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Authors: Daniel Defoe

Tags: #Clásico

Roxana, o la cortesana afortunada (15 page)

BOOK: Roxana, o la cortesana afortunada
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Después no volví a verlo en veinte días, pues estuvo absorbido por su familia y sus asuntos, pero envió a su mayordomo a explicarme los motivos y me pidió que no me preocupara. Y eso me tranquilizó.

X

La buena fortuna de que disfrutaba entonces no me hizo olvidar que ya había sido rica y pobre antes, y que las circunstancias en las que estaba ahora no podían durar eternamente; que tenía un hijo y esperaba otro, que, si daba a luz tan a menudo, me arriesgaba a estropear el gran artículo que garantizaba su interés por mí —eso que él llamaba mi belleza— y que, a medida que declinara, su ardor iría apagándose, y se enfriaría también la solicitud con que me cuidaba, hasta que por fin, como les ocurre a otras amantes de grandes hombres, acabaría por ser rechazada, por lo que debía asegurarme de caer tan blandamente como pudiera.

En consecuencia me aseguré de guardar una considerable cantidad de dinero, como si no tuviese otro medio de subsistencia que lo que ganara entonces, aunque tenía nada menos que diez mil libras que, tal como expliqué antes, había amasado o más bien puesto a buen recaudo tras la muerte de mi fiel amigo el joyero, y que él mismo, aunque en tono de broma y sin sospechar lo que le esperaba, había afirmado que serían mías si le sucedía alguna cosa, dándome así justificación para guardarlas.

Mi mayor dificultad ahora era cómo asegurar mi fortuna y conservar al mismo tiempo todo lo que tenía, pues mi riqueza había aumentado mucho gracias a la generosidad del príncipe y a la forma de vida retirada que me había hecho llevar, no tanto por ahorrar como por garantizar la discreción, pues me había proporcionado lo suficiente para llevar una vida mucho más opulenta de lo que habría podido desear en caso de haber sido posible. Abreviaré la historia de esta prosperidad tan inmerecida contando que a los once meses de nuestro regreso de Italia le di un tercer hijo; que ahora vivía de un modo un poco menos reservado y atendía al nombre con el que él me llamaba en el extranjero, pero que debo callar ahora: la condesa de…, y tenía carrozas y criados adecuados al rango que decía poseer; y que esta situación se alargó ocho años, bastante más de lo que acostumbran a durar estas relaciones. En ese tiempo le fui totalmente fiel, y él, que normalmente tenía dos o tres mujeres a las que mantenía en secreto, no volvió a verlas en todo ese tiempo, pues estaba tan encandilado que dejó a las tres. No creo que ahorrase mucho haciéndolo, ya que debo reconocer que yo era una amante muy cara, pero eso era debido al mucho afecto que me tenía y no a mis extravagancias, puesto que ya he dicho que nunca me dio ocasión de pedirle nada, sino que prodigaba sus favores y presentes sobre mí antes de que me lo esperase, y tan de prisa que no podía desear más.

Lo de que me fuese fiel y abandonara a las demás mujeres no son meras suposiciones mías, sino que la vieja arpía que había sido nuestra guía en el viaje, una persona vieja y extraña, me contó mil historias de sus galanteos, como ella los llamaba, y que siempre tenía al menos tres amantes al mismo tiempo, y que las había dejado de pronto. Ellas habían sospechado que había caído en nuevas manos, pero ni ella misma pudo averiguar dónde ni cómo hasta que envió a buscarla para el viaje, y luego la vieja bruja se felicitó por su elección y añadió que no le extrañaba que mi belleza lo hubiese fascinado, etcétera. Y ya no añadió ni una palabra más.

En suma, que, gracias a ella, descubrí, para mi entera satisfacción, que, como se ha dicho antes, lo tenía todo para mí.

Pero incluso la marea más alta acaba retirándose, y en estas cosas el reflujo es a veces incluso más violento que el ímpetu inicial: mi príncipe, aunque no fuese el soberano, disponía de una enorme fortuna, por lo que no era probable que los gastos de mantener a una amante pudieran perjudicarle a él o a su hacienda; además tenía varios cargos, tanto en Francia como fuera de ella, pues, como he dicho antes, no era súbdito francés, aunque viviera en esa corte; tenía una princesa, su esposa, con quien había vivido varios años, y que (según decían las malas lenguas) destacaba entre todas las mujeres: era de su mismo rango, si no superior, por nacimiento, y de una fortuna comparable; su belleza, ingenio y otras mil cualidades más eran superiores no sólo a la mayoría de las mujeres, sino a todas las de su sexo; y, en cuanto a su virtud, al parecer no sólo era una buena princesa, sino una bellísima persona.

Vivían en la más perfecta armonía, como no podía ser de otro modo con aquella princesa, pero ella sabía que su marido tenía sus debilidades, conocía sus devaneos y en concreto que tenía una amante favorita que a veces lo fascinaba más de lo que ella misma habría podido desear o con lo que podría contentarse. Sin embargo, era una esposa tan buena, generosa y complaciente que nunca le reprochó nada, a no ser con la paciencia con que soportaba aquella afrenta y con el profundo respeto que sentía por él, y que habría bastado para reformarlo y a veces lo conmovía de tal modo que prefería quedarse con ella, de modo que yo no tardé en adivinar sus motivos y él mismo lo reconoció en varias ocasiones.

Era una cuestión que no me concernía a mí decidir. Una o dos veces traté de convencerlo de que me dejara y volviera con ella, tal como dictan las leyes y los ritos del matrimonio, y le recordé para persuadirlo la generosidad que había manifestado siempre la princesa, aunque en realidad estaba actuando como una hipócrita, pues, si lo hubiese convencido, me habría abandonado y él se daba cuenta fácilmente de que yo no podía soportar una idea semejante y de que no le hablaba en serio. Una vez empecé a hablarle del asunto y noté que al referirme a la virtud, el honor, el nacimiento y, sobre todo, al trato tan generoso que le dispensaba la princesa respecto a sus amoríos y al ejemplo que era para todos, él se emocionó y me dijo:

—¿De verdad pretendéis persuadirme de que os deje? ¿Queréis convencerme de que sois sincera?

Lo miré sonriendo a los ojos.

—No por otra favorita, mi señor —respondí—, eso me destrozaría el corazón, ¡sino por mi señora la princesa!

No pude decir más, pues las lágrimas me lo impidieron.

—Muy bien —dijo—, si alguna vez os dejo, será por una razón virtuosa, será por la princesa. Os prometo que no será por ninguna otra mujer.

—Basta, mi señor —respondí—, ahora que me habéis prometido que no me dejaréis por ninguna otra amante, yo le prometo a vuestra Alteza que no me afligiré y, si lo hago, será con un pesar silencioso que no interrumpirá vuestra felicidad.

Yo no sabía lo que decía, y prometí lo que no podía cumplir, igual que él no podía dejarme, tal como reconoció entonces, ni siquiera por la mismísima princesa.

Sin embargo, un nuevo giro de los acontecimientos decidió aquella cuestión, pues la princesa enfermó y, en opinión de los médicos, de gravedad; el caso es que quiso hablar con su marido y despedirse de él. En aquella triste ocasión le dijo con apasionamiento muchas cosas, lamentó no haberle podido dar hijos —habían tenido tres, pero todos habían muerto—, le dio a entender que una de las cosas de este mundo que la consolaban de la muerte era que así podría tener algún heredero de su familia con alguna princesa que ocupara su lugar; con toda humildad, aunque con seriedad cristiana, le pidió que tratara con justicia a aquella princesa, quienquiera que fuese, y se asegurara así su fidelidad; es decir, que no mantuviese a nadie más, de acuerdo con la parte más solemne del contrato matrimonial; pidió perdón humildemente a su Alteza, si es que en algún momento lo había ofendido; y puso al cielo por testigo, ante cuyo tribunal estaba a punto de comparecer, de que nunca había traicionado su honor ni su deber para con él; rezó a Jesús y a la Virgen bendita para que cuidasen de su Alteza; y así, con las más conmovedoras y apasionadas expresiones de afecto, se despidió de él y murió al día siguiente.

Semejante discurso proveniente de una princesa tan buena y querida por él y la pérdida tan inmediata le causaron una impresión tan profunda que lo llenó de odio por su vida anterior, lo volvió melancólico y reservado, le hizo cambiar de amistades y modificar la conducta general de su vida, que decidió regir de modo estricto por las reglas de la virtud y la piedad; y, en una palabra, se convirtió en un hombre nuevo.

La primera consecuencia de su reforma fue como un mazazo para mí, pues, unos diez días después del funeral de la princesa, me envió un recado por medio de su mayordomo, comunicándome, aunque con mucha educación, y tras un breve preámbulo e introducción, que esperaba que no me tomase a mal que se viese obligado a decirme que no podía volver a verme. Su mayordomo me contó una larga historia sobre las nuevas normas que había adoptado su señor para regir su vida, y que le había afligido tanto la pérdida de su princesa que estaba convencido de que o bien pondría fin a su vida o se retiraría a un convento para acabar sus días en soledad.

No es preciso dar muchos detalles para imaginar cómo recibí aquella noticia. Desde luego me sorprendió muchísimo, y tuve que hacer un gran esfuerzo para no desmayarme cuando me la comunicaron, y eso que el mayordomo me transmitió el mensaje con todo el respeto y la consideración posibles, además de con mucha ceremonia, y añadió lo mucho que le disgustaba tener que llevarme aquellas noticias.

Pero, cuando oí los detalles de la historia, y sobre todo lo del discurso de la princesa en su lecho de muerte, me quedé más tranquila; supe que no había hecho nada que no habría hecho también cualquier otro que tuviese un mínimo sentido de la justicia y comprendiera la necesidad de enmendar su vida, si quería ser un cristiano o un hombre virtuoso. Digo que al oír aquello me quedé más tranquila; admito que era una circunstancia que debía haberme impresionado también a mí, que tenía aún más cosas que reprocharme que el príncipe, y que ya no podía escudarme en la tentación de escapar a la pobreza, o en el motivo justificado al que se había referido Amy: acepta y vive, niégate y muere de hambre. Ya no era que la pobreza me hubiese empujado al vicio, pues no sólo era próspera o rica, sino muy rica. En suma, más rica de lo que podía imaginar, y lo cierto era que a veces me preocupaba no saber cómo invertir mi fortuna por miedo a perderla en algún engaño o estafa y no tener en quien confiar.

Debería añadir además que, al final de aquella relación, el príncipe no me rechazó, digamos, asqueado ni de forma grosera, sino con su corrección y bondad características, hasta donde eran compatibles con el propósito de enmienda de un hombre abrumado por la sensación de haber abusado de una mujer tan buena como había sido la difunta princesa; y tampoco me despidió con las manos vacías, sino que lo hizo todo a su estilo, y en particular ordenó a su mayordomo que pagara el alquiler de la casa y los gastos de manutención de sus dos hijos, y que me dijera cómo y dónde estaban, y también que me permitiera comprobar en cualquier momento cómo los estaban tratando y, si algo no me gustaba, mandase que se rectificara; y, una vez dispuesto todo de ese modo, se retiró a Lorena, o cerca de allí, donde tenía unas fincas y no volví a oír hablar de él, al menos como amante.

XI

Ahora disponía de libertad para ir donde quisiera y cuidar yo misma de mi dinero: lo primero que decidí fue volver directamente a Inglaterra, ya que pensé que entre mis compatriotas (me consideraba inglesa, a pesar de haber nacido en Francia) podría manejar mejor mis asuntos que en Francia, o al menos correría menos peligro de que me enredaran y engañaran, pero cómo salir del país con semejante tesoro era una dificultad que no sabía resolver.

Había un mercader holandés en París que tenía fama de ser un hombre honrado y fiable, pero yo no tenía forma de conocerlo, ni sabía cómo explicarle mis circunstancias, aunque por fin utilicé a mi doncella, como debe permitírseme que la llame (a pesar de lo que se ha dicho de ella) para ir a verle, y ella a su vez consiguió una recomendación de no sé quién, de forma que pudo acceder a él con facilidad.

Pero mi situación seguía siendo tan mala como al principio, porque ¿qué podía hacer cuando fuese a visitarlo? Tenía dinero y joyas de gran valor, y podía dejarlo todo en sus manos, igual que podía hacer con otros mercaderes de París, que me habrían entregado letras de cambio pagaderas en Londres, pero así me arriesgaba a perder mi dinero, y no tenía ningún amigo en Londres a quien enviarle las letras y que esperase a que tuviese una cuenta donde hacerlas efectivas, de modo que no sabía qué hacer ni a quién recurrir.

El caso es que no me quedaba otro remedio que confiar en alguien, así que, como he dicho antes, envié a Amy a visitar a aquel mercader holandés. El hombre se sorprendió un poco cuando llegó Amy y le habló de enviar una suma de unas doce mil
pistoles
a Inglaterra, e incluso pensó que trataba de estafarle de algún modo, pero, cuando vio que Amy no era mas que una criada y que era yo quien la había enviado, la cosa cambió por completo.

Nada más verlo, reparé en la sencillez de su trato y la honradez de sus rasgos y dejé de lado cualquier escrúpulo para contarle mi historia: que era viuda, que tenía unas joyas de las que quería deshacerme y también cierta cantidad de dinero que necesitaba enviar a Inglaterra, donde tenía pensado mudarme, pero al ser mujer y no tener ningún corresponsal en Londres, o en ninguna otra parte, no sabía qué hacer ni cómo salvaguardar mis propiedades.

Me habló con mucha franqueza y, una vez enterado de los detalles de mi caso, me recomendó enviar las letras de cambio a Amsterdam y viajar desde allí a Inglaterra. De ese modo podría ingresar mi fortuna en el banco con total seguridad, y además me recomendó a un hombre que entendía mucho de joyas y me ofrecería un precio justo por ellas.

Yo le di las gracias, aunque me asustaba viajar tan lejos hasta un país extranjero, sobre todo llevando conmigo semejante fortuna. Oculta o no, me parecía demasiado arriesgado. Así que me respondió que trataría de venderlas en París, convertirlas en dinero y extender las letras de cambio por el total, y a los pocos días fue a verme con un judío que quería comprar las joyas.

En cuanto el judío las vio, comprendí mi locura y que lo más probable era que me engañasen y tal vez me asesinasen del modo más cruel, y me asusté tanto que estuve a punto de salir corriendo y dejar las joyas y el dinero en manos del holandés, sin esperar a tener las letras de cambio ni nada parecido. He aquí lo que ocurrió:

Nada más ver las joyas, el judío empezó a farfullar en holandés o portugués dirigiéndose al mercader, y enseguida me di cuenta de que ambos estaban muy sorprendidos; el judío alzó las manos, me miró horrorizado, volvió a hablar en holandés y se contorsionó de mil maneras mirando aquí y allá mientras hablaba, dando patadas en el suelo y extendiendo los brazos, como si estuviera dominado por la ira y lleno de furia; luego se volvió hacia mí y me miró como si fuese el mismo diablo. No he visto nada tan terrorífico en toda mi vida.

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