Roma (42 page)

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Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

BOOK: Roma
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Apio Claudio había utilizado también los poderes de su cargo para controlar por completo dos proyectos de obras públicas sin precedentes. Ésta era la razón de la visita de Kaeso.

–Si me ves un poco sorprendido, tendrás que comprender que hace mucho tiempo que ningún hombre llamado Fabio proyecta su sombra en este jardín -dijo Claudio, que sonreía tanto como Quinto fruncía el entrecejo. Kaeso había oído comentar que el encanto era la característica más destacada de aquel hombre; aunque cuando los Fabio lo decían, no era a modo de cumplido-.

Siempre que surge un asunto político, parece que tu primo Quinto se inclina hacia una dirección y yo hacia la otra. Nunca nos encontramos en persona ni coincidimos en política.

Kaeso habló con cautela.

–Nadie tiene a Quinto Fabio en mayor estima que yo, pero soy un hombre independiente. – ¡Bien dicho! Estoy perfectamente familiarizado con la carga que supone tener parientes ilustres… y no tan ilustres. Por suerte, los peores murieron hace ya tiempo. Pero igual que tú, Kaeso, soy un hombre independiente. No soy más responsable del comportamiento criminal de mi tatarabuelo, el decenviro, que tú de la política torpe y anticuada de tu estimado primo. Somos hombres independientes, y todo hombre es el arquitecto de su propia fortuna. ¿Bebemos por ello?

Apareció un esclavo con dos copas de vino. Kaeso, sintiéndose algo desleal con Quinto pero deseoso de congraciarse con su anfitrión, bebió un sorbo. El vino no estaba diluido en agua y era más fuerte que el que él estaba acostumbrado a tomar. Casi al instante sintió calor y un poco de mareo.

Claudio indicó que rellenaran las dos copas.

–Dadas las gélidas relaciones que existen entre tu primo y yo, me imagino que debes de tener una razón muy buena para venir a verme.

Kaeso notaba que el vino empezaba a soltarle la lengua; a lo mejor, al final, no iba a resultarle tan complicado expresar su deseo. Abrió la boca para empezar a hablar, cuando su anfitrión lo interrumpió.

–Pero, no… sé que has venido aquí para hablar de negocios de algún tipo, y para mí aún es demasiado temprano como para iniciar una discusión seria sobre esos asuntos. Conozcámonos un poco antes. A lo mejor tenemos intereses en común. ¿Lees latín?

–Por supuesto, censor. – ¿Y griego?

–Bueno… un poco -dijo Kaeso.

–O sea, que nada de nada. ¡Una pena! Había pensado mostrarte mi biblioteca, que es la mejor de Roma, pero ya que prácticamente todos los libros están en griego, no tendría ningún sentido para ti. Todo romano debería aprender el griego necesario para, como mínimo, leer a los grandes dramaturgos: Esquilo, Sófocles, Eurípides. Y, por supuesto, a los grandes filósofos: Platón y Aristóteles. Pero te veo inexpresivo, Kaeso. ¿Te dicen algo estos nombres?

–Me temo que no, censor. – ¡Alas! – Claudio movió la cabeza-. ¿Y sabes de dónde viene esta palabra, «alas»?

Kaeso frunció el entrecejo.

–No. – ¡Y tú eres un Fabio, que tiene vínculos familiares con Hércules! «Alas» es la latinización de un nombre griego, «Hylas». ¿Y quién era Hylas?

Kaeso frunció el entrecejo aún más y se encogió de hombros. Claudio suspiró.

–Hylas era un joven muy guapo, el amante de Hércules. Los dos acompañaron a Jasón y los argonautas en su búsqueda del Vellocino de Oro. Cuando los argonautas echaron el anda en la desembocadura del río Ascanio, Hylas fue enviado a los manantiales en busca de agua. Pero las ninfas estaban celosas de su belleza y arrastraron a Hylas hacia las aguas. Nunca volvió a vérsele.

Hércules estaba desconsolado. Durante mucho tiempo, hasta mucho después de que la esperanza de encontrar al joven hubiera desaparecido, recorrió la orilla del río de arriba abajo gritando «¡Hylas! ¡Hylas!». Y éste es el motivo que aún gritemos «¡Alas! ¡Alas!» cuando sentimos grandes penas.

Kaeso levantó las cejas. Hylas no estaba entre los personajes grabados en el espejo que le habían regalado.

–Nunca había oído esa historia. Es bonita.

–En mis libros hay diversas versiones del relato de Hércules e Hylas, pero para leerlas es necesario saber griego.

–Nunca pretendí ser un erudito, censor. El principal deber de un romano es servir al Estado como soldado… -¡Por supuesto! Y como guerrero a buen seguro te beneficiarías de leer la Ilíada de Homero, o, mejor aún, La vida de Alejandro, de Cleón de Corinto. Ayer mismo recibí un ejemplar que me ha hecho llegar por un mensajero un librero de Atenas. ¿Has oído hablar de Alejandro? – ¿De Alejandro el Grande de Macedonia? ¿Quién no ha oído hablar de él? Primero conquistó Grecia y luego todo el mundo hacia el sur y el este: Egipto, Persia y las tierras lejanas que quedan más allá de los mapas. Mi padre dice que tuvimos suerte de que no volcara su atención hacia Occidente, pues de haber sido así, tendríamos que haberlo combatido en las orillas del Tíber. Pero Alejandro no conquistará nada más. Lleva diez años muerto.

–Once años, de hecho… al menos pareces saber quién era Alejandro. ¡Muy bien! – Claudio rió y se encogió de hombros-. Dado el pésimo estado en que se encuentra la educación romana, nunca se sabe lo que un joven puede saber o no. Prácticamente cualquier romano es capaz de nombrar a sus antecesores remontándose hasta diez generaciones… lo cual no es una gran gesta, teniendo en cuenta que los nombres suelen ser los mismos. Pero ¿cuántos podrían dar el nombre del tirano que reina en Siracusa o encontrar Cartago en un mapa?

Kaeso sonrió.

–Mi padre dice que estás obsesionado con Siracusa y Cartago.

–Por supuesto que lo estoy, pues el futuro de Roma reside en las vías marítimas del Mediterráneo, y esas vías marítimas serán controladas por Siracusa o por Cartago… o por nosotros.

–Mi primo Quinto dice que nuestro futuro está en el norte, no en el sur. Primero conquistaremos toda Italia, luego iremos a por la Galia… -¡Tonterías! Los galos no tienen nada que ofrecernos, ni siquiera un dios a quien merezca la pena venerar o un idioma que merezca la pena aprender. La riqueza del mundo pertenecerá a quien quiera que controle el Mediterráneo. Para conseguirlo, tendremos que convertirnos en una potencia marítima, o hacernos súbditos de quienes ya tienen una armada, como los siracusanos y los cartagineses. La interpretación errónea que tu primo Fabio hace del destino de Roma la base del desacuerdo que reina entre nosotros. – Claudio, pensativo, se acarició los labios con el dedo-. Y, ya que te llamas Kaeso, supongo que puedo preguntarte acerca de tu postura sobre la controversia en torno a la letra K. – ¿Controversia?

–Mi opinión es que debería ser eliminada por completo del alfabeto romano. ¿Qué necesidad hay de una K cuando la C sirve para lo mismo? De este modo, tu nombre se escribiría C-A-E-S-O y se pronunciaría igual.

–Pero… la verdad es que le tengo cariño a la K de mi nombre. – ¿Y qué me dices de la Z? ¡Yo digo que es aborrecible y deberíamos anularla! – ¿Aborrecible?

–Representa un sonido tosco y no tiene cabida en un idioma civilizado. La Z rasca el oído y ofende a la vista. – ¿A la vista?

–Mira, observa mi cara mientras la pronuncio. – Claudio separó los labios, apretó los dientes y emitió un prolongado zumbido-. ¿Lo ves? El hombre que emite el sonido de la Z parece una calavera sonriente. ¡Horrendo! El sonido y la letra deberían ser eliminados por completo del idioma latino.

Kaeso rió. – ¡Eres un apasionado del tema!

–La pasión es vida, joven Kaeso. Y sí, el lenguaje es mi pasión. ¿Cuál es tu pasión?

De pronto, Kaeso se sintió completamente sobrio. La conversación había llegado al motivo de su visita.

–Quiero ser constructor, censor.

Claudio levantó una ceja. – ¿De verdad?

–Sí. ¡Por encima de todo! Estoy dispuesto a luchar por Roma, claro está. Y si tengo que entrar en política y aprender algo de leyes, lo haré. Aprenderé incluso algo de griego, si los griegos pueden enseñarme alguna cosa sobre arquitectura e ingeniería… porque lo que de verdad quiero es construir. Es lo que deseo desde que era niño. Cuando era pequeño, mis juguetes favoritos eran los bloques de construcción. Cuando crecí lo bastante como para ir solo por la calle, en lugar de contemplar a los atletas en las carreras de carruajes o a los soldados entrenándose en el Campo de Marte, pasaba horas en las obras de cualquier nuevo templo o monumento, o incluso en cualquier lugar donde se estuvieran efectuando reparaciones de la muralla de la ciudad, observando a los obreros y las herramientas, viendo cómo se utilizaban las grúas y las palancas y las poleas, observando cómo se mezclaba el mortero y cómo se disponían los ladrillos para construir arcos y puertas. Debo admitir que no tengo ninguna formación concreta, pero sé dibujar… sé que un constructor tiene que saber dibujar, y soy muy bueno con los números, mucho mejor que con las letras.

–Entiendo. Y por eso has venido a verme. – ¡Sí! Dicen que la calzada que estás construyendo, la que va en dirección sur hacia Capua, no tiene nada que ver con cualquier otra que se haya construido antes: recta como una regleta de medición, plana como una tabla, dura como una piedra. Y todo el mundo habla de tu brillante idea de traer agua a la ciudad, de aprovechar los manantiales cercanos a Gabii, a diez millas de Roma, de llevar el agua por un canal subterráneo y luego traerla hasta la ciudad gracias a un canal elevado soportado por arcos. Un acueducto, creo que lo llamas. ¡Asombroso! Estos proyectos son lo más excitante que me ha pasado en la vida, más excitante que las batallas, o las elecciones, o incluso las historias sobre conquistadores en el otro extremo del mundo. Quiero formar parte de ellos. Sé que tendré que aprender muchas cosas, pero estoy dispuesto a trabajar duro. Quiero hacer todo lo que esté en mis manos para ayudarte a construir tu nueva calzada y tu acueducto.

Claudio sonrió.

–Tu entusiasmo resulta adulador.

–Hablo con toda sinceridad, censor.

–Me doy cuenta. ¡Qué extraño! Los Fabio siempre han sido guerreros, y algunos han sido supuestamente hombres de Estado, pero nunca constructores. Me pregunto de dónde habrás sacado esa característica.

A Kaeso le molestó el comentario pues le recordaba su origen desconocido, pero trató de que no se notara su humillación. – ¿Sabe tu padre que has venido a verme?

–Sí, censor. Aunque desaprueba tu política… dice que eres un populista radical… -¿Radical? ¿Porque doy a los ciudadanos de a pie un trabajo bien remunerado en las obras públicas que benefician a toda Roma? Me imagino que también dirá que soy un demagogo.

Kaeso se puso colorado. Efectivamente, su padre había utilizado aquella odiosa palabra, importada del griego, y que se identificaba con el líder sin escrúpulos que explota las pasiones irrefrenables de la chusma.

–Pese a nuestras diferencias políticas, censor, mi padre comprende lo grande que es mi deseo de trabajar para ti. No hará nada para impedírmelo. – ¿Y tu primo Quinto?

–No lo he hablado con él. Pero no necesito su aprobación. Soy un…

–Sí, lo sé: eres un hombre independiente. – Claudio estuvo un rato tamborileando con los dedos sobre las rodillas, luego movió afirmativamente la cabeza y sonrió.

–Muy bien, Kaeso Fabio Dorso. Encontraré un puesto adecuado para ti en uno de mis proyectos. – ¡Gracias, censor!

–Y mientras, para complacerme, a lo mejor podrías plantearte cambiar la K de tu nombre por una C.

–Bien, si lo consideras necesario…

–Kaeso, es simplemente una broma… ¡alas!

Al amanecer del día siguiente, siguiendo las instrucciones de Apio Claudio, Kaeso salió de su casa en el Palatino. Pasó por delante de la cabaña de Rómulo y de la higuera conocida como Ruminalis, vástago del árbol que daba sombra a Acca Larentia cuando amamantaba a Rómulo y Remo. Descendió el sinuoso camino conocido como la Escalera de Caco.

Atravesó el Foro Boario -Bovario originalmente, según le había informado Apio Claudio, aunque la letra V había desaparecido hacía ya tiempo de su pronunciación habitual-. Los trabajadores de tiendas y mercados iniciaban su jornada. Pasó por delante de la antigua Ara Máxima, donde mucho tiempo atrás los antepasados de los Pinario y de los Poticio habían iniciado el culto a Hércules. Los Poticio seguían llevando a cabo el sacrificio anual en el altar, aunque un largo declive de la riqueza de la familia había reducido su banquete anual a un asunto menor.

Incluso a pesar de su supuesta conexión con Hércules a través de los Fabio, Kaeso no estaba apenas al corriente del Banquete de Hércules que se celebraba cada verano en el Ara Máxima, y no tenía ni idea de que era el ritual más antiguo de todos los celebrados en la ciudad. Tampoco sabía nada sobre su relación familiar con los Pinario y los Poticio.

Se dirigía a una obra situada a los pies de la colina del Aventino, entre el templo de Ceres y el extremo norte del Circo Máximo. Supo que había llegado al lugar cuando vio las enormes montañas de tierra y la serie de tapias que se habían construido en torno a la excavación. Se había congregado allí un pequeño ejército de obreros, integrado por esclavos liberados y ciudadanos nacidos libres.

Iban de un lado a otro, bromeando y quejándose por tener que levantarse tan temprano.

El cielo que se aclaraba a cada momento que pasaba, estaba salpicado por pequeñas nubes, y soplaba una brisa del este.

–Parece que será un día excelente para trabajar al aire libre -dijo uno de los hombres-. ¡Es una pena que tengamos que estar bajo tierra!

Apareció un capataz. Los hombres formaron una fila. Se les entregó picos y palas a todos y a continuación desaparecieron a los pies de la colina, por un agujero que recordaba la entrada de una cueva.

Kaeso esperó a que el capataz tuviese un momento libre, se acercó entonces a él y se presentó tal y como Claudio le había indicado.

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