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Authors: Daniel Defoe

Tags: #Clásico

Roxana, o la cortesana afortunada (8 page)

BOOK: Roxana, o la cortesana afortunada
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No me pareció apropiado decirle cómo lo había visto en mi imaginación, porque se habría burlado de mí y se habría marchado de todos modos. Pero le insistí en que no fuese o en que, en todo caso, volviese a París a la luz del día. Él se puso muy serio y me respondió que no veía ningún motivo para alarmarse, pero que, por si acaso, volvería de día, o se quedaría a pasar allí la noche.

No obstante, aquellas promesas se quedaron en nada, pues lo asaltaron y desvalijaron en pleno día tres enmascarados a caballo, y uno de ellos, que al parecer lo estaba registrando mientras los otros detenían el carruaje, le clavó una espada y lo mató en el acto. Llevaba un lacayo a quien golpearon con la culata de una carabina. Imagino que lo mataron por la decepción que sufrieron al no encontrar el estuche de los diamantes, que sabían que llevaba consigo, porque, después de matarlo, obligaron al cochero a salirse del camino hasta un lugar apartado donde sacaron a mi caballero del carruaje y lo registraron mas cómodamente que cuando estaba con vida.

Sin embargo, sólo encontraron el anillo, seis
pistoles
y unas siete libras en monedas.

Aquél fue un terrible golpe para mí, aunque no puedo decir que me sorprendiera demasiado, pues, desde que se marchó, mi imaginación había estado oprimida por el peso de mis presentimientos, y estaba segura de no volverlo a ver. La impresión era tan fuerte que nada imaginario podría causar una herida tan profunda, y me sentía tan abatida y desconsolada que, cuando recibí la noticia del desastre, apenas me inmuté. Había pasado todo el día llorando, no había probado bocado y podría decirse que me había limitado a esperar la terrible noticia, que me comunicaron alrededor de las cinco de la tarde.

V

Me encontraba en un país extranjero y, aunque tenía muchos conocidos, no podía recurrir en semejante trance más que a unos pocos amigos. Se hicieron toda clase de indagaciones para averiguar quiénes eran los canallas que habían obrado de un modo tan bárbaro, pero no llegó a saberse nada. El lacayo no pudo describirlos porque perdió la conciencia cuando le golpearon e ignoraba lo que había ocurrido después. El cochero era el único que habría podido decir algo, pero en su declaración se limitó a decir que uno de ellos iba vestido de militar, aunque no recordaba cuál era su uniforme, ni a qué regimiento pertenecía; en cuanto a sus rostros, nada pudo decir porque iban todos enmascarados.

Lo hice enterrar lo mejor que pude, teniendo en cuenta que se trataba de un extranjero protestante, y allané algunos escrúpulos pagando a cierta persona que fue a ver al cura de la parroquia de San Sulpicio en París y le dijo que el caballero asesinado era católico, que los ladrones le habían robado una cruz de oro forrada de diamantes por valor de seis mil libras y que su viuda, que también era católica, había pagado sesenta coronas a la iglesia de…, para que cantasen misas por el reposo de su alma, gracias a lo cual, aunque no hubiese nada de cierto en sus palabras, lo enterraron con todas las ceremonias de la Iglesia Romana.

Vertí tantas lágrimas por él que pensé que me moriría de pena y me dejé arrastrar por el pesar, pues lo cierto es que lo amaba hasta extremos indecibles, y, teniendo en cuenta la amabilidad con que me había tratado desde el primer momento y la ternura que me había demostrado hasta el final, ¿qué otra cosa podía hacer?

Además, su forma de morir había sido terrible y espantosa para mí, sobre todo por los extraños presagios que había tenido de ella. Jamás había pretendido tener el don de la adivinación, ni nada por el estilo, pero desde luego, si alguien lo ha tenido alguna vez, he sido yo, pues lo vi claramente, como he dicho antes, primero como una calavera, no sólo muerto, sino podrido y descompuesto, luego asesinado y con el rostro ensangrentado y por último con la ropa empapada de sangre, y todo en el espacio de un minuto o unos pocos segundos.

Todo aquello me dejó perpleja y estuve como atontada durante un tiempo. Sin embargo, poco después, empecé a recobrarme y pude atender mis asuntos. Tuve la satisfacción de comprobar que no me había dejado desamparada o al borde de la pobreza, sino que, por el contrario, además de lo que había puesto en mis manos mientras estaba con vida, y que ascendía a un valor considerable, encontré más de setecientas
pistoles
en oro en el escritorio del que me había entregado la llave, así como letras de cambio extranjeras por valor de doce mil libras, de modo que, en una palabra, a los pocos días de la catástrofe, era dueña de casi diez mil libras esterlinas.

Lo primero que hice fue escribirle una carta a Amy, en la que le relataba la terrible tragedia y que mi marido, como ella decía (aunque yo nunca lo llamé así), había sido asesinado, y puesto que ignoraba cómo reaccionarían sus parientes o los amigos de su mujer, le ordené que cogiera toda la plata, la ropa de cama y otras cosas de valor y las pusiera a salvo en manos de una persona que le indiqué, y luego tratara de vender los muebles, si podía. Y así, sin informar a nadie de los motivos de su partida, se marchó y envió aviso al administrador de que los inquilinos dejaban la casa y que podían tomar posesión de ella. Amy fue tan hábil y llevó a cabo su misión con tanta celeridad que vació la casa y envió la llave al citado administrador momentos después de que a éste le informaran de la desgracia sufrida por su amo.

Nada más recibir la sorprendente noticia de su muerte, el administrador principal se trasladó a París y se presentó en nuestra casa. No me recaté lo más mínimo en hacerme llamar señora…, viuda del señor…, joyero inglés. Y, como hablaba francés a la perfección, le di a entender que era su mujer, casada con él en Francia, que ignoraba que tuviera otra esposa en Inglaterra, y fingí sorprenderme y maldije su nombre por haber hecho algo tan rastrero; afirmé además que tenía buenos amigos en Poitou, donde había nacido, que se asegurarían de que se me hiciera justicia en Inglaterra con respecto a su herencia.

Debería añadir que, cuando se publicó la noticia de la muerte del joyero, tuve la suerte de que se publicara también que le habían robado el estuche de los diamantes, que siempre llevaba consigo. Yo lo confirmé, entre mis lamentos diarios por el desastre, y añadí que además llevaba puesto un hermoso anillo de diamantes qué todo el mundo conocía, valorado en cien
pistoles
, un reloj de oro y una gran cantidad de diamantes de valor incalculable en su estuche, que iba a mostrarle al príncipe de… Y el príncipe reconoció que le había pedido que le mostrara algunos diamantes. Aunque de esto último tuve ocasión de arrepentirme amargamente después, como pronto se verá.

Aquel rumor puso fin a cualquier investigación respecto al paradero de las joyas, el anillo y el reloj, así como de las setecientas
pistoles
que yo había puesto a buen recaudo. En cuanto a las letras de cambio, admití que estaban en mi poder, pero declaré que, puesto que había aportado treinta mil libras como dote al matrimonio, pensaba quedarme con aquellas letras, que ascendían sólo a doce mil libras, en concepto de reparación, y eso, junto con la plata y el mobiliario, fue lo único que pudieron encontrar. En cuanto a la letra de cambio que iba a buscar a Versalles, se perdió con él, pero el administrador que se la había enviado vía Amsterdam presentó una copia y el dinero pudo salvarse. Los ladrones que le habían robado y asesinado no se habían atrevido a cobrarla por miedo a delatarse.

Para entonces ya había llegado Amy y me había puesto en antecedentes de sus gestiones y de cómo lo había puesto todo a buen recaudo, abandonado la casa y enviado la llave al administrador con puntualidad y honradez.

Debería haber indicado, al hablar de su cohabitación conmigo en…, que todo el mundo tomó siempre al joyero por un huésped, por lo que no llamó la atención que Amy dejase la casa y les devolviese la llave justo después de que asesinaran a su amo.

Consulté en París a un abogado eminente y consejero en el Parlamento, que me recomendó emprender un pleito de viudedad para asegurar la fortuna adquirida durante el matrimonio, cosa que hice, y el administrador se volvió a Inglaterra muy satisfecho por haber podido recuperar algunas letras de cambio rechazadas que ascendían a unas dos mil quinientas libras y varios objetos por valor de diecisiete mil, y de ese modo me libré de él.

Con motivo de la triste ocasión de la pérdida del hombre a quien todos tomaban por mi marido, recibí la amable visita de muchas damas de alcurnia. Y el príncipe de…, a quien según se dijo iba a mostrarle las joyas, envió con el pésame a su mayordomo, que me dio a entender que su Alteza habría ido a visitarme en persona si no se lo hubiera impedido un accidente imprevisto sobre el que se extendió largamente.

Por mediación de todas aquellas señoras que fueron a visitarme, la gente empezó a hablar bien de mí. Y, sabedora de que era muy hermosa y pese a lo horrible que era en aquellos días el atuendo de viuda, mi vanidad me impulsó a no descuidar mi aspecto; pronto empezó a conocérseme por el sobrenombre de
La belle veuve de Poitou
.

La satisfacción de verme tan bien cuidada después de mi desdicha no tardó en secar mis lágrimas y, aunque seguía teniendo el aspecto de una viuda, era, como decimos en Inglaterra, una viuda consolada. Me encargué de demostrarles a aquellas damas que sabía cómo recibirlas, que estaba acostumbrada a alternar en sociedad y, en suma, empecé a ser muy popular. No obstante, después ocurrió algo que me hizo interrumpir esas relaciones, tal como se verá ahora.

Unos cuatro días después de recibir la expresión de condolencia del príncipe de…, el mismo mayordomo vino a decirme que su Alteza iba a hacerme una visita. Yo me sorprendí mucho y no supe cómo reaccionar. No obstante, como la cosa no tenía remedio, me dispuse a recibirle del mejor modo posible. Pocos minutos más tarde, llamó a mi puerta y entró precedido del mayordomo antes mencionado y seguido de mi doncella.

Me trató muy educadamente y lamentó con elegancia la pérdida de mi marido y el modo en que había acaecido. Me dijo que tenía entendido que iba de camino a Versalles a mostrarle unas joyas, que era cierto que había hablado con él de las joyas, pero que no se explicaba cómo aquellos villanos habían sabido que las llevaba consigo, pues él no le había pedido que se las llevara a Versalles, sino que le había dicho que iría a verlo un día a París, para que no tuviera que correr ningún riesgo. Yo le respondí solemnemente que sabía muy bien que lo que su Alteza decía era cierto, pero que aquellos villanos conocían muy bien su trabajo y sabían, sin duda, que siempre llevaba consigo un estuche de diamantes y que llevaba un anillo de diamantes en el dedo valorado en cien
pistoles
(que los chismorreos habían elevado a quinientas), y que, de haber ido a cualquier otra parte, habría obrado igual. Después de lo cual su Alteza se incorporó para marcharse y me dijo que no obstante había decidido compensarme de algún modo, y con esas palabras puso una bolsa de seda en mis manos en cuyo interior había cien
pistoles
y afirmó que pretendía además concederme una pequeña pensión y que su mayordomo me daría todos los detalles.

Es innecesario decir que actúe como correspondía ante persona tan generosa e hice ademán de arrodillarme para besarle la mano, pero él me animó a levantarme, me saludó, volvió a sentarse (aunque al principio había anunciado su intención de marcharse) y me pidió que me sentara a su lado.

Luego empezó a hablarme con más familiaridad; afirmó que esperaba que mi marido no me hubiera dejado en circunstancias difíciles. El señor… tenía fama de ser muy rico, y en los últimos tiempos había ganado grandes sumas con la venta de algunas joyas, por lo que confiaba en que yo disfrutara de una fortuna suficiente para seguir viviendo de forma desahogada como hasta ahora.

Yo repliqué entre lágrimas, que reconozco eran un poco forzadas, que estaba convencida de que, si el señor… siguiera con vida, estaríamos a resguardo de la necesidad, pero que me resultaba imposible calcular la pérdida que había sufrido, dejando aparte la vida de mi marido, puesto que, en opinión de quienes estaban al tanto de sus negocios y conocían el valor de los diamantes que pensaba mostrarle a su Alteza, debía de llevar encima joyas por valor de cien mil libras, y que aquél era un golpe fatal para mí y para su familia, sobre todo por haberlo perdido de aquel modo.

Su Alteza replicó con aire preocupado que lo lamentaba mucho, pero esperaba, en caso de que decidiera establecerme en París, que pudiera encontrar un modo de recuperar mi fortuna. Además, alabó mi belleza, que tuvo a bien apreciar, y afirmó que no debían de faltarme los admiradores. Yo me levanté y le di humildemente las gracias a su Alteza, pero le respondí que no era ése mi propósito y que probablemente tendría que volver a Inglaterra para atender los asuntos de mi marido, que, según me habían dicho, eran muchos, aunque ignoraba qué justicia podría obtener allí una pobre extranjera. Y, en cuanto a lo de instalarme en París, mi fortuna se había visto tan perjudicada que no veía otra posibilidad que volver con mis amigos a Poitou, donde esperaba que mis parientes me ayudarían, y añadí que uno de mis hermanos era abad en…, cerca de Poitiers.

Él se puso en pie, me tomó de la mano y me llevó delante de un espejo de cuerpo entero que había en el salón.

—Miraos bien, señora —dijo—, ¿vos creéis que ese rostro —añadió señalando al espejo— debe volver a Poitou? No, señora, quedaos y haced feliz a algún gentilhombre que a cambio os haga olvidar vuestro sufrimiento. —Luego me tomó en sus brazos, me dio dos besos y me dijo, sin tantas ceremonias, que volveríamos a vernos.

Más tarde, ese mismo día, volvió el mayordomo y con mucho respeto y ceremonia me entregó una caja negra atada con una cinta escarlata y sellada con un escudo de armas que debía de ser el del príncipe. En su interior había una donación de su Alteza, o una asignación, no sé cómo llamarlo, con instrucciones a su banquero de que me pagase dos mil libras anuales, mientras durara mi estancia en París, como viuda del señor…, joyero, con motivo del horrible asesinato del que había sido víctima mi difunto marido.

La acepté con gran sumisión y protestas de agradecimiento infinito a su señor y me declaré la sierva más obediente de su Alteza en cualquier ocasión y, después de pedirle al mayordomo que le expresara a su Alteza mi reconocimiento, abrí un pequeño bargueño y saqué unas monedas que hice tintinear un poco y le ofrecí cinco
pistoles
.

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