pie sobre la cubierta, con las piernas bien separadas por miedo a caerse. El pasajero alivio que le proporcionara el aire fresco de la terraza de Egmont había desaparecido; su cabeza parecía contener un yunque sobre el que no dejaban de golpear, tenía en la garganta reseca un sabor detestable.

Amanecía, había dicho Yeames. No llevaba acostado en su hamaca más de dos horas.

En el camarote contiguo, oyó a Rhodes gemir como si le estuvieran matando; luego le oyó lanzar un grito de protesta cuando algún marinero dejó caer algo pesado en el alcázar, sobre sus cabezas.

Yeames le apremió:

—Será mejor que se dé prisa, señor.

Bolitho se puso los calzones tironeando de ellos y buscó a tientas la camisa, que había dejado caer en un rincón del reducido espacio.

—¿Problemas? —preguntó.

Yeames se encogió de hombros.

—Depende de lo que entienda usted por problemas, señor.

Para él, Bolitho continuaba siendo un extraño, una incógnita. Confiarle lo que sabía por la mera razón de que Bolitho se mostraba preocupado, hubiera sido una estupidez.

Bolitho encontró el sombrero, se enfundó la casaca, cruzó a toda prisa la cámara de oficiales y se dirigió andando a trompicones hacia el camarote de popa.

El centinela anunció:

—¡El tercer teniente, señor!

Macmillan, el sirviente del comandante, abrió la puerta de inmediato, como si hubiese estado esperando tras ella.

Bolitho cruzó el umbral para entrar en la parte trasera del camarote y vio a Dumaresq junto a las ventanas de popa. Tenía el pelo alborotado y por su aspecto parecía que no hubiera tenido tiempo siquiera de desvestirse desde que había vuelto de casa de Egmont. En un rincón, junto a las ventanas de la aleta, Spillane, el nuevo secretario y escribiente, estaba garabateando algo, haciendo esfuerzos por simular que no le importaba que le hubieran llamado tan temprano. Las otras dos personas presentes eran Gulliver, el piloto, y el guardiamarina Jury. Dumaresq miró con ferocidad a Bolitho:

—¡Debería usted haberse presentado inmediatamente! ¡No espero de mis oficiales que se vistan como si tuvieran que ir a un baile de gala cada vez que los necesito!

Bolitho bajó la mirada y se repasó su camisa arrugada y las medias retorcidas. Además, como sujetaba el sombrero bajo el brazo, el pelo le caía sobre la cara, con la forma que había cogido contra la almohada. No parecía precisamente lo más apropiado para un baile.

—Mientras yo estaba ausente en tierra —dijo Dumaresq—, su marinero Murray se ha fugado. No estaba en su celda sino en la enfermería; le habían llevado allí porque se quejó de un fuerte dolor de estómago. —Su ira cayó ahora sobre el piloto—. ¡Maldita sea, señor Gulliver, era evidente que se trataba de un truco para escapar!

Gulliver se humedeció los labios.

—Yo estaba a cargo del barco, señor. Estaba bajo mi responsabilidad, y no vi razón alguna por la que Murray tuviera que sufrir; además, ese hombre había sido acusado de cometer un delito, pero todavía no se había demostrado que fuera culpable.

—El aviso me llegó a mí en popa —dijo el guardiamarina Jury—. Fue culpa mía.

—Hable sólo cuando se le dirija la palabra —replicó Dumaresq bruscamente—. No fue culpa suya, puesto que los guardiamarinas no «tienen» responsabilidad. ¡Ni siquiera poseen la inteligencia ni el cerebro suficientes como para poder decir en ningún momento lo que uno u otro hombre tiene que hacer! —Su mirada volvió a posarse sobre Gulliver—. Explíquele el resto al señor Bolitho.

Gulliver dijo con aspereza:

—El cabo de guardia le vigilaba cuando Murray le tiró al suelo de un empujón. Había saltado por la borda y ya nadaba hacia la costa antes de que diera tiempo a dar la voz de alarma. —Era obvio que se sentía abatido y humillado por el hecho de tener que repetir su explicación a un joven teniente.

—Ahí lo tiene —dijo Dumaresq—. Su confianza en ese hombre ha resultado inútil. Ha escapado de ser azotado, pero cuando le cojan colgará de una soga. —Se dirigió a Spillane—: Anote en el cuaderno de bitácora: desertor.

Bolitho observó la consternación de Jury. Sólo había tres formas de abandonar la Armada, y se consignaban en el libro con una, dos o tres letras «D». Una sola D significaba deserción; la segunda correspondía a desenrolado. La tercera y última también aparecería en el caso de Murray: DDD: Deserción, Desenrolado, Defunción.

Y todo por un reloj. Sin embargo, a pesar de la decepción que sentía por la confianza que había depositado en Murray, Bolitho se sentía extrañamente aliviado por lo que había sucedido. El inminente castigo que pesaba sobre un hombre al que él había conocido y con quien había simpatizado, un hombre que le había salvado la vida a Jury, había dejado de ser una amenaza. Y las consecuencias de la sospecha y el rencor con las que iba a tener que cargar siempre, también se habían evitado.

Dumaresq dijo lentamente:

—Así son las cosas. Señor Bolitho, usted quédese. Los demás pueden irse.

Macmillan cerró la puerta tras Jury y Gulliver. La rigidez de los hombros del piloto reflejaba su resentimiento.

—¿Demasiado duro; es eso lo que piensa? —preguntó Dumaresq—. Pero servirá para prevenir un exceso de debilidad en lo sucesivo.

Recuperó la serenidad como sólo él podía hacer; era como si su cólera se desvaneciera sin esfuerzo aparente.

—Me alegro de que supiera usted comportarse anoche, señor Bolitho. Y espero que mantuviera los ojos y los oídos bien abiertos, ¿no es así?

El mosquete del centinela volvió a golpear en la cubierta.

—¡El primer teniente, señor!

Bolitho observó a Palliser entrar en el camarote, con la rutinaria lista, en la que anotaba los trabajos del día, bajo el brazo. Parecía aún más adusto de lo habitual mientras decía:

—Puede que las gabarras con el agua dulce nos lleguen hoy, señor, así que le diré al señor Timbrell que esté preparado. Dos hombres deben verle por un asunto de ascensos, y está la cuestión del castigo por negligencia del cabo que dejó que Murray desertara.

Miró a Bolitho secamente e hizo una ligera inclinación de cabeza.

Bolitho se preguntó si el hecho de que Palliser pareciera estar cerca siempre que él se encontraba en compañía del comandante era puramente casual.

—Muy bien, señor Palliser, aunque no creeré en la existencia de esas gabarras cargadas de agua dulce mientras no las vea con mis propios ojos. —Luego se dirigió a Bolitho—: Vaya a adecentarse un poco y después baje a tierra. Según creo, el señor Egmont tiene una carta para mí. —Sonrió irónicamente—. Ya sé que Río es una ciudad con muchas distracciones, pero procure no entretenerse demasiado.

Bolitho sintió cómo el calor le subía a la cara.

—A la orden, señor. Volveré directamente.

Salió apresuradamente del camarote y oyó cómo Dumaresq decía a sus espaldas:

—¡Diablillo! —Pero no había malicia en su voz.

Veinte minutos más tarde Bolitho se dirigía a tierra a bordo de la yola. Se percató de que Stockdale ocupaba el puesto de timonel, pero no le preguntó nada al respecto. Stockdale parecía hacer amigos con gran facilidad, aunque quizá su aspecto temible tuviera algo que ver con su aparente libertad de movimientos.

Stockdale gritó con su ronca voz:

—¡Paren de bogar!

Los remos se izaron chorreando agua, apoyados en las escalameras, y Bolitho notó que la yola disminuía su velocidad para no acabar topando con otra embarcación. Se trataba de un sólido bergantín, ya muy gastado, con las velas remendadas y una buena cantidad de «cicatrices» en el casco que daban fe de sus enfrentamientos con el mar y el clima.

Había desplegado ya las gavias, y unos cuantos hombres estaban deslizándose por las burdas hasta cubierta para largar la mayor de trinquete antes de que la nave se apartara de las otras embarcaciones ancladas a su lado.

Surcó las aguas del puerto pasando entre la yola de la
Destiny
y algunos pesqueros que llegaban al fondeadero; sus sombras se proyectaban sobre los remeros que se limitaban a observar, reposando sobre sus remos a la espera de seguir bogando.

Bolitho leyó las letras del nombre de la otra embarcación pintadas a todo lo ancho de la bovedilla:
Rosario
. Una de las cientos de embarcaciones que se exponían diariamente a posibles tempestades y otros peligros para comerciar y extenderse siempre más allá de las fronteras hasta las que llegaba el poder de un imperio en expansión.

Stockdale gruñó:

—¡Todo avante!

Bolitho estaba a punto de desviar la mirada hacia la costa cuando captó un movimiento tras las ventanas de popa, justo encima del nombre,
Rosario
. Por un momento pensó que se había equivocado. Pero no era así. El mismo cabello negro y el rostro oval. Estaba demasiado lejos como para que él pudiera ver sus ojos de color violeta, pero vio cómo ella le miraba antes de que el bergantín virara y la luz del sol convirtiera aquellas ventanas en un espejo de fuego.

El corazón le latía con fuerza cuando llegó al viejo muro que rodeaba la casa. El mayordomo de Egmont le dijo secamente que su señor había salido, y también su esposa. No sabía a dónde habían ido.

Bolitho volvió al barco e informó a Dumaresq, seguro de que este nuevo contratiempo desataría de nuevo la cólera del comandante.

Palliser estaba con él cuando Bolitho le reveló lo que había descubierto, aunque no mencionó que había visto a la esposa de Egmont a bordo del
Rosario
.

No era necesario que lo hiciera. Dumaresq repuso:

—El único barco que ha salido del puerto esta mañana ha sido ese bergantín. Él tiene que ir a bordo. Un traidor es siempre un traidor. Bien, pues esta vez no escapará. ¡Juro ante Dios que no lo hará!

Palliser dijo gravemente:

—Así que ésa era la razón de la tardanza, señor. Por eso no llegaba el agua dulce ni había audiencia con el virrey. Nos tenían atrapados. —De repente su voz se llenó de amargura—. ¡No podíamos movernos, y ellos lo sabían!

Sorprendentemente, Dumaresq soltó una risotada. Luego ordenó:

—¡Macmillan, quiero afeitarme y bañarme! Spillane, prepare sus cosas para escribir unas cuantas órdenes para el señor Palliser. —Se dirigió hacia las ventanas de popa y se apoyó en el antepecho, con su maciza cabeza gacha contra el gobernalle—. Señor Palliser, elija a algunos de los mejores marineros y trasládelos al
Heloise
. Procure no llamar la atención del bote de vigilancia del puerto armando demasiado alboroto, así que prescinda de llevar infantes de marina. Leve anclas y vaya a la caza y captura de ese maldito bergantín, y no lo pierda.

Bolitho comprendió el cambio que se había operado en la actitud de aquel hombre.

Aquello explicaba por qué Dumaresq había detenido a Slade cuando se disponía a entrar en el protegido fondeadero. Había presentido que podía suceder algo así y se había guardado una carta en la manga, como siempre.

Palliser estaba ya considerando mentalmente la situación.

—¿Y usted, señor?

Dumaresq observó a su sirviente preparando una jofaina y una hoja de afeitar junto a su asiento preferido.

—Con o sin agua, señor Palliser, zarparé esta misma noche y navegaré detrás de usted.

Palliser le miró dubitativo.

—La batería de la costa podría abrir fuego, señor.

—Quizá a la luz del día. Pero aquí tienen un gran sentido del honor. Hoy lo comprobaré. —Se dio media vuelta despidiéndoles, pero antes de que salieran añadió:

—Lleve con usted al tercer teniente. Necesitaré a Rhodes, aunque todavía no se haya recuperado de la borrachera, para que asuma su puesto aquí.

En cualquier otra ocasión, Bolitho hubiera aceptado la oportunidad con gusto. Pero había visto la expresión que centelleó en la mirada de Palliser y recordó el rostro tras las ventanas del camarote del bergantín. Ahora ella le despreciaría. Igual que en su sueño, todo había acabado.

8
LA CAZA

El teniente Charles Palliser se abalanzó hacia la aguja del
Heloise
y después consultó el gallardete del tope del palo.

Confirmando sus temores, Slade, el piloto en funciones, dijo secamente:

—El viento se nos ha puesto un poco en contra, pero también está amainando.

Bolitho observaba las reacciones de Palliser y lo comparaba con Dumaresq. El comandante estaba en Río a bordo de la
Destiny
, aparentemente ocupado con los asuntos diarios del barco, hasta el punto de dedicar su tiempo a dos hombres que habían sido propuestos para un ascenso. Agua dulce, la perspectiva de obtener una audiencia con el virrey portugués, nada que tuviera un significado especial para la mayor parte de la tripulación de la fragata. Pero Bolitho sabía qué era lo que realmente ocupaba el lugar predominante en los pensamientos de Dumaresq: la negativa de Egmont a darse por vencido y su repentina marcha a bordo del bergantín
Rosario
. Sin Egmont, a Dumaresq no le quedaba más alternativa que buscar a una autoridad superior en la Armada para pedirle instrucciones, y para entonces todas las pistas se habrían esfumado.

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