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Authors: Daniel Defoe

Tags: #Clásico

Roxana, o la cortesana afortunada (6 page)

BOOK: Roxana, o la cortesana afortunada
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Si no hubiese perdido la sensatez y mi buen juicio no se hubiera visto abrumado por la poderosa atracción de un amigo tan bondadoso y amable, si hubiese consultado a mi conciencia y a mi virtud, habría rechazado a aquella Amy, por muy fiel y honrada que fuese conmigo en otras cosas, como a una víbora y un instrumento diabólico. Habría recordado que, según las leyes de Dios y de los hombres, ni él ni yo podíamos unirnos en otras condiciones que en las de un notorio adulterio. El argumento de aquella mujerzuela ignorante de que el casero me había arrancado de las garras del demonio —con lo que se refería al diablo de la pobreza y el sufrimiento— tendría que haber sido un poderoso motivo para no hundirme en las fauces del infierno y en poder del verdadero demonio. Como recompensa por esa liberación, habría considerado el bien que aquel hombre me había hecho como una obra de la bondad del cielo y esa bondad me habría empujado a volver al deber y la obediencia. Habría recibido agradecida su compasión y la habría aplicado sobriamente a ensalzar y honrar a mi hacedor. En cambio, aquel consejo torcido, la generosidad y amabilidad de aquel caballero se convirtieron en una trampa y un cebo en el anzuelo del demonio. Recibí su bondad a cambio de mi cuerpo y mi alma, hipotequé la fe, la religión, la conciencia y la modestia por (si se me permite decirlo así) un pedazo de pan. O, si se quiere, arruiné mi alma por gratitud, y me entregué en brazos del demonio con tal de mostrarme agradecida con mi benefactor. Debo hacerle a aquel caballero la justicia de decir que creo firmemente que no hizo nada que no creyera justo, y debo hacerme justicia a mí misma al afirmar que hice lo que mi conciencia me decía que era horriblemente ilícito, escandaloso y abominable.

Pero estaba atrapada en la trampa de la pobreza. ¡Terrible pobreza! La miseria que había padecido era tan grande que mi corazón temblaba sólo de pensar en volver a caer en ella. Y podría apelar a cualquiera con experiencia en el mundo para que dijera si alguien tan desprovisto como yo de ayuda, o de amigos que pudieran mantenerme o ayudar a mantenerme, podría resistirse a las proposiciones de aquel hombre. No es que trate de justificar así mi conducta, sino de obtener la piedad de quienes abominan de un crimen semejante.

Por si fuera poco, era joven y guapa, y a pesar de las penalidades que había pasado, no poco vanidosa. Y, por ser tan inaudito, me resultaba muy agradable que un hombre tan cordial y capaz de ayudarme me cortejara, cuidara, abrazara y ofreciese semejantes muestras de afecto.

Añádase a eso que, si me hubiese arriesgado a rechazar a ese caballero, no tenía amigo en el mundo a quien recurrir, ni proyectos, ni siquiera un trozo de pan. No tenía nada: sólo la perspectiva de volver a hundirme en la misma miseria en que había estado antes.

Amy empleó mucha retórica en el caso. Lo pintó todo de colores hermosos, argumentó con toda la habilidad que supo, y por fin, cuando vino a vestirme, la muy descarada dijo:

—Oíd, señora, si no habéis de consentir, decidle que haréis como Raquel con Jacob
[7]
, cuando vio que no podía tener hijos: meterlo en la cama de su doncella. Decidle que no podéis cumplir con él, pero que puede contar con Amy y que a mí puede pedírmelo, pues he prometido no negarme.

—¿Eso quieres que le diga, Amy? —dije.

—No, señora, pero tendréis que hacerlo o de lo contrario estáis perdida. Y, si de ese modo puedo salvaros, ya os dije antes que seré suya si lo quiere. No seré yo quien se niegue. Que me ahorquen si lo hago —dijo Amy.

—¡Ay, no sé qué hacer! —respondí.

—¡Qué no sabéis qué hacer! —repuso Amy—. Vuestras opciones son muy claras: podéis tener a un caballero guapo y encantador, ser rica y vivir cómodamente en la abundancia, o rechazarlo, quedaros sin cenar, vestir con harapos, llorar y, en suma, mendigar y pasar hambre. Sabéis muy bien que ésa es vuestra situación, señora —dijo Amy—. No entiendo cómo podéis decir que no sabéis lo que hacer.

—Reconozco, Amy —dije—, que la situación es tal como tú la pintas y creo que no tendré más remedio que acceder a sus deseos, pero —añadí movida por mi conciencia— déjate de hipocresías y no me vengas con que es legítimo que me case con él o él conmigo y otras cosas parecidas. Eso no son más que majaderías, Amy, y no quiero volver a oírlas. Si cedo, es inútil tratar de disfrazarlo con palabras. Soy una prostituta, Amy, ni más ni menos, te lo aseguro.

—No puedo estar de acuerdo con vos, señora, y no sé de dónde sacáis ideas semejantes. —Y repitió su argumento de lo ilógico que era que una hombre o una mujer tuvieran que vivir solteros en una situación semejante.

—Basta, Amy —dije—, no discutamos más. Cuanto más a fondo entremos en el asunto, mayores serán mis escrúpulos. Mientras que, si los silencio, la necesidad de mis circunstancias actuales es tal que creo que podré ceder, si me lo pide, aunque preferiría que no lo hiciera y me dejara como estoy.

—Señora —respondió Amy—, podéis estar segura de que cuenta con compartir vuestro lecho esta noche. Lo he notado a lo largo del día en su forma de comportarse y creo yo que no ha podido decíroslo con más claridad.

—Bueno, Amy, no sé qué mas puedo decir. Así habrá de ser si él lo quiere. No sé cómo voy a resistirme a quien tanto ha hecho por mí.

—Ni yo tampoco, señora.

Amy y yo terminamos de arreglarlo todo: la muy descarada propició un crimen que yo ansiaba cometer. Aunque no lo considerase un crimen, pues yo no era ni mucho menos malvada por naturaleza. No estaba exaltada y la sangre no me ardía lo bastante para incendiar la llama del deseo, pero la bondad y el buen humor de aquel hombre y lo triste de mis circunstancias se confabularon para echarme en sus brazos, y decidí entregarle mi virtud incluso antes de que me lo pidiera.

En eso fui doblemente culpable, al margen de lo que fuese él, puesto que decidí cometer aquel crimen sabiendo y admitiendo que lo era. En cambio, él estaba convencido de estar en su derecho y, para persuadirme, recurrió a las medidas y circunloquios que voy a relatar ahora.

Dos horas después de su partida, llegó una mujer de Leadenhall
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cargada de cosas muy apetitosas (que no vale la pena detallar) y con instrucciones de que tuviésemos preparada la cena para las ocho. No obstante, no empecé a preparar nada hasta que llegó él, y tuve tiempo de sobra, pues se presentó poco antes de las siete, de modo que Amy, que había buscado a alguien para que la ayudara, pudo tenerlo todo listo a tiempo.

A eso de las ocho nos sentamos a cenar, y ciertamente lo pasamos muy bien. Amy estuvo muy divertida e ingeniosa y nos entretuvo mucho y nos hizo reír con sus ocurrencias, aunque en ningún momento perdió la compostura.

Pero abreviemos: después de la cena, el caballero me llevó a su habitación, donde Amy había encendido un buen fuego, y una vez allí sacó muchos papeles y los extendió sobre una mesita. Luego me cogió de la mano y, después de besarme varias veces, empezó a disertar sobre sus circunstancias y las mías y a señalar cómo ambas coincidían en muchas cosas. Por ejemplo, en que a mí me hubiera abandonado un marido en plena juventud y a él una esposa en la edad mediana, en que el propósito del matrimonio se había destruido por el trato que ambos habíamos recibido, y en que sería muy triste que nos viésemos atados por el mero formalismo de aquel contrato toda vez que su esencia había desaparecido. Yo le interrumpí y le hice notar que había una enorme diferencia entre nuestras circunstancias, y en una parte primordial: que él era rico y yo pobre, que él ocupaba una alta posición social y yo una muy baja, que su situación era acomodada y la mía mísera, y le insistí en que aquella desigualdad resultaba de lo más esencial.

—Respecto a eso, querida —dijo—, he tomado las medidas pertinentes para ponerle fin.

Y me mostró un contrato en el que se comprometía a cohabitar de forma continuada conmigo, a mantenerme como a una esposa y, tras un largo preámbulo en el que se extendía sobre la naturaleza y razón de nuestra vida en común, se obligaba, mediante una penalización de siete mil libras, a no abandonarme nunca. Por fin, me mostró una carta de compromiso por quinientas libras, pagaderas a mí o a mis herederos a los tres meses de su muerte.

Después de leerme todas esas cosas, añadió del modo más amable y conmovedor y en palabras que no admitían respuesta:

—¿Qué dices ahora, querida? ¿No te parece suficiente? ¿Tienes alguna objeción? Si no es así, tal como espero, no hablemos más del asunto.

Y sacó una bolsa de seda que contenía sesenta guineas, me la puso en el regazo y terminó su discurso entre besos y protestas amorosas, de las que yo tenía ya bastantes pruebas.

Apiádese de la fragilidad humana quien lea la historia de una mujer que, después de verse reducida a la miseria y desesperación en plena juventud, volvió a levantarse gracias a la inesperada y sorprendente generosidad de un desconocido. Perdónesele que no fuese capaz, pese a todo, de ofrecer más resistencia.

No obstante, todavía me resistí un poco: le pregunté cómo podía esperar que aceptase sin más una proposición de tan graves consecuencias. Y que (en caso de que consintiera) deberíamos discutirlo antes, para que no pudiese reprocharme luego mi apresuramiento. Él respondió que, al contrario, tomaría mi precipitación por una muestra del mayor afecto que podría demostrarle. Y se explayó en los motivos por los que no era preciso que observásemos la ceremonia habitual, o dedicásemos un tiempo prudencial al cortejo. Semejantes convenciones sólo tenían la función de evitar el escándalo y, puesto que esto iba a ser privado, no eran necesarias. Afirmó que llevaba tiempo cortejándome del mejor modo posible, siendo bueno conmigo, y que me había dado pruebas de su afecto sincero con hechos, no con vanos halagos y con la palabrería acostumbrada, que a menudo resultan carentes de sentido; que me tomaba, no como amante, sino como esposa, y aseguró estar convencido de poder hacerlo de forma legítima y de que yo era totalmente libre. Añadió además, de todos los modos posibles, que me trataría como a su esposa mientras viviera. En una palabra, venció la poca resistencia que pensaba ofrecerle, afirmó que me amaba por encima de todo y me rogó que creyera en él, que nunca me había defraudado, ni nunca lo haría, y que consagraría todos sus esfuerzos a hacerme la vida cómoda y feliz, y a que olvidara la miseria que había sufrido. Yo no dije ni una palabra, pero, al verlo tan impaciente por oír mi respuesta, alcé la mirada y le sonreí.

—¿Habré —pregunté— de daros un sí la primera vez que me lo pedís? ¿Puedo confiar en vuestra promesa? En ese caso, por la fe que tengo en ella y por la bondad indescriptible que me habéis mostrado, quedaréis obligado y seré vuestra hasta el fin de mis días.

Y tomé su mano, que sostenía la mía, y la besé.

IV

Y así, en agradecimiento a los favores recibidos de aquel hombre, abandoné sin más todo sentido de la religión y del deber a Dios y toda consideración a la virtud y el honor, y pasamos a llamarnos marido y mujer, aunque desde el punto de vista de las leyes, tanto divinas como terrenales, no éramos más que un par de adúlteros y, en suma, un bribón y una prostituta. Y no es, como ya llevo dicho, que mi conciencia se acallara, aunque al parecer la suya sí lo hizo, pues pequé con los ojos bien abiertos y de ese modo atraje sobre mí una culpa doble. Aunque él era de la opinión, o se había convencido a sí mismo, de que ambos éramos libres y podíamos unirnos legalmente.

Yo opinaba de otro modo, y mi juicio era acertado, pero las circunstancias me tentaron: los terrores que había dejado atrás parecían aún más negros que los que me aguardaban, y el terrible argumento de quedarme sin pan, y revivir el horrible sufrimiento que había padecido antes, vencieron mi resolución y me entregué tal como acabo de explicar.

El resto de la tarde pasó de forma muy agradable, él estaba muy contento y sacó a bailar a Amy, y yo le dije que acabaría metiendo a Amy en su cama. Amy respondió de todo corazón que era virgen. En suma, divirtió tanto a Amy que, si no hubiese podido acostarse conmigo esa noche, creo que le habría bastado con tontear con ella media hora para que no le rechazara más de lo que pensaba hacerlo yo. Y eso que antes siempre me había parecido la joven más recatada que había conocido. Pero la diversión de aquella noche y de otras noches posteriores acabaron con su recato para siempre, como se verá a su debido momento.

Las bromas y los juegos tienen a veces tales consecuencias que no se me ocurre nada de lo que una joven deba precaverse más. Aquella chica inocente había dicho tantas veces en broma que estaría dispuesta a acostarse con él si así lograba que fuese bueno conmigo, que por fin le dejó acostarse con ella de verdad. Y hasta tal punto había renunciado yo a mis principios que la animé a hacerlo delante de mis propios ojos.

Y digo justamente que había renunciado a mis principios, porque, como he dicho antes, me entregué a él no mediante engaños y por creerlo legítimo, sino abrumada por su amabilidad y aterrada por el miedo a la miseria si me abandonaba. De modo que pequé sabiendo que pecaba, con los ojos bien abiertos, la conciencia, por así decirlo, despierta, e incapaz de resistirme. Pero, una vez traicionado mi corazón y habiendo llegado a tales extremos como para actuar en contra de mi conciencia, pude cometer cualquier perversidad y mi conciencia calló sabiendo que no volvería a escucharla.

Pero volvamos a nuestra historia, después de consentir a su propuesta, no nos quedaba mucho por hacer. Me entregó los papeles y el contrato que aseguraba mi mantenimiento mientras estuviera con vida. Y su afecto era tal que, dos años después de nuestro matrimonio, tal como lo llamaba él, hizo testamento y me entregó mil libras más y todo el mobiliario de la casa, que era bastante valioso.

Amy nos ayudó a acostarnos, y mi nuevo amigo —me resisto a llamarlo marido— se mostró tan satisfecho con ella, por la fidelidad y bondad que me había demostrado, que le pagó todos los atrasos que yo le adeudaba y le entregó cinco guineas más. Si la cosa se hubiera quedado ahí, no tendría más remedio que reconocer que Amy se había ganado aquel dinero, pues nunca se vio una doncella tan fiel a su señora en circunstancias tan terribles como las que yo pasé. Y lo que siguió no fue tanto culpa suya como mía, pues la empujé al principio y la animé al final, lo que no es sino otra prueba de lo endurecida que me había vuelto ante el crimen, debido a la convicción, que me embargó desde el primer momento, de que era una prostituta y no una esposa, puesto que mis labios no podían llamarlo marido, ni siquiera decir «mi marido» cuando hablaba de él. Con esa única excepción llevamos la vida más agradable que pueda imaginarse, era el hombre más tierno y caballeroso al que se haya entregado nunca una mujer y nada interrumpió nuestro afecto mutuo hasta el último día de su vida. Pero debo intercalar aquí la historia de la desgracia de Amy.

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