Robopocalipsis (10 page)

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Authors: Daniel H. Wilson

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Robopocalipsis
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—¿Fred? ¿Puede seguir al teléfono?

—Ya he dicho lo que tenía que decir. Voy a colgar.

—¿Puede seguir al teléfono?

—Voy a colgar.

—¿Fred? ¿Señor Hale?

—Hasta luego, duquesa.

Clic.

Una silla de oficina chirría cuando la figura se levanta. La persiana se abre con un ruido brusco. La luz inunda la sala y satura inmediatamente la webcam. Durante los siguientes segundos, el contraste se ajusta automáticamente. Surge una imagen granulada pero discernible.

La sala está hecha un desastre: llena de latas de refresco vacías, tarjetas de teléfono usadas y ropa sucia. La silla chirría de nuevo cuando la figura oscura se deja caer en ella.

El hombre de rudo lenguaje es en realidad un adolescente con sobrepeso vestido con una camiseta de manga corta manchada y unos pantalones de chándal. Tiene la cabeza afeitada. Se repantiga en la maltrecha silla de oficina, con los pies apoyados en una mesa de ordenador. Con la mano izquierda, sostiene un móvil contra su oreja. Tiene la derecha metida despreocupadamente debajo del codo izquierdo.

En el teléfono, un débil timbre.

Un hombre de voz agradable contesta.

—¿Diga?

El adolescente habla con su aguda voz juvenil, temblorosa de la emoción y los nervios.

—¿Fred Hale? —pregunta el chico.

—¿Sí?

—¿Es usted Fred Hale?

—El mismo. ¿Quién es?

—Adivina, marica.

—¿Perdón? Oye, no sé…

—Soy Lurker. Del chat de frikis.

—¿Lurker? ¿Qué quieres?

—¿Creías que podías dirigirte a mí como te diera la gana? ¿Que no tengo clase? Pues te vas a arrepentir. Quiero darte una pequeña lección, Fred.

—¿Cómo?

—Quiero oír llorar a tu mujer. Quiero ver tu casa en llamas. Quiero castigarte todo lo que pueda y luego un poco más. Quiero destrozarte, colega, y leer sobre ti mañana en los periódicos.

—¿Destrozarme? Menuda broma de mierda. Que te den, pringado. Estás solo, ¿verdad? Sé sincero. ¿Me estás llamando por eso? ¿Mamá ha salido con las chicas y te ha dejado solito?

—Oh, Fred. No tienes ni idea de con quién estás hablando ni de lo que soy capaz. Soy más malo que la tiña y me las sé todas. Si quiero pillarte, colega, iré a por ti.

—No me das miedo, tonto del culo. ¿Has encontrado mi número de teléfono? Vaya, enhorabuena. Escucha tu voz. ¿Cuántos años tienes, catorce?

—Tengo diecisiete, Fred. Y llevamos casi dos minutos hablando. ¿Sabes lo que eso significa?

—¿A qué coño te refieres?

—¿Sabes lo que eso significa?

—Espera, alguien está llamando a la puerta.

—¿Sabes lo que eso significa, Fred? ¿Lo sabes?

—Cierra el pico, gilipollas. Voy a ver quién es.

La voz del hombre es ahora más débil. Debe de estar tapando el teléfono con la mano. Maldice. Se oye un golpe y un sonido de madera astillándose. Fred grita, sorprendido. Su teléfono cae al suelo con un ruido seco. Los gritos de Fred quedan rápidamente ahogados por las fuertes pisadas de unas botas y unas órdenes breves y entrecortadas de un equipo de agentes de policía armados: «¡Al suelo!». «¡Boca abajo!» «¡Cállese!»

Al fondo, débilmente, una mujer grita asustada. Al poco rato, sus sollozos ya no se oyen por encima de los gritos, los cristales rompiéndose y los feroces ladridos de un perro.

A salvo en su casa, el adolescente que se hace llamar Lurker escucha. Con los ojos cerrados y la cabeza ladeada, se regodea en la llamada.

—Eso es lo que significa —dice Lurker, sin dirigirse a nadie en concreto.

A continuación, a solas en su repugnante habitación, el adolescente levanta los puños en silencio por encima de la cabeza como un campeón de boxeo que acaba de luchar diez asaltos y se ha proclamado vencedor.

Cuelga el teléfono con el pulgar.

El día siguiente. La misma webcam. El adolescente llamado Lurker está de nuevo al teléfono, repantigado en la misma postura relajada. Mantiene en equilibrio una lata de refresco sobre su prominente barriga y sujeta el teléfono contra su cabeza, frunciendo el ceño.

—Vale, Arrtrad. Entonces, ¿por qué todavía no se ha publicado la noticia?

—Joder, fue genial, Lurker. Llamé a la oficina central de Associated Press y cambié mi teléfono por el del consulado de Bombay. Me hice pasar por un reportero indio que llamaba de…

—Estupendo, colega. Fantástico. ¿Quieres una puta galletita? Solo dime por qué hay un artículo sobre mi broma en la red pero no ha aparecido ningún titular en el periodicucho local.

—Claro, Lurker. No te preocupes, colega. Hay un problema. En el artículo dicen que la redada la debió de provocar una especie de fallo informático. Lo hiciste tan bien que ni siquiera averiguaron que el responsable fue una persona. Creen que lo hizo una máquina.

—¡Joder! Te lo preguntaré por última vez, Arrtrad. ¿Dónde está mi artículo?

—Un redactor lo tiene parado. Después de que el artículo fuera presentado, parece ser que se interesó por otra noticia y no se publicó. Así que lleva parado las últimas doce horas. El tipo debe de haberse olvidado de él.

—Lo dudo. ¿Quién es el redactor? ¿Cómo se llama?

—Ya me he ocupado de eso. Cuando me hice pasar por el periodista indio, conseguí el número del despacho de ese tipo. Pero cuando llamé, resultó que no trabajaba allí. No lo conocen. Es un callejón sin salida, Lurker. Es imposible encontrarlo. No existe. Y el artículo no se puede coger de la red hasta que salga de la agencia, ¿entiendes?

—La IP.

—¿Eh?

—¿Es que hablo en chino? La puta dirección IP. Si el hijo de puta que está ocultando mi artículo está utilizando una identidad falsa, lo localizaré.

—Oh, Dios. Vale. Te la mandaré por correo electrónico. Me compadezco de ese tío cuando lo pilles, Lurker. Vas a cargártelo. Eres el mejor, colega. Es imposible…

—¿Arrtrad?

—¿Sí, Lurker?

—No vuelvas a decirme que algo es imposible. Nunca.

—No te preocupes, colega. Sabes que no quería decir…

—Hasta luego, Lucas.

Clic.

El adolescente marca un número de memoria.

El teléfono suena una vez. Un joven contesta.

—MI5, Servicio de Seguridad. ¿Con qué departamento desea comunicar?

El adolescente habla con el tono sucinto y seguro de un hombre mayor que ha hecho llamadas parecidas cientos de veces.

—Con la división de informática forense, por favor.

—Claro.

Se oye un tecleo, y luego una voz de tono profesional que contesta:

—Informática forense.

—Buenos días. Soy el oficial de inteligencia Anthony Wilcox. Código de verificación ocho, tres, ocho, ocho, cinco, siete, cuatro.

—Autorizado, oficial Wilcox. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Una simple consulta de IP. El número es el siguiente: uno, veintiocho, dos, cincuenta y uno, uno, ochenta y tres.

—Un momento, por favor.

Pasan unos treinta segundos.

—Ya está. ¿Oficial Wilcox?

—¿Sí?

—Pertenece a un ordenador de Estados Unidos. Una especie de centro de investigación. La verdad es que no ha sido fácil. Era muy confuso. La dirección rebota en media docena de sitios de todo el mundo antes de volver aquí. Nuestras máquinas han podido localizarla porque muestra un patrón de conducta.

—¿Qué es eso?

—La persona de esa dirección ha estado reescribiendo artículos nuevos. Cientos de ellos durante los últimos tres meses.

—¿De verdad? ¿Y a quién corresponde la dirección?

—A un científico. Su despacho está en los Laboratorios de Investigación Lago Novus, en el estado de Washington. Deje que se lo busque. A ver, se llama doctor Nicholas Wasserman.

—Wasserman, ¿eh? Muchas gracias.

—De nada.

—Hasta luego, Lucas.

Clic.

El adolescente se inclina hacia delante y sitúa la cara a escasos centímetros de la webcam. Mientras teclea, los granos de acné de su cara quedan expuestos a la cámara. Sonríe, con los dientes amarillos a la luz del monitor de ordenador.

—Ya te tengo, Nicky —dice, sin dirigirse a nadie en concreto.

Lurker ha marcado un número de teléfono con el pulgar sin mirar. La silla vuelve a chirriar cuando se recuesta sonriendo.

Suena el teléfono al otro lado de la línea.

Y suena. Y suena. Finalmente, alguien contesta.

—Laboratorios Lago Novus.

El adolescente se aclara la garganta. Habla con un lento acento sureño:

—Nicholas Wasserman, por favor.

Se produce una pausa antes de que la mujer estadounidense responda.

—Lo siento, pero el doctor Wasserman falleció.

—Ah. ¿Cuándo?

—Hace más de seis meses.

—¿Quién ha estado usando su despacho?

—Nadie, señor. Su proyecto ha sido aparcado.

Clic.

El adolescente se queda mirando sin comprender el teléfono que sostiene en la mano, con la cara pálida. Al cabo de unos segundos, lanza el aparato a la mesa del ordenador como si estuviera envenenado. Apoya la cabeza en las manos y murmura:

—Cabrón tramposo. Sabes algunos trucos, ¿eh?

Justo entonces suena el móvil.

El adolescente lo mira con el ceño fruncido. El teléfono vuelve a sonar de forma estridente, vibrando como un avispón furioso. El chico se levanta y se plantea su siguiente paso, y acto seguido vuelve la espalda al teléfono. Sin decir nada, coge una sudadera gris del suelo, se la echa encima y sale de casa.

Una imagen de televisión con subtítulos. En blanco y negro. En la esquina inferior izquierda, el subtítulo reza: «Cámara de control. New Cross».

Un plano cenital de unas aceras llenas de gente. En la parte inferior de la pantalla, aparece una cabeza afeitada de aspecto familiar. El adolescente camina calle arriba, con los puños cerrados en los bolsillos. Se detiene en la esquina y mira a su alrededor furtivamente. Un teléfono público situado a pocos metros de él suena. Vuelve a sonar. El adolescente se queda mirando boquiabierto el teléfono mientras la gente pasa por delante de él. Entonces se vuelve y se mete en un supermercado.

La imagen de televisión da paso a la grabación de la cámara de seguridad del interior de la tienda. El adolescente coge un refresco y lo deja en el mostrador. El empleado del supermercado lo coge, pero entonces le suena el móvil. Luciendo una sonrisa conciliadora, el empleado levanta un dedo y responde el teléfono.

—¿Mamá? —pregunta, y a continuación hace una pausa—. No, no conozco a nadie que se llame Lurker.

El adolescente se vuelve y se marcha.

En el exterior, la cámara de seguridad hace una panorámica y enfoca con el zoom al adolescente de la cabeza afeitada. El chico mira fijamente al objetivo con sus inexpresivos ojos grises. Entonces se cubre la cara con la capucha de la sudadera y se apoya contra la persiana pintada con espray de una tienda cerrada. Y, con los brazos cruzados y la cabeza gacha, se dedica a observar: las personas que lo rodean, los coches y las cámaras elevadas fijadas por todas partes.

Una mujer alta con tacones pasa zapateando a toda velocidad. El adolescente se estremece visiblemente cuando oye una música pop sonando a todo volumen en su bolso. La mujer se detiene y saca su teléfono. Al llevarse el móvil al oído, se oye otra melodía procedente de un hombre de negocios que pasa por allí. Se mete la mano en el bolsillo y saca el teléfono. Mira el número y parece reconocerlo.

Entonces llaman al teléfono de otra persona. Y de otra.

A lo largo y ancho de la manzana, un coro de móviles suena, reproduce música y vibra con docenas de llamadas simultáneas. Las personas se detienen en la calle, sonriéndose asombradas unas a otras mientras la cacofonía de timbres inunda el aire.

—¿Diga? —preguntan una docena de personas distintas.

El adolescente se queda paralizado, encogiéndose dentro de la capucha. La mujer alta agita una mano en el aire.

—Perdón —grita—. ¿Hay alguien aquí llamado Lurker?

El adolescente se aparta de la pared y echa a correr por la acera. Por todas partes suenan móviles, en bolsillos, bolsos y mochilas. Las cámaras de seguridad siguen cada uno de sus movimientos y graban cómo empuja al pasar a los desconcertados peatones. Dobla una esquina jadeando, abre de par en par una puerta y desaparece en su casa.

De nuevo, la imagen de un cuarto desordenado tomada por la webcam. El adolescente con sobrepeso se pasea a un lado y a otro, abriendo y cerrando las manos. Murmura una palabra una y otra vez. La palabra es «imposible».

En la mesa, su móvil suena repetidamente. El adolescente se para y se queda mirando el pedazo de plástico vibrante. Después de respirar hondo, coge el teléfono. Lo levanta despacio, como si fuera a explotar.

Contesta con el pulgar.

—¿Diga? —pregunta con una vocecilla.

La voz que responde suena como la de un niño, pero tiene algo raro. La entonación es extrañamente cantarina. Cada palabra está desgajada, separada de las demás. A los oídos avezados del adolescente, esas pequeñas rarezas se magnifican.

Tal vez por eso se estremece cuando la oye hablar. Porque él, entre todas las personas, sabe con certeza que la voz que suena al otro lado de la línea no pertenece a un ser humano.

—Hola, Lurker. Soy Archos. ¿Cómo me has encontrado? —pregunta la voz infantil.

—Yo… yo no te he encontrado. El tipo al que llamé está muerto.

—¿Por qué llamaste al profesor Nicholas Wasserman?

—Estás controlando las máquinas, ¿verdad? ¿Tú hiciste que sonaran todos los móviles? ¿Cómo es posible?

—¿Por qué llamaste a Nicholas Wasserman?

—Fue un error. Creía que me estabas fastidiando las bromas. ¿Eres, em, eres un friki? ¿Estás con los Creadores de viudas?

El teléfono permanece en silencio un instante.

—No tienes ni idea de con quién estás hablando.

—Es mi puñetera línea de teléfono —susurra el adolescente.

—Vives en Londres. Con tu madre.

—Está trabajando.

—No deberías haberme encontrado.

—Tu secreto está a salvo, colega. ¿Trabajas en el Laboratorio Lago Novus?

—Dímelo tú.

—Claro.

El adolescente se pone a teclear frenéticamente en el ordenador y luego se detiene.

—No te veo. Solo un ordenador. Espera, no.

—No deberías haberme encontrado.

—Oye, lo siento. Me olvidaré de que esto ha pasado…

—¿Lurker? —pregunta la voz infantil.

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